Un ejercicio de buena voluntad

Pasar por control de aeropuertos es un ejercicio de humildad y de buena voluntad que yo he venido aprendiendo a ejecutar con gracia, desde escoger la línea con menos pasajeros hasta quitarme casi de manera imperceptible el cinturón, meterlo en la bolsa de mano, quitarme el abrigo y el chal, porque soy-una-mujer-de-chal sin importar la temporada; saco rápidamente la computadora de la bolsa y pongo mis botas en una de las rejillas de la banda, porque sí soy-una-mujer-de-botas. Y así paso los controles, y paso uno y paso dos y paso tres controles de seguridad, y me revisan, y a veces me meten mano y a veces sonrío y doy las gracias y otras nada más me revisan las plantas de los pies con el detector de metales, como si desde lejos se dieran cuenta que piso con pies de plomo y eso les incita a revisarme del talón al dedo gordo, siempre tan paraditos que los tengo para guardar el equilibrio.

Y el dos de noviembre pasamos Mia mi Mia y yo el control de aduanas de la Ciudad de México con humildad y con gracia y mucha paciencia aunada al proceso ya que el individuo-paisano-de-bigote que estaba a dos pasos frente a mí decidió pasar en su bolsa de mano unos pocos aderezos para sazonar la vida en lo que deduje sería su segunda patria, muy entradas las tierras de Los Ángeles, y al hombre le abrieron cada una de las bolsas de hierbas y resultó que había comino, cilantro seco, perejil, epazote y unos-más-de-dos kilos de frijoles, porque seguramente los frijoles de Los Ángeles no saben igual, para después abrir la bolsa más grande, más deforme y más inconsistente y olorosa… dos kilos de cecina adobada cruda!

En qué cabeza cabe! Pero por el perfil del individuo-paisano se ve que la cabeza la usábamos más bien para colocarnos el sombrero y que el resto era pura barriga y corazón, y lo miré detenidamente desde las botas y la hebilla y la camisa color vino y la mirada y entendí su actuar y su sentir. Yo también quisiera traerme medio México en la maleta y la otra mitad en la de mano, pero apenas hay lugar para las salsas y dos kilos de maseca, un poco de epazote para los frijoles negros importado de Canadá que pongo a remojar toda la noche, porque así es, cuando uno se va a descansar y apaga la luz de la cocina en la penumbra debe de estar la cacerola llena de agua donde los frijoles pasarán la noche para su remojo, y al día siguiente debe de oler a ajos y cebollas y la olla exprés debe de llenar la casa de su pitido de vapor, porque no importa que la calle se llame “Tegelbruksgatan” en ésta casa se comen frijoles negros de la olla remojados la noche anterior y la casa huele a ajos y cebollas y se le echa el epazote seco porque así debe de ser, porque así se hizo en casa de mi madre, y en casa de mi abuela, y en casa de mis tías, y en casa de la vecina, y en casa de las comadres y en las casas de todas esas mujeres que al apagar la luz de la cocina dan un último vistazo a la cacerola que pasará la noche remojando los frijoles.

Y yo quiero empacar los olores y empacar los colores para traérmelos a éstas tierras blancas y grises, éstas tierras blancas de hielo, blancas de nieve y blancas de frío grises al sol, grises a la obscuridad y grises al ánimo de la gente, pero en la maleta no me caben los colores y se me desparraman los olores y no sé si traérmelos puestos o traérmelos untados y no sé en dónde ponerlos ni cómo acomodarlos.

Pero éste último viaje el dos de noviembre quería yo traerme la vida en esas maletas que apenas permiten que pesen 23 kilos, ahora que mi madre no está y que hay tantas cosas en su casa, cómo escoger lo que uno se va a quedar, como herencia, como recuerdo, como pedazo de vida. Me hubiera gustado traerme los rosales sembrados en el jardín, porque en esos rosales –robándome una tradición Monclovense- sembré el cordón umbilical de mi Runa-maría para que echara raíces y para que regresara a la casa de sus antepasados; también quería cargar con el olor de su recámara porque al paso de los años añejó una mezcla de su perfume, con su crema de manos y el olor de su piel que se impregnaba cuando nos daba un abrazo; me hubiera gustado guardar en la maleta la luz de la lámpara de la cocina, no la lámpara en sí sino la luz que daba para iluminar la mesa donde nos sentábamos siempre para platicar, para hablar, para estar callados pero donde siempre nos sentábamos porque esa casa era una mesa-de-cocina que siempre estaba puesta. De ser posible me hubiera traído su “bueeeno” ese bueeeno cantadito que decía cuando levantaba la bocina del teléfono para contestar las llamadas, ese bueeeno que el escucha reconocería sin importar que hubiera llamado a la casa equivocada, ese bueeeno que no se repetirá en ninguna otra llamada telefónica y que era parte de su sello de personalidad.

No sé cómo pero hubiera querido meter en la bolsa de manos la imagen de sus dedos tamborileando sobre la mesa y haciendo toc-toc-toc con sus uñas por demás largas y gruesas. Y me hubiera gustado traerme el sonido del zaguán cuando ella abría la puerta y pensaba yo para mis adentros “ya está en casa”

A falta de mi habilidad para empacar y para traerme todo lo que hubiera querido empacar, desde los rosales hasta el ruido viejo del zaguán me traje a mis abuelos en fotos a José-el-carpintero y a Delfina-la-que-parió- trece-hijos, me traje las fotitos –porque son unos marquitos-ovaladitos-así-de-pequeñitos con la imagen de los nueve hermanos que sobrevivieron a los trece que nacieron hace tanto que se empolva en el otro siglo. Y me traje las fotos de bodas de Papá-el-pianista y Mamá-la-güera de la calle de Lago Valencia. Me traje las imágenes en blanco y negro porque no pude traerme las de color, me traje las imágenes mudas porque no me pude traer las palabras, me traje las imágenes impresas porque no sé en qué parte recóndita de la vida se pudieran empacar las de a-color-con-voz-con-olor y con-vida.

Así miré al individuo-paisano-de-bigote con sus bolsas de especias, de frijoles y con su aforma bolsa de plástico cargada de cecina en adobo que llevaba en la maleta y lo comprendí y me identifiqué y me vi en un espejo porque seguramente él pasaría la noche anterior haciendo maletas y tratando de empacar también los olores de la cocina de su madre, las manos de su vieja y el sabor de una vida en algún pueblo que no cabrá nunca en la maleta.

Pasar por control de aeropuertos en un ejercicio de humildad y de buena voluntad que yo he venido aprendiendo a ejecutar con gracia, desde el saber dejar la indumentaria pesada en otra casa, en otro país, en otro continente hasta dejar descansar los recuerdos en sus polvos y cenizas, pasar por el control de aeropuertos es un ejercicio de humildad y de buena voluntad que he venido haciendo con gracia con la cabeza llena de palabras y el corazón hinchado de recuerdos que nunca el detector logrará escanear ni las autoridades arancelarias podrán controlar.

8 comentarios

  1. Avatar de Pilar Lopez
    Pilar Lopez · noviembre 24, 2015

    Un día yo me quiero ir en tu maleta

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  2. Avatar de Perla Hernández
    Perla Hernández · noviembre 24, 2015

    Y AUN ASÍ EN TU CORAZÓN Y EN TU SENTIR, SIEMPRE TENDRÁS UNA MALETA LLENA

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  3. Avatar de carlamtz
    carlamtz · noviembre 24, 2015

    me salieron lágrimas! lo expresaste excelente. yo quiero traerme todo eso: el olor de los frijoles de mi tía, que a mi nomás no me salen igual 😦

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  4. Avatar de Perla Hernández
    Perla Hernández · noviembre 24, 2015

    Y AÚN ASÍ SIEMPRE EN TU CORAZÓN Y EN TU SENTIR TENDRÁS UNA MALETA LLENA…….

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  5. Avatar de Perla Hernández
    Perla Hernández · noviembre 24, 2015

    Y AUN ASÍ EN TU CORAZÓN Y EN TU SENTIR SIEMPRE LLEVARAS UNA MALETA…..

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  6. Avatar de Gwenn-Aelle
    Gwenn-Aelle · noviembre 25, 2015

    Me encanta leerte. Bueno, a veces ne da envidia..je je. La palabra justa, el ritmo exacto. y lo que dices, directo al alma.

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  7. Avatar de emilene
    emilene · noviembre 25, 2015

    Hay ami lindo lo que escribiste, especialmente cuando describía todo lo lindo que te rodeó, me toco el corazón y me pareció haber acompañado a cada detalle. Besos y que Dios te bendiga siempre 😚

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