La sopa de habas no era una sopa, no era un caldo donde la cuchara se moviera graciosamente para llevársela a la boca con gusto; la sopa de habas era un potaje grueso, pastoso, espeso, amarillo oscuro con algunos brotes verdes de lo que habrá sido cilantro picado, lo servían en el plato hondo a que se desbordara, y las mamás se pasaban detrás de las sillas de uno en fila, la una rociandolo el queso fresco y la que sería una de las tías se daba gusto vertiendo con puntería y gracia el aceite de olivo. el resultado era ese potaje obscenamente denso y caliente que teníamos que llevarnos a la boca cada 25 de diciembre en la comida familiar de Navidad.
Yo recuerdo esas comidas de Navidades en casa de los abuelos, cuando la casa se sentía aún nueva, aunque siempre tuvo el aire de estar por demás bien cuidada, esas comidas de Navidad donde las tres familias de los hermanos Carbó se reunían a la mesa de los abuelos, el tío Alfonso era un muchacho, más que muchacho su definición precisa era un junior resultado del boom económico de el éxito petrolero de los años setenta, donde a todos les fué bien, donde la clase media de la ciudad de México fermenta y crece y los suburbios como Ciudad Satélite toman fuerza, y permite que familias como la nuestra dejen las colonias tradicionales de la ciudad para sacudirse las calles de tierra de los años treintas y mudarse a donde las señoras se mueven en coches de lujo propios, donde los niños van a los colegios privados y donde las compras se hacen en un supermercado.
El día de Navidad llegábamos en coche a casa de los abuelos, el Valiant color mostaza que era el auto que papá le comprara a mamá, porque la señora de la casa debía de tener el auto grande, nuestra familia llegaba en auto, las otras dos familias vivían vecinas de los abuelos, la de mi Tío el Doctor y la de la Tía Lily, 25 metros de distancia los unos de los otros, unos cuantos pasos, los portones colindaban, la casa del doctor estaba apenas frente a la casa de los abuelos, un ramillete de complicidad familiar, nosotros éramos los únicos que vivíamos lejos, a tan solo 8 minutos de distancia en auto, sin trafico, sin embotellamientos, sin horas sentados al volante para moverse de una colonia a la otra.
Vivíamos en los suburbios donde la clase media florecía, íbamos al colegio de esos mismos suburbios, la iglesia nos quedaba cercana y normalmente atendíamos a misa los domingos junto con los abuelos, otro momento de reunión familiar.
Eran los buenos tiempos, la casa de mis abuelos estaba adornada con Lladrós originales y con cristal cortado, con juegos de té de porcelana china y con muebles de madera gruesa y oscura, la mesa de centro era de mármol. El día de Navidad llegábamos con los vestidos de domingo y mi madre y mis tías con abrigos con cuellos de piel, con vestidos de gala y con zapatos de tacón. Pasaban el día en el peluquero y les arreglaban el tinte, el peinado y las uñas. Mientras en casa cocinaba la muchacha siguiendo instrucciones precisas de la patrona.
Yo no tendría más de cinco o seis años, Tía Lily estaba embarazada de su cuarto hijo, todos eramos pequeños, las niñas íbamos con moños en el pelo que combinaban con el color de los vestidos, los zapatos de charol, las medias blancas, los abrigos de invierno con solapas de terciopelo, mi hermano con un corbatín azul y peinado con goma de esa verde pegajosa para que el peinado durara en su lugar todo el convivio.
Papá llevaba el pelo largo, como siempre lo llevo, el pelo largo, los dedos de las manos largos, el cigarro en la comisura de los labios, la barba larga, las canas peinadas hacia atrás a pesar de no haber llegado nunca a cumplir cuarenta años, el tío Alfonso usaba el pelo largo también, el Doctor y el Tío David eran hombres de pelo corto y de patillas gruesas, todos de saco y corbata, papá agregaba chaleco, siempre chaleco a pesar del clima de la ciudad de México, aunque para ser sinceros las pocas veces que fuimos a la playa usaba siempre camisa de manga larga, un traje de baño que databa de los años 50 y calcetines oscuros con zapatos, cigarro en la comisura de los labios y el pelo largo, los dedos de las manos largos y la barba canosa y larga a pesar de nunca haber llegado a los cuarenta años.
Las comidas de navidad eran una fiesta de regalos, fruto del éxito económico de la época, donde todos le daban regalos a todos, donde se intercambiaban cuadros de oleo con motivos de naturalezas y bosques, bodegones y motivos de caza engalanados con marcos de madera y acabado de hoja de oro. Era la época donde se regalaban los unos a los otros, cajitas pequeñas con aretes de perlas de Mallorca o con esclavas de oro y aretes a juego.
Eran los buenos años de las familias, los hijos pequeños, las mujeres guapas y radiantes, los hombres exitosos, los autos nuevos en las cocheras, las casas en constante ampliación para estar siempre a la altura de las circunstancias con salas que tenían capacidad para pianos e invitados, para cenas y tertulias.
Las comidas de Navidad eran una fiesta de la familia, éramos niños y recibíamos regalos por demás, había siempre muchos juguetes y no faltaban las bicicletas y las muñecas y las rigurosas cajas de El Palacio de Hierro con las pijamas de franela que llegaban puntualmente cada año por parte de la abuela y en el sobre amarillo los Bonos del Ahorro Nacional.
Vivíamos un mundo de tradiciones familiares, de comidas de domingos, de pasteles de cumpleaños preparados siempre en casa por la abuela, una vida de tradiciones sencillas de seguir, con los primos al alcance de la mano, con los domingos siempre juntos, con los abuelos siempre presentes y con las familias siempre reunidas. Vivíamos una vida privilegiada, una vida única que seguramente compartíamos con el resto de las miles de familias que en los años setentas se mudaron a los suburbios a colonizar la vida de la emergente clase media mexicana. Fué nuestra época de oro, fueron los años que nos dieron raíces y nos enseñaron a reír.
Después todo daría la vuelta, no llegaríamos a los años ochentas intactos y libres, la vida se pondría de cabeza y se acabarían los lujos, la estabilidad, las tradiciones y los lazos se verían seriamente afectados, porque la muerte puede poner fin a la más sólida de las vidas, pero en el corazón se quedaron los recuerdos de los primeros años, de los buenos años, de los años setenta donde la navidad era un árbol grande y lleno de regalos, donde la comida de familia era en casa de los abuelos, donde había primos bebés y primos que salían a andar en bicicleta con nosotros, donde mi madre y mis tías eran señoras guapas y jóvenes con peinados de salón, cons postizos que abultaban, con rimel grueso en los ojos, pestañas que se pegaban de una en una y zapatos de plataforma y tacón, eran señoras que combinaban la bolsa y los zapatos, que tenían siempre el accesorio correcto para cada ocasión, que competían cada una con su guapura y su personalidad, que vestían a las hijas para brillar en sociedad, que nos peinaban con rayas perfectas en medio de la cabeza y con caireles que sobrevivían toda una tarde de juegos y de portarse bien sentados a la mesa y en los sillones de la sala de casa de los abuelos.
La vida nos regaló esos buenos años de infancia para que se tornaran en nuestras raíces, raíces que han aguantado huracanes y tormentas y nos siguen manteniendo al suelo de nuestro origen.
La vida nos dió las comidas del domingo y la comida del día de Navidad en casa de los abuelos, donde olía a pan recién horneado comprado en la panadería La Abeja y se empapaba del caldillo aceitoso del tomate del Bacalao a la Vizcaína. Y se servía el pavo y comíamos con gusto y se llenaba la mesa del comedor y mi abuela era la anfitriona perfecta sirviendonos siempre un rompopito a los niños y un pedazo de turrón para el postre.
La comida de Navidad en casa de los abuelos, en los suburbios de la Ciudad de México en la década de los años setenta huele a sopa de habas, a bacalao y a pavo, sabe a bolillos calientes, tintinea con las luces del árbol y los colores de los paquetes de regalos que a todos nos tocaba más de uno y que todos eran más que brillantes y perfectos.
Las comidas de Navidad en casa de los abuelos quedan muy lejos, muy lejos en los años y en el tiempo, pero es tan fácil llegar a ellos, es tan fácil recordar al abuelo parado con las manos a la espalda, y el puro en los labios con un palillo de dientes incrustado en el centro, es tan fácil escuchar la voz de Don Luis, es tan fácil escuchar sus risas y sus carcajadas, es tan fácil escucharlo dando voces y llamándole a mi abuela «Joven» porque siempre le dijo «Joven», nunca Alicia, nunca amor, nunca corazón de vez en vez le llamó «mujer» pero a por demás mi abuela Alicia fue siempre «joven»!
Poco más de cuarenta años han pasado, cierro los ojos y me paro frente a la puerta de la casa para tocar, para esperar ver a mi abuela abrir la puerta y recibirnos con el amor que tan solo ella nos profesó.
Las comidas de Navidad se engalanaban con la repartición de regalos y la tradición dictaba que cada nieto recibiría un regalo de la abuela con su respectiva dedicatoria «Para Carlitos el consentido de mis nietos», «Para Teresita la más dulce de mis nietas» «Para Lucy la más pícara de mis nietas»… nuestras dedicatorias de amor, nuestras etiquetas de vida, nuestras raíces plantadas en tierra fértil por las manos de la abuela.
Las comidas de Navidad tienen el sabor de la infancia y el gusto de la sopa de habas, el trago difícil de pasar, ese potaje grueso, pastoso, espeso, amarillo oscuro con algunos brotes verdes de lo que habrá sido cilantro picado y que lo servían en el plato hondo a que se desbordara a rebasar los cantos. La sopa de haba sabe a Navidad, a casa de los abuelos en los suburbios de la clase media en la década de los setentas, donde florecíamos como familia, donde echamos raíces como hijos de familia, en esa época donde nuestros padres y tíos y abuelos se movían graciosamente en una economía desenfadada y donde creían que estaban en la cúspide de sus vidas, y lo estaban, y fué la cúspide y vino la caída libre, pero eso pasaría después, ahora eran los años setentas, eran jóvenes, exitosos y guapos, las familias éramos jóvenes y el futuro parecía prometedor.
Más de cuarenta años han pasado, la vida ha girado sin cesar, he cambiado de ciudad, de país, de continente y de latitud, he cambiado de costumbres, hemos enterrado a los viejos y a los jóvenes y a los jóvenes que nunca llegaron a viejos, hay muchos paquetes debajo de mi árbol de navidad y hay dos hijas ansiosas por que llegue la Nochebuena, habrá cena y habrá armonía, y lo que siempre habrá a pesar de que la infancia ha quedado tan lejos, tan rancia, pero nunca opaca, siempre habrá el recuerdo de la comida de navidad en casa de los abuelos, mi abrigo con solapas de terciopelo, mis caireles en el pelo, haber sido la Más pícara de las nietas y el sabor pastoso y denso de la sopa de habas que tragaba a empujones y que se deslizaba por la garganta en un baño de aceite de olivo que causaba náuseas.
Nunca más sopa de habas, nunca más abuelos…nunca más infancia.
hay reinis, me sacaste las lágrimas, porque muy parecida mi infancia a la tuya. Te quiero, gracias por compartir.
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Querida Lucy simplemente hermoso! Tu narración retoma mis propios recuerdos sumiéndome en la nostalgia (inevitable por cierto) hasta que las risotadas de mis pequeñas hijastras a quien adoro, me recordaron el aqui y el ahora. Imborrables momentos que hacen de cada persona ser quien es, para seguir disfrutando de esta gran aventura llamada vida! Que esta Navidad y siempre tu vida esté llena de esa paz que irradias y cúmulos de felicidad siempre te acompañen a ti y a tu hermosa familia. Recibe un gran abrazo y gracias por compartir!!
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