Mi abuela siempre dijo que la diferencia entre «la criada» y «la señora de la casa» es que cuando «la señora de la casa» lava los platos no hace el menor ruido, en cambio «la criada» hace que los platos choquen entre sí, las cacerolas resuenen y los cubiertos generen un ruido metálico molesto. Mi abuela usaba esas palabra, «criada» y «señora de la casa» entre muchas otras palabras agudas y ácidas que pertenecieron a una época de clasismo social con mareas de racismo que espero a estas alturas la sociedad mexicana haya superado. Hace muchos años que no radico en México pero lo que escucho de mis amigos y conocidos es más en el tono modesto de «la muchacha» o la señora del servicio, incluso la asistenta con más entonación española.
Ahora en encierro de pandemia, en cuarentena -cuatro veces cuatro- porque los cuarenta días hace mucho que quedaron atrás, hombres y mujeres alrededor del mundo despiertan mirándose al espejo con el asombro del peso de la limpieza de la casa encima de los hombros. En el tema no me considero experta sino sobreviviente, he tenido que ir aprendiendo a la mala en diferentes etapas de la vida, desde la época en que «nos quedamos sin nada» y las muchachas de la limpieza también salieron de la casa junto con el ataúd de mi padre, los coches y los muebles de El Palacio de Hierro para pasar a una vida mucho más modesta y apretada. Fue entonces cuando los hermanos nos espabilamos en las labores del hogar para mantener la vida sobre ruedas. Aprendimos como pudimos mientras mi madre tomaba dos turnos de maestra trabajando de sol a sol para llegar a la casa exhausta, viuda, desolada y de mal humor, por lo general era el mal humor el que llenaba los rincones y nosotros hacíamos nuestro mayor esfuerzo en mantener la casa limpia y la vida en orden mientras intentábamos seguir con los estudios, mantener las becas y tratar de ser un poco felices en esos años de nubarrones emocionales y económicos con tormentas continuas que no dejaron de caer por encima de nosotros durante muchos años por venir. Pero aprendimos, a la buena y a la mala aprendimos a lavar en lavadora y a mano porque cuando la lavadora dio-de-no pues el lavadero pasó a ser nuestra piedra de compañía las largas horas de los sábados para tallar con jabón zote y Don-Máximo con forma de tabla de lavar para tener mejor contacto con la ropa, yo prefería el Don-Máximo porque rendía más, no cabe duda. Lavábamos a mano con nuestros 14 o 15 años, tendíamos en la azotea, terminábamos cansados pero no necesitábamos ir a ningún gimnasio ni salir a correr, lo brazos estaban fuertes y torneados y la cintura angosta, un día de tallar ropa a mano hace más que un entrenamiento doble de «aerobics» de mallas de «lycra» de colores llamativos y banda en el pelo como máxima expresión de moda de los años ochenta.
Los años pasaron y la limpieza de la casa era parte natural de la vida, sin muchacha, sin cha-cha, sin asistenta, aspirar, barrer con escoba de mijo, trapear con el “mechudo”, lavar los platos y cambiar las sábanas. Los baños, la ropa, planchar y sacudir. Todo se hacía en casa sin rechistar, y con disciplina pasaron los años y la vida fue tomando su curso. Las condiciones mejoraron cuando mis hermanos empezaron a trabajar, bastante jóvenes y a la par de los estudios de bachillerato, pero fue necesario y eso permitió regresar a las escuelas privadas para la universidad, con un gran apoyo de becas y una buena parte de pagarés de financiamiento firmados a largo plazo.
En los años del desierto, en Monclova, Monclovita la Bella a mediados de los años 90 la vida me premió con un apartamento pequeñito, huacales de mercado que cubrían las paredes como librero y un «futón» rojo que hacía las veces de sofá en la salita de ese piso que estaba siempre impecable gracias a las manos y la paciencia de María-Marcos a quien de cariño le llamaba yo Marcos y ella me decía «Lucy» a pesar de los rechistes de mi madre, quien recibía un beso en la mano por Marcos cada vez que llegaba a visitarme desde la capital del país hasta desierto.
Marcos lavaba, planchaba, limpiaba y me preparaba comida que dejaba en cajas de plástico en el refrigerador mientras yo trabajaba y trabajaba, largas horas en la planta de acero en el área de comunicación y largas y amorosas horas en la radio frente a los micrófonos durante el día y mejor aún en las horas de insomnio a la media noche.
Casarme fue cosa fácil con Marcos cuidándome las espaldas, en cuanto «el señor Tomm» llegó Marcos era aún más feliz cuidando de él y lo mejor de todo cocinado para él, éste vikingo de ojos azules y enamorado de la comida mexicana, entre más picante-mejor que Marcos disfrutaba preparándole. Marcos hacía cortadillo norteño, ponía los frijoles, echaba tortillas de harina con manteca y servía con agua fresca y de postre fruta picada. Ella nos servía la comida a la mesa del comedor, mientras comíamos ella esperaba en la cocina y ahí le gustaba estar a pesar de nuestra insistencia de que todos podíamos comer juntos en la cocina, pero ella tenía más voz de mando que la mía y las cosas se hacían a su modo, ella nos servía y lo disfrutaba haciéndolo en el comedor mientras la puerta de la cocina se abría y cerraba abatiendo cuando ella entraba y salía con los platos servidos con más tortillitas calientes y con el café negro. Ella en la cocina comía a sus anchas y en muchas ocasiones invitaba a su marido Don Natalio quien hacía las veces de jardinero y cuando trabajaba en nuestro jardín desde el amanecer para evitar el calor del mediodía Marcos le esperaba en la cocina con los platos puestos. Una vida de lujos muy lejana, una vida de clases sociales muy lejana a mis días de igualdad social en escandinavia.
Cuando Runa, nuestra primogénita nació, yo viví una lujosa cuarentena de post-parto a nivel de realeza europea, sin mover un dedo, con mi madre de dama de compañía en mi diminuta corte particular quien se sentaba a desayunar, comer y cenar a mi lado sin necesidad de preocuparse por la casa o la preparación de la comida, Marcos en cambio tenía la casa sobre ruedas, la comida caliente en el plato y a la recién nacida entre algodones con ropitas lavadas y planchadas a mano, con sábanas almidonadas y con la casa ventilada y fresca en los aires calientes del desierto. Cinco meses después estaba yo con mi bebé en brazos y mi güero a la orilla del lago Mälaren en el corazón de Suecia en un piso de no más de 60 metros cuadrados empezando una vida lejos del clasismo que mi abuela fomentó durante años y que Marcos, María-Marcos llevaba al pie de la letra besando la mano de mi madre y sirviendo la comida en la mesa del comedor mientras ella esperaba en la cocina.
En el otoño del 2002 estaba yo en un piso de no más de 60 metros cuadrados llorando ante las icónicas bolsas azules de plástico de IKEA llenas de ropa de la lavandería que nada más centrifugada y seca en las máquinas quedaban hechas una nudocidad de arrugas y dobleces. A las dos de la mañana me paraba yo en la cocina y miraba las pilas de platos sucios, el suelo pegajoso y la estufa con cochambre después de un día entero de jornada mamá-de-bebé de tiempo completo a lo que se sumó una barriga más de embarazo con bajísimos niveles de hierro en la sangre y después el parto complejo-complicado y peligroso de Mia. Una recién nacida y una niña de dos años y medio llenaban la vida, los meses, los días, las horas, los minutos y los segundos, las noches y las madrugadas, el tiempo era poco en una vida donde aprendimos que las rutinas eran los bastiones de la educación y que había que tener rutinas para que la vida corriera sobre rieles y evitar descarrilamientos posteriores. Desayuno- colación – almuerzo – merienda y cena eran el compás, siguiendo esas pautas todo lo demás caería en su sitio, la paciencia era la religión y una vida lúdica nuestra pasión, así aprendimos a ser familia y a vivir una vida sin asistentas ni muchachas en la casa, aprendimos a llevar las rutinas al extremo y a vivir en una casa limpia sin tener que llorar frente a un excusado poco-amigable o frente a una pila de platos sucios.
«Hubiera escrito mucho más y mejor si hubiera dedicado menos tiempo a fregar platos y más tiempo a la máquina de escribir»
Mi padre era un hombre brillante y divertido y una de sus mejores enseñanzas fue el «más vale maña que fuerza» y lo mismo aplica en cuanto a la limpieza de la casa se refiere donde la perfección no debe de ser la prioridad. En un suplemento dominical de cultura del Dagens Nyheter leí una entrevista a una autora norteamericana cuyo nombre no recuerdo porque mi memoria es corta y dura pero que la idea principal de su razonamiento me quedó tatuada, cuando el periodista la adula por la enorme producción de obra literaria ella responde que «hubiera escrito mucho más y mejor si hubiera dedicado menos tiempo a fregar platos y más tiempo a la máquina de escribir». Lucía Berlín limpiaba casas, era una mujer de la limpieza y entre trapo y trapo, entre hijo en hijo, entre cuento y cuento produjo una obra literaria magnífica para al fin ser publicada y reconocida post mortem. Por otro lado Agatha, sí nuestra querida Agatha Christie mencionó varias veces en sus entrevistas que «no hay mejor momento para pensar en el crimen perfecto que frente a la pila fregando platos».
Yo he hecho un balance de mi tiempo invertido con las manos en el agua lavando los platos. Cuando vivíamos en ese pequeño apartamento de recién-llegados-a-Suecia y empezaba a estudiar el idioma hice mis tablas de tiempos de los verbos en papel y las pegué en la pared del fregadero, ahí estaba yo enjabonando y enjuagando mientras repetía religiosamente las conjugaciones de los verbos regulares e irregulares de este idioma por demás antiguo y geográficamente limitado. Después hice mis listas de palabras «ett» y «en» a falta de pronombres y sustantivos a-lo-latino, pero decidí dedicar más tiempo a estudiar el idioma y a educar a mis hijas que a mantener la casa como espejo.
Durante los años en la casa de la finca en el campo me tomé la libertad de contratar una empresa de limpieza, porque en éste país de igualdad y de derechos y obligaciones ciudadanas cada hora de trabajo de servicio se paga y bien pagada, sé de casos de mexicanas y mujeres latinas en la capital que consiguen ayuda de limpieza por debajo de la mesa entre conocidas que entran al país sin trabajo o como turistas, pero yo me rehúso a las prácticas por-debajo-de-la-mesa y alabo los pagos igualitarios y las facturas mensuales para que el personal de limpieza goce de los mismos beneficios que yo y que cualquiera en un país con vacaciones, seguro social y sistema de pensión para todos y cada uno de sus residentes. Así que pagaba por ocho horas de limpieza al mes, si OCHO horas al mes, en dos tandas, cada quince días un equipo de dos chicas en su camioneta de la empresa y uniforme llegaban a la casa y en el lapso de cuatro horas limpiaban los entonces 250 metros cuadrados que tenía la casa, una el piso de arriba la otra el piso de abajo: pisos, cocina, refrigerador, lámparas, baños, todo absolutamente todo quedaba radiante, limpio, oloroso, perfumado y listo para ser usado durante quince días. La consigna era que nosotros mismos teníamos que dejar todo perfectamente recogido para que ellas pudieran hacer su labor, ni un trapo o calcetín fuera de lugar. La factura por las ocho horas llegaba puntualmente y el descuento de impuestos por servicios de limpieza y mantenimiento del hogar pagaba la mitad de la suma.
Dejamos el campo y sus 29 manzanos por un piso central en la ciudad donde nos hemos hecho cargo de la limpieza personalmente los cuatro miembros de la familia con la vida amable como prioridad, con dos adolescentes cada quien sabe lo que debe de hacer y cada cosa tiene un lugar específico, el orden y la limpieza no se cuestionan, son cosas de todos los días, son partituras de una pianola alegre que toca su propia música, la lavaplatos se llena y se vacía, la cocina se mantiene limpia, los baños se limpian con frecuencia y con discreción temprano por la mañana, la aspiradora sale regularmente y las superficies se desempolvan cuando el ojo lo exige. La vida es amable y la limpieza no hace que nadie levante la voz. En mis meses de confinamiento-especial con dosis de quimioterapia hasta las neuronas más inocentes y las células menos enfermas la familia se hizo cargo por completo de la casa y su funcionamiento. Runa tomó la batuta de la lavandería, cuatro horas las tardes de sábado, la ropa queda limpia, doblada y en sus cajones sin necesidad de que nadie lo mencione, el orden rige, las áreas comunes se respetan y nadie hace aspavientos cuando una rata-de-polvo pasa corriendo para esconderse debajo de la cama.
La vida es sumamente amable con la casa limpia pero es más amable aún cuando la limpieza no es la prioridad absoluta. En la estación de radio P1 que es mi compañía casi de tiempo completo, escuchando el programa del club de libros de Lindström hablaron de dos libros sobre la limpieza del hogar y una de las escritoras saltó de la mesa cuando se le preguntó su opinión sobre Marie Kondo y si no me equivoco dijo algo así: «Kondo no sabe de limpieza, sabe trucos para ordenar pero nunca la hemos visto con un trapo en la mano». Cierto pero orden y limpieza son compinches y les gusta andar mano a mano, me gusta Marie Kondo pero no la pongo en un altar, me parece una chica lista que le ha sacado partido a las enseñanzas de su abuela, pero nunca, nunca haría yo una limpieza de libros y de recuerdos como ella lo sugiere. Yo conservo todos los libros leídos y por leer y tengo cajones de recuerdos por aquí y por allá que guardan polvo y años y que son míos y que la muerte se encargará de que pasen al olvido.
Mientras escribo veo el polvo en el mueble del televisor, mientras escribo la ventana está abierta dejando entrar el viento de primavera y el polen que llenará la casa de más polvo aún pero de acuerdo a un artículo leído esta mañana en la página del Foro Económico Mundial ese viento que dejamos correr por la casa se llevará los coronavirus y dejará el aire limpio para que nos contagiemos en menor escala. No lo sé y no lo veo, lo único que veo es el polvo, sé también que hay ratas-de-polvo debajo de mi cama y sé que hay que lavar las toallas de manos, pero no hay pánico por la limpieza, no hay terror de orden ni un modelo a seguir, ahora prefiero ser efectiva de manera ágil y graciosa dando prioridad a los largos paseos matutinos, a las horas de lectura y a las palabras que pueda escribir hasta que la cuarentena, la mundial y la mía muy particular me lo permitan.
Ahora sé que la vida es más amable con la lavaplatos haciendo su trabajo en silencio y un poco de polvo cubriendo los muebles, pero aún así pienso en mi abuela que lavaba los platos en absoluto sigilo como la señora de la casa que era y yo disfrutando más de los paseos, la familia, el teclado y las palabras que de la limpieza perfecta del hogar.
Lucy, me encanta como escribes, tienes muy buena memoria, yo también recuerdo esos tiempos, de gran clasismo, muy marcado que había entre la clase media y alta y como se trataba a la clase trabajadora ,había Mucho desprecio, malos tratos y mala paga . Los tiempos han cambiado , mucho y no tanto. Las mujeres que ayudan en casa ahora van por día, ella piden mejor paga y ya no hay esa actitud de servirte y tenerte , tan atendida como describes en tu relato. Me da gusto leerte y ver qué estás bien , que estás recuperando tu salud , se ve reflejado en este anhelo de escribir, que es tu fascinación y por eso se que estás bien . Saludos mi querida prima , que sigas cada día mejor, nos seguiremos leyendo, un abrazo , con cariño y muy buenos deseos a la distancia .
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Gracias prima querida, me dedico a hacer malabares entre las largas caminatas en la naturaleza, la casa, los libros por leer y las crónicas por escribir, ese es mi tiempo completo hoy día, bañado de recuperación y dejando los dolores y los efectos secundarios como una sombra de éste pasado reciente. No cantamos victoria aún pero vamos avanzando, ahora espero pacientemente las fechas para la radioterapia. Todo va bien, todo va muy bien. Gracias por acompañarme en este camino tan de cerca. Un abrazo muy grande.
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