Aterricé en Skavsta después de diez días de trabajo en Alicante, estaba cansada, muy cansada, me urgía llegar a casa y reunirme con la familia, me urgía por demás llegar a casa y dormir en mi cama, desayunar en mi cocina y sentarme en mi sofá, había estado viajando las cuatro últimas semanas del mes, de Bélgica a Alemania y después Italia pasando por Francia una estancia breve en Belley para seguir al norte de Italia entre Milano, Bérgamo hasta llegar a Treviso. Fueron demasiados días de viaje, millas de avión y millas terrestres, estando en casa apenas algunos fines de semana, para después pasar el último de ellos en el puerto de Alicante.
Era momento de volver a casa, recoger las maletas de la banda de equipaje y subirme al taxi que seguramente estaría esperándonos a mi colega y a mí en la puerta del pequeño aeropuerto secundario de la capital.
Mientras esperaba mi maleta llené el tiempo checando los mensajes del móvil para darme cuenta de que había más de tres mensajes de México, de mi hermana. No es común recibir tantos mensajes uno tras otro así que me comuniqué inmediatamente para escuchar que Mamá había pasado la última semana en el hospital con las molestias del estómago que la habían estado mermando en los últimos tiempos. Mamá está mal, me dijo mi hermana. Las voces del aeropuerto dejaron de escucharse cercanas, – Mamá está ya en casa – dijo su voz, los colores del aeropuerto se empezaron a diluir. – No hay nada que hacer más que esperar, Mamá quiere que vengas a casa- . Las luces se apagaron, las voces desaparecieron, y yo caí en un vacío, en un embudo negro que me empezó a tragar en la obscuridad de lo que vi frente a mis ojos.
Me senté en un taxi no para concluir el viaje que había empezado hacía unas semanas sino para iniciar el que sería el viaje más duro, más arrebatador, más profundo de mi vida, el viaje de la vida y la muerte, sentada en un taxi cruzando el bosque de Södermanland llamé a mi jefe, que se había quedado en España para informarle que a la brevedad posible me montaría en el primer vuelo que encontrara rumbo a la Ciudad de México y que volvería… cuando volviera.
Las niñas abrieron la puerta de casa y me encontraron hecha un ovillo en el sofá de la que llamamos la salita familiar, ahí estaba yo a la orilla del abismo de mis pensamientos y peor aún de mis presagios.
24 horas después estaba yo sentada en un interminable vuelo Estocolmo – Cd. De México con escala en Heathrow. Caminaba por entre la gente pero sin mirar a nadie, hice un viaje sin observar, sin escuchar sin prestar atención, simplemente seguía yo andando por gracia de la fuerza centrífuga de mí tornado particular y una frase se repetía en voz baja en mi cabeza “Mamá está en casa, nada más hay que esperar”. Sentada junto a mí en las once horas de vuelo Londres – Ciudad de México una compatriota alegre de compartir sus por demás emocionantes experiencias a sus más de 35 años de edad en su primer viaje de ultramar en donde tuvo una estancia no mayor a diez días en París y Londres, hablando en voz por demás alta y temblando de la emoción de volver por fin a México después de tantísimos días de no comer su comida y de no entender ninguno de los idiomas que los osados Galos y británicos se atreven a hablar y como si fuera poco no entienden cuando uno les habla en éste mexicano de buena cuna. Diez días lejos de su madre, diez días lejos de su novio, diez días lejos de su comida, de sus chiles, de sus salsas, de sus tortillas, el tiempo justo que tuvo para presentar una ponencia de doctorado en la Sorbona representando a la Universidad Nacional. Pero la mujer estaba en lágrimas y me juraba, hablando en voz por demás alta que regresaría a casa para aceptar la propuesta de matrimonio de su novio de toda la vida y que juraba no volver a salir nunca de México por sí sola. Y le rodaban lágrimas enormes con la emoción de escuchar la música mexicana que traía en su móvil y que sin el consentimiento de las multitudes la compartía con el resto de los pasajeros, y al parecer a nadie le parecía impropio, y a nadie le parecía que su voz fuera alta y a nadie le parecía que sus lágrimas fueras falsas, porque abrazaría a su madre después de diez días y aterrizaría derechito en el altar para nunca más volver a salir sin tomar la mano de su futuro marido. Cuando se percató de que yo era su interlocutor y me preguntó el consabido “y tú vas de regreso a México?” yo contesté mirando mi recién comprado libro de Kundera,” si voy por tortillas” dije entre dientes, y dejé la mirada clavada en La fiesta de la insignificancia.
Cruzar la ciudad de México en compañía de uno de mis pilares-de-vida fue un muelle en el camino, fue un espacio de oxígeno claro para respirar profundo y ser entregada a los brazos de mi hermano que me recibiera en la casa de Satélite.
Subí las escaleras de dos en dos y entré directo a la habitación de mamá, ahí estaba ella esperándome, en su recámara de tapiz de flores, en su cama de edredones amplios con vista a su jardín. Cuando me agaché a abrazarla me dijo al oído como siempre alguna de sus confidencias y ésta alma mía que siempre estuvo conectada a ésa alma suya entendió con toda la claridad, que se traduce para algunos en sabiduría, que la decisión estaba tomada, mamá nos dejaría pronto.
Lo he pensado toda mi vida, en esa parte del cerebro donde uno piensa sin palabras, lo he sentido toda la vida en esa parte del corazón donde uno siente sin palabras y lo he dicho en muy pocas ocasiones a esas personas a las que se les pueden decir ciertas palabras, la vida y la muerte son una decisión, si estamos con vida es porque hemos tomado la decisión de estar con-vida, si morimos es porque ha habido también un acto de toma de decisión en la que nos comprometemos a morir, la muerte es una decisión, a mis ojos, a mi entender de la vida-y-de la muerte, la decisión de morir la mayoría de las personas la toman de la forma más primitiva y analfabeta sin darse cuenta de la decisión que están a punto de tomar, del contrato que están firmando con la vida; la decisión de morir para algunas personas es el acto privilegiado de dejar éste mundo de la mejor manera posible. Y después de haber escuchado a mi madre susurrar en mi oído supe con la contundencia de saber que el océano es el océano y de que el universo es el universo que mi madre moriría y de que yo estaba ahí para acompañarla en sus últimos pasos.
Cumplí con todo el protocolo e hice todas las preguntas técnicas posibles del caso, vi radiografías y ultrasonidos que para mí no representaban más que hoyos negros del cosmos y leí estudios con valores que pudieran haber sido resultados metalúrgicos sin sentido. La primera llamada fue a mi amigo-el-doctor, otro de mis pilares de vida y mi vida se sostiene en no más de un puñado de pilares, y mi-amigo-el-doctor llegó preciso y me miró a los ojos. Habló con mi madre, la miró profundo, la auscultó con pudor y escaneó con mirada profesional todos esos estudios y ultrasonidos que estaban sobre la mesa. Me miró nuevamente para decirme “nada más hay que esperar”.
Principios de octubre del 2014, sentados a la mesa de la cocina en casa de mi madre, esa mesa de esa cocina que estaba siempre puesta para cuatro personas sin importar que ella viviera sola, siempre a la espera de que alguien llegara, de que sus hijos llegaran; viviendo los años en lo que ella adoptó como su soledad nunca dejó de tener la esperanza de que sus hijos regresaran a sentarse en torno de esa mesa y hacerle compañía. Sentados a esa mesa, con la lámpara encendida que daba una luz tan cálida y que tantas veladas nos acompañara y donde tantos amigos se reunieran en esa amorfa cocina re-construida en el segundo piso de la casa después de la crisis de vida que nos arrebatara hasta el piso y que mi madre se las arreglara para levantarnos hasta el segundo, en esa misma cocina, en esa misma mesa se sentó en esa noche de octubre mi-amigo-el-doctor justamente como cuando teníamos trece años y nos reuníamos en casa para pasar la tarde y para platicar. Ahí estábamos mi madre, mi-amigo-el-doctor y yo para que mirándola a los ojos y con su voz clara decirle “Tere te vas a morir”, ella, mi madre lo sabía, no fue novedad, no la tomó por sorpresa, ella había tomado la decisión en esa parte del corazón donde las emociones y los sentimientos no tienen palabras, ella había tomado la decisión en esa parte del cerebro donde no se expresan las palabras, ella lo sabía y nadie la tomó por sorpresa, ella sabía lo que hacía como siempre lo había hecho.
Un hígado que representaba los hoyos negros del cosmos era una sentencia clara de muerte, un hígado que había muerto hacía algún tiempo y que estaba dando batalla a través de dos riñones por demás fuertes era una veredicto de muerte. Pero la muerte es una decisión y mi madre sabía que lo que seguía era dar paso a la muerte.
Así que mi madre siguió tomado decisiones como siempre y se preparó para llegar al final, a su estilo, como siempre, a su estilo. Doña Tere – nuestra Teté pecó de muchas fallas como el resto de la gente, pero nunca de falta de estilo y nos preparamos y la acompañamos en su caminar.
A partir de ese momento empezamos a crear nuestras rutinas y rituales, mi hermana me enseñó como ayudar con el pañal y a siempre estar a su lado, y así lo hice, estuve a su lado a cada minuto, no sabía cuánto tiempo me quedaría en México pero fui postergando mi viaje una, y otra y otra y una cuarta vez para estar a su lado, para poder tener la respuesta correcta a su constante pregunta “cuando te vas?” no lo sé mami, y veía la sombra sobre su rostro. “cuando te vas?” – no lo sé mami… “Cuándo te vas?” no me voy mami, aquí me quedo contigo. Y se le abrieron los ojos. “y tus hijas?” – ellas están bien, ellas están muy bien, en casa con Papá.
De mi prima médico recibí el mejor consejo de esos días, “háganle una fiesta de cumpleaños” y así lo hicimos, el domingo 12 de octubre le hicimos su fiesta de cumpleaños, mi hermano lo comunicó en todos los canales sociales disponibles y unas cuantas llamadas bastaron para correr la voz, habría fiesta para celebrar la vida de Teté, quien tres días después el 15 de Octubre cumpliría 77 años de vida. Familia querida, amigos, parientes, vecinos, conocidos, amigos de toda la vida, todos se dieron cita en casa para felicitar a Teté, sentadita en una de sus sillas de ratán en la sala de su casa, con un chal puesto y sus pantuflas, ahí nos tomamos fotos y nos reímos y festejamos su vida y su presencia.
A partir de ese día la casa estuvo abierta de par en par, el timbre sonaba desde muy temprano hasta muy entrada la noche, me vi obligada a poner un letrero en el marco del zaguán donde se podía leer “la puerta está abierta, no toquen el timbre nada más entren por favor”. Desayunábamos juntas cuando ella se sentía dispuesta, y después descansaba un poco. Nos volvimos más que flexibles con su dieta, después de tanto tiempo con restricciones de grasa y de sal nos dimos gusto con los tacos de bistec y con los tamales que Don Luis nos traía. Y me preguntaba extrañada “y mi dieta” – hoy no hay dieta mami es que es tu cumpleaños. Y ella feliz con el juguito de limón que le escurría por la manga cuando cerraba los ojos y se comía sus taquitos con mucha cebollita picada y su cilantrito.
Por la tarde nos sentábamos en la sala y recibíamos a las visitas, la sala se fue llenando de flores, desde los girasoles que fueron los primeros en llegar hasta las rosas rojas de tallos largos y las rosas rosas en un bouquet que se antojaba más que delicado. La sala de la casa se fue convirtiendo en una fiesta de flores y de colores, y las visitas llegaban con pastelitos de mantequilla, con gelatinas de leche, con bolsas de pan de dulce, los amigos llegaban con las manos llenas de amor. Hubo quien fue una sola vez pero la mayoría se sabían el camino de memoria y regresaron cuantas veces fueron posibles, los amigos-queridos-de-la-familia porque así nos hicimos fuertes, así salimos adelante con los amigos de mi hermano, con los amigos de mi hermana, con mis amigos y mis pilares de vida, y al paso de los años todos se fueron conociendo y los unos se hicieron amigos de los otros, y de pronto ya no fueron más sus amigos o los míos fueron y son los-amigos-de-la-familia, los-amigos-de-los-Carbó de éstos tres hermanos que nos hemos dado a las aguas de altamar sin saber navegar pero que hemos llegado a puerto seguro montados en la misma barca.
La casa fue un festín de flores, y el teléfono no paraba de sonar, el teléfono se convirtió en mi aliado y mi enemigo. Después de la merienda cuando caía la tarde y después de que mamá había descansado ya un poco me pedía llevarla a sentarse a la sala nuevamente y ahí miraba todas sus flores y me preguntaba quién le había llevado cada cual, y me señalaba con el dedo, ese dedo índice que tan bien le servía para enfatizar lo que quería y para dar órdenes, me decía cámbiale el agua a los geranios, córtale el tallo a las rosas, saca las ramas secas de ése arreglo, y ahí estaba yo podando, cortando, limpiando, refrescando y reubicando los jarrones, los adornos y los floreros, hasta que ya no hubo suficientes y recibí instrucciones de ir a casa de las vecinas a pedir más floreros y así lo hice. Y estaban las flores sobre las mesas, sobre las cómodas y sobre el piso. Y me instruía en cambiar las carpetitas de la sala, y en sacar el juego de café correcto y en usar las charolas más grandes cuando llegara más gente. Y me señalaba con el dedo índice en dónde acomodar los cojines y en cómo reamueblar para que cupiera toda la gente querida que llegaba a saludar.
Después del ritual de las flores pedía su directorio telefónico, ese pequeño cuaderno que ella había reorganizado de acuerdo a sus necesidades muy peculiares, como era todo en su vida siempre, arreglado a sus necesidades muy particulares, porque lo ordinario nunca le acomodaba. Así que su muy especial libro de teléfonos estaba dividido no de manera alfabética sino a-su-manera, con un apartado para mi hermano mayor y sus amigos, un apartado para mi hermana y sus amistades, uno para mí y mis amigos y pilares-de-vida inclusos los de otras latitudes; y así consecutivamente “vecinos” “amigos de la normal superior” “amigas de satélite” “familia” dividida claro por cada hermana y sus respectivas familias… un orden perfecto que a mí en particular me facilitó el sistema de notificación de circunstancias cuando uno está sentado en la sala de la casa de su madre rodeada de flores y dando aviso de la muerte que está sentándose en el sillón de enfrente.
Con sus anteojos puestos revisaba su directorio y lo fue leyendo meticulosamente y me fue pidiendo hacer cada una de las llamadas, así que yo marcaba y en un acto de pudor y discreción me iba a otra habitación para decir mis líneas “soy Lucy, la menor de Tere… sí si estoy en México, no precisamente de visita… no, no, vine sola, estoy en casa de mamá, es que…” y daba yo toda la explicación en un tono de humildad y controlando la voz. “A mamá le gustaría mucho despedirse de usted, sí claro nada más venir la puerta está siempre abierta… lo más pronto que le sea posible”; después me regresaba a la sala y le pasaba la bocina a mamá que saludó a todos y cada uno de sus interlocutores, y les dijo cuanto los amaba “pues ya ves aquí estoy, ya me llegó la hora” les decía sin que se le quebrara la voz.
Las noches era lo más pesado, yo vivía a su ritmo y sentía que se me iba de las manos por las noches mientras ella moría a su propio compás. Podía pasar el día entero, podía hacer todo lo que me pedían, pero la noche se me venía encima con el pensamiento de que se me fuera a morir cuando ella estaba sola en su cama y yo velándola en el sofá con la puerta cerrada y mi hermano allá dormido en la sala y mi hermana fuera de la casa. La noche se me venía encima y trataba de no dormir pero el cansancio me vencía, y tenía que despertar cuando ella despertaba y tenía que sentarme a su lado y tenía que acurrucarme con ella, justo como cuando tenía doce años y papá acababa de morir para yo acurrucarme a un lado de mamá y sentir que ella todavía respiraba, que no me dejaría, no entonces.
Seguimos viviendo los días, Don Luis nos visitaba a diario, y él le leía, le leía a Santa Teresa de Ávila y una amiga muy querida nos recomendó ponerle música-de-ángeles, yo no sabía que los ángeles habían entrado ya al mundo de la discografía pero no me fue difícil encontrar la susodicha música y la tocábamos durante el día en la recámara de mamá.
Yo ponía mi alarma y me paraba a las cinco de la mañana para trabajar un poco y para participar en un par de juntas mientras mis colegas en Suecia habían regresado ya de su almuerzo. Los proyectos seguían y las decisiones debían de tomarse. Tenía que interrumpir las juntas para correr a la habitación de mamá y ver que todo seguía… con vida.
Llegaron los días en que las amistades esperaban turno en la sala y yo les permitía entrar de uno por uno a la habitación de mamá y tomaba yo el tiempo y pasaba con cualquier pretexto delante de ellos y después de siete minutos pedía en mi estilo más-sueco-frío-y-contundente que agradecía mucho su visita que era hora de que se retiraran y de que permitieran descansar a mamá.
Cuando Don Luis se quedaba dormido en el sillón o salía a tomar aire para respirar profundo y a sus anchas me quedaba yo a solas con mamá y le leía a Kundera y le leía a Sabines y dejaba en silencio a los ángeles para tocar un poco de Preisner con su sinfonía por la Unificación de Europa, y tomaba a mi madre entre mis brazos y la arrullaba como no hace tanto arrullaba yo a mi Runa y como hasta ahora sin importar sus once años sigo arrullando de vez en cuando a Mia-mi-Mia. Éste fue uno de nuestros secretos, uno de los momentos más preciados y veo la luz entrar por la ventana del jardín, de su amado jardín, entrar por entre las cortinas blancas de encaje para darse paso a la recámara que eran sus aposentos queridos, donde leía, donde tejía, donde veía televisión, donde hablaba por teléfono, donde recibía a sus amigas íntimas sentadas en su salita privada, en ésa habitación donde lloraba en silencio su soledad, donde creía que ya todos la habíamos dejado para ahora en octubre del 2014 estar entre mis brazos como mis hijas lo suelen estar arrullada en mi seno, con la sinfonía de Preisner tocándonos el alma y nosotros en ese abrazo que le dio sentido a la vida, porque el ciclo se cerró, ella me tuvo en sus brazos durante toda mi vida y ahora fue mi turno de tomarla yo en brazos.
Los ángeles fueron anunciándose de uno en uno, fueron llegando poco a poco, la niña de rostro antiguo que venía a acompañarla durante la mañana “cómo no la vieron?” preguntaba extrañada, “pero si ha estado ahí hincada y mirándome calladita todo el día, incluso me acompañó cuando me llevaste al baño”, el que vino con más frecuencia fue el abuelo, su mayor gusto a la puerta de la muerte fue re-encontrarse con su Papá, con su tan amado Papá al que había extrañado durante más de 45 años. Un amigo muy querido me recomendó que abriéramos la puerta a nuestros santos particulares, lo cual en un principio me costó trabajo comprender, hasta ésa fecha yo no estaba notificada de que hubiéramos adquirido santos en ésta familia, pero comprendí pronto y lo comenté con mamá y abrimos las puertas de par en par, esas puertas intangibles que por lo general la mayoría de la gente mantiene cerradas por miedo o por ignorancia, y no se hicieron esperar, porque muy pronto me di cuenta que Santos-particulares es de lo que más tenemos en ésta familia. Y llegaron todos, los anunciados y los que venían sin invitación y así fueron llegando abuelos, las tías claro Lupe por delante como debía de ser y bastante tarde como era su hábito en vida, pero sonriente llegó Papá también a la celebración, a acercarse a mamá para decirle al oído que el camino había sido allanado y que no había nada que temer.
Una noche caí profunda, como la mayoría de las noches y desperté muy ágil y muy alerta con la sensación de que mamá estaba pasando frío, me asomé con los ojos entreabiertos y vi que las cobijas estaban en el piso, así que hice el intento de dejar mi sofá con hondonada para ir a taparla, cuando escuché la puerta y vi la luz del pasillo, en mi mente difusa de más de quince días de cansancio y más de quince noches en vela di por hecho que mi hermano entraba en la habitación para taparla y estar con ella. Así que tan solo me di la vuelta y quedé profundamente dormida con la cara al respaldo y perdida en mi hondonada.
Por la mañana mamá estaba tapada, agradecí a mi hermano en la cocina por entrar a cuidarla a media madrugada para escuchar un llano “yo no fui” .
La siguiente noche entró mi hermano a sentarse a la orilla de la cama, en ese momento me paré como resorte y lo golpeé en el hombro hasta cerciorarme de que ese hombre alto, delgado sentado junto a mamá tenía un-cuerpo a diferencia de quien-quiera-que-haya-venido la noche anterior.
Pasaron los días, las visitas seguían llegando pero la mayoría ya no pasó a su habitación, tan solo sus hermanas y una que otra persona que ella me aprobaba con un gesto, estaba ya en su cama, dormida de lado, abriendo los ojos solo de vez en vez.
Yo hacía la misma pregunta a mi-amigo-el-doctor y él me decía “todavía no, te vas a dar cuanta en la mirada, todavía no”.
Un miércoles mi hermano y yo tuvimos que hacer el trámite más surrealista que un ser vivo pueda hacer, contratar los servicios funerarios para nuestra madre; mi hermano estaba dedicado a todos los asuntos legales, administrativos y fiscales, había hecho ya un análisis comparativo de agencias funerarias y tras escoger las del Panteón Francés que habían hecho la mejor oferta, en las múltiples llamadas que hicieron a la casa y que nos obligaban a mentir cuando mamá preguntaba “quién llamo?” y no poder decir la Señora de Gayosso o la Señora de Galia (nombre de las agencias en la puja). Nos dimos a la misión de ir a escoger en persona el ataúd, la sala de velación y a dar nuestro consentimiento de la logística de la procesión al crematorio. Fue el miércoles más surrealista de nuestras vidas, firmar contratos, leer clausulas, entender que el ataúd se puede donar y escoger la urna. Después manejamos a casa en silencio y nos sentamos a la orilla de la cama para tomar a mamá de la mano, en silencio en el miércoles más surrealista de nuestras vidas.
Las horas siguieron pasando, muchos de los visitantes llegaron desde lejos, muchos viajaron a la ciudad de México para dar el último adiós a Mamá, uno de mis pilares de vida llegó dispuesto a abrazar a mamá y no se conformó con sentarse a la orilla de su cama, se quitó el saco, se quitó su posición, su título, su vida, para subirse a la cama de mi madre -ahora su lecho de muerte- y abrazarla y mirarla a los ojos y recordarle cuánto la admira y la quiere, así estaba mi amigo de preparatoria junto a mamá como a sus 18 años, como en todos esos años en los que se convirtió en uno de los-amigos-de-la-familia para estar ahora ahí en la cama de mi madre hablándole de sus propios hijos con palabras amorosas y llenas de paz.
Fueron muchos los momentos memorables, cada persona hizo el suyo especial, algunos en el teléfono a causa de la distancia o de su propia salud, otros en persona, la mayoría estuvo ahí, con ella, con nosotros, el teléfono seguía sonando pero mamá lo dejó de contestar, la puerta seguía abierta pero mamá dejó de recibir, la gente seguía sentada en la sala pero la puerta de su habitación la cerramos a las visitas. Tan solo Don Luis, los más cercanos y sus hijos entrabamos de puntillas, le hablábamos quedito, dejó de comer, y apenas tomaba agua a sorbitos, las dosis de morfina incrementaron y sus horas de sueño fueron en aumento también, disminuyendo la lucidez, los lamentos se hicieron más obscuros y profundos por las noches y yo seguía con la misma plegaria, que no-se-me-muera a mi sola, que no-se-me-muera a mi sola, era mi plegaria que repetía en mis silencios durante toda la noche, y me daba miedo quedarme dormida y más miedo no escucharla, así que me quedaba atenta toda la noche al menor murmullo. Una noche pidió que mi hermano y yo durmiéramos con ella en su cama, y nos apiñonamos como pudimos, el de un lado y yo del otro, y amanecimos con los pies fríos y el cuello torcido pero ella amaneció contenta de haber pasado la noche en compañía al calor de sus hijos.
Y pasaron las semanas y los días y las horas y cayó en cuenta de que nunca había estado sola, todos estaban ahí, su familia, sus amigos, “sus amistades” como ella les llamaba, Don Luis y sus hijos, todos estábamos ahí, y ella en su camino a la muerte, dando pasitos pequeños en un corredor mullido y bañado de luz.
No hubo cama de hospital, no hubo sondas ni máquinas, no hubo respiradores ni jeringas, no hubo caras desconocidas del personal de turno ni pisos fríos, no hubo “patos” ni sábanas blancas.
Todo fue a su modo, como siempre había sido, en su casa de toda la vida, en su cama, con sábanas de flores, con edredones mullidos, con almohadones de plumas, con su bata delgada, con sus pantuflas cómodas, con su baño, con su regadera, con su jabón de olor, con su peine a la mano, con su pintalabios y su pelo bien acomodado, con su olor penetrado en su habitación, con su taza de té, con sus cojines de la sala, con sus floreros llenos de flores de colores, con su gente, con sus hijos, en su casa.
Fue un viernes cuando ya no se paró de la cama, se quedó todo el día en reposo, y le pregunté muy temprano en la mañana a-mi-amigo-el-doctor mi pregunta de rutina y mirándome a los ojos me dijo, “ya es tiempo, será pronto, muy pronto, quiero que estés con ella todo el tiempo posible”.
Y así se los hice saber a mis hermanos, y me dediqué a hacer un par de llamadas para confirmar la logística, de cada uno de sus grupos de amistades seleccionamos a una persona de contacto y le informamos esa mañana que faltaba muy poco que la próxima llamada que recibieran de nuestra parte era para avisar que mamá nos había dejado. Las instrucciones estaban listas. Y nosotros seguimos con el día, pensando lo menos posible pero todos con una sonrisa en los labios, y alguien llevó la comida, como siempre alguien llevó la comida cada día que yo estuve ahí, alguien lavó los platos y alguien ayudó con la limpieza, yo no lo hice, yo estaba con mamá y cubriendo mi rol de encargada de relaciones públicas.
Esa tarde llegó el cura a dar la Santa Unción y mi hermano la tomó en brazos y con sus dedos la forzó amorosamente a abrir la boca para recibir la comunión, la dejó sobre las almohadas casi desfallecida y el cura se fue y la vecina querida que cada domingo durante casi un mes le trajo la comunión a la casa también se marchó. Cuando nos quedamos en familia, en compañía de las amigas-de-la-familia y de-mi-amigo-el-doctor mamá abrió los ojos y preguntó qué estábamos haciendo, “pues nada!” Dijimos con naturalidad, vamos a cenar, “bueno pues los acompaño” quieres venir a la cocina? “claro” dijo mamá. Mi hermano se acomidió con la silla de ruedas pero ella quiso ir caminando o con la ilusión de ir caminando porque entonces la llevó mi hermano casi en brazos hasta la cocina, donde cenamos y nos reímos como siempre nos reímos cuando estamos juntos, y bromeamos, y comimos y abrimos una botella de vino, y mamá hizo como que comía, y mamá hizo como que bebía, y mamá brindó por la vida con nosotros, como siempre lo había querido, ahí todos juntos los tres y con los amigos como siempre porque esa casa siempre estuvo abierta para los amigos, y mamá hizo como que bebía su vino y mamá sonreía y nos miraba, y yo la miraba mirar y entendí las palabras de mi-amigo-el-doctor, cuando llegue la hora lo verás en su mirada, y así fue, lo entendí en su mirada, nos miraba a todos, y miraba a su alrededor pero no nos miraba, miraba a-través-de-nosotros miraba más-allá-de-donde-nosotros la mirada de mamá estaba en donde nosotros ya no estábamos , nos escuchaba pero estaba viendo más allá de nosotros mismos, como en ese embudo donde se camina de uno en uno a pesar de las fuerzas centrífugas que se sucedan alrededor.
La llevamos a la sala y se sentó abrazando la cabeza de mi hermano. La llevamos a su cama.
A la mañana siguiente su cerebro cerró las puertas de la realidad, su cuerpo se volvió pesado y sin control, falta poco me dije a mi misma sin necesidad de preguntar más a mi-amigo-el-doctor.
Estábamos todos a la mesa comiendo cuando sentí el impulso de pararme para ir a su habitación, la vi, no sé qué vi, pero sentí y lo sabía, le llamé a mi hermano y me dijo con su voz tranquila, “puede estar así durante horas o días”… “abrázala” dije yo, abrázala, tómala en tus brazos y llamé a mi hermana, “ahora voy” me dijo , Ahora –mismo! Dije yo. Y entró a la habitación y le pedí que le diera la mano a mamá y yo tomé la otra mano, y mamá en los brazos de su hijo mayor, con la cabeza de lado sin fuerza y sin control se incorporó de pronto, y enderezó la cabeza y sus ojos se abrieron y miró a su entorno y nos miró, miró a cada uno de sus hijos y se tomó su tiempo y es como haberla escuchado mientras decía en sus adentros: “Carlos Arturo” “Paola María Teresa” “Ana Lucía” todos y cada uno de sus hijos en su lecho de muerte, en sus brazos, en sus manos, en compañía , en su casa, en su cama, en su camisón, en su hogar, en su amor. Después tomó una bocanada de aire la más profunda, la más oscura, cargada de dolor y de alivio, la bocanada de aire que da vida a un recién nacido y que da muerte a un viejo, tomó la bocanada de aire que le impulsó la vida fuera del cuerpo, que la lanzó al universo, salió. En ese momento salió, nos dejó, dejó el dolor, dejó la vida y pasó a ser parte de los misterios. La misma exhalación de aire que da vida y el mismo aliento que da muerte.
Y vi morir a mi madre y le cerré los ojos.
Y entendí lo que es la vida, y todo volvió a tener sentido y la amé más que nunca y di gracias por su muerte, desde ese día doy gracias por su muerte porque la hizo igual que como lo hizo todo en su vida, a su manera a su estilo, y lo logró y la admiro por eso, porque mi madre, Doña Tere vivió la muerte que quiso, la muerte más hermosa del mundo.
Al día siguiente las flores de colores salieron de la casa, y las flores blancas llenaron todos los espacios, su fotografía se colocó junto a la urna y una vela se mantiene encendida desde entonces, una vela en su casa, una vela en mi casa. Desde ese día la amo más todavía y si antes me acompañaba ahora sé que está aquí siempre. Desde ese día la vida cobró aún más sentido. Vi nacer a mi hija mayor, la parí y la sentí en cada espacio de mi cuerpo, viví su llanto y el mío y cuando viví tantísimo dolor mi madre me dijo las palabras más sabias que me pudo haber otorgado “para dar vida hay que morir un poco”. Yo he dado vida y tuve el altísimo privilegio de acompañar a mi madre hasta su muerte, al lado de mis hermanos, muy cerquita los cuatro, tuve el privilegio de ver nacer a mis hijas y tomarlas recién nacidas en mis brazos y tuve el honor de tomar en brazos a mi madre en su muerte, el circulo se completó y la vida cobró aún más sentido.
Viajé de regreso a casa, a la mía, a la de mis familia con mi esposo y mis hijas, sentada en el avión en mi soledad y con mis sentimientos, en una espera por demás larga y vacía de aeropuerto en aeropuerto para llegar a casa, a mi hogar y aprender a entender la muerte y a honrar la vida, la de quien se fue y la de los que están aquí y ahora a mi lado. Han pasado meses por demás silenciosos y en llanto, de ese llanto que inundaba mi alma y se me salía por los ojos. Han cambiado los vientos y me he reencontrado con quien soy, sin sufrimiento, sin dolor.
Y todos los días me acompaña un pensamiento cuando despierto y tarde en la noche cuando me voy a dormir, más que un pensamiento es una sensación cálida y amorosa que me dice que Mi madre murió con estilo, a su estilo y con orgullo puedo decir que tuvo la muerte más bella del mundo y eso me tiene a mí aquí y ahora completa, fuerte y amorosamente agradecida.