Jacinta, ni racimo, ni flor, ni mujer

Jacinta era su nombre de cuna, su nombre de pila bautismal, Jacinta, como las flores, como el racimo, en el olor de lilas y rosas, jacintos blancos y jacintos morados, jacintos que se ponen en el carmen de las ventanas en el invierno escandinavo, pero ella ni flor, ni olor, ni racimo, ni maceta, ni inviernos suecos ni olores penetrantes de flores blancas y lilas. Para mi Jacinta era un listón de colores al viento, Jacinta eran los listones que nos ponía mi madre en el pelo los domingos de ir a misa, rosa para mi hermana y amarillo para mí, combinando con los vestidos de comida familiar y los zapatos negros lustrosos y los calcetines blancos.
Eran los domingo cuando veíamos a Jacinta, no todos solo algunos domingos cuando íbamos a comer a casa de la hermana de mi madre, una de las muchas, una de las tantas, una de las tías de las reales de las hermanas de sangre, porque después la lista interminable de tías era como una regadera con fuga, una llave de agua interminable, todos y todas eran tías, eran parientes, eran adultos a quienes saludar, beso en la mejilla, abrazo , mua-mua sus caras de maquillaje y olor a crema teatrical contra mi cara de niña, mua-mua saluda a tu tía, la de verdad, las de sangre, las carnales y las otras, la ristra de tías y tíos que a mis ojos se ponían en fila para ser saludados y besados por los niños, por los menores, por las niñas.
Y ahí estaba siempre, en la oscuridad de la casa, no salía a recibirnos al portal, no se paraba junto al zaguán, no daba la bienvenida desde el porche, ella nos saludaba a distancia desde la oscuridad de la casa, porque era una casa oscura, oscura y húmeda, oscura y vieja, oscura y con olores rancios penetrantes que salían como vapor de las paredes, una casa que habrá visto sus años de gloria algunos lustros atrás, en esa época era ya una casa con rajadas de ruina, con paredes raídas, con olores de caño y con techos descarapelados, pero a mí me gustaba esa casa.
En la oscuridad de los pasillos largos se extendía la mano de Jacinta para saludarnos, “saluden a su tía” una tía más de las no-sanguíneas, de las nunca parientes, de las no-entiendo-porqué pero era una de las tías, “es hermana del esposo de su tía” y así es como las ramas de los árboles familiares se empiezan a extender, a anudar, a torcer y Jacinta era uno de esos nudos que tuvo raíces pero nunca brotes, que nunca se extendió, era como sus dedos artríticos, como sus manos deformes. Jacinta desde la oscuridad de los corredores de la casa que olía a humedades saludaba con voz baja, con voz callada, con voz muda. – Cómo estás Jacinta, le decía mi madre desde su voz alta y clara, desde su peinado de salón con pelo teñido y con aretes y collares a juego, -Cómo estás Jacinta, repetía mi madre fuerte y claro desde su juventud, desde su arrogancia desde su ropa de El Puerto de Liverpool.
Jacinta no estaba bien, Jacinta nunca estuvo bien, Jacinta era una flor débil carente de luz en la oscuridad de su casa, de la casa donde la parieron, de la casa donde creció, de la casa de su padre que ya había muerto hacía unos años y donde dejó a sus cuatro hijos, los hombre casados con sus respectivas familias y mujeres en la casa de ese padre que los sábados por la noche veía la Lucha libre en la televisión en blanco y negro, así sentado a un metro de la pantalla para no perderse de un solo movimiento. El padre que heredara la casa en partes iguales a los cuatro hijos, los varones casados y con sus respectivas mujeres y familias se fueron acomodando en los cuartos de la casa, en los anexos, en los apartamentos, los de arriba del taller de confección de ropa y los de arriba de la papelería que daba a la calle. Las hijas heredaron su parte, la casa grande, la de las oscuridades con los pasillos interiores sin ventanas y con los ventanales del porche del patio trasero, las hijas heredaron la oscuridad, la humedad, el olor a caño, la soledad de mujer, la virginidad nunca renunciada, la compañía de las nueras y la vida de los sobrinos que les abrían las ventanas para recibir unos tibios rayos de sol. Las hermanas heredaron los patios con plantas sembradas en urnas de colores, en latas de aluminio, las hermanas heredaron la soltería, el no parir, la “mañanita” tejida, las faldas grises, las medias opacas y las canas de joven, de vieja, de anciana, de tía de las que no se casan, de las que no ven la luz.

Jacinta tenía el pelo cano, habrá nacido cana y vieja, de piel de tan pálida verdosa como concha nácar que cubriera el cuerpo, un cuerpo que vivía en el exilio de un invierno no escogido, un cuerpo que temblaba de frío, temblores de soledad, temblores de castidad, temblores en una sabana helada donde habitaba sin haber sido consultada. Jacinta vivió la vida en la soledad de la familia, en el silencio de las quejas, en el dolor de un cuerpo que se fue enfermando al paso de los días, de los meses, de los años y de la vida, donde la habitación oscura se tornó refugio y una cama su ultimo territorio, el lugar en dónde tan solo ella podía habitar.

Yo la miraba, la observaba, la seguía con los ojos, apenas si me hablaba, como todas las tías preguntaba siempre lo mismo «y tú eres la menor» – «cuántos años tienes» – «uy cómo has crecido» y uno crecía lo que tenía que crecer a los 7 y a los 8 años, uno crecía lo justo de un fin de semana a otro, nada de extremidades sorprendentes ni de brazos elásticos que se arrastraran por esos pasillos de azulejos fríos entre amarillos y verdes, uno crecía como cualquier otro niño y se llamaba exactamente igual que la semana anterior, y seguía siendo la menor de los tres, no por el paso de cinco días o catorce uno brincaría el orden natural y puf! de la noche a la mañana la menor se ha vuelto la mayor, pero es que los adultos no sabían, no sabían escuchar y no sabían preguntar, cada semana, dos veces al mes, en Navidades y en Pascuas siempre las mismas chorreadas «y tú eres la menor» pues sí para su disgusto sigo siendo la menor, para su sorpresa cumplo años nada más una vez cada doce meses y para su sorpresa sigo siendo la de Carlos y la de Tere, la vida no me jugaba ninguna broma para poder dar una respuesta sorprendente a tanta pregunta ociosa que los mayores nos hacían a los niños que por convicción debíamos de ser desmemoriados, inocentes y mudos, apenas con una sonrisa y dos respuestas en la boca y eso sí estar listos para dar los besos a todos esos mayores, a la lista de tíos y tías que debían ser saludados con reverencia y honores.

Jacinta se hizo olor de flor, humedad de las piedras y pasos sin levantar el talón. Jacinta se fue evaporando ante la vida que llenaba la casa, Jacinta se hizo dolor y silencio, Jacinta fue mujer, nació mujer, creció mujer y se secó mujer, quedó en el aire.

Yo daba mis besos y me limpiaba la cara con el antebrazo, recibía los besos y me limpiaba la cara con la palma de la mano, respondía a todas las preguntas como un autómata social y observaba, observaba y recorría la casa y metía las narices donde no me llamaban y así me aprendí los olores de aquella casa que me gustaba tanto, donde olía a limpio por los actos heroicos de limpieza que mi Tía realizaba desde que el sol salía hasta que caía la noche y a chorros de agua y detergente limpiaba pasillos y corredores, lavaba baños con desinfectantes y dejaba lustrosos los azulejos y las piedras que cubrían las paredes, los baños y los corredores de esa casa que era oscura como un día de invierno escandinavo, fría como las manos de Jacinta y muda como su historia de mujer que nunca se mencionó al servir la comida ni en el café de la sobremesa.

Jacinta fue enfermando como enferman las mujeres que no toman el sol, fue enfermando ante la mirada de su hermana mayor, fue enfermando ante la vida ajetreada de los sobrinos que crecían a su alrededor, Jacinta fue hablando menos y fue retirándose cada vez más, apenas salía a saludar, ya no veíamos sus manos, ya no sentíamos su abrazo, ya no escuchábamos su voz. Jacinta se hizo silencio, se hizo aire frío en los pasillos de la casa, Jacinta se hizo olor de flor, humedad de las piedras y pasos sin levantar el talón. Jacinta se fue evaporando ante la vida que llenaba la casa, Jacinta se hizo dolor y silencio, Jacinta fue mujer, nació mujer, creció mujer y se secó mujer, quedó en el aire. Yo la observaba en los pasillos, yo la escuchaba respirar, yo metía mis ojos a la obscuridad de su habitación y contaba su respiración, su inhalar pesado y las quejas en el sueño de su diminuto espacio vital.

Jacinta fue una mujer de papel a mis ojos de niña, manos frías, manos blancas, voz pálida, piel de pétalo, ropas gruesas y temblores de muerte durante una vida de silencios y articulaciones deformadas como nudos de árbol de ramas que nunca vieron la luz.

Jacinta se hizo vapor, se hizo olor de tierra en las macetas de hoja de lata, Jacinta se evaporó, se hizo humedad en las paredes de cemento pelonas, Jacinta se hizo vapores de agua en la oscuridad de la casa de su padre, esa casa heredada que olía a humedad. Jacinta se evaporó, se hizo tierra, flor, maceta, pétalos helados con gotas de rocío al sol.

3 comentarios

  1. Avatar de Veronica Sanchez Velázquez
    Veronica Sanchez Velázquez · marzo 9, 2020

    Que bárbara prima!!!👏👏👏👏👏👏👏👏👏👏
    Mi admiración total para ti.
    😘😘🤗🤗

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  2. Avatar de Gwenn-Aelle
    Gwenn-Aelle · marzo 10, 2020

    Jacinta, hermosa flor cana, se secó mujer y nació de nuevo.
    Qué hermosa manera de hablar de ella, caray Lucía.

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