Un ejercicio de buena voluntad

Pasar por control de aeropuertos es un ejercicio de humildad y de buena voluntad que yo he venido aprendiendo a ejecutar con gracia, desde escoger la línea con menos pasajeros hasta quitarme casi de manera imperceptible el cinturón, meterlo en la bolsa de mano, quitarme el abrigo y el chal, porque soy-una-mujer-de-chal sin importar la temporada; saco rápidamente la computadora de la bolsa y pongo mis botas en una de las rejillas de la banda, porque sí soy-una-mujer-de-botas. Y así paso los controles, y paso uno y paso dos y paso tres controles de seguridad, y me revisan, y a veces me meten mano y a veces sonrío y doy las gracias y otras nada más me revisan las plantas de los pies con el detector de metales, como si desde lejos se dieran cuenta que piso con pies de plomo y eso les incita a revisarme del talón al dedo gordo, siempre tan paraditos que los tengo para guardar el equilibrio.

Y el dos de noviembre pasamos Mia mi Mia y yo el control de aduanas de la Ciudad de México con humildad y con gracia y mucha paciencia aunada al proceso ya que el individuo-paisano-de-bigote que estaba a dos pasos frente a mí decidió pasar en su bolsa de mano unos pocos aderezos para sazonar la vida en lo que deduje sería su segunda patria, muy entradas las tierras de Los Ángeles, y al hombre le abrieron cada una de las bolsas de hierbas y resultó que había comino, cilantro seco, perejil, epazote y unos-más-de-dos kilos de frijoles, porque seguramente los frijoles de Los Ángeles no saben igual, para después abrir la bolsa más grande, más deforme y más inconsistente y olorosa… dos kilos de cecina adobada cruda!

En qué cabeza cabe! Pero por el perfil del individuo-paisano se ve que la cabeza la usábamos más bien para colocarnos el sombrero y que el resto era pura barriga y corazón, y lo miré detenidamente desde las botas y la hebilla y la camisa color vino y la mirada y entendí su actuar y su sentir. Yo también quisiera traerme medio México en la maleta y la otra mitad en la de mano, pero apenas hay lugar para las salsas y dos kilos de maseca, un poco de epazote para los frijoles negros importado de Canadá que pongo a remojar toda la noche, porque así es, cuando uno se va a descansar y apaga la luz de la cocina en la penumbra debe de estar la cacerola llena de agua donde los frijoles pasarán la noche para su remojo, y al día siguiente debe de oler a ajos y cebollas y la olla exprés debe de llenar la casa de su pitido de vapor, porque no importa que la calle se llame “Tegelbruksgatan” en ésta casa se comen frijoles negros de la olla remojados la noche anterior y la casa huele a ajos y cebollas y se le echa el epazote seco porque así debe de ser, porque así se hizo en casa de mi madre, y en casa de mi abuela, y en casa de mis tías, y en casa de la vecina, y en casa de las comadres y en las casas de todas esas mujeres que al apagar la luz de la cocina dan un último vistazo a la cacerola que pasará la noche remojando los frijoles.

Y yo quiero empacar los olores y empacar los colores para traérmelos a éstas tierras blancas y grises, éstas tierras blancas de hielo, blancas de nieve y blancas de frío grises al sol, grises a la obscuridad y grises al ánimo de la gente, pero en la maleta no me caben los colores y se me desparraman los olores y no sé si traérmelos puestos o traérmelos untados y no sé en dónde ponerlos ni cómo acomodarlos.

Pero éste último viaje el dos de noviembre quería yo traerme la vida en esas maletas que apenas permiten que pesen 23 kilos, ahora que mi madre no está y que hay tantas cosas en su casa, cómo escoger lo que uno se va a quedar, como herencia, como recuerdo, como pedazo de vida. Me hubiera gustado traerme los rosales sembrados en el jardín, porque en esos rosales –robándome una tradición Monclovense- sembré el cordón umbilical de mi Runa-maría para que echara raíces y para que regresara a la casa de sus antepasados; también quería cargar con el olor de su recámara porque al paso de los años añejó una mezcla de su perfume, con su crema de manos y el olor de su piel que se impregnaba cuando nos daba un abrazo; me hubiera gustado guardar en la maleta la luz de la lámpara de la cocina, no la lámpara en sí sino la luz que daba para iluminar la mesa donde nos sentábamos siempre para platicar, para hablar, para estar callados pero donde siempre nos sentábamos porque esa casa era una mesa-de-cocina que siempre estaba puesta. De ser posible me hubiera traído su “bueeeno” ese bueeeno cantadito que decía cuando levantaba la bocina del teléfono para contestar las llamadas, ese bueeeno que el escucha reconocería sin importar que hubiera llamado a la casa equivocada, ese bueeeno que no se repetirá en ninguna otra llamada telefónica y que era parte de su sello de personalidad.

No sé cómo pero hubiera querido meter en la bolsa de manos la imagen de sus dedos tamborileando sobre la mesa y haciendo toc-toc-toc con sus uñas por demás largas y gruesas. Y me hubiera gustado traerme el sonido del zaguán cuando ella abría la puerta y pensaba yo para mis adentros “ya está en casa”

A falta de mi habilidad para empacar y para traerme todo lo que hubiera querido empacar, desde los rosales hasta el ruido viejo del zaguán me traje a mis abuelos en fotos a José-el-carpintero y a Delfina-la-que-parió- trece-hijos, me traje las fotitos –porque son unos marquitos-ovaladitos-así-de-pequeñitos con la imagen de los nueve hermanos que sobrevivieron a los trece que nacieron hace tanto que se empolva en el otro siglo. Y me traje las fotos de bodas de Papá-el-pianista y Mamá-la-güera de la calle de Lago Valencia. Me traje las imágenes en blanco y negro porque no pude traerme las de color, me traje las imágenes mudas porque no me pude traer las palabras, me traje las imágenes impresas porque no sé en qué parte recóndita de la vida se pudieran empacar las de a-color-con-voz-con-olor y con-vida.

Así miré al individuo-paisano-de-bigote con sus bolsas de especias, de frijoles y con su aforma bolsa de plástico cargada de cecina en adobo que llevaba en la maleta y lo comprendí y me identifiqué y me vi en un espejo porque seguramente él pasaría la noche anterior haciendo maletas y tratando de empacar también los olores de la cocina de su madre, las manos de su vieja y el sabor de una vida en algún pueblo que no cabrá nunca en la maleta.

Pasar por control de aeropuertos en un ejercicio de humildad y de buena voluntad que yo he venido aprendiendo a ejecutar con gracia, desde el saber dejar la indumentaria pesada en otra casa, en otro país, en otro continente hasta dejar descansar los recuerdos en sus polvos y cenizas, pasar por el control de aeropuertos es un ejercicio de humildad y de buena voluntad que he venido haciendo con gracia con la cabeza llena de palabras y el corazón hinchado de recuerdos que nunca el detector logrará escanear ni las autoridades arancelarias podrán controlar.

Cuenta cuentos

Me senté a escuchar y a observarlos, porque eso de sentarme a escuchar y a observar son especialidad de la casa, de mi casa, de ésta donde yo habito, de este par de piernas, par de ojos y par de orejas que me quedan muy bien y que las utilizo mucho más que la boca centradita en el rostro que utilizo siempre y cuando haya hecho uso primero del par de ojos y el par de orejas. Así que me senté a observar y a escuchar que es lo que mejor se me da.

Y los observé de arriba abajo, sus pantuflas de botín con borrega, sus calcetines de lana, su pantalón de pana café, su suéter verde te Ralph Laurent y de color por demás olivo y clásico, sus gafas con un soporte especial para evitar cualquier daño en el arco de la nariz. Sus manos tan blancas, su nariz tan grande, sus labios delgados, sus cejas anchas, su pelo ralo y sus arrugas en la piel, esa piel llena de manchas de edad y esa edad que daban un tono especial a la voz; esa voz con acento madrileño pero con el dejo, la coleta de un gallego de pueblo que patinaba en las fronteras del portugués.

Jaime se llama, es el padre de mi amiga, está de visita en Suecia con Elena su mujer, un par de octogenarios – como ellos mismos se describen – que se han montado al Iberia para visitar a su hija y a su yerno y ahora pasan breves temporadillas en la fría Escandinavia.

Jaime se sentó en el sofá y platicó, platicó mucho en un dialogo teatral cuando se dio cuenta que en mí había ganado un espectador gratuito sediento de escuchar, de escuchar las historias de un viajo con acento gallego y con las manos con manchas de la edad. Cada vez que el resto de la compañía salía a la cocina a traer más fiambres, a dejar los platos sucios o a preparar el chocolate yo me quedaba sentada escuchando a Jaime quien se acomodaba la espalda y se ponía en posición de narrador para seguirme hablando de su pueblo, de sus olivos y de sus once hermanos.

Jaime ha vivido los últimos años en Madrid pero aún recuerda el pueblo de sus días de niños y a su madre y a cada uno de sus diez hermanos como si los hubiera dejado de ver ayer, allá en el pueblo, que ahora está muriendo, porque simplemente los parientes y vecinos se han venido haciendo viejos y la muerte ha tocado de casa en casa recogiéndolos a cada uno de ellos, ahora nada más queda el sobrino que es el viejo solterón del pueblo a sus 78 años y que está parado en el marco de la puerta esperando a que llegue la muerte para terminar de pasar factura en el pueblo, y así se irá el último habitante y el pueblo quedará vacío de vivos y lleno de sus muertos.

Una de las hermanas mayores de Jaime sigue con vida, la única de los 11 que aún le sobrevive, pero ella no cuenta, ella lleva más de 65 años en el convento ella no cuenta, no cuenta entre los vivos y no cuenta entre los muertos, “ella está en el convento” un limbo de ausencias donde seguramente olerá a rancio y donde su comunicación con dios la mantendrá completamente alejada de los asuntos mundanos.

Jaime se mantiene en forma, pero espreso lo mismo que mi madre “por fuera porque por dentro no sabemos” y ahí sentadito en el sofá se veía tan entero y tan alineado, pero a la hora de pararse para tomar la medicina que Elena le dijo le acababan de preparar sus pasos delataron la edad, delataron los 45 años en Madrid, los cuatro hijos, los muchos años de trabajo y la vida en el pueblo con sus once hermanos, pero regresó a sentarse en su oratorio ante mi par de orejas fieles que le expresaron la voluntad de seguir escuchando.

Y lo escuché hasta que dio la hora de irse tras haber tomado el chocolate espeso a cucharadas, lo escuché porque yo ya no tengo viejos a quien escuchar, porque me quedé sin las historias de mi madre y de mi abuela, porque mi abuelo ya no está aquí desde hace tanto para contar, pero están sus voces, que las sigo escuchando y siempre por respeto a ellos escucho a todos los otros viejos que se me ponen al camino, así sean los abuelos o los padres de alguien otro, así sea un desconocido en el tren o en una sala de espera en algún aeropuerto, yo escucho porque traigo puestas este par de orejas y observo porque me gusta abrir este par de ojos y enfocarme en los detalles, como en las manchas de su piel, o en los pelos de sus largas cejas.

Escucho porque así se me impregnan las historias y pasado el tiempo son las historias las que me acompañan y me susurran narraciones al oído, son las voces de mis viejos, de mis muertos que me cuentan cuentos y así como ahora al oído, justo a la hora de irse a dormir.

Un café de mantel de flores

De ánimo ambulatorio nació con la camisa oliendo a sudor y un R45 haciendo ruido en la pequeñísima salita de un piso aún más pequeño que aspiraba a encarnar la independencia de una mujer en sus medios veintitantos que empezaba a vivir sola. El entorno no era sofisticado en lo absoluto, no era el piso de sótano de Brooklyn, la pensión de estudiante de Madrid ni la habitación rentada en las calles del centro de Coyoacán. El piso con el aparato de aire más ruidoso del mundo estaba en una de esas ciudades donde el aire se corta con cuchillo en la época de calor, donde respirar es un esfuerzo de a bocanadas que toman su tiempo para encontrar un poco aire fresco que entre a los pulmones.

De ánimo ambulatorio nació de noche, como la mayoría de las creaciones de las almas libres, nació de noche donde las sombras, los ruidos y los nombres cambian de forma.

De ánimo ambulatorio se fue creando de la influencia de amigos que rodeaban mi pequeñísimo piso de renta con pisos sin tapetes y con el tapete como cubre-futtón-rojo.

Porque el ánimo era por demás ambulatorio en esos años de abundancia de vida donde saborear la libertad y la capacidad creativa era un placer que se compartía con otros creadores y sibaritas de la zona. Mi abuela diría “Dios los hace y ellos se juntan” y así como gotas de mercurio mi llegada solitaria a las tierras coahuilenses fue atrayendo hacia a mí otras almas creativas que buscaban sus propias respuestas en la pintura, en la fotografía, en la escultura, en la música y en las letras.

Fui encontrando espacios donde nunca me hubiera imaginado que había posibilidad de expresión, los días se hacían de acero y de escoria y las noches se iban creando de voces y de ideas, así en las ranuras de la cotidianeidad fuimos haciendo brechas con espacios en la radio como “La hora de nadie” donde nos dábamos el lujo de tocar esa música propuesta del alma de un melómano, leer poesía y cuentos y beber café, eso era lo que más hacíamos entre rola y rola, beber café. Se fue creando una audiencia de noctámbulos que se identificaron con los tres bohemios irreverentes en la cabina de transmisión y que agradecían la frescura de nuestra espontaneidad y se hicieron fieles seguidores de sintonizar la radio a media semana para cerrar la transmisión rayando la media noche.

Creamos oasis en la médula del oasis Monclovense y disfrutamos del espacio y disfrutamos de la audiencia y disfrutamos de las llamadas del público y disfrutamos de la noche pero más que todo disfrutábamos de nuestra propia compañía y de nuestras voces.

Y se hizo ”la hora de nadie” y a la palabra hablada le siguió la letra escrita y se abrió una ranura más en el status quo de la sociedad de Monclova con una angosta columna semanal en el periódico El Tiempo y ahí por vez primera apareció “De ánimo ambulatorio” sería acaso 1997, no lo recuerdo fueron ocho años de vida en Monclova donde los primeros tiempos fueron tan difíciles que no encontraba siquiera el cuchillo para cortar el aire caliente que respiraba para terminar sintiendo una pertenencia tan profunda que a mis pies tan ligeros les empezaron a salir raíces semejantes a las de los mezquites.

De ánimo ambulatorio nació con la camisa oliendo a sudor en una noche a 38 grados y un R45 haciendo ruido en la pequeñísima salita de un piso aún más pequeño que me representaba la oportunidad de pensar y escribir a mis anchas.

Se publicaron muchas columnas de-domingo-a-domingo-cielito-lindo y las disfruté todas, las recortaba y se las mandaba a mi madre, ella las guardó en algún álbum o en algún cajón, yo no guardé ninguna, soy muy mal archivador de mis propias letras y de mis palabras, por ahí habrá una que otra cinta con “La hora de nadie” y algún recorte de El tiempo con “De ánimo ambulatorio” pero nada que yo guarde de manera sistemática en archiveros formales, pero seguramente en algún recoveco habrá alguno que otro Monclovense que haya guardado en su memoria algún recuerdo de esas palabras y de esas letras, por ahí habrá quizá uno o dos que recuerden con unas gotitas de nostalgia esas medias noches de palabras y esa tinta negra impresa en el tiempo.

De ánimo ambulatorio fue una columna en su momento, ahora a dos décadas en el trayecto de vida lo modernizo a un blog para quien quiera leer, para quien quiera seguir, para quien quiera compartir, de ánimo ambulatorio es mi termómetro emocional, mi escaparate de pensamientos y mi mesa de café en un café inexistente de mantel de flores y taza de porcelana donde me siento a dar sorbos pequeñitos y saludo amorosamente a quien a su paso se quiera sentar a conversar, así con el ánimo ambulatorio.

El umbral de los 39

«Puedes hacer una llamada, escoge a una de tus amiguitas y haces una llamada para avisar que estaremos en Sullivan y Rosas Moreno», una llamada, a los once años me autorizaron hacer una sola llamada entre las voces y los gritos de dolor que se escuchaban en casa de mis abuelos y que salían por las puertas, las ventanas y retumbaban en las paredes de las casas vecinas que en ese entonces eran aún los tío los que colindaban en la casa de junto y el otro en la casa de enfrente.

Una llamada me dijo el abuelo muy claro y dictatorial como siempre en su tono y en su voz, que después a los años me imaginé que así sonaría Franco en sus tiempos.

No me vino a la mente más que un número de teléfono, y llamé a una de las amigas, su madre al teléfono me dijo que no era hora de llamar que estaban a la mesa comiendo, pero yo en voz calmada repetí al pie de la letra la información que me habían dado sin menor comentario y sin agregar emoción alguna, porque a partir de ese momento las emociones se bloquearon hasta la médula y permaneciron así durante los siguientes ocho, quizá diez años. Señora es tan amable de decirle a mi amiga que esta tarde estaremos en la sucursal de Gayoso de Sullivan y Rosas Moreno. La voz de la madre se rompió en trozos tan pequeñitos que pude escuchar como caían al piso, tapó la bocina del teléfono y le dijo a su hija que contestara. La pregunta fué obvia y mi respuesta completamente desorbitada: Papá está muerto.

Había sido mi primer día de paseo en la secundaria, esa mañana ví a Papá en el descanso de la escalera, tenía una mano deteniéndose el pecho y me dijo que me pusiera un sueter, que estaría un poco frío. Mamá dijo que llevaría a Papá al médico porque no se sentía bien y que yo llamara a alguien que pasara a recogernos a mi y a mi hermana porque no nos podrían llevar al colegio.

Yo pasé el día en el campo con mis nuevos amigos de secundaria, nos mojamos hasta la cadera, chapoteamos en el agua fría, comimos tortas, los maestros se sentaban en circulos y se daban el lujo de fumar al aire libre. Regresamos en el autobús y esperé a mi hermana a que saliera al patio.

En el altavoz nos llamaron a la dirección «Las niñas Carbó tomen sus cosas y vayan a la dirección» – «Pápá está muerto» dije en voz alta y sin pensarlo, de mi hermana recibí una mirada de reprobación y una mueca de «ahora sí ya se volvió loca». En la dirección nos esperaba la hermana de Papá, nunca antes había ido la Tía Lilí a recogernos al colegio, cuando la ví con sus llaves en la mano pensé «Papá está muerto», nos dijo que iríamos a su casa y que comeríamos con nuestros primos. Entresemana nunca antes habíamos ido a casa de la tía a comer, nos sentamos a la mesa y ví pasar a su esposo vestido de negro abotonándose su abrigo negro con cuello de terciopelo, «Papá está muerto» pensé clavando la mirada en la sopa de fideos.

La tía nos tomó de la mano y nos llevó caminando a casa de los abuelos, que sencillamente eran los vecinos de junto, de los pocos pasos de puerta a puerta y tomándonos por los hombros nos dijo que teníamos que ser muy fuertes y valientes porque mamá nos iba a necesitar mucho «ahora más que nunca», «Papá está muerto» me dije a mi misa en tono tranquilo y busqué los ojos de mi hermana.

Voces, gritos, llanto, palabras nunca antes dichas, corazones estrujados, una viuda de 41 años y una madre de 65 años confrontando la muerte, arrebatadas de la vida con el alma desangrándose en una tarde de otoño de 1980.

Contemplé la escena desde el umbral, mi hermana corrió a los brazos de mamá, yo me salí con el abuelo al patio, ahí estaba con las manos a la espalda, mirando al cielo, sin decir una palabra, estaría buscando almas. Cuando entramos a la casa me dijo que podía hacer una sola llamada, que ya pronto nos iríamos.

Los tíos, vecinos de los abuelos empezaron a desfilar vestidos de negro, una camioneta nos recogió para irnos todos a Sullivan y Rosas Moreno, me subieron, me sentaron, me llevaron y me bajaron, me dijeron que esperara porque el cuerpo aún no había llegado.

Esperé en la puerta, llegaron los primos platicaban conmigo y me miraban, me miraban mucho y yo platicaba de que había nadado en el río y que habíamos comido tortas en el paseo, ellos me miraban y me abrazaban.

Llegó el cuerpo… «llegó el cuerpo» me dijeron… «el cuerpo» el cuerpo!… tienes que entrar a la sala, ya llegó el cuerpo, pero yo seguía ahí sin entender nada, y la gente me fué empujando al interior de la sala, el-cuerpo-la-caja-los-cirios… y una de las hermanas de mi madre me dijo «acércate a verlo parece que está dormido», el-cuerpo-la-caja-los-cirios era la nueva forma de Papá… me fuí al baño y esperé y empecé a lavarme la cara, a sacudirme los pantalones, me había mojado en el río y seguía con la misma ropa, ahora todo seco pero enlodado, seco de tierra, duro y apestoso, pero nadie se habría fijado, pocos me habían visto, quien me veía no miraba mi ropa, me veían a los ojos y veían mi futuro.

Mi madre estaba parada a un lado de el-cuerpo-la-caja-los-cirios y mi abuela en el otro extremo, cada una recibía abrazos y condolencias de cada uno de los presentes que hacían una larga fila para llegar a ellas, y así pasaron la tarde y la noche, y siguieron los rezos, y las guardias y los rosarios y el protocolo funerario se imprimió en mi memoria en una nube de llantos y frases sin sentido tratban de llenar el vacío.

Llegaron mis amigas con vestidos de domingo y llegaban los familiares, y luego los parientes, y luego los amigos y luego los conocidos y al poco se lleno de desconocidos y todos abrazaban a mi madre y ella lloraba con cada uno de ellos y abrazaban a mi abuela y seguían los rezos, y los rosarios, y las guardias, y las palabras para llenar el vacío y yo volvía a ir al baño y me encerraba y escuchaba lo que la gente decía y escuché muchos «pobrecitos niños» y muchos «que va a ser de ellos» y me tapaba los oídos y la gente me apachurraba y me tocaban los cachetes y me decían que estaría bien que llorara.

Un alma piadosa se dió cuenta de lo que yo realmente necesitaba, un baño de agua caliente, una cena, ropa limpia y una cama.

Hace 35 años un 20 de noviembre, cuando la mayoría de la gente estaría haceindo puente yo estaba vestida de blanco, calcetines blancos – prestados, vestido blanco – prestado, sueter blanco – prestado y calzones y camiseta blancos – prestados porque esa noche no dormimos en casa, porque ese día era día de panteón.

Regresamos a casa, y yo le dije al perro que Papá no vendría porque estaba muerto lo habíamos dejado en el panteón, recogimos la mesa de la cocina que se había quedado con los vasos del desayuno del día anterior, y subí a mi cuarto a ponerme la pijama, y le dije a mi ratón de peluche que Papá no vendría porque lo habíamos dejado en el panteón y me dí cuenta que era hora de dormir y que las primas y las tías estaban en casa ayudando a poner en orden y consolando a mamá y no se iban y que yo ya quería meterme a la cama, porque había sido un día largo con todos estos altibajos de andar caminando detrás de una carroza fúnebre -otra de mis palabras nuevas aunádas a las de Sullivan, Rosas Moreno, Cirios, Guadias y Rosarios –  llegando a la fosa y viendo como los trabajadores del panteón abrían la caja platino de Papá para ponerle a sus pies una bolsa de basura negra y yo pregunto a quien quiera que haya estado parado a mi lado que qué era eso y la respuesta fue tan clara y corta como la fosa de tierra recién apaleada «tus bisabuelos». Y así entró la caja-en-la-fosa, la-tierra-en-la-fosa, los-ladrillos-sobre-la-tierra, la placa-sobre-los-ladrillos, la-vida-de-mi-madre-en-un-grito y mi-abuela-en-pedazos-nunca-más-ensamblados-en-la-fosa-de-su-hijo.

Y yo quería nada más meterme a la cama, después de todo me había portado bien, hice lo que me dijeron aunque nunca obedecí la lloradera, no lloré de más ni de menos, nada más cuando la tierra cayó en la caja-de-papá. Y alguien, quien quiera que haya sido parado a mi lado que me dió instrucciones de echar tierra sobre la caja, lloré y me dí la vuelta porque creí que mi madre y mi abuela serían tragadas por la fosa y que nunca más regresarían, me dí la vuelta porque quería salir del Panteón Español lo más pronto posible, me dí la vuelta porque quería cambiarme de ropa, eran calcetines, calzones, camiseta, vestido y suéter prestados y yo tenía frío en noviembre.

Quería meterme a la cama porque no fué un día como cualquiera, mi madre se vistió de negro y se vestiría de negro los próximos 24 meses, la abuela se vistió de negro y se vestiría de negro los próximos muchos años de su vida sin dejar jamás su duelo, y yo quería meterme a la cama pero no podían apagar las luces ni cerrar la puerta porque Papá no estaba en casa.

Así que fuí a decir a los primos que seguían acomodando y poniendo orden que ya era tarde y que necesitabamos ir a recoger a Papá, para traerlo a casa y poder cerrar, o cómo pensaban dejarlo a la intemperie en medio del Panteón Español?

A los once años regresé a la escuela el siguiente lunes, a los once años las miradas me evadían de cerca y me miraban fijamente de lejos, a los once años no tenía ropa negra, a los once años fuí a la novenaria- a los rosarios- al panteón cada domingo, a los once años yo quería mi fiesta de cumpleaños en diciembre y quería ir al cine con mis amigos, a los once años yo estaba viva mientras el mundo se había caído a pedazos en-la-caja, en-la-funeraria, en-la-fosa.

A los once años me permitieron hacer una llamada «avisas que tu Papá se ha muerto y que estaremos en Gayoso de Sullivan y Rosas Moreno» a los once años se amplió mi lenguaje con palabras incomprensibles y pasaron muchos años para entender que Sullivan y Rosas Moreno son un cruce de calles y no un cruce de vida. A los once años hubiera preferido no echar tierra a una caja ni haber visto los ladrillos que se ponen antes de la placa de marmol, a los once años hubiera preferido no tener ropa prestada y no haber tenido que tener que sacar tantas conslusiones abstractas por mi misma, porque a los once años la muerte no puede ser más que un cruce que se llame Sullivan y Rosas Moreno y una llamada a una amiga.

Pasaron diez años para que mamá me preguntara «y tu qué hiciste el día que murió Papá?» y le conté todo esto desde la llamada, los calcetines mojados y el puño de tierra, hasta mi impulso enorme de salir corriendo a recogerlo del panteón, y me miró largo rato para preguntarme después «y luego qué hiciste?», buena pregunta, los siguientes años fueron de muchos silencios, y de mucha sobrevivencia, de muchos vacíos y de muchas palabras sin pronunciar. Los años que siguieron fueron de cambios y de pasos fuertes, los años que siguieron fueron los-que-siguieron: a una llamada, a un día de funeraria y a una tarde de panteón, los años que siguieron se fueron convirtiendo en vida y se fueron haciendo de a pocos.

Hoy hace 35 años tuve el impulso de ir a recoger a papá al Panteón Español «o cómo lo vamos a dejar ahí solo en medio de tantas tumbas?»

Hoy hace 35 años cada quien vivió una historia diferente, mi madre, mi hermana, mi abuela, mi hermano, mi abuelo, los tíos, mis primos, los amigos, mis amigos, mi historia, todos en torno a la muerte de Papá a sus 39 años.

Ahora escucho a mis primos que comentan «cuando pasé el umbral de los 39 me sentí agradecido» el umbral de los 39 es una marca de muerte pero al escucharlos hoy me doy cuenta que en ésta familia es una meta de vida, los primos hemos pasado el umbral de los 39 y eso nos da impulso para llegar al siguiente.

Hoy hace 35 años me dijo el abuelo que podía hacer una llamada y empezó mi larga relación con la muerte.