Sin-cuenta y siete… y contando

Pues desperté, desperté como cada mañana con la cabeza sobre la almohada, el cabello en la cara, una pierna al aire y la otra cubierta por el edredón. Desperté y escuché mi respiración, el aire entraba y salía sin contratiempos de los pulmones, las fosas nasales haciendo su trabajo sin mayor reparo. Desperté con la conciencia de que el corazón ocupaba la misma cavidad de ayer. Desperté sintiendo en mi piel los cincuenta y siete años de vida vividos, aquí y allá. Los años vividos antes y ahora, los años vividos de día y de noche, en vientos y en desiertos, los años vividos aún cuando no sabía que estaba viviendo.

Que fácil sería extender un mapa, de esos de antes, de papel, grandes, ruidosos y arrugados sobre la mesa y ver la línea del tiempo que nos tocará vivir, aquí una curva y luego vuelta a la derecha, aquí te enamoras y cinco kilómetros más adelante te dejarán con el alma rota. Luego frenas un poco para agarrar vuelo y subir la pendiente porque será una escalinata de retos profesionales y después de un par de caminos forestales donde las cascadas te hacen compañía a lo lejos y los árboles te dicen en el viento que has logrado llegar a un claro de calma empieza un nuevo terreno empedrado donde la maternidad no te dejará pegar el ojo, en los días y noches venideros, en los años que se acumularán entre risas, tu completa aceptación hasta tu completa incredulidad de ser la madre de tus hijos por los siglos por venir.

Desperté queriendo abrir el mapa sobre la mesa grande del comedor, extenderlo en toda su plenitud para poder orientarme en el camino, después de todo amanecí con 57 años a cuestas y quisiera ver las líneas del tiempo y poder leer el trayecto por venir. Pero el mapa es una cartografía del pasado, es una recopilación de memorias, es un punto clavado en el ahora y no me permite desenfundarlo para leer el siguiente paso.

El mapa que pretendo leer yace virginal, puro y mudo ante mis ojos, no me delata ni por un instante revelación alguna, se niega rotundamente a darme un susurro o mínima premonición, es un mapa de piedra que se mantiene silente, es un mapa de agua que fluye del pasado al aquí-y-ahora, es un mapa que se desaparece como nieve en mi mano tibia cuando el mañana se asoma en la esquina del papel.

Desperté con cincuenta y siete años en cada poro, en cada cabello oscuro y en cada cana, desperté con cincuenta y siete años en cada arruga y en cada pestaña, desperté para andar los pasos que me llevarán al siguiente día. No hay prisa, no hay carrera, no hay «hubiera», no hay vuelta en «u». Estoy dispuesta a seguir andando mientras haya camino, camino frío de invierno, camino pendiente, camino árido, lodoso, áspero, sinuoso, oscuro y vibrante. Lo tomo, lo acepto, lo recibo porque me he calzado con los todo-terreno que la vida me ha enseñado a usar, porque me he calzado con piel gruesa en las plantas de los pies y he aprendido a andar.

Esto de andar no ha sido fácil, aprender a caminar es el logro del bebé, unos cuantos meses de vida y el milagro se da ante los ojos amorosos de los padres, unos cuantos meses de preparación, de balance, de caídas a menos de medio metro del suelo y el ser humano en proceso aprende a caminar, a transportarse de un lado al otro. Pero andar, lo que se dice andar, andar por el mundo con sus propias cargas a cuestas, andar sin caer con frecuencia y a velocidad desenfrenada; andar con balance de mochila a la espalda donde otras vidas forman parte del equipaje, ese andar pocos lo enseñan. Ese andar que nos obliga a seguir adelante para no quedarnos tirados en la cuneta, ese andar que nos da una patada en el trasero de vez en cuando.

Ese mismo andar es el que me ha parado de la cama hoy, justamente hoy que oficialmente estreno el primer día de mis próximos 57 años. Quiero creer que tendré 57 años los próximos 364 días y que cada uno de ellos se unirán a mi mapa de vida y que en un año podré mirar atrás y evaluar los aciertos y las enseñanzas que al día de hoy son apenas aire frente a mis ojos. Andaré cada día, como el único que tengo. Andaré cada día consciente de que lo que suceda no es definitivo, que todo es relativo, que todo es cambiante. Andaré cada día como hasta la fecha, buscando la calma, la satisfacción que augura una noche de descanso profundo, de sueño sincero, de despertares sin sobresaltos. Andaré con mi palo-de-ciego en la mano tratando de advertir el siguiente paso sin necesidad de verlo. Andaré como lo he hecho en la mayor parte de mis años: despeinada, con botines de colores provocadores, con anillos que adornan cada uno de los dedos de mis manos y me hacen sonreír cuando los miro y valoro la gracia de saber reírme de mí misma. Andaré con el pelo cano, ondulado y despeinado, andaré con los labios rojos y las gafas grandes, con la capa amarilla y con el pañuelo despampanante al cuello. Andaré cada día de la mano de quienes más amo aunque las palmas no requieran de tocarse. Andaré con los personajes de los libros leídos en la neblina eterna de mis pensamientos y con los estribillos de las canciones escuchadas una y otra vez en el tímpano de la nostalgia. Andaré sola, porque así nacemos, porque así vivimos, pero seguiré andando en paralelo de los que me quieren, de los que quiero y de los que me han querido. Andaré en silencio porque me gusta ser sombra y pasar desapercibida, andare en silencio porque me gusta ser susurro y pasar por neblina. Andaré en silencio para escuchar a los otros, para que mi voz no desentone y tener el tiempo de escuchar otros latidos. Andaré en silencio para que mis palabras no desafinen y dar espacio para que la luz ocupe el sonido.

Prometo que seguiré andando, cada día con todos estos cincuenta y siete años que se me han echado encima, prometo que seguiré despertando con la cabeza sobre la almohada, una pierna al aire y la otra cubierta por el edredón, prometo que seguiré despertando después de largas noches de descanso donde la paz invade los sueños y la tranquilidad añade seguridad al trotar. Prometo el siguiente paso, con mis botas-todo-terreno, prometo el siguiente paso aunque el mapa no me desvele la ruta. Prometo dar el siguiente paso con todo lo que he acumulado en cincuenta-y-siete años de vida. Prometo dar el siguiente paso con todo lo que he dejado, soltado, abandonado y olvidado.

Pues así espero mañana despertar, con mis sin-cuenta y siete y con el mapa en blanco.

Mujeres independientes… de Buenos Aires a un balcón con vista a la Via Laietana


Quinto piso a la derecha, un ascensor antiguo, tan antiguo como el edificio, la calle y el barrio en los cantos soleados del Barrio Gótico, un piso de habitaciones individuales, chicos y chicas todos menores de treinta años con cocina compartida, dos cuartos de baño y un balcón privado con vista a la via laietana, ese es el nuevo rincón del mundo donde mi menor a sus flamantemente veinte años cumplidos se ha mudado para dar sus primeros pasos como ciudadana del mundo, independiente y autosuficiente.

El viaje empezó mucho antes, mucho tiempo atrás, en una ciudad de méxico que esbozaba modernidad y dejaba de lado los vestidos de talle ajustado, las crinolinas y las faldas a la rodilla para dar paso a las minifaldas y peinados de salón formados a fuerza de laca y rulos de plástico, una ciudad de méxico de mujeres con pestañas postizas y línea de ojos negra, negrísima. Mujeres con licencia de conducir y un diploma profesional colgado en la pared de casa de los padres a manera de cuadro de honor. Así en la que fuera la casa de la familia de mi madre donde una nueva generación de profesoras se había formado a base de libros prestados y trabajos extras, en esa casa donde tres de las hermanas mayores ya se habían titulado de la escuela normal para maestros, mi madre habia colgado tambien el titulo en la pared de honor donde su padre, mi abuelo Jose-el-carpintero se sentaba en la sala a tomar un café mientras miraba complacido los títulos que colgaban enmarcados, hijas tituladas y casadas, vestidas de blanco como dios manda, hijas que heredaron la profesión a las menores, de los trece hermanos nacido y nueve vivos en esa época, mi madre la menor fue la última en titularse, en recibir una plaza de maestra de escuela primaria oficial y con un trabajo de dia y estudios vespertinos agregó al título el de maestra de historia por la normal superior para educación secundaria. Mi madre elevaba el listón e iba dejando sus propias marcas, la joven profesora se montaba en el cadillac recien comprado con sus propios ahorros para ir al trabajo y moverse de una escuela a otra, para ir y venir por la ciudad y así como aceptaba retos aprovechaba también las oportunidades que la vida a sus 25 años de edad le brindaba.
Y empezaron a surgir nuevas alternativas, un viaje con estudiantes y profesores a Chihuahua, mi madre se subiría por vez primera a un avión para dejar la ciudad de méxico y su vibrante ritmo a la distancia vista desde la altura del avión. La sangre corría llena de vida y el pecho se le hinchaba con deseos de más, seguir viajando, seguir abriendo puertas, seguir viendo el mundo.

1964 y mi madre se encontraba nuevamente en el aeropuerto de la ciudad de méxico, sala de vuelos internacionales, había sido seleccionada por el sindicato de maestros para ser parte de una delegación de profesores que representaría a México en un foro internacional. El destino era la ciudad de Buenos Aires, Argentina.
Teresa, la menor de los nueve hijos vivos de José-el-carpintero, se montaba en un avión para representar a su país en un foro internacional. Un viaje largo, lo suficientemente largo para quedarse impregnado en sus ojos, en su mente, en su caja de recuerdos, en el corazón y en la sangre que heredará a sus propios hijos y nietos.

Mi madre regresó con las alas anchas y con la mirada transformada, se le habían llenado las pupilas de mundo y de autosuficiencia. Había regresado a casa con la seguridad de una mujer independiente que daba pasos de plomo hacia un destino más ancho y largo de lo que se hubieran planteado sus padres, familia y todos cuantos la rodeaban.
Pero la carrera de independencia y los aires de comerse el mundo por sus propios medios fueron intercambiados por la vida de esposa y madre al ser recibida en el aeropuerto internacional de la ciudad de méxico por el aquel entonces novio, maestro de piano y joven enamorado, quien se presentó en la sala de llegadas internacionales con tremendo ramo de rosas y anillo de compromiso en una caja de terciopelo y del brazo de doña Alicia su madre, para recibir a la mujer de sus sueños, quien llegaba de viaje con las alas abiertas y que la promesa del amor eterno y la boda en la parroquia de san agustín en polanco le cerrarian.

El resto es historia, matrimonio, casa, embarazos, partos, hijos, familia de los años setentas en un méxico de progreso, de petróleo y energéticos fósiles, una familia con casa en los suburbios de la ciudad que prometian el sueño americano traducido al español, colegios católicos, clases privadas de ballet, lecciones de tenis, inglés, francés y un club deportivo de alberca al aire libre.
Las alas de mi madre se dedicaron a calentar el nido y tras quince años de la vida color de rosa en compañía del príncipe azul, la vida le juega un revés y la deja viuda a los cuarenta años con tres hijos que mantener.
Mi madre desempolvo el título y los libros de texto para dejar casa, hijos y la vida de terciopelo y rosas para resolver los problemas que la viudez le había heredado. Profesora de siete de la mañana a siete de la tarde, dos turnos, cursos de historia, exámenes que calificar, puesto de directora en el turno vespertino, responsabilidad de personal. La vida le había dado alas y ahora las ponía en movimiento nuevamente como un águila imperial para sacar a flote a la familia que le quedaba. Para que tres hijos siguieran adelante y si su padre Jose-el-viudo-y-carpintero formó a nueve hijos, ella seguiría esos pasos para darle camino a los tres que ella misma había parido.

Treinta años después del primer viaje internacional de mi madre como mujer soltera, independiente y profesionista yo me monté a mi propio viaje de vida con veintidós años en las espaldas y la fuerza motora que la ciudad de méxico me alimentaba a principios de la década de los noventa. El primer destino fue Manhattan trabajando como corresponsal de radio con poca experiencia pero con muchos anhelos y con esas ganas fervientes que salían de las entrañas de empezar a vivir la vida con la intensidad que calienta la sangre y acelera el corazón, del periodo americano agarre vuelo a Madrid con boleto pagado por el ministerio de educación de la tierra de mi abuelo para cursar el posgrado que daría impulso a mi carrera profesional. Otro avión me sacó de la ciudad de México y a los veinticinco años me asenté oficialmente como mujer independiente, profesionista autosuficiente trabajando para una de las empresas industriales más importantes del país en el desierto Coahuilense.
Después llegó mi turno de recibir el ramo de rosas más grande del mundo y el anillo de compromiso en la cajita de terciopelo, y como mi madre dije el sí quiero pero no eche anclas, al contrario monte a mi marido al vuelo y juntos nos hicimos a la mar para echar raíces al otro lado del mundo. Escandinavia ha sido desde entonces nuestro hogar y aquí dos hijas que han sido amamantadas con leche mexicana y con lengua nórdica se han formado con el mismo propósito que tuvo mi madre en la segunda mitad del siglo XX.

A 57 años de que mi madre se subiera a ese primer vuelo internacional que le dejara la cabeza y el corazón lleno de sueños, mi hija mayor hizo maletas y con sus veinte años cumplidos se mudo a su propio piso, cuarenta y cinco metros cuadrados con balcon frances, cocina, baño y guardarropa donde su vida de mujer joven ha tomado forma y cuerpo. Una universitaria con trabajo de entrenadora de natación y una vida comprometida con el trabajo voluntario en la cultura de la ciudad. Dos años han pasado ya desde su mudanza, desde que tomó las riendas de su vida, desde que se alistó en la universidad y desde que ella es la única responsable de su bienestar, lavar ropa, cocinar, hacer la compra, cuidarse durante los resfriados, lavar el baño y sacar la basura, son actividades que llenan la vida de rutinas aunados a los trabajos universitarios y al trabajo en la alberca. La vida de una joven mujer ha ido tomando forma, ahora a casi dos años de la mudanza su madurez y autosuficiencia han superado todas las expectativas y han allanado el camino y sembrado las semillas del ejemplo para la hermana menor.

La pequeña de la casa después de la muy ansiada graduación de bachillerato consiguió un trabajo que a los pocos meses se convirtió en un puesto fijo dentro de la empresa de telefonía más importante del país. Atención a clientes es su puesto pero su oficio es ayudar al prójimo, ahí ha encontrado la arena para ser apoyo y guía para esa generación análoga que día a día se topa contra la pared de la digitalización. Servir y atender han sido su sendero de éxito lo que se ha transformado en su propia economía estable y en una llave para abrir las siguientes puertas en el corredor de vida donde anda a sus pocos años.

Así al igual que su hermana mayor, a los pocos meses de cumplir veinte años nuestra más pequeña pidió un permiso laboral, hizo maletas y se mudo de la casa familiar, no a un piso en la ciudad o en el país, hizo maletas y se montó a un avión para asentarse en la tierra de su bisabuelo.
A sesenta años del viaje de mi madre a la Argentina como mujer soltera, a treinta años de mi viaje corta raices para compartir piso con los amigos en Manhattan, a dos años de que su hermana mayor se estableciera como mujer soltera e independiente, a los veinte años recién cumplidos la pequeña hizo maletas y mudó la vida de la oscuridad invernal escandinava a las puestas de sol en cataluña. Dejó nuestros paseos vespertinos junto al río para andar a su propio ritmo por las ramblas de barcelona y sentarse en la arena a ver la puesta del sol en el calor del otoño en la costa brava.
Mi hija mayor disfruta de la vista desde su pequeño balcón francés en el centro de la ciudad, entre universidad, prácticas profesionales, trabajo y vida cultural. Nuestra pequeña anda a pie su nueva vida en las calles de Barcelona, sube andando los cinco pisos a su apartamento, a pesar de que hay elevador, tan viejo como el edificio, y tan viejo como lo son las casonas del barrio gótico. A sesenta años de que su abuela materna cerrara las alas para formar hogar, los sueños de la abuela han sido herencia tangible para sus nietas quienes han tomado el control de su vida para ser mujeres jóvenes independientes y moral-y económicamente autosuficientes. La sangre no se equivoca y los sueños se hacen realidad y se transmiten de generación en generación.

Ahora somos tres generaciones de mujeres que se asoman al mundo y miran la vida a través de los ojos de nuestra hija pequeña, en un quinto piso a la derecha, un ascensor antiguo, tan antiguo como el edificio, la calle y el barrio en los cantos soleados del Barrio Gótico… en un balcón con vista a la Via Laietana.

La ofrenda de mis muertos

Me he puesto manos a la obra para montar la ofrenda de mis muertos, a pesar de no tener un mercado de flores de Jamaica, a pesar de no encontrar cempazuchitl de naranja brillante y olor intenso en las florerías locales, a pesar de no tener la posibilidad de salir a la tienda de la esquina para comprar veladoras con la imagen de la virgen y de los santos, a pesar de que no haya marchantes en puestos callejeros que me vendan papel picado y que incluso los inciensos a mi como que me huelen diferente. A pesar del otoño escandinavo, de los cero grados en el termómetro y de la oscuridad. A pesar de que la panadería no hace pan de muerto y de que el chocolate no espese ni espumee como es debido, a pesar de todos los pesares que el exilio conlleva, a pesar de los muchos años y de no llevarles flores a la tumba hoy me he decidido poner un altar para mis muertos. 

Y manos a la obra, para picar papel de colores en palabras, para que el olor de mis letras impregne mi ofrenda de textos y de nostalgias, para que mi ausencia no opaque su recuerdo, para que se sepan queridos todos y cada uno de ellos, mis muertos, mis santos difuntos, mis muertitos, mis parientes, mis padres y mis amigos. 

Manos a la obra para montar una ofrenda de letras que entretejen recuerdos, una ofrenda que se levante alto, que se alce al cielo y que tenga una palabra de amor para cada uno de ellos:

A papá, mi primer difunto, mi muerto desde la infancia, mi llave entre la vida y la muerte quien me lanzara a vivir la vida sin remilgos para honrar su poco tiempo a mi lado y para sedar el dolor de la ausencia, a mi padre le pongo sobre mi mantel de texto de colores su taza de café instantáneo con dos cucharaditas de azucar, esa taza de color incierto que a mi me parecía amarilla, de vajilla artesanal de algún pueblo de méxico, hecha a mano, cocida en horno de piedra y de barníz brillante. La taza que se colocaba sobre su amado piano de cola negro brillante, la taza de café instantaneo la coloco yo en la ofrenda de mis muertos para honrar la memoria de mi padre, le acompañan sus cigarros Raleigh a pesar de que fueran el veneno que causara todos los males, pero ya después de más de cuarenta años de difunto, ¡sus gustos se  ha de dar! Y para que sus dedos sigan haciendo resonar su piano a mi padre le dejo aquí junto a sus cigarros y a su taza de café una partitura de Franz Liszt para que esa música que me llevó a la cama cada noche y me arropó hasta mis once años siga sonando en la antesala de mis recuerdos.

A mi abuela Alicia le pongo su chal gris, ese que se echaba sobre los hombros cada tarde cuando la cocina ya estaba recogida, cuando los platos se habían fregado, secado y guardado, cuando se quitaba el mandil y se sentaba en el sillón de la sala de televisión a pasar la tarde, a mi abuela Alicia le pongo su chal de color gris, le pongo una natilla de huevo como la que nos preparaba cada semana de comida de viernes después del colegio y en un guiño de complicidad mientras coloco su chal y la natilla de huevo en la ofrenda de mis muertos lo hago usando sus aretes del diario, sus aretes favoritos, esos aretes en forma de una pequeña cometa que atrapaban mi atención siendo niña, unos aretes discretos y juguetones que mi abuela llevaba puestos a diario y que entregó en mis manos a sabiendas que yo los puliría y los usaría con veneración. A Don Luis, mi abuelo le pongo su parpusa y su habano con un palillo de madera clavado al centro, a Don Luis le pongo un vasito de rompope como el que él nos ofrecía de niños en las comidas familiares de los domingos después de misa en la parroquia de nuestro señor del campo florido, a Don Luis le pongo dos naranjas Valencianas, de su amada Valencia, jugosas y dulces que pelaba con agilidad y siempre me tomaba por sorpresa cuando apachurraba la cáscara frente a mis ojos y me decía “Mexico o España” y yo lloraba de la risa y lloraba por el zumo en los ojos y lloraba de orgullo por mi abuelo tan grande, tan Don Luis, tan castizo, tan español.

Mi lista de muertos es larga, es ancha, es antigua y es actual. En mi ofrenda de muertos hay muertos que partieron antes de mi propia vida, tengo una abuela Delfina que murió en la infancia de mi propia madre, que no conocí pero que ella seguramente sabría que yo en algún momento llegaría. A Delfina la honro en mi altar de muertos antiguos con un cepillo de cerdas naturales para que peine su pelo negro;  negro y cano, ondulado y grueso como el que yo misma ahora llevo. A Delfina le dejo flores y le dejo música de la que a ella le gustaba cantar, según lo que la vida me ha contado. A José el carpintero, su marido, mi abuelo le pongo en su ofrenda tabaco para que mastique, como lo hizo de jóven e ilegal en los Estados Unidos después de que se escapó de seminario en el que su madre Teresita lo dejó y donde su hermano Lorenzo se ordenó de cura. A José le dejo sobre la ofrenda su cepillo de carpintero que usó durante tantos años haciendo muebles para El Palacio de Hierro y un buen plato de mole de olla como el que él preparaba para su pipiolera de hijos y nietos en la casa de la colonia Argentina. 

En un lugar especial entre Delfina y José y junto a mi padre coloco la ofrenda para mi madre, ella, mi difunta más sentida, mi muertito que está siempre presente, a mi madre le dejo un té de hierbas calientito endulzado con miel, una rebanada de pan de plátano que siempre estaba recién horneado y humeante sin importar la hora en que se llegara a su casa. A mi madre le dejo música de fondo, le dejo una cesta con naranjas, higos y limones y un ramito de rosas de su jardín. A las tías les pongo en la ofrenda lo que cada una de ellas me enseñó con dedicación y cariño, a la Tía Rafaela le dejo un plato de tamales, a la Tía Chelo una porción de romeritos, a la Tía Josefina unos pastes de pachuca, a la Tía Carmen un arroz a la mexicana, a la Tía Antonia unos dulces de leche, a la Tía María le dejo un café de olla, a la Tía Lupe unos taquitos del puesto-de-enfrente, al Tío David le llevo una serenata con música de Juan Gabriel que alegrará a todas las tías a la vez. A los primos que ya se fueron les dejo unas-de-rancheras y una botella de tequila, reposado, de esos caros para que lo disfruten con gusto. 

Mi ofrenda es grande y antigua, es larga y concurrida, mis muertos son muchos y de muchas generaciones atrás, a lo ancho y a lo largo. A mi suegro Tor le pongo una lata de “Sill” con cebolla, knäckebröd y akvavit. A Elin, mi suegra que apenas enterramos le dejo una taza de café servida en una de sus pequeñas tazas de porcelana rosada que recibiera su madre como regalo en plena ocupación nazi en los duros años de la guerra, le dejo un plato de “husmanskost” con las mejores papas recién cocidas con heneldos y con una salchicha de Falun hecha al horno. En su parte de la ofrenda le pongo la música de la estación P2, el canal clásico que siempre escuchaba y porqué no un poco del canal deportivo en la televisión para que vea al equipo noruego de slalom y de esquí de fondo. Una revista de crucigramas y el periodico de la tarde.  

Mi ofrenda del día de muertos está sobrepoblada, algunos amigos queridos se han unido a mi lista de fieles difuntos, amigos de la época de universidad, amigos de juventud, amigos de risas, de proyectos, de sueños y de “nos comeremos el mundo juntos” amigos que dejaron hijos pequeños o aún más triste que no dejaron hijos huérfanos ni mujer viuda que les llore. Yo los honro en mi ofrenda y pongo un disco de Pink Floyd, un plato de melón con lonchas de jamón serrano y unos cuantos comics de Superman. 

A mis tíos Carbó les dedico un apartado especial de mi ofrenda de difuntos, a Alfonso le dejo una cajetilla de cigarros, el recuerdo de su pelo largo de juventud, sus pantalones de campana, sus lentes oscuros y las risas de las tardes de cine, de los paseos en su coche y de las aventuras entre los go-karts y escuchar música disco a todo volúmen en el estéreo de papá. A la Tía Lilí le dejo el eco de su carcajada franca, su cariño ilimitado y cálido y su espíritu de unidad que aún fluye entre los primos. Al doctor, a mi querido Tío Luis le dejo sobre el altar de mis muertos todo mi respeto por su figura de patriarca, le dejo la mueca de naríz fruncida que por genética me heredó y el agradecimiento por el amor de padre que compensó parcialmente los muchos años de orfandad. 

Mi altar de muertos es largo y ancho, es grueso, voluminoso, espeso y pesado como el plomo o como la misma muerte quizás, ocupa desde mis años de niña hasta mis días de adulta, mi altar de muertos huele a las vidas de todos los que han pasado por mi camino, de todos los que trazaron la brecha que yo he aprendido a andar. Mi altar de muertos se colorea con palabras picadas, pan de recuerdos, olores añejos, luz del calor que en vida me dieron, mi ofrenda de muertos es un ramo de flores de memorias y de recuerdos que no se secan ni se marchitan. Mi altar de muertos no tiene espacio ni tiempo, está en mi hogar, ocupando el mismo espacio que mis muertos ocuparon en vida. Les ofrezco luz, comida, agua, música y recuerdos para que se sepan siempre queridos. No requiero de pintarme la cara, ni de calaveras danzantes. Mi altar de muertos se levanta a base de palabras y de memoria. Mi altar de muertos es una ofrenda de vida para honrar todas las vidas amadas que me han traído hasta donde yo estoy ahora, hasta donde yo por tradición y por respeto heredo y paso a las nuevas generaciones, a pesar de pisar otras tierras que no conocen el olor del copal ni se bañan del color del cempazuchitl, mi ofrenda del día de muertos la levanto a palabras y orgullo de ésta mi sangre mestiza, mexicana.

Etnicidad: de desiertos, de fiordos, de calzadas romanas y de familia

Hay dos cosas que me gustan de mis hijas, una que nos parecemos muchísimo y la otra es que no nos parecemos en absolutamente nada. Así de simple y me gusta contemplarlas y observarlas y me gusta verlas y recordar de dónde venimos sin esforzarme nunca a pensar qué será de ellas, eso de pensar en el futuro a mí me pasa de largo, no fantaseo que si serán lo esto o lo otro, o que si se casarán o que si vivirán aquí o en el otro extremo del mundo, eso me tiene sin cuidado y no uso mis recursos ni mi tiempo para fantasear al respecto, eso depende de ellas, de sus circunstancias y de sus decisiones, y para tomar decisiones les hemos proporcionado a cada una de cabeza y corazón y en la mano llevan un compás moral que está activado las veinticuatro horas del día, así que las decisiones serán de ellas y de nadie más, sin interferencia de las fantasías de su madre. Lo que a mí me gusta es observarlas, a veces con el rabillo del ojo, y otras apoyada en mis brazos para contemplarlas con detenimiento y con mucho descaro. Es ahí cuando me gusta fantasear y pensar ¿pero de dónde vienen estas niñas?

Y dándole vueltas a la pregunta como si jugara con un anillo suelto en el dedo índice, hemos venido armando el árbol genealógico de las familias, de las dos familias que le han dado nombres y apellidos a nuestras hijas. Recuerdo que el primer árbol genealógico que dibujé de la familia lo hice en la pubertad, no tendría más de catorce años cuando dibujé con lápices de colores el tronco y las ramas de los Carbó – Sánchez y en cajitas de texto pequeñitas que trazaba con lápiz y regla escribía los nombre y las fechas que mi madre me iba dictando, mucho antes de que hubiera computadoras personales y de que alguien imaginara las aplicaciones genealógicas que ahora están al alcance de la mano. Cuando la webb ofreció la posibilidad de crear los árboles genealógicos digitales mi marido y yo nos dimos a la tarea de ir llenando nombres, apellidos y fechas de cuándo familiar y pariente nos iba cruzando por la mente, de mi madre obtuve mucha información y son muchos los primos y tíos que han encontrado apasionante el hecho de dejar constancia de los que nos precedieron.

Escribir el nombre de los ancestros ha sido satisfactorio, el contarle a las hijas las diferentes historias de la familia, tal como lo hacía mi madre conmigo es parte de mi legado y escuchar y prestar oídos a las historias que nos regala mi suegra, ahora que ya los otros viejos han muerto, es un privilegio. Cada historia y cada nombre con su fecha son piedras de la calzada-romana que forma la vida de las familias y que se extiende por generaciones, donde no importa los temporales, los pasos andados, la extensión o las vidas recorridas, son fundamento de vida y la infraestructura de las generaciones por venir.

Así que no nos quedamos en las historias habladas y escritas, ni en el árbol genealógico digital ni en saber que las hijas como regla básica, será de suponer, que  cuentan con 50 por ciento de sangre Escandinava por los Sivertsen Bruland y la otra mitad por la simple obviedad de venir de los Carbó – Sánchez pues será Español y Mexicano. Pues no nos quisimos quedar con la curiosidad y nos echamos un clavado en el mundo de las pruebas del ADN de lo cual yo sé tan poco-poco que me declaro analfabeta en el oficio, sé lo que la caja de la compañía de Países Bajos explica para los consumidores como yo, que sabemos que bueno pues en éste mundo hay razas y unos son más blanquitos que otros y los otros pues serán más lacios que los que no son rizados. Pero la cosa es mucho más profunda y compleja y los cuatro dedos de frente que yo tengo no son suficiente para que yo pueda entender el mundo del ADN pero confío en las explicaciones de los expertos (que a cambio de una buena cantidad) pues hacen su trabajo. Y manos a la obra, con isótopo en mano hemos mojado el algodón en la saliva y lo hemos mandado directo al laboratorio. Unas cuantas semanas más y los resultados están a la vuelta de correo (digital) y la respuesta es ¡asombrosa!

Digamos que yo me casé con un noruego y de acuerdo a su ADN pues no tengo que presentar queja, porque es Escandinavo al 56% con altísimas proporciones de etnicidad correspondiente a Noruega y en específico altísimas proporciones de los oriundos de Bergen, y bueno eso no es novedad, porque a los Sivertsen – Bruland se les puede rastrear generación, tras generación, tras generación… así hasta que Thor empezó a usar el martillo (Thor el dios vikingo, que no mi suegro que llevaba el mismo nombre pero sin «h» en honor a sus raíces). Del 50% restante mi esposo lleva en las venas un 30% de sangre de Europa del norte y occidental, traduzcase esto como Alemania, Francia y los Países Bajos. Esas dos etnicidades, la escandinava como predominante y la de europa del norte y occidental en segundo lugar son las que conforman casi la totalidad del ADN de mi marido, para después sorprendernos, aunque quizá no haya mayor sorpresa en saber que el 6% es de la Europa del este, limitándose a las etnias de Rusia, Ucrania y Polonia y con una pizca de menor proporción sabemos que hay casi un 6% de etnicidad Irlandesa, Escocesa y Galesa. Seguramente sus antepasados transitaron más de una vez de ida y vuelta desde los inviernos siberianos hasta los fiordos de Norland por lo que hoy día es la frontera geográfica entre Noruega y Rusia. Es fácil de imaginar que sus antepasados navegaron el mar báltico y el mar del norte, que pasaron de isla en isla, quizás Irlanda, quizás Escocia y Gales para después establecerse en Noruega. Vikingos, pescadores, comerciantes, marineros, saqueadores, hombres y mujeres de mar, de agua, navegantes de los Países Bajos que aprendieron a convivir con el mar. Ancestros de mi esposo, ancestros de mis hijas, ancestros de agua de sal desde el Atlántico hasta el mar del Norte y las no poco saladas aguas del Báltico. Ancestros de vientos fuertes y de mareas y de corrientes.

Todo esto les pertenece a mis hijas, pero cada una de ellas tiene el 49.9% de ADN de su padre, el otro 50% se los heredo yo, así que leer mi resultado de etnicidad ha sido también una sensación de nochebuena, de abrir paquetes con emoción y de encontrar un puzle que nos abrió los ojos, la boca y la imaginación. Cualquiera diría que como una Carbó Sánchez pues soy en una muy buena proporción Española y el resto pues se los dejamos a las etnias Mexicanas, con una salpicada de francés por los Riester que bautizaron a mi abuela paterna o quizás habrán sido Flamencos de los Países Bajos que llegaron más tarde a Francia. Pero bueno resulta que la vida decide no ser tan simplona, que lo evidente no es lo probable y que hay muchas más capas y dimensiones en lo que se refiere a la etnicidad que las nanas de la cebolla. La cosa no estaba tan errada cuando mi resultado genético me confirma que por mis venas corre aceite de olivo, jamón de pata negra y horchata de chufa como era de esperarse en un 38%, si Iberico y de buena cepa, quiero yo pensar, espero que Valenciano con los pies mojándose en el Mediterráneo. Después nos vamos al otro lado del mundo, a diferencia de mi marido con todo su ADN apostado en Europa (del Norte, del este, del oeste y escandinavia, que también es Europa) pues mi ADN como es de creerse se mueve entre continentes y un 31% ganador es esta sangre mía de origen Mesoamericano, para ser más específicos de la región central de México y del norte, extendiéndose hasta ¡Texas!, ¿cómo le quedó el ojo?. Así que cuando hace casi 30 años decidí mudarme a Coahuila, seguramente fue la sangre la que me murmuraba al oído que esas tierras áridas también eran polvaredas de mi sangre.

Así sumando el 38% Iberico y el 31% Mesoamericano de la zona central de México nos da un flamante 69% de mi ADN particular, y la pregunta forzosa es de dónde viene el resto de mi masa genética y aquí señoras y señores es donde viene la magia, donde el público aplaude emocionado y los ojos se abren como platos al sonar de los platillos de la banda de pueblo cuando se desvela que en mi sangre corre 11.2% de sangre… ¡Escandinava! Sí señor, otra vez, la sangre llama!

El 11.2% de mi masa genética, de mi ADN pertenece a la etnia denominada Escandinava que incluye obviamente Noruega, Dinamarca y Suecia. Así que «he vuelto a casa». Después de ver estos resultados y de portar un pasaporte Sueco con Sivertsen como mi apellido desde hace veinte años, siento que ahora sí que me he ganado el derecho pleno de ser llamada Escandinava. Y es que seguramente entre tanto viaje para conquistar, saquear y comerciar pues uno que otro vikingo se topó con alguna que otra romana que en su momento se fue a conquistar, saquear y comerciar en la península Ibérica y pues bueno, especulaciones más o especulaciones menos pero con algún grado de verdad, porque la ciencia ha demostrado que además de colesterol y del malo, mi sangre tiene ADN Escandinavo.

Y para seguir con variaciones sobre el mismo tema, mi masa genética no se conformó con la proporción Escandinava sino que dió por resultado también un casi 10% de ADN de origen: Escoces, Galés e Irlandés. Lo que demuestra que el comercio y la navegación, las rutas a caballo y el trueque no fueron tan solo de monedas de oro y de bisutería, sino de fluídos genéticos que se ha movido a sus anchas y a sus largas durante cientos y cientos y cientos de años de asentamientos humanos por aquí y por allá.

Pero ahí no para la cosa, esto de la etnicidad como prometido, tiene muchos niveles y dimensiones y tiene de todo como en botica y además es complejo. Pero el siguiente bloque de este mi muro genético es una obra de arte, la joya de la corona en mi ADN a mi punto de vista muy particular, quizás no completamente sorprendente pero por mucho decorativo y de alto grado ornamental, mi 5.7% de ADN es de origen Nordafricano, y esto a mí me parece una sutileza, estamos hablando de la región del Magreb, lo que se conoce como Marruecos, Algeria, Tunicia y Libia. Mis venas llevan arena del desierto del Sahara y entreteje diversos cultos. Soy una gota de Mediterraneo tras ocho siglos de islam en la península ibérica. Mi masa genética seguramente ha orado a diversos dioses, desde los mesoamericanos, hasta los del imperio romano pasando por mezquitas y catedrales.

Pero mi masa genética no se detiene en la belleza de la llamada «Gente del Poniente» o Magrebí sino que sigue dando sorpresas. Con un 2% de ADN me pongo una pluma en el sombrero como descendiente de las tribus originarias de América del Norte, ya habíamos dicho que mi masa genética mesoamericana se extiende desde el centro de México hasta Texas y bueno con un 2% más podemos asegurar que la sangre de nativos americanos está también en mis venas.

Y para cerrar con broche de oro, para llegar a casi el 100% después de un viaje genético por tres continentes y seis regiones étnicas del mundo cerramos mi resultado con un 1.8% de ADN Nigeriano. Así es, no únicamente tengo sangre del norte de África sino que unas cuantas gotas de sangre Nigeriana hacen el honor de fluir por mis venas. Sangre Nigeriana que quizás vivió la barbarie de la esclavitud y el colonialismo, pero eso no la aleja mucho de mi sangre mesoamericana que vivió exterminios y asimilación, no muy lejanos de las etnias norteamericanas que fueron eliminadas o de las guerras peninsulares entre árabes y españoles.

Pero para qué mirar en esa sangre que ha corrido, en todos los continentes, en todas las épocas, en todas las latitudes, mejor ver mi masa genética como un triunfo de etnias y de diversidad, amalgama de culturas, de credos y de tradiciones que de mezcla en mezcla, de mezcla fecunda sin tregua ha llegado hasta esta colección de etnias que a mí me han dado forma, cuerpo y carácter.

Y después vienen las hijas, este par de mujeres inteligentes e independientes que me gusta observar con el rabillo del ojo y contemplar cuando descanso la cabeza en los brazos. Estas dos chicas que a grandes rasgos se podría deducir son mitad escandinavas y con una buena mezcla ibérica y mesoamericana, pero lo cierto es que nuevamente la genética nos sorprende y en esta lotería nadie sabe cuál es su billete ganador.

Mi hija mayor, Runa, nacida orgullosamente en Monclova, Coahuila tiene 65% de masa genética de Europa del Norte y del Este, o sea que los genes paternos con orígenes en Alemania, Francia y los Países Bajos le han dado a Runa una gran parte de su herencia. Para balancear el peso Europeo lleva Runa casi 17% de ADN de origen Mesoamericano y pisándole los talones con poco más del 15% tiene mi hija mayor la sangre Galesa, Irlandesa y Escocesa para poner la cereza en el pastel y coronarse con apenas un 3% de sangre Ibérica.

Por otro lado Mia, la pequeña ha dado muestra también de su gusto por la diversidad, al igual que su hermana y por línea directa de su padre tiene poco más de 48% de sangre de Europa del Norte y del Este, o sea Alemania, Francia y Países Bajos. A diferencia de su hermana Mia ha heredado 16% de masa genética Escandinava, de lo cual yo puedo decir que soy partícipe también ya que está constatado que yo también soy portador de masa genética de esa etnia. Con 15.7% Mia se coloca como la mayor portadora de ADN Iberico de las dos, lo que explica su paleta de colores y pigmentos de chica de verano en la Costa Blanca para dar el brinco al otro lado del Atlántico y constatar un 15% cerrado de sangre Mesoamericana. El 5% de su masa genética se divide desproporcionada y sorpresivamente entre un 3.5% de etnia Finlandesa y un 1.5% de Irlandesa, Escocesa y Galesa.

Ahora con toda esta información genética, de la que entendiendo apenas la superficie y con más preguntas que respuestas contemplo a mis hijas cuando descanso la cabeza en los brazos, las observo con el rabillo del ojo cuando creo que no me prestan atención y me doy cuenta de que hay dos cosas que me gustan de ellas, una que nos parecemos muchísimo y la otra es que no nos parecemos en absolutamente nada y con esa seguridad me permito fantasear en todos esos antepasados que vivieron vidas para llegar hasta aquí, hasta hoy hasta ellas. Cuantos siglos, cuántos caminos, cuantas batallas perdidas y cuánta sangre que regó tierras áridas y tierras fértiles estrechando tres continentes y surcando mares y océanos. Cuántos migrantes, cuántos adioses y no volver. Cuántas guerras y cuánto arte. Cuántos muertos y cuantos vivos para llegar a los que somos hoy. Esta pequeña familia de cuatro con un pie en el mañana y con un pasado glorioso, extenso, firme, largo pero nunca olvidado, como calzada romana, muy andada, con hierba verde de vida entre las grietas pero nunca borrada. Somos eslabones de cadena, una generación más, migrantes por definición, andantes de continentes, países y mares. Para que cuando nos pregunten: ¿y ustedes de dónde son? «pues somos de aquí», digamos con orgullo, de aquí mismo donde andamos, donde nos paramos, de ayer y de siempre.

Un mes de octubre sin nostalgia

Hay algo en el mes de octubre que abraza, hay algo en el otoño que llena el aire y que me hace sentir bien, no es nostalgia, porque según los que saben la nostalgia es el deseo de estar, o tener, o amar lo que no se tiene, pero hace muchos años que yo no siento nostalgia, no quisiera estar en ningún otro lugar, ahora mismo, no quisiera estar en la compañía de nadie más que no esté presente aquí y ahora en mi vida, no añoro hacer lo que justo hoy no hago.

Hay algo en el mes de octubre que cubre con un manto protector el aire por el que ando y los suelos por donde respiro, hay algo con éste mes y sus colores, sus neblinas, sus guantes y sus gorras, hay algo en octubre que me sienta bien, es un abrigo de vida que me pasa a la medida como si un sastre maestro lo hubiera confeccionado para ajustarse a mi cuerpo, ni muy ancho, ni muy largo, ni muy corto, ni muy justo, las mangas me pasan perfecto cuando estiro los brazos y el cuello me cubre hasta las orejas. Este mes de octubre que me hace sentir bien, que me invita a encender velas, a quemar los primeros leños en la chimenea, que me acompaña a tomar café y llena cada rincón de la casa con mullidos recuerdos de la vida vivida pero sin nostalgia.

El no sufrir de nostalgia es un privilegio, la nostalgia es una enfermedad crónica, sin cura y sin salida, quien se enferma de nostalgia se la lleva hasta la muerte, creyendo que lo vivido en alguna otra época fueron «los buenos tiempos», dándole más valor a lo no conseguido que a lo que tenemos aquí y ahora, en éste preciso momento. La nostalgia nos secuestra la vida y el camino tortuoso lo acompaña de la ansiedad. Ansiedad de no estar parados en el lugar correcto. El mirar al futuro y saber que hemos estado en el carril equivocado y que no hay manera de llegar al ansiado destino.

A Joaquín Sabina le gusta cantar eso de «no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió» y yo me sumaba a las filas de la nostalgia hace 25 o 30 años y me sabía de memoria la canción y repetía el estribillo sin darme cuenta que la juventud es un territorio donde la nostalgia no tiene cabida porque simplemente no se ha vivido lo suficiente, el cantar a coro la letra de Sabina era más un acto prematuro de vida y de falta de visión panorámica.

Hoy día estoy parada en el aquí y ahora de la vida, no quisiera estar en ningún otro lugar, claro unos días de playa no me caerían mal, pero en este carril de vida donde me muevo no necesito hacerle cambios, no deseo estar cerca de nadie más que de los que aquí y ahora están a mi alrededor, no deseo pisar otro aire ni respirar en otro suelo, no tengo prisa por llegar a ningún destino porque hoy, en un mes de octubre que lo cubre todo y que me abraza con devoción no tengo más destino que el espacio donde hoy habito, con mi cuerpo, con mis amores, con mis pensamientos y mis cavilaciones.

Un monje de montaña, occidental, de tradición Tailandesa

Para sentirse un verdadero ciudadano Sueco, para mí ha sido primordial tener un cierto dominio del idioma que me permita incorporarme en la sociedad y participar de los actos que podrían parecer irrelevantes pero que para mí tienen un gran significado y sentido, uno de ellos es poder leer los periódicos nacionales, ver el cine Sueco y poder escuchar la radio pública en su idioma original. Y es en la radio pública, específicamente en el canal P1 donde las tradiciones de comunicación masiva sueca se han instalado durante décadas y le dan significado y pertenencia al concepto de «ser» sueco y de vivir en ésta sociedad.

Uno de los programas más significativos son «las charlas de verano» y «las charlas de invierno», mucho antes de Spotify y los Podcast la radio nacional sueca ha producido estas charlas donde personalidades de la vida pública, el arte, la cultura, la política o simplemente personas de a pie con vidas extraordinarias comparten en una hora sus experiencias de vida o una experiencia en particular.

Ha sido gracias a ésta serie de programas y a mi dedicación por escuchar la radio nacional que durante el verano disfruté de diversas charlas de lo más vario pinto y para mi deleite me encontré y tuve el placer de escuchar a Björn (que en sueco el nombre no significa nada más que Oso»).

Björn Lindeblad, un sueco promedio con una vida promedio de los años 80’s de familia promedio y cuando decimos «promedio»-sueco pues incluye educación universitaria, viajes al extranjero, dominio de idiomas y las llaves de las puertas del mundo y del futuro en el bolsillo del pantalón. Cuando Björn estaba rozando la cima del mundo y disfrutando, aunque quizá esta palabra es por demás polémica porque el joven Björn no encontraba el gozo en ser uno de los directores de empresa trasnacional más joven con base en Madrid y con un portafolio de sueldo, prestaciones y poder dentro de la vida empresarial europea y mundial, cuando su voz interior lo cuestiona y lo invita a vivir la vida de otra manera.

El joven y exitoso Björn da dos pasos a un lado, deja la experiencia empresarial y de las finanzas para empezar a trotar por el mundo a nivel de terreno y a buscar el lugar en donde su voz interior y su espíritu encontrarán crecimiento y paz.

La búsqueda se puede resumir en 17 años de vida como monje de montaña de acuerdo a la tradición tailandesa, un joven europeo de cabeza rapada y túnica color ocre que aprende a vivir en las selvas de Tailandia, a meditar de día y de noche, andando, de pie y en flor de loto, un joven escandinavo que renuncia a todo, que deja el mundo material, la familia, los amigos, las comodidades, el control sobre el futuro y los planes de pensión para vivir durante 17 años en monasterios diversos, primero en Tailandia, después en Inglaterra y los últimos años en Suiza, sin posesiones, sin control sobre el futuro, sin vida sexual, sin pareja, sin familia y con un plato para la limosna que la gente del pueblo les da y les facilita alimentarse una vez al día como la propia tradición lo indica.

Björn adquiere un nuevo nombre: «Natthiko» que es su nombre budista y que significa «aquel que crece en el saber» y después de 17 años, aún en sus 40s y lejos del derecho a la pensión regresa al mundo occidental, a su Suecia natal para iniciar la vida una vez más con las manos vacías pero con una maleta de vida cargada de sabiduría y mejor aún de auto conocimiento.

Björn ha participado en la radio pública sueca como «voz de las charlas de invierno» y ahora más recientemente en las charlas del verano, su historia, sus relatos, su simplicidad en compartir sabiduría y su experiencia de vida han cautivado a la sociedad sueca, me han cautivado a mí y a petición de muchos ahora su experiencia como monje de montaña y sus aprendizajes de vida se han transcrito y publicado en el libro «Jag kan ha fel» (Podría estar equivocado) que es una de las muchas enseñanzas de su crecimiento budista.

Son estas pequeñas llaves que nos entrega de forma amena y profunda en su libro, llaves sueltas que al final de la lectura nos deja con un manojo pesado y sonoro de llavecitas que si nos interesa podemos usarlas para abrir puertas, pero no son las puertas del éxito y de la vida profesional, sino pequeñas aberturas hacia nuestro interior las que podemos abrir con éstos conocimientos que no se adquieren por ósmosis ni por una lectura de un-jalón sino por la práctica de los mismos.

El estar consciente de que «Puedo estar equivocado» cuando los tiempos son ásperos y las discusiones álgidas, el practicar constantemente la máxima de «Esto también pasara» para lo bueno y para lo malo… éste cáncer pasará, pero también la época de vacas flacas y las vacas gordas también pasarán, todo, absolutamente todo es relativo y simplemente pasará. El confiar en la vida, CONFIAR con mayúsculas, confiar en el universo, en Dios, en el poder superior, es lo que se define como fe y es esa confianza la que nos da la oportunidad de aprender a dejar siempre un pequeño espacio para que los milagros sucedan.

El libro lo he subrayado, le he hecho anotaciones al canto, le he marcado con diversos colores y no satisfecha con eso he escrito notas en papeles separados y los he pegado en el muro de la cocina, donde dejo la mirada mientras como y mientras cavilo, a ver si por ósmosis o por repetición aprendo un poco más cada día y me recuerdo verdades tan simples que son universales y que no pertenecen en exclusiva al Budismo o a ninguna otra religión sino a los seres humanos que preguntan y que buscan respuestas.

«Tu vas a saber, lo que tengas que saber… en el momento que necesites saberlo» así de sencillo y así de pesado, una loza de veinte kilos de sabiduría o una pluma de amor que vuela ligero y se posa en nuestro hombro, es tan natural de nosotros los seres humanos el querer saberlo todo, aquí y ahora «cuándo acabará la pandemia», «quién ganará las elecciones», «cuándo me voy a curar», «cómo le ira a la empresa», «qué puesto de trabajo me van a dar», «cómo le va a ir a mis hijos», lo queremos saber todo y lo queremos saber ya y el echarse para atrás en el sillón y dejar pasar la vida en espera de que lleguen las respuestas correctas a su debido tiempo no es una fortaleza de la que al menos yo me pueda jactar, me gustaría aprenderla, no cabe la menor duda y para eso necesito hacer uso de mis artes malabares para jugar con el tiempo, la paciencia y los gramos de sabiduría que he logrado acumular en la vida.

Björn NATTHIKO no es en lo absoluto un hombre viejo, está por cumplir sesenta años, no ha llegado aún a la edad de pensionarse pero la vida no deja de sorprenderlo, ahora está sentado en una silla de ruedas y viviendo la cuarentena de la manera más restringida posible ya que hace un par de años recibió el diagnóstico de ALS (sus siglas en sueco) o en español Esclerosis Lateral Amiotrófica, su cuerpo simplemente está dejando de funcionar paulatinamente, los músculos ya no responden y eventualmente morirá por asfixia, a pesar de que su propio padre murió gracias a una muerte asistida en Suiza a los 83 años después de recibir un diagnóstico terminal, la formación budista de Björn no le permite seguir los pasos de su padre y ahora está en casa, viviendo la vida con sus más cercanos hasta que la muerte llegue, en tanto sigue compartiendo su conocimiento con los ávidos de saber, con estos analfabetas de conocimiento que queremos al menos dar un paso más en la dirección de nuestro auto conocimiento para ser un poco más amables con y en el mundo donde habitamos.

«Abre tu puño apretado y deja que la mano abierta se llene de vida» tan simple, tan profundo, mira tu mano de vez en vez, es seguramente un puño apretado, esa quijada es una quijada tensa, esa mirada es una mirada dura, ese estómago es un nudo en el centro del cuerpo… más fácil decir que hacer, no cabe la menor duda, pero cada día es un buen día para aprender un poco más y para poner en práctica lo que nos haga sentir bien, como el simple hecho de aprender a respirar para algún día incluso sorprenderse a sí mismo meditando. Inhalar y exhalar o mejor aún «inspirar» y «aspirar», las palabras toman otro significado, yo inspiro vida y aspiro vida, inspirar-y-aspirar, tan sencillo como estar vivos.

Es triste saber que Björn dejará de respirar en un futuro cercano, él que dedico casi veinte años de su vida en perfeccionar los métodos de meditación y por ende los de respiración y que ahora sea de lo mucho que no logra controlar, pero de alguna u otra manera es el recordatorio delicado de nuestro tiempo limitado. No todos podemos ser monjes de montaña, ni beatos, ni iluminados, pero sí podemos ser una migaja más amables día a día, con los que nos rodean y con nosotros mismos.

Yo me quedo mirando la pared los papelitos que pegué con algunas de las frases que más me hacen reflexionar, no sé si por ósmosis las aprenda, lo cierto es que veo mi puño y ahora en un acto consciente aligero la tensión y abro la mano y digo en un susurro «gracias Björn Natthiko» y sigo con mi día sin ser más sabio ni digno, pero en el intento de ser dos centímetros más humano.

No sé si el libro se traducirá al español en algún momento para quien guste de leerlo, pero no quería dejar pasar de largo que en ésta vida ha habido un monje de montaña occidental que al escuchar su voz en la radio nacional sueca me ha hecho sentir viva y humilde.

Yo no soy Michelle Obama

He pasado los últimos días adherida como cinta de pegamento de doble cara a las páginas de la «auto-biografía» de Michelle Obama. El libro lo recibí como uno de los muy significativos regalos de mis 50 años, fueron mis colegas que además de un hermoso arreglo floral escogieron dos libros, porque saben que las flores y los libros son mi debilidad, así que envuelto en papel de regalo recibí un libro de recetas que además tiene la humilde intención de cambiar al mundo y se llama precisamente así «Recetas que transforman al mundo» de Johan RockströmVictoria BignetMalin Landqvist, y lo recomiendo ampliamente; el segundo libro fue «Min Historia» o en el título original en inglés «Becoming», en español simplemente «Mi Historia» y es el libro de memorias de la ex-primera dama de los Estados Unidos, no hay que ser muy audaz para intuirlo. Mi primera reacción al recibir sendos libros fue de alegría y agradecimiento, el libro de recetas llegaba justo en el momento en que en la familia tomábamos una fuerte consciencia y responsabilidad por lo que consumíamos y los alimentos que preparamos y servimos a la mesa, pero el segundo libro, con esa Michelle glamurosa en la portada posando con un maquillaje de estrella de cine y un hombro desnudo lo miré, sonreí y lo dejé a un lado en una mesa de descanso donde otros libro se fueron acumulando y lo perdí de vista durante casi un año y medio y es que no soy muy entusiasta de los libros de memorias aunque a grandes rasgos me gustan y hubiera preferido la versión original en inglés en lugar de la traducción al sueco. Sin más hace un par de semanas quitando polvo de los libreros y de las mesas donde se apilan títulos no leídos me encontré con el grueso tomo de mas de 400 páginas, me senté en el balcón con una taza de café, el parasol abierto y el libro entre mis manos y fui dando pasos cautelosos por la vida de una niña negra en el South Side de Chicago en los años 60’s y 70’s.

El relato y las anécdotas así como esa voz interior que analiza, cuestiona y profundiza en los aspectos diarios de la vida de una niña que escribe desde la perspectiva de una mujer de 50 y pocos años después de haber ocupado una de las posiciones más prominentes del mundo occidental y de haber entrado a los salones más finos de la sociedad donde la mayoría de los convidados son siempre hombres-blancos, me fue envolviendo, la escritura de éstas memorias es una filigrana precisa de eventos, análisis profundo e intimo y una compleja linea de tiempo que pareciera sencilla pero que nos lleva en un barco desde la infancia hasta el momento actual con un vaivén de olas que se mueven entre las aguas de los recuerdos y la nostalgia de una infancia que cimentó la personalidad de una mujer negra-profesionista-esposa-y-madre.

Es fácil de percibir desde la segunda página que el libro no está escrito por Michelle misma, que ella no pasó largas horas sentada frente a su ordenador enlazando ideas y trazando capítulos, es fácil de sentir el peso de la pluma de un escritor-fantasma sumamente profesional y no solamente eso sino como lo desvela en su larguísima lista de agradecimientos todo un equipo editorial con expertos en investigación, creadores de «lineas-de-tiempo», analistas de comprobación de datos, editores, asesores políticos e históricos, las voces de su familia, amigos y colaboradores. En pocas palabras un ejército editorial de alta envergadura que hizo posible una obra de calidad para crear el nicho histórico que la misma Michelle Obama se ha decidido a ocupar a perpetuidad en los anales de la historia. Me parece válido, tiene los medios y tiene el relato correcto para hacerlo pero mejor aún tiene la exclusividad absoluta de haber sido la primera dama afro-americana de la historia de los Estados Unidos, tuvo el mérito de ser la esposa del primer presidente afro-americano de los Estados Unidos y de ser la madre de la primera familia afro-americana que habitara la Casa Blanca en los Estados Unidos. Merito hay, así como recursos.

«A pesar de ser mujeres profesionistas y trabajadoras que nos hicimos paso en universidades de prestigio, cada una en su país de origen, a base de financiamientos y becas, a pesar de que nos hemos colado en el mundo profesional dominado por los hombres-blancos, a pesar de nuestras dudas y nuestras fortalezas Yo-No-Soy-Michelle-Obama

La historia es valiosa y la plataforma literaria es profesional, pero durante los no más de diez días de lectura una frase me daba vueltas en la cabeza mientras leía, mientras recorría las calles de Chicago, mientras veía el mundo a través de los ojos de esa niña negra que se cuestionaba constantemente «soy-lo-suficientemente-buena», una frase me pajareaba en la cabeza mientras caminaba por «la residencia» siguiendo sus pasos y miraba los jardines de la casa blanca en Washington: Yo-No-Soy-Michelle-Obama.

¡Y no que lo soy!, a pesar de que ambas estemos en nuestros cincuentas, a pesar de ser madres de familia con dos hijas adolescentes, a pesar de ser mujeres profesionistas y trabajadoras que nos hicimos paso en universidades de prestigio, cada una en su país de origen, a base de financiamientos y becas, a pesar de que nos hemos colado en el mundo profesional dominado por los hombres-blancos, a pesar de nuestras dudas y nuestras fortalezas Yo-No-Soy-Michelle-Obama. Pero las memorias de Michelle me sumergieron en un mar turbulento de historias de otras mujeres, de mis-mujeres que a pesar de que ninguna de ellas, ninguna de nosotros llegaremos a ser la primera dama del país más poderoso del occidente o del mundo, nosotros hemos tenido que medirnos por el mismo criterio, para Michelle y para la gran mayoría de los afro-americanos suelen decir que deben de «ser el doble de competentes para lograr la mitad», «eureka» esta medida de desempeño no es exclusividad de las minorías en los Estados Unidos, es el criterio para todas las minorías y para bien o para mal es el criterio de medida de resultados de las mujeres en el mundo entero, donde tenemos que ser el doble de competentes, preparadas y eficientes para obtener la mitad de los logros que un hombre-blanco con estudios medios suele lograr.

Y lo veo a diario en los corredores del corporativo donde trabajo, pasillos llenos de hombres escandinavos, blancos-profesionistas-edad-media que llenan las salas de juntas y los organigramas de proyectos lo que me ha enseñado a afilar los codos para irme haciéndome un lugar, para sentarme en las mismas mesas de discusiones y que mis argumentos, mis ideas y mis proyectos deban de estar el doble de fundamentados y el doble de preparados para ser presentados y autorizados cuando una mujer-latina-edad-media toma la palabra y dice el cómo y el por qué. Y yo pienso en lo más profundo de mi Yo-No-Soy-Michelle-Obama.

Y no lo es tampoco la chica que a pesar de las dificultades económicas estudió la carrera de enfermería para empezar a trabajar en los hospitales públicos de la ciudad de México con horarios asfixiantes y sueldo denigrante para arremangarse la bata y sentarse en el banco de la universidad a estudiar la carrera de leyes, así malabareando la vida entre un trabajo de tiempo completo, dos hijos, una familia y la universidad logró un título universitario en derecho, colgó la bata de enfermera y se dedico a hacer una brillante carrera jurídica. Y Ella-No-Es-Michelle-Obama.

La muchacha ambiciosa con estudios en psicología y pedagogía que la sociedad la colocó contra la pared cuando le gritaban a la cara que su vida no tenía sentido por no tener un marido y una familia y se arrojó al precipicio social de ser madre soltera de uno y dos hijos para plantarle cara a esa sociedad critica y verdugo y demostrar que una mujer sola puede tomar las riendas de su vida y ser una profesionista de éxito y cabeza de familia por sus propios tanates y criar a dos hijos amorosos, sanos y sensibles. Y Ella-No-Es-Michelle-Obama.

Las jóvenes que estudiaron con dedicación carreras en ciencias, pasando largas noches de insomnio y desvelos para conseguir las notas más altas y recibir diplomas de mérito en química, biología o física para dar paso al matrimonio y tener que guardar el título, los planes profesionales y la capacidad de investigación científica en un cajón oscuro y húmedo para abrazar y apoyar la carrera de su flamante marido quien se abrirá paso en el mundo empresarial y de negocios mientras ellas se quedan en casa cuidando de los hijos y preparando la sopa de fideos para después a pesar de los esfuerzos y los silencios portar la etiqueta de «divorciada» y después de las noches de llanto y el abandono recuperar la dignidad y su espacio personal en el mundo académico, encontrando en la docencia y en las aulas de secundarias y preparatorias un nuevo campo de cultivo para su vocación. Cuánta investigación científica, cuántos avances tecnológicos, cuántos premios nobel han sido abortados y reemplazados por la maternidad y los roles de familia tradicional y simplemente Ellas-No-Son-Michelle-Obama.

Todas esas mujeres que estiran las horas del día para trabajar y estudiar, para ser madres y amas de casa, para ser profesionistas para ser esposas y empresarias, para hacer cambios en su entorno, en su sociedad, en el mundo y para llegar a la noche y poner la cabeza sobre la almohada satisfechas por los esfuerzos de día, por las horas que le robaron a los hijos para estar en una reunión de negocios o las horas que le sumaron a la familia a pesar de perder oportunidades laborales. El mundo está lleno de mujeres, la mitad de la población para ser precisos, que día a día tenemos que trabajar el doble o cuatro veces más para llegar a la mitad del camino, sin importar si somos negras, latinas o asiáticas, la historia se repite en todas las sociedades y en todas las esferas, incluso mis muy queridas amigas y colegas «blancas-escandinavas-herederas-de-sangre-vikinga-privilegiadas-clase-media» tienen que abrirse paso también y luchar por ganarse una posición en un mundo de hombres-blancos que tienen todas las cartas marcadas de antemano. Y Ninguna-Es-Michelle-Obama.

Y no lo somos, ni tú ni yo, ni mi colega en Shanghai que trabaja diez horas diarias y que ve a sus hijos únicamente el fin de semana porque los deja en el pueblo al cuidado de su madre, mientras ella hace todo el trabajo que su jefe presentará en las juntas y que su jefe se llevará el aumento de sueldo. Y tampoco lo es mi colega en India que es la araña en la red del corporativo en Delhi y que conoce el negocio por arriba y por abajo pero que vive en condiciones miserables porque el sueldo se lo lleva su jefe (en éste caso no un hombre-blanco pero sí un hombre-indio-educado-en-el-extranjero), la chica que quedó huérfana de madre en Curitiba apenas siendo una niña para ser educada por un padre humilde y campesino sin estudios formales y sin mayor preparación y ser ahora una profesionista con título universitario sueco y cuatro idiomas en el bolsillo y Y Ella-No-Es-Michelle-Obama. La madre de cinco hijos con PhD por la Universidad de Berkley que pasa el día entre las tareas escolares desde el preescolar hasta la educación secundaria apoyando incondicionalmente la vida profesional de su esposo y moviéndose al ritmo de la música que marca la pauta de su frenética vida Y Ella-No-Es-Michelle-Obama.

Solo hay una Michelle Obama pero 3.7 billones de historias de mujeres que día a día vivimos los retos de la discriminación de género, de raza, de edad, de credo y que gracias al apoyo de nuestros padres, la familia, la sociedad o una voluntad férrea individual hacemos una vida.

La educación está comprobado es la tabla de salvación y educar a una niña es educar a la sociedad, educar a las niñas es la turbina generadora de la energía para la transformación social. Yo-No-Soy-Michelle-Obama. No todas las mujeres podremos ingresar a una universidad de la Ivy-League pero sí cada una de nosotros hacemos la diferencia, aquí y ahora, ayer-hoy y mañana, en mi vida y en la de mis hijas, en tú vida y en la de tus hijos, en los sueños que se quedaron varados en el camino y en los muchos que aún tenemos por cumplir. No habitaremos la Casa Blanca, no bailaremos un vals en Buckingham Palace y no editaremos un libro de Memorias con el aparato editorial de artillería-pesada que lo haga un éxito mundial pero sí dejaremos huella moviendo la aguja de la igualdad aquí y ahora, un milímetro hoy, un milímetro mañana, justo donde estamos paradas. Y orgullosamente cierro los ojos y me repito en silencio Yo… No-Soy-Michelle-Obama.

Querido Tío Luis, estas líneas son una carta de amor.

Querido Tío Luis, estas líneas son una carta de amor, a ti en tus ochenta años, a la familia y al patriarcado que representas. ¿Quién lo fuera a decir que desde hace ya muchos años eres la cabeza de ésta familia Carbó? cuando la memoria juega con mis recuerdos y aún veo a Don Luis, el otro, no el doctor como tú, sino el Don Luis padre, «el abuelo» andando por la calle de Lago Viedma en la antigua Colonia Argentina, en lo que fueran las propiedades de la familia y donde se levantaba la fábrica de inyección de plásticos al vacío «Dirgen». ¿Recuerdas esas comidas de navidades cuando los obreros y trabajadores de la fábrica se sentaban todos a la mesa que se ponía en el patio de la fábrica? largos tablones sobre «caballos de madera» que se vestían de manteles navideños y todos compartían la sopa de habas que hacía la abuela, ahí departíamos todos desde Don Luis, sus hijos -ustedes- con sus respectivas familias y los obreros de la fábrica y amigos, los más fieles amigos que nos acompañaron durante los buenos años y después se fueron desvaneciendo cuando la vida se empezó a diluir por una alcantarilla de desolación y oscuridad.

Don Luis fue el primer patriarca no cabe duda, lo veo con sus pantalones de vestir y chaleco a juego y sus manos siempre enlazadas a la espalda dando pasos-de-campana en la calle de Vasco Núñez de Balboa en Naucalpan cuando la vida iba en ascenso y toda la familia dejó el barrio de la Argentina entre los panteones Español y Sanctorum para irse a los suburbios-clase-media-en-flor con aires de cultura americana. Ahí pasamos los mejores domingos de la vida, al menos de la mía, los mejores domingos de familia, al menos de la mía, los mejores domingos entre la misa del medio día en la iglesia del Señor del Campo Florido y la comida familiar en casa de los abuelos. Los «primos-Carbó» como siempre nos hemos auto-definido sin remilgos, los primos Carbó jugábamos en la calle, andábamos en bicicleta y patines, a veces llegaban caballos ponis de renta con su caballerango paciente que nos llevaba a los niños a montar al río para dar la vuelta. Entrabamos y salíamos de la casa de los abuelos, de la casa de la Tía Lilí y de tu casa, la casa del Doctor, el pediatra de renombre que tenía que interrumpir las tardes de domingos porque sonaba mensaje en el «bipper» y te mandaban llamar de urgencia del Hospital Español, de las clínicas cercanas o los familiares ansiosos de algún niño enfermo.

«Ochenta años andando y llevando la tutela de una familia, donde nos has visto nacer de uno a uno y nos has llevado a enterrar de dos en dos».

El Tío Luis, el doctor, que estaba siempre dispuesto, siempre pendiente y siempre paciente, esa aura de paciencia es el sello que ha identificado tu personalidad a lo largo de los años, desde el joven Luis, hasta el Doctor, nuestro ahora patriarca. Y se dice fácil pero no es un papel ligero en éste enclave que se ha teñido de dolor, tragedias y muertes como una constante grotesca que no ha soltado la mano ni nos deja respirar. Tu paciencia ha sido la energía del atleta de alto rendimiento con fortaleza recia y el norte siempre bien localizado para aguantar la carrera de largo plazo. Ochenta años andando y llevando la tutela de una familia, donde nos has visto nacer de uno a uno y nos has llevado a enterrar de dos en dos. No es fácil dar sepultura a los hermanos y a los padres y tu lo has hecho con dignidad, con la frente en alto cada vez y con el rostro sereno. No he visto tu duelo pero sé que ha estado ahí, que vive en ti, que no te abandona desde la muerte de tu hermano Carlos, mi padre con apenas 39 años hasta la muerte del abuelo Don Luis, la muy querida Tía Lilí, tu amada madre y tu hermano Alfonso con ese corazón-Carbó de piedra y cal que tanto ha fallado en la familia para dejar a algunos tirados y a otros con el pecho abierto y latidos de metal. Pero has estado en cada nacimiento y has visto la luz en cada nuevo miembro de este clan.

«Los Carbó nacimos con nostalgia de Europa, a los nacidos en México nos faltó el mediterráneo, las calles de Burjassot y el sol valenciano».

Mi querido Tío Luis, ahora te veo en mis pensamientos y es ese mismo andar de tu padre, tu no traes el puro entre los labios, pero si esa gorra plana tan estilo español y es que es algo genético que los Carbó nacimos con nostalgia de Europa, a los nacidos en México nos faltó el mediterráneo, las calles de Burjassot y el sol valenciano, pero yo te miro y veo a ese patriarca de buena cepa, el hijo ejemplar de los Carbó-Pí y de los Ramírez-Riester que nos has llevado a todos a puerto seguro atravesando mil tormentas. Eres el guía de tus hijos y de todos-los-otros, todos-nosotros los que no somos tus hijos, los que nos quedamos huérfanos mas temprano que tarde y tu nos has cobijado con tu voz, con tu presencia y con tu mirada.

Ésta es una carta de amor en homenaje al patriarca de la familia, de mi familia, de estos Carbó que nos hemos hecho adultos, que hemos sentado cabeza, que hemos andado nuestros propios caminos y que ahora pasamos las enseñanzas a una generación de jóvenes creativos que han tenido el privilegio de nacer bajo el amparo de esta «tribu» donde el arte, los talentos y el sentido del humor no han pasado inadvertidos.

Hago una reverencia galante a tu mujer, la Tía Paz quien a más de 50 años te ha acompañado con todas las de la ley, en las buenas y en las malas, en la salud y en la enfermedad, en el amor y en el renacer, Paz de inteligencia, Paz de vida en la que han forjado familia. Pareciera tan fácil llegar a tu edad, andar ese camino, realizar lo soñado y conseguir lo nunca imaginado, pareciera tan fácil pero tan solo tú sabes lo que han andado tus zapatos, tan solo tú sabes de las esquinas rotas del corazón, de tu corazón por el cual brindo y me quito el sombrero para celebrar tu vida, una vida excepcional donde doy gracias por ser nuestro patriarca, mi padre-en-ausencia mi Querido Tío Luis y éstas líneas son una carta de amor por tu vida, para ti.

La más pícara de las nietas

Eskilstuna, Suecia 2020

En la casa de Polanco más bonita del mundo.

Me enamoré a primera vista, que nadie lo dude, fue un flechazo de esos que atraviesan desde los ojos, el intelecto y se clavan derechito en el corazón, entró por los oídos primero, estoy segura, lo sé de cierto, entró por los oídos porque lo primero que escuché fue su risa, una carcajada profunda que le brotaba como un manantial de agua a borbotones, una borbolla de risas un borbollón de felicidad, así excesiva como las definiciones y elocuente como la profundidad de la alegría que le salía del cuerpo. Me enamoré a primera vista y fue en Madrid. Cursábamos el mismo postgrado en producción de radio y televisión en el Instituto Oficial de Radio y Televisión Española, un postgrado dedicado exclusivamente para profesionales latinoamericanos -come-mierda como nos fuimos auto-definiendo a lo largo de los los días, las semanas y los meses de convivencia.

Fue un amor a primer oído, a primera vista y lleno de carcajadas, de la Borbolla, Asturias tan mexicana como yo – claro está y tan en busca de espacio como yo, porque aunque es una mujer de complexión normal, alta y guapa ocupa mucho más espacio del que uno se espera, en el momento en el que pone un pie en una habitación el aire se sale por las ventanas para que ella entre, lo llena todo, lo ocupa todo, con su voz, con sus risas, con su inteligencia, con su sentido del humor. Y es que únicamente las personas inteligentes tienen un sentido del humor aguzado, y el suyo es el sentido del humor más inteligente que conozco, podemos reír a carcajadas por horas y por días, hemos reído en los mejores momentos de nuestras vidas y en los peores, en la muerte y en la vida, en funerales y en días de bodas y partos. En su presencia no paro de reír y no paro de ser inteligente porque ella sube la vara cada día más y no se puede bajar la guardia.

Desde que la conocí es mi personaje favorito en una saga de ficción, en una vida de aventuras y de historias tan fascinantes que podrían ser contadas pero nunca creídas, en el marco de la casa de sus padres que era la casa de Polanco más bonita del mundo, aunque apenas si había yo entrado a alguna casa de Polanco y nunca más lo haría, de esas Residencias con R mayúscula de arcos de cantera para enmarcar la entrada principal en el más puro estilo Neo-colonial Californiano de canteras labradas y forja en la ventanería. Una casa señorial de las de verdad, de las de antes, de las guapas, con entrada para los señores y entrada para la servidumbre, con pasillos y escalinatas al más rancio estilo «upstairs – downstairs» donde los criados no se cruzaban con La familia, donde la cocinera, recamarera, el chofer y el jardinero no pasaban por los espacios donde los señores de la casa pasaban el día.

Fue ahí donde la madre preguntó y «por qué lo dejas» y la respuesta que salió del corazón de la joven de 26 años fue: «porque no soy feliz madre».

Una familia de rancio abolengo diría mi abuela, una familia de las de antes, con la platería en el salón comedor, donde la biblioteca en la que los secretos más oscuros se guardaban sin salir a la calle, fue ahí donde mi amiga les informó a sus padres que se iba a divorciar de ese primer matrimonio donde el hijo español de buen ver y de buen nombre no daba pie con bola y se gastó la dote en irse a ver el mundial de futbol a Europa en lugar de invertir el dinero en un negocio seguro para la recién formada familia. Fue ahí donde la madre preguntó y «por qué lo dejas» y la respuesta que salió del corazón de la joven de 26 años fue: «porque no soy feliz madre» y a la madre le salió con una mejor contestación como raquetazo de Björn Borg a 120 kilómetros por hora «y a ti quien te dijo que el matrimonio era para ser feliz».

Desde ese día entendimos que «en la salud y la enfermedad, en la pobreza y la riqueza» tenían un significado muy diferente en la casona de Polanco más bonita del mundo que todos los sueños que nosotras todavía perseguíamos como ridículas jóvenes cazando mariposas multicolor en redes de caña e hilo apenas si tenían valor.

Esa casa estaba llena de escaleras, de mantelería de bolillo, de servicios de plata, de candados en las cajoneras, en las puertas, en los pasillos y en la conversación. Esa casa hablaba mientras sus huéspedes guardaban silencio, en esa casa las maneras eran la prioridad y como en cualquier casa digna de llamarse mexicana se vivía bajo la norma del escrutinio social con la ácida frase de «que va a decir la gente», el-qué-dirán que era el compás y la balanza de la sociedad.

Yo nunca he entendido por cuál rendija me colé pero entré en esa casa y lo disfrutaba enormemente porque era un mundo de circo con hilos de vidas que se tendían como cables de luz de un lado al otro del salón, de los pisos y las escaleras monumentales, cables de vidas, hilos cruzados de personas que se balanceaban entre el qué-dirán y las pasiones más profundas y puras que las apariencias trataban de acallar. La vida en esa casa era un baile de máscaras, un baile de festival de Venecia, un baile de carnaval, dejando una careta a la entrada para mostrar a los padres la sonrisa y la madurez que deseaban ver y colocándose la mirada y la sonrisa real al salir a la calle a vivir la vida y a buscar los tonos precisos para vibrar.

Las maderas de la casa, los muebles eran todos oscuros y pesados como las tradiciones y las costumbres, fue ahí donde aprendí a usar el cortador de queso y a que la señora de la casa tocaba la campanilla de plata para que las mujer del servicio recogieran los platos y sirvieran el siguiente platillo caliente. Fue ahí donde aprendí las rutinas de la siesta con esa pareja que al medio día se subía cada cual a su respectiva cama y despertaban al cabo de 40 minutos para seguir la tarde él en su despacho o en los negocios y ella con las actividades de señora de la casa y madre de cuatro hijos.

Fue en esa casa, la casa de Polanco más bonita del mundo donde aprendí a poner los retratos familiares más significativos en marcos de platería y «pewter» sobre una consola en la sala de la casa. Aprendí que Las niñas bien y Las reinas de Polanco de Loaeza no eran ficción sino una realidad de carne y hueso pero lo que yo descubrí es que en ese fascinante mundo de las calles de filósofos clásicos y contemporáneos el mundo era mucho más que la ropa de marca y la comida en el centro Asturiano, yo aprendí que la amiga que me robó el alma de un flechazo a la primera frase y en la segunda carcajada era una vida de búsqueda y de camino, un largo andar por entre los brazos espinosos de una sociedad que exige pero no explica, que demanda pero no concede. La vida hubiese sido mucho más fácil sin el peso asfixiante de la sociedad pero esa olla de presión no se destapa a menos de que se corten los lazos y se dejen los afectos en otro lugar, en otro país, en otro continente.

Yo me quedo con el amor más puro de amistad más franca, la que me ha dado los momentos más sinceros y auténticos que una amistad pueda brindar, llenos de complicidad, secretos, lágrimas y vida plena de una mujer que se hizo mujer a la sombra de una familia de rancio abolengo, de dulce abolengo, de amargo abolengo, de áspero abolengo de abolengo caduco como el abolengo mismo en una sociedad donde ya no cabe el abolengo per se.

Fue en un aula de producción de radio en los laberintos de la Complutense donde la vi por primera vez y me enamoré de su inteligencia, de su agudeza y de sus carcajadas y desde entonces la llevo en mi cartera, en mi maleta y ella me lleva también, lo sé de cierto, me lleva a donde va y somos tan diferentes y tan almas gemelas y somos amigas y nos escogimos para andar, para callar, para compartir y para respetar. Cada cual su mundo pero uno solo cuando se trata de esa intersección donde hemos creado esto que llamamos amistad.

Su nombre es como la escarcha que amanece sobre el pétalo de una flor, creció en la casa de Polanco más bonita del mundo, es mi amiga a pesar de las diferencias y la distancia y sabe reír y pensar como nadie más.

 

Jacinta, ni racimo, ni flor, ni mujer

Jacinta era su nombre de cuna, su nombre de pila bautismal, Jacinta, como las flores, como el racimo, en el olor de lilas y rosas, jacintos blancos y jacintos morados, jacintos que se ponen en el carmen de las ventanas en el invierno escandinavo, pero ella ni flor, ni olor, ni racimo, ni maceta, ni inviernos suecos ni olores penetrantes de flores blancas y lilas. Para mi Jacinta era un listón de colores al viento, Jacinta eran los listones que nos ponía mi madre en el pelo los domingos de ir a misa, rosa para mi hermana y amarillo para mí, combinando con los vestidos de comida familiar y los zapatos negros lustrosos y los calcetines blancos.
Eran los domingo cuando veíamos a Jacinta, no todos solo algunos domingos cuando íbamos a comer a casa de la hermana de mi madre, una de las muchas, una de las tantas, una de las tías de las reales de las hermanas de sangre, porque después la lista interminable de tías era como una regadera con fuga, una llave de agua interminable, todos y todas eran tías, eran parientes, eran adultos a quienes saludar, beso en la mejilla, abrazo , mua-mua sus caras de maquillaje y olor a crema teatrical contra mi cara de niña, mua-mua saluda a tu tía, la de verdad, las de sangre, las carnales y las otras, la ristra de tías y tíos que a mis ojos se ponían en fila para ser saludados y besados por los niños, por los menores, por las niñas.
Y ahí estaba siempre, en la oscuridad de la casa, no salía a recibirnos al portal, no se paraba junto al zaguán, no daba la bienvenida desde el porche, ella nos saludaba a distancia desde la oscuridad de la casa, porque era una casa oscura, oscura y húmeda, oscura y vieja, oscura y con olores rancios penetrantes que salían como vapor de las paredes, una casa que habrá visto sus años de gloria algunos lustros atrás, en esa época era ya una casa con rajadas de ruina, con paredes raídas, con olores de caño y con techos descarapelados, pero a mí me gustaba esa casa.
En la oscuridad de los pasillos largos se extendía la mano de Jacinta para saludarnos, “saluden a su tía” una tía más de las no-sanguíneas, de las nunca parientes, de las no-entiendo-porqué pero era una de las tías, “es hermana del esposo de su tía” y así es como las ramas de los árboles familiares se empiezan a extender, a anudar, a torcer y Jacinta era uno de esos nudos que tuvo raíces pero nunca brotes, que nunca se extendió, era como sus dedos artríticos, como sus manos deformes. Jacinta desde la oscuridad de los corredores de la casa que olía a humedades saludaba con voz baja, con voz callada, con voz muda. – Cómo estás Jacinta, le decía mi madre desde su voz alta y clara, desde su peinado de salón con pelo teñido y con aretes y collares a juego, -Cómo estás Jacinta, repetía mi madre fuerte y claro desde su juventud, desde su arrogancia desde su ropa de El Puerto de Liverpool.
Jacinta no estaba bien, Jacinta nunca estuvo bien, Jacinta era una flor débil carente de luz en la oscuridad de su casa, de la casa donde la parieron, de la casa donde creció, de la casa de su padre que ya había muerto hacía unos años y donde dejó a sus cuatro hijos, los hombre casados con sus respectivas familias y mujeres en la casa de ese padre que los sábados por la noche veía la Lucha libre en la televisión en blanco y negro, así sentado a un metro de la pantalla para no perderse de un solo movimiento. El padre que heredara la casa en partes iguales a los cuatro hijos, los varones casados y con sus respectivas mujeres y familias se fueron acomodando en los cuartos de la casa, en los anexos, en los apartamentos, los de arriba del taller de confección de ropa y los de arriba de la papelería que daba a la calle. Las hijas heredaron su parte, la casa grande, la de las oscuridades con los pasillos interiores sin ventanas y con los ventanales del porche del patio trasero, las hijas heredaron la oscuridad, la humedad, el olor a caño, la soledad de mujer, la virginidad nunca renunciada, la compañía de las nueras y la vida de los sobrinos que les abrían las ventanas para recibir unos tibios rayos de sol. Las hermanas heredaron los patios con plantas sembradas en urnas de colores, en latas de aluminio, las hermanas heredaron la soltería, el no parir, la “mañanita” tejida, las faldas grises, las medias opacas y las canas de joven, de vieja, de anciana, de tía de las que no se casan, de las que no ven la luz.

Jacinta tenía el pelo cano, habrá nacido cana y vieja, de piel de tan pálida verdosa como concha nácar que cubriera el cuerpo, un cuerpo que vivía en el exilio de un invierno no escogido, un cuerpo que temblaba de frío, temblores de soledad, temblores de castidad, temblores en una sabana helada donde habitaba sin haber sido consultada. Jacinta vivió la vida en la soledad de la familia, en el silencio de las quejas, en el dolor de un cuerpo que se fue enfermando al paso de los días, de los meses, de los años y de la vida, donde la habitación oscura se tornó refugio y una cama su ultimo territorio, el lugar en dónde tan solo ella podía habitar.

Yo la miraba, la observaba, la seguía con los ojos, apenas si me hablaba, como todas las tías preguntaba siempre lo mismo «y tú eres la menor» – «cuántos años tienes» – «uy cómo has crecido» y uno crecía lo que tenía que crecer a los 7 y a los 8 años, uno crecía lo justo de un fin de semana a otro, nada de extremidades sorprendentes ni de brazos elásticos que se arrastraran por esos pasillos de azulejos fríos entre amarillos y verdes, uno crecía como cualquier otro niño y se llamaba exactamente igual que la semana anterior, y seguía siendo la menor de los tres, no por el paso de cinco días o catorce uno brincaría el orden natural y puf! de la noche a la mañana la menor se ha vuelto la mayor, pero es que los adultos no sabían, no sabían escuchar y no sabían preguntar, cada semana, dos veces al mes, en Navidades y en Pascuas siempre las mismas chorreadas «y tú eres la menor» pues sí para su disgusto sigo siendo la menor, para su sorpresa cumplo años nada más una vez cada doce meses y para su sorpresa sigo siendo la de Carlos y la de Tere, la vida no me jugaba ninguna broma para poder dar una respuesta sorprendente a tanta pregunta ociosa que los mayores nos hacían a los niños que por convicción debíamos de ser desmemoriados, inocentes y mudos, apenas con una sonrisa y dos respuestas en la boca y eso sí estar listos para dar los besos a todos esos mayores, a la lista de tíos y tías que debían ser saludados con reverencia y honores.

Jacinta se hizo olor de flor, humedad de las piedras y pasos sin levantar el talón. Jacinta se fue evaporando ante la vida que llenaba la casa, Jacinta se hizo dolor y silencio, Jacinta fue mujer, nació mujer, creció mujer y se secó mujer, quedó en el aire.

Yo daba mis besos y me limpiaba la cara con el antebrazo, recibía los besos y me limpiaba la cara con la palma de la mano, respondía a todas las preguntas como un autómata social y observaba, observaba y recorría la casa y metía las narices donde no me llamaban y así me aprendí los olores de aquella casa que me gustaba tanto, donde olía a limpio por los actos heroicos de limpieza que mi Tía realizaba desde que el sol salía hasta que caía la noche y a chorros de agua y detergente limpiaba pasillos y corredores, lavaba baños con desinfectantes y dejaba lustrosos los azulejos y las piedras que cubrían las paredes, los baños y los corredores de esa casa que era oscura como un día de invierno escandinavo, fría como las manos de Jacinta y muda como su historia de mujer que nunca se mencionó al servir la comida ni en el café de la sobremesa.

Jacinta fue enfermando como enferman las mujeres que no toman el sol, fue enfermando ante la mirada de su hermana mayor, fue enfermando ante la vida ajetreada de los sobrinos que crecían a su alrededor, Jacinta fue hablando menos y fue retirándose cada vez más, apenas salía a saludar, ya no veíamos sus manos, ya no sentíamos su abrazo, ya no escuchábamos su voz. Jacinta se hizo silencio, se hizo aire frío en los pasillos de la casa, Jacinta se hizo olor de flor, humedad de las piedras y pasos sin levantar el talón. Jacinta se fue evaporando ante la vida que llenaba la casa, Jacinta se hizo dolor y silencio, Jacinta fue mujer, nació mujer, creció mujer y se secó mujer, quedó en el aire. Yo la observaba en los pasillos, yo la escuchaba respirar, yo metía mis ojos a la obscuridad de su habitación y contaba su respiración, su inhalar pesado y las quejas en el sueño de su diminuto espacio vital.

Jacinta fue una mujer de papel a mis ojos de niña, manos frías, manos blancas, voz pálida, piel de pétalo, ropas gruesas y temblores de muerte durante una vida de silencios y articulaciones deformadas como nudos de árbol de ramas que nunca vieron la luz.

Jacinta se hizo vapor, se hizo olor de tierra en las macetas de hoja de lata, Jacinta se evaporó, se hizo humedad en las paredes de cemento pelonas, Jacinta se hizo vapores de agua en la oscuridad de la casa de su padre, esa casa heredada que olía a humedad. Jacinta se evaporó, se hizo tierra, flor, maceta, pétalos helados con gotas de rocío al sol.

Los chiles en escabeche que preparaba mamá

Los chiles en escabeche de la receta de mi madre son facilísimos de preparar, se preparan “como siempre” – así me decía ella cada vez que yo le preguntaba una receta. – Mami ¿cómo preparas el arroz a la mexicana? – Pues como siempre, me decía.
Mami ¿cómo preparas el bacalao a la vizcaína?, “¿cómo que no te acuerdas?” – así contestaba mi madre, así que se trataba de andar a las vivas y de espiarla muy de cerca para aprender sus recetas o mejor dicho, para robarselas.
Las visitas que hizo a Suecia fueron una gran oportunidad de “robo intelectual” y el cambio de ambiente le hacía bien, porque por iniciativa propia se sentaba y escribía recetas para “dejarlas para cuando yo ya no esté” me decía, así apuntaba y escribía de puño y letra, cada año con la letra más temblorosa y menos legible pero las escribía, a veces se saltaba algún ingrediente y otras le ponía de más y de su propia cosecha, así me hice de las recetas más selectas de la cocina de mi madre, de esa cocina que me toca reproducir, guardar y resguardar para heredar muy bien empaquetada a mis hijas sin importar la zona horaria ni la latitud en la que vivimos o en las que ellas decidan arraigar.
Los chiles en escabeche, esos los recuerdo de los años de la infancia, de cuando niños, de cuando eramos cinco de familia, de cuando la casa grande, de cuando la cocina donde se podía bailar, y correr, andar en bicicleta y dar vueltas en patineta, de los años cuando mamá preparaba y siempre había una muchacha de pueblo que era su asistenta y que ágil y presta pelaba, picaba y meneaba según las ordenes de la patrona, de mi madre que nació como para ser patrona, para señalar con el dedo índice y para decir en voz alta y clara lo que cada quien tenía que hacer.
Cuando preparaba esos chiles en escabeche la casa olía diferente, seguramente serían los olores que mi madre heredó de la casa de su padre, porque a José el carpintero le gustaba cocinar, cocinaba y comía como cumpliendo el deber divino, cocinaba en esa estufa de peltre blanco, en tremenda olla que alimentaría a más de una decena, con cuchara de palo para llegar al fondo y remover lo pegado, esa costra de sabor que cuando se disuelve y brota a la superficie revienta los olores de la olla.
Así olía la casa, nuestra casa, la casa de mis padres antes de que pasara todo lo que tenía que pasar y que pondría la vida patas pa’rriba y corazones para abajo.
Por eso había venido yo amasando la idea de preparar los chiles en escabeche como los preparaba mamá en la cocina de la casa de cuando éramos niños y un día pensaba en el piloncillo, otro día me venía a la cabeza la imagen de los chiles, otro día al despertar me imaginaba esos frascos de vidrio decorados por dentro con los chiles y las hojas de laurel, hasta que el fin de semana barrí fuera de mi cocina a la procrastinación y me abrí de brazos para sacar la olla más grande, la tabla de picar, el cuchillo más filoso y manos a la obra a preparar lo que mi madre me iba diciendo al oído:
Primero rebané la cebolla morada, porque compré una red de cebollas moradas, porque estaban de promoción, porque me pensé que se verían más bonitas y decorativas que las cebollas amarillas, porque en éste país importador de verduras las cebollas blancas son un lujo así que la cebolla que se come a diario, porque yo a diario cocino con cebollas son las amarillas, pero para mis chiles en escabeche me dí el lujo de rebanar cebollas moradas, unas tres, pero mejor le puse cinco uno nunca sabe ya que había de todos los tamaños, las tres pequeñas eran muy pequeñas, las medianas muy medianas y las grandes brillaron por su ausencia, así que hice rodajas de cinco cebollas moradas y las empecé a sofreír en el aceite de girasol que ya estaba borboteando en mi olla, no es una olla de peltre como la de José el carpintero, mi abuelo, es una olla de IKEA que promete una larga vida y que fué diseñada con la idea de un calor parejo y constante especial para las estufas eléctricas de inducción, a falta de la lumbre del butano que calienta de verdad, que da calor de verdad, que se puede subir y bajar a gusto, que nos da flama azul, anaranjada, blanca y roja decorando la cocina, a falta de la lumbre y la olla yo sofreí las cebollas moradas en mi olla de IKEA, así suavecito, sin fuego que arrebate, moviéndolas de un lado al otro, bailando un danzón con la cuchara de madera, porque eso sí señoras y señores a mí me gusta cocinar con cuchara de madera, que le vamos a hacer.
Luego separé los dientes de ajos de la cabeza y presionandolos con la palma de la mano, bueno no con la palma sino con el gordito éste de donde sale el dedo gordo, esa parte rechoncha de la mano que sirve para nada, sino para aplastar ajos, pues con esa parte de la mano aplasté unos seis dientes de ajos que explotaron de susto y se sacudieron rápidamente de su cáscara para echarse a la olla a bailar danzón con las cebollas moradas, porque en éste país de tubérculos donde las verduras son de importación uno se da el lujo de pagar por cebollas que no son blancas y buscar siempre ajos que vengan de españa porque me rehuso a comprar ajo de china, el ajo que se come en mi casa ha de ser español, como el Poeta en Nueva York.
Luego siguieron las zanahorias, o las señoritas como les decía mi mamá, ha de ser eso de ser señoritas que las hace duras y por eso tardan tanto en coser, así que me puse a pelar zanahorias, unas cuantas, las que había en la bolsa, una bolsa pequeñita que no trae más de seis, pero eso sí estas verduras, estos tubérculos si son nacionales, la bolsita viene con la bandera azul y amarilla, producto orgullosamente sueco de producción local y sin uso de pesticidas.
Las zanahorias las corto en diagonal, se ven más guapas que en rodajas, a mi no me queda la menor duda.
Cebollas, ajos y zanahorias, todos sofriendo sabrosamente a fuego lento en la olla para llegar a la hora crucial agregar los chiles, verdes y rojos, la receta original dicta jalapeños pero en éste país de heladas de seis meses y verduras importadas los jalapeños son un exceso de caros, de precio obsceno de verdad, dos jalapeños importados de holanda por 50 pesos… dos chiles jalapeños por 50 pesos mexicanos… el amor a la patria tiene sus límites, así que los chiles que compramos fueron chiles flacuchos, larguiruchos pero verdes y un par de rojos a tan solo 150 el kilo. La cartera se respetó y todos felices y contentos, yo al menos, los lave con agua corriente, les corte la cabeza como en la santa inquisición, los abrí de arriba a abajo como para sacarles el alma, pero no se las saque, el alma de estos chiles importados de algún otro país del continente se las dejé para que se sofriera junto con las pocas venas que tenían y las muchas semillas que brincaban en el danzón de la olla con aceite de girasol.
En ése momento mi cocina era ya una nube de olores, una capa de ozonos de chiles, ajos y cebollas que se bañaban en el aceite caliente y cuando todo disfrutaba de movimientos envolventes eche el puñetazo de sal, un puño del tamaño de un puño bien bien cerrado, un puño tan pequeño que se cuenten los granos pero tan grande que se sepa a sal, sal gruesa, sal pesada y rocosa para seguir meneando, meneando, meneando hasta que uno se menea también, se menean las caderas, y los hombros y se balancean los pies, así meneando se va incorporando, el ajo con la cebolla, la cebolla se incorpora con el chile, el chile rojo se incorpora con la sal y la sal con la cebolla, las zanahorias que son duras y recatadas se toman su tiempo para soltar, para aflojar, para empezar el rito de la incorporación, para tomar cuerpo, el cuerpo de uno en el sabor del otro, yo te unto del mío y tu me embadurnas de otro, así danzan y se hablan los chiles con las cebollas los ajos y la sal, y cuando creen que están ya incorporados los sorprendemos con una taza de vinagre de manzana, así de golpe y porrazo se las echamos desde arriba, y lo movemos todo rápido con la cuchara de palo y los humores del vinagre se adueñan de las nubes de olor.
Para darle aún más carácter a mis chiles en escabeche agregé todo un paquete de champiñones de miniatura, una monada de pequeños champiñones importados claro, como todas las verduras que se jacten de buen sabor para compartir de la olla con mis cebollas moradas, mis ajos, mis chiles verdes y rojos y las zanahorias que a estas alturas empezaban a suavizar.
Mover, menear, fuego lento, olla grande, la sal se había ya disuelto, el vinagre de manzana en pleno proceso de evaporación todo listo para agregar las cuatro hojas de laurel y las cinco, o serían seis, bueno las ocho pimientas negras y gordas como deben de ser.
La joya de la corona la dejé para el final: media taza de azúcar morena, a falta de piloncillo eché mano del azúcar de caña morena llegada a Suecia como producto de lujo gracias a los tratados de comercio justo que promueven la producción local y ecológica en los países más allá del ecuador, azúcar de caña morena de primerísima calidad importada desde las latitudes de sol, de trópico y de manos morenas y sombrero de paja.
Esa azúcar morena es la joya de la corona, a falta del piloncillo de mi país, a falta y a falta uno se las ingenia y encuentra sustitutos para que los olores se equiparen a esos de la memoria y para que la cocina se impregne de los olores de la cocina en casa de mi madre cuando éramos pequeños, cuando la vida nos abrazaba.

Y yo muevo la olla, y me acerco y la huelo y la tapo, y preparo mis frascos y veo la hora y se me ha ido el tiempo, se me ha ido a un país que ya no existe, ese el de mi infancia el país de los años felices, el país de la familia de cinco, y abro mis frascos para conservas y los pongo en fila y cuando los olores me han transportado por completo sé que mis chiles en escabeche están listos, los ojos se me aguadan, mi cuerpo esta caliente, mis manos han estado sujetando la cuchara de madera, mis frascos de conservas están alineados, regalaremos unos, disfrutaremos otros, los dejo enfriar junto a la ventana, junto a mis pensamientos, junto a mis recuerdos, dejo que los olores se asienten, apago la luz y emparejo la puerta de la cocina para que pase la noche impregnada del olor de los chiles en escabeche como los que preparaba mamá.

La madre de mi abuela… y yo atando cabos

Alicia contaba poco de su niñez, que venía del norte de la República decía, donde hacía mucho calor en el verano y mucho frío en el invierno, que era de un pueblo donde las casas eran de adobe y las calles de tierra, un pueblo que había sido un Real de Plata, donde había casas elegantes pero por demás casas humildes y niños corriendo por las calles descalzos, Alicia, mi abuela, contaba poco de su niñez. Que tenía una amiga de su misma edad o casi, sería un año mayor que mi abuela, se llamaba María de los Ángeles y dejó el pueblo para irse a Guadalajara con su familia, después María de los Ángeles se mudaría a la capital para trabajar “disque de artista” decía mi abuela, porque era muy guapa, tan guapa que dolía, tan guapa que volvía locos a los hombres, pero mi abuela decía que ni-tanto, que María era flacucha de niña y nada de guapura que era una chamaca cualquiera, nomás la hija del militar Félix.
Mi abuela hablaba poco de su niñez, después de todo salieron de Sonora cuando Amalia, su madre murió, no recuerdo sus palabras si fué una muerte repentina o una muerte por enfermedad, de esas que lo tumban a uno en la cama y lo van chupando hasta la médula.
Amalia Riester murió y murió jóven, murió dejando cuatro huérfanos: los gemelos Arturo y Esperanza, la menor Lydia y Alicia, mi abuela, la mayor de los hijos de Amalia y Francisco Ramírez Vallejo, oriundo de San Francisco del Rincón, Guanajuato, que cuando se vió viudo y con cuatro bocas que alimentar en ese real minero venido a menos, empacó sus maletas y sus cajas de cartón con los vestidos de las hijas, la poca ropa del varón, se subieron al ferrocarril en la estación de Los Álamos para llegar a la capital, a la ciudad de México de los años 30’s y depositar a sus hijos en casa de su hermana para después salir a comprar cigarros y nunca más regresar.
Desde que su padre fué a por cigarros, mi abuela Alicia volvió a hablar poco o nada de él, le culpaba en silencio de la muerte de su madre Amalia Riester y pocos años después de la muerte de su hermana Lydia.
De Amalia me dió muy pocas palabras mi abuela, pero me dejó su fotografía, una fotografía en blanco y negro o quizá sepia, de esas que no se las come la luz porque se ven los contrastes de la plata de las placas del original, está enmarcada en óvalo y se ve a Amalia Riester Viñas vestida de largo, la tela de su vestido es a cuadrícula, el vestido se acintura al talle, tiene las mangas cortas, justo antes del codo donde se ajusta con una tela de encaje blanca, la misma que se usó para confeccionar el cuello del vestido que cae hacia los hombros en ondas de tela ligera y del centro del encaje del cuello sale un lazo donde amarra un corbatín. Amalia Riester Viñas está de pie recargada en una mesa circular de diámetro pequeño, una mesa de caoba de patas largas y delgadas que llega justo a su cintura, ahí Amalia posa el codo del brazo derecho sobre la mesa y pone los dedos en la barbilla, la mano izquierda se detiene suavemente en la mesa de caoba de patas largas y delgadas.
El vestido largo y cuadriculado de Amalia Riester Viñas con su corbatín de moño y sus mangas cortas se antoja el vestido de una maestra de la época, de una profesora de colegio pero no tengo la información, tan sólo la imaginación, mi abuela no mencionó nunca profesión alguna, únicamente lo mucho que la echaba de menos y como todos los huérfanos añoraba la vida que hubiera sido si su madre no hubiese muerto.

«Amalia se mencionó poco en casa de mi abuela, pero se le amo mucho, como solo los hijos huérfanos podemos amar a los padres que mueren jóvenes.»

Amalia Riester Viñas tiene el cabello negro recogido en chongo, de esos chongos bombachos, de esos chongos grandes que quedaban justo para sentar un sombrero, pero aquí ni sombrero ni profesión, lo único que me queda es una cara joven, guapa a su modo, con un rostro ovalado, sin sonrisa y de tan poca expresión que pareciera adusta, pero en 1911 no se esperaba que la fotografía perpetuara la sonrisa sino la personalidad. Amalia Riester Viñas tiene 19 años, sería soltera en esa época, la fotografía se la dedica a quien fuera su amistad y con una caligrafía armónica y muy trabajada se lee claramente:
“Junio 29 – 1911
Petra dígnese Ud. Conserbar este umilde Recuerdo de quien mucho La quiere su amiga Amalia Riester”
Así con sus altas y sus bajas, con sus “bes” y sin sus “haches”
¿Será acaso una despedida? Es posible, a los 19 años Amalia Riester Viñas, soltera, hija de familia y recatada viviría aún en casa de sus padres y es posible que la fotografía fuese la despedida hacia su amiga Petra antes de contraer matrimonio. La fecha en que Amalia Riester se casa con Francisco Ramírez no la tengo en papel, pero en la imaginación, sería entre 1911 y 1914, pariendo a Alicia, la mayor de los hijos Ramírez Riester el 15 de marzo de 1915.
Amalia se mencionó poco en casa de mi abuela, pero se le amo mucho, como solo los hijos huérfanos podemos amar a los padres que mueren jóvenes y que nos dejan colgando de un hilo el resto de la vida, con esa frase eterna de ¿que hubiese sido?
Mi abuela hablaba poco de su infancia pero mostraba orgullo por su madre y su origen, poco mencionó, al menos a mi, me dejó pocas palabras pero me llenó de imaginación. Para Alicia fué de suma importancia que mi padre y mi tío el Doctor estudiaran en el Liceo Francés y cómo no hacerlo si después de todo eran nietos de la Señora Riester, hija de militar Francés.
Fué entre 1861 y 1866 cuando la segunda invasión Francesa a México, la del imperio de Maximiliano y su fusilamiento en el cerro de las campanas ordenado por el presidente de la República Don Benito Juárez, cuando tropas Francesas desembarcaron en Veracruz y algunos que otros más despistados que los primeros en Los Álamos, Sonora. En esos desembarcos llegaron soldados franceses a territorio mexicano, algunos para morir en la guerra y otros para hacer patria en la que en sus primeros días pareciera suelo enemigo. Arribar a un real minero de plata de altísima calidad no fue un error por el cual arrepentirse y de eso no se arrepintió Jose Riester o sería Joseph. Soldado francés seguramente de la zona de la Provence donde el apellido tuvo su mayor esplendor, un apellido ilustre del siglo XIII originario de los Países Bajos y que llegara a tierra francesas gracias al intercambio artístico y comercial. Un apellido ahora casi desvanecido.

«Alicia, mi abuela hablaba poco de su niñez pero yo ahora con más de cien años de pormedio la recuerdo porque ella hablaba poco con palabras, hablaba con los ojos y me miraba.»

A mi me da por atar cabos y quizá fuera poca la información recibida, pero mi abuela me dejó mucha imaginación, yo ato cabos cuando camino, cuando lavo platos, cuando doblo ropa, voy atando cabos cuando leo, cuando paseo con mi perro y cuando me siento a ver por la ventana, atar cabos es mi pasatiempo o quizá aún mejor veo pasar el tiempo atando cabos, cuando leo, cuando investigo, cuando hago preguntas en silencio y me doy respuestas en voz baja.
Mi abuela hablaba poco de su niñez, de su madre, de Sonora, del tren que la llevó a la capital y del padre que salió a comprar cigarros; Marta Alicia Ramírez Riester, mi abuela nacida en Los Álamos el 15 de marzo de 1915, la primogénita de Amalia Riester Viñas y de Francisco Ramírez Vallejo hacía migas con el pan cuando se quedaba cavilando sus pensamientos y sus recuerdos, cuando vieja se le iba el alma a los recuerdos y pensaba en su madre y en su abuelo aquel con el apellido francés.
Alicia, mi abuela hablaba poco de su niñez pero yo ahora con más de cien años de pormedio la recuerdo porque ella hablaba poco con palabras, hablaba con los ojos y me miraba y yo a fuerza de verme en sus ojos y de ver sus dedos jugando con las migas y sus pensamientos cavilando en el tiempo, yo aprendí a atar cabos y así atando y desatando he hecho este encrucijado de sus recuerdos y mis palabras para que todos, en su honor, sigamos cavilando.

Vidas perfectas y mundanas

Me gusta leer los obituarios, que le vamos a hacer, quizá la costumbre me la aprendí de mi abuelo, cuando ya era viejo, viejo. Cuando andaba viejo -como viejo con las manos tomadas por la espalda, con los pantalones grises de casimir que le subían poco más allá de la barriga, cuando andaba un poco acampanado por el jardín de la casa y rechupeteaba el puro con los labios y con gran maestría lo detenía con los dientes con ese palillo, ése mondadientes que le insertaba al centro “para que saliera el sabor del tabaco” decía, pero para mí eran nada más sus manías de viejo, como tantas manías más.

Por las mañanas o por las tardes, no importaba, el reloj se dividía nada más en el tiempo entre comidas, había que desayunar, comer y cenar, lo que pasara en el medio era el tiempo que había que llenar con algo y normalmente el abuelo lo llenaba leyendo el periódico y su diversión principal: leer los obituarios.

“Así me entero de cómo están todos”, decía. Claro era como su feisbook de finales de los años ochentas, era la manera de saber quien estaba aún con vida y a quién iríamos a enterrar. Pasaba las horas leyéndolos y seguramente pensando en el suyo propio.

Ahora yo encuentro de lo más entretenido leer obituarios tambien, me gustan esas columnas delgadas donde en menos de 3.5 x 6 cm se concentra toda una historia de vida, me gusta leer las fechas y me llena de tranquilidad esta longevidad escandinava donde leo en su mayoría que las personas de entre noventa y cien años ya han tenido la oportunidad de morir, por fin.

Tengo la capacidad de detectar los nacidos en 1937, entonces pienso en mamá, y me digo a mi misma que bueno ya era su tiempo de morir, y me consuelo un poco y me parece que estamos en un rango de normalidad que los de la generación de los 30’s y 40’s estén engrosando las líneas de los obituarios “regulares”.

En cambio cuando veo fechas como 1968 me rasco la cabeza y me mortifica un poco, la gente de mi edad no debería de estar en éstas líneas sino en los titulares de las secciones de economía y cultura por ejemplo, y peor aún cuando son más jóvenes o incluso niños, ahí no me gusta nada el asunto este de la muerte, pero por suerte o por fortuna son casos excepcionales, al menos en el periódico que me llega a casa y eso me da un consuelo superficial.

Y luego pasamos a la página de las columnas “En memoria” esas me gustan mucho más, me parece fascinante leer lo que se escribe de la gente de a pie, de la gente común y corriente cuando han muerto. Muchas veces la autoría de esos textos la tiene un familiar cercano y en muchos otros casos son un grupo de amigos que seguramente se sientan ante una botella de vino a recordar al difunto en cuestión y escriben las mejores líneas en memoria de su muertito. Estas columnas suelen estar acompañadas de una pequeña foto en blanco y negro y el periódico las publica semanalmente. A mí me gusta leerlas porque al parecer los que se mueren son personas maravillosas que todos extrañarán profundamente. Se hace una recapitulación de la carrera del difunto, se mencionan su estancias en el extranjero, si es que las hubo, su hermosa familia, los adorables hijos y en muchos casos nietos así como los logros profesionales y privados, como en las artes, las manualidades o en los deportes. Me cautiva completamente que en ninguno de los casos de todos estos “En Memoria” que he leído nadie recuerda a fulano o mengano como un hijo-de-puta bien hecho, nadie menciona que la mujer fué infiel hasta con el vecino de enfrente o que los hijos fueron unos alcohólicos que tan solo se bebieron los años de trabajo de su padre.

Al parecer la muerte borra, limpia, lava, desinfecta y purifica a quien se muere y mejor aún a quien queda en vida.

Me gusta esto de leer los “En Memoria” y disfrutar de lecturas color de rosa donde los remanentes, los con-vida, los herederos, los amigos de parrandas sin fin y los colegas que le metieron el pie durante toda su vida profesional se acordarán nada más de lo bueno, de los hitos y todas las imperfecciones se liman en la piedra pómez de entre la vida y la muerte.

Me pregunto que pasa con todos esos no-seres-excepcionales que mueren sin media palabra, debería de haber un servicio así como el de los escribanos de Arcos de belén en la ciudad de México donde iban los enamorados analfabetas a dictar su amor al hombre que sabía teclear para mandar sus palabras al destinatario que decidiría el futuro de quien se había enamorado. Así me gustaría que hubiera un servicio en el que uno se sienta en un taburete y le platica al letrado frente al teclado la obra y gracia de la vida de su difunto y éste la escribe y la publica para que nadie pase desapercibido al otro mundo, para que todos nos vayamos con un “En Memoria” o mejor aún, ahora que lo pienso, que uno vaya al mismo banquito a sentarse y dicte su propio “En Memoria”, quizá la vida sería diferente, dejando publicadas las palabras que pasarán a la perpetuidad, porque no se puede confiar tan solo en la columna de 3.5 x 6 cm donde se abreviarán los 75 u ochenta años de vida, no se puede confiar en el “En Memoria” escrito por los amigos cuando todos los recuerdos se vuelven amorosos alrededor de una buena botella de vino, y menos aún no podemos pasar a la vida eterna con las pocas palabras que el artesano logra tallar en la piedra que marcará la tumba a perpetuidad, en caso de que aún nos toque tumba de tierra y lodo como en los viejos tiempos y no un cajón en el archivero de vida en el santo amparo de alguna iglesia o catedral.

Yo apuesto por un “En memoria” a todo color, donde se escriban de los cambios de humor de los gritos y sombrerazos, de las malas decisiones y de la ristra de errores cometidos, de los proyectos fallidos y de los amores abandonados en el camino. Un “En memoria” de rayos equis donde se muestren las entrañas de la vida de quien la ha vivido por completo, donde se nos recuerde como humanos de carne y hueso y no tan solo como seres etéreos al borde de la canonización donde cada día fué un bálsamo de amor.

No señora la vida está llena de mierda también, pero es esa como dice el dicho sueco la que le da consistencia y si se maneja con diligencia, si se amalgama con gracia esa mierdita es el engrudo que pone las partes en su lugar, las buenas y las malas, las rotas y las “rompidas” las une y las completa.

Así que ya saben, al menos en el mío en mi “En memoria” que espero sea publicado en al menos unos treinta años más no olviden mis humores y mis desamores, mis gritos y mis carcajadas, mis abandonos y mis olvidos, mi chorizo de errores y mi mala ortografía, mi acidez estomacal y mi pelo despeinado, mi mal inglés y mi poca, demasiado poca paciencia.

En mi “En Memoria” hagan un colorido cuadro de vida, con mucha sal y pimienta, con más verdades que rimas y más humor que penas.

A mí, me gusta leer los obituarios, qué le vamos a hacer, es mi recompensa después de haber leído el periódico de los sábados de cabo a rabo y me recuerdan que lo único que tenemos que hacer aquí es mantenernos en vida y que en algún momento alguien nos recordará, a mí que me recuerden en vivo, en directo y a todo color, que quien lea mi obituario me reconozca y lo disfrute como yo, porque a mi -como a mi abuelo- me gusta leer los «En Memoria» y los obituarios y leer y re-leerme éstas vidas perfectas y mundanas de los que ya no están.

Gracia, Pura y «Losya»

En la esquina de la plaza hay un pequeño local, en realidad era un local grande pero hace unos cuantos meses lo dividieron en dos, la entrada del lado derecho es la puerta a la peluquería Dubai, no hace falta adivinar la inspiración de los dueños y su origen principalmente, el día que mi marido puso un pie adentro intentando conseguir un corte de pelo de cien coronas (lo más barato que se pueda encontrar en toda la ciudad) los dos peluqueros en cuestión le hicieron aspavientos con las manos y le dijeron cuanta cosa en árabe, hasta que uno de ellos logró formularse en sueco para decirle que “blancos-no”.

La otra mitad del local tiene la entrada en diagonal en la mera esquina del edificio, siempre ha sido una sastrería, lo que se puede adivinar por las muñecas del aparador siempre con vestidos largos, muy elegantes como de boda, otras veces un poco más desviándose al belly-dance pero nunca vestidos comunes y corrientes que uno pueda encontrar en los aparadores del centro de HyM.

Hoy me dí a la aventura de entrar al local en busca del sastre, el local es bastante pequeño, había una máquina de coser muy avanzada y muy profesional encima de una mesa, y dos ventanales con las maniquíes mostrando los vestidos de fiesta. En el interior unos percheros con vestidos de boda que pasarían completamente normal en cualquier boda o celebración mexicana, pero que serían un exceso en cualquier celebración del medio verano sueco.

Todo estaba ahí, los vestidos, la máquina de coser, los hilos de carrete grande, abrigos de pieles a la venta, una mesa de planchado, pero no estaba el sastre, yo miraba alrededor buscando alguna puerta que lo llevara a uno a la trastienda, pero resultó que la trastienda es subterránea, de un hoyo del piso salió la cabeza del sastre y después el sastre en su totalidad.

Le dejé mi pantalón que pide a gritos unos cuantos centímetros más de cintura, porque mi cintura al paso de los años ha tomado más personalidad, dejando ese modelo delgaducho que uno solía creer normal para formarse en curvas maduras de las que los pantalones a veces se quejan pero que a mi no me molestan en lo absoluto, es la prueba fehaciente de que he pasado los años viviendo y no contemplándome en el espejo.

En mi sueco más explícito traté de dar instrucciones al sastre que hizo uso de su sueco más profesional, que no pasaba del básico y oxidado para quien está acostumbrado a tratar con clientela que habla nada más que su propio idioma.

Cuando me pidió mi nombre para escribirlo en su libro de registros fue una hazaña tremenda, a pesar de mi clarísima dicción y de que estamos en la tierra donde más celebraciones recibe Santa Lucía para él fué un enigma el tratar de comprender literalmente mi nombre tan cristiano y tratar de escribirlo de izquierda a derecha… el resultado un hermoso Losya que más que molestarme me gustó, ambos estuvimos de acuerdo de que el lunes pasaré a recoger mi pantalón y nos despedimos cortésmente, me deseó feliz año nuevo pero desafortunadamente lo tuvo que repetir cuatro veces porque simplemente me fue imposible entender. Tratar de adivinar o escuchar correctamente lo que me decía hasta que un hombre mayor, el otro cliente recién llegado y en espera de ser atendido me lo repitió con claridad en el mejor sueco-del-reino que se pudiera escuchar dentro de el local del sastre árabe.

El caballero sueco era alto, muy alto como árbol, grueso, de espaldas anchas, vestido de negro, un abrigo negro de esos que tienen-caída dirían las señoras que saben, seguramente alguna mezcla de lana con cashmere, pantalón negro, sombrero negro de ala corta y una mascada verde esmeralda y brillante, una seda fina que levantaba sus ojos que brillaban y se acentuaban con las pestañas perfectamente enrimeladas, las mejillas con un rouge de tonos rosas que realzaban los rasgos pálidos de su cara y los labios de rosa pálido con brillo discreto todo enmarcado con la mascada de seda verde esmeralda y el sombrero negro de ala corta. El hombre era alto como un árbol robusto, era un hombre entrado en años, sus buenos años y su buena pinta. Lo miré cuando me repitió el Felíz Año Nuevo que el sastre pronunciara en su peor sueco con su mejor acento árabe, lo miré porque era el único otro cliente de la sastrería de la esquina de la plaza, lo miré porque estaba parado justo al lado de la puerta donde yo tenía que salir, lo miré viendo frente a mí la combinación del hombre vestido de negro con abrigo de lana y cashmere enmarcado en el contexto de esos vestidos de noche con telas satinadas y multicolor, fucsias, rojos, azules celestes, verdes esmeraldas y amarillos gritones, pedrería de fantasía bordada en las telas que se reflejaban en los ojos claros del hombre del abrigo negro, grande como un árbol, que estaba parado junto a la puerta. Vi el conjunto frente a mí, el sastre discreto que apenas habla el idioma, el sastre que no se mueve en los mismos círculos que el hombre blanco maduro y sueco que entra sigilosamente a la sastrería de la esquina de la plaza a recoger los encargos especiales, vestidos de noche con telas brillantes, pedrería de fantasía y abrigos de pieles finas y falsas para cubrir sus propias carnes.

Y salí a la plaza y caminé a casa pensando en el hombre del abrigo negro y pensé en las chicas de los apartamentos Perseo en la zona de Tribunal en Madrid. Los apartamentos seguirán en pie, pero las chicas no seguirán siendo chicas y quizá ni siquiera sigan de pie.

En 1991 cuando recibí mi flamante beca como latinoamericana para ir a estudiar al Instituto Oficial de Radio y Televisión Española recibí el subsidio económico también pero muy poca información de vivienda así que un conocido le dijo al otro que a su vez me recomendó que alquilara un estudio en los apartamentos perseo en la calle de José Marañón, y ahí llegué yo con mi maleta de tela y de flores, entonces no tenía una samsonite de rueditas giratorias, mis pantalones rosas de bolas blancas, mi chamarra gap de mezclilla con un “hoodie” rojo y una gorra que me comprara en el corte inglés, más que gorra era una boina de piel con cinco diferentes colores alegres y gritones que me hacían sentir por demás bien. Los pantalones no combinaban con la chaqueta, ni la chaqueta con la boina ni los botines de niña bien-venida-a-menos con el resto del maniquí pero yo andaba a mis anchas y me sentía más que bien en Madrid.

En los apartamentos no estuve más de dos meses pero me divertí como pocas veces en la vida, regresando de los cursos y de comer algo por algún lado me acomodaba en la recepción y le hacía compañía a la recepcionista, que más que recepcionista era la hija de la dueña, orgullosa de su puesto, de su herencia y de su obligación.

La recepción era un espacio pequeño en la parte baja del edificio, un escritorio-mostrador, unos ficheros de papel y una libreta de notas. Ahí pasaba el día la hija de la dueña y pasábamos la tarde juntas recibiendo a los clientes y yo observando con ojos de escrutinio sociológico discreto y con la incredulidad y la sorpresa de abrir un libro completamente nuevo en la vida de una chica común de los suburbios clase media de la ciudad de México.

Los pisos superiores eran apartamentos para estudiantes o gente que llegaba a Madrid por trabajo y se rentaban por mes, los apartamentos de las plantas bajas se rentaban por día, por horas, por minutos y por entradas y salidas, lo que entraba y saliera no importaba siempre y cuando la recepcionista hija de la dueña recibiera peseta sobre peseta en la mesa de la recepción muchos años ante del euro y justo en los años en que España dejaría de ser tan solo España para formar parte de la Unión Europea.

Las tardes eran siempre apasionantes y divertidas, ahí estaba Macu, la recepcionista que veía con gusto un futuro como futura dueña de los apartamentos perseos sitiados en el centro de Madrid, le decíamos Macu pero ella se jactaba de ser Inmaculada con toda la extensión de la palabra IN-MA-CU-LA-DA y lo decía fuerte y a los cuatro vientos orgullosa y segura, más que segura de haber sido la única mujer-soltera-y-virgen a punto de cumplir 30 años en todo Madrid.

Esa era su muletilla, su frase preferida, su tarjeta de presentación hasta que me la aprendí y la entonábamos en conjunto cuando alguien le preguntaba su nombre y a coro respondíamos graciosamente IN-MA-CU-LA-DA la única mujer-soltera-y-virgen a punto de cumplir 30 años en todo Madrid.

Y por la noche bajaban las chicas, estaban las brasileñas que eran de esas guapas que duelen, de esas guapas con unos cuerpos brillantes que paraban el tráfico y claro que lo hacían, si lo único que llevaban encima eran tremendos abrigos largos y las botas de tacones de agujas. Los abrigos sabían abrirlos en la presencia precisa del cliente potencial y mostrar lo mejor de sí mismas. Cada semana recibían carta de casa, de Brasil, de los padres orgullosos que en su mundo, en su realidad, en su estrecha fantasía tenían dos hijas hermosas trabajando como secretarias en Madrid y ganando suficiente para poder mandar dinero a casa a Sao Paulo a alguna favela llena de hermanos menores y padres viejos y enfermos.

Las chicas llegaban más tarde, las chicas eran dos pares de piernas por demás largas, vestidos demasiados cortos, tetas sumamente planas y pelos postizos que caían sobre esos maquillajes desequilibrados de pestañas largas. Las chicas eran canarias y por vez primera escuché ese acento canario mas emparentado con el cubano que con el madrileño, por primera vez estuve en presencia, en cercanía, en proximidad con las chicas que llevaban por nombre Gracia y Pura pero que en los sobres que llegaban con facturas por pagar decían Manuel y Eugenio. Nunca supe quién era quién, ni quién Pura ni quien Eugenio ni quién Gracia ni cuál Manuel. Las madres les mandaban cartas desde Canarias y ellas las recogían discretamente y se las guardaban en los escotes planos donde no tenían nada que guardar y nada que esconder.

Las chicas se mudaron de los apartamentos perseo antes que yo, cuando no supe si fue Gracia quien le tiró los trastos por la ventana de la calle a Pura, o habrá sido al revés. De las brasileñas ya no supe más, se las veía poco, salían muy entrada la noche y regresaban muy entrada la madrugada. Yo me iba al instituto y me pasaba el día con los-latino-americanos-de-mierda como nos autodenominábamos pero que la pasábamos de puta-madre-juntos.

De Macu me despedí con un abrazo cuando conseguí un pisito un poco mas aburrido con vecinos demasiado silenciosos y corrientes. Ella se despidió con la pena de que nuestras tardes de diversión viendo en vivo y en directo la telenovela que la vida nos ofrecía encarnada en la fauna de los perseo llegaba a su fin. Ella se quedó ahí orgullosa de su posición, de su futura herencia, de su mercedes estacionado a la puerta y de su Inmaculada percepción.

Yo salí esta tarde de la sastrería de la esquina de la plaza y pensé en las chicas de canarias, en Gracia y en Pura y sus trastos en la banqueta y sus vestidos de lentejuelas y brillos, en sus pelucas y en sus piernas flacas y largas y pensé que quizás se han convertido en un señorón de abrigo negro de lana con cashmere y que ahora usan sombrero. Y pensé en el hombre blanco y alto, tan grande como un árbol que fué a recoger algún encargo especial con el sastre árabe que a falta de idioma se torna discreto y que le permite hacer pedidos especiales y quizá vestirse como en su tiempo lo hicieran Gracia y Pura quienes hoy me cruzaron por la cabeza y por la parte de los recuerdos únicos y entrañables del corazón de ésa época cuando éramos felices e ilegales. Me quedo con una sonrisa en los labios y una carcajada interior… pienso en Inmaculada, en Gracia y Pura y yo ahora “Losya”… y las otras chicas del montón.

 

      

La llegada no tiene palabras

En el librero de la salita familiar hay un libro en particular que me gusta verlo de frente, no veo su lomo, no está colocado como la mayoría de los libros, esta recargado en la pared sobre una pequeña repisa de madera acompañado por fotos familiares, una foto en blanco y negro que me tomara mi-amigo-miguel en el entonces flamantemente nuevo campus de la Ibero, con mi pelo nunca peinado y un chal enorme que solía tomarle de prestado a mamá. En la misma repisa está una réplica pequeñita del beso de Klimt que me llegara como regalo de bodas desde la tienda de regalos del Smithsonian. Pues ahí recargado, un poco desenfadado, contra la pared está el único libro de Shaun Tan que tengo en casa y que lo he hojeado un sinnúmero de veces y nunca leído porque simplemente no hay palabras.

La llegada es en sepia, la llegada se publicó por vez primera hace 9 años en Australia, el país de origen de Tan, La llegada está dedicado a sus padres, como Dios manda, porque es un libro sobre los padres, sobre las vidas, sobre los caminos y sobre las idas y venidas y por eso es que me gusta tanto verlo, y pasar de cerca y mirarlo de reojo y hojear un poco y dejarme llevar en sus páginas.

La llegada narra la historia de cualquiera, cualquiera que se ha dado a la tarea de salir al mundo a buscar una vida mejor para su familia, La llegada es ésta historia tuya y mía desde hace miles de años donde una persona se da al camino y se echa a andar. Una maleta, una muda de ropa, la fotografía familiar, acomodarse el sombrero y tirar las ilusiones por delante. Eso es todo lo que se requiere para empezar a andar. Dar tres pasos para delante y tratar de no mirar atrás. Dar tres pasos para adelante y cerrar puertas. Dar tres pasos para adelante, secarse los ojos, sorberse los mocos y seguir andando, cargar la pequeña maleta y seguir para adelante. Andar y andar hasta encontrar el camino y seguir de frente. Porque la historia, nuestra historia, ésta de los humanos que somos tu y yo juntos con el resto de otros tantos miles de millones más, está forjada a pasos de migrantes, todos somos migrantes. Todos hemos echado a andar, todos hemos dejado atrás, todos hemos cortado lazos y jalado las raíces desde el fondo de la tierra fértil del alma para avanzar lo más ligero posible.

Comercio, trabajo, poder, guerras, ambición o amor, la historia de la humanidad, ésta a la que tu y yo pertenecemos se ha llenado de excusas para no dejar de andar, algunas más dramáticas que otras, algunas más sangrientas que otras, algunas historias nos cortan el alma con botes de goma cruzando el mediterráneo o niños y jóvenes cruzando desfallecidos el desierto de chihuahua, mientras otras son más confortables en clase turista en una cabina de avión y unas muchas horas de vuelo para aterrizar en un país con pasaporte y visado.

Hace ya muchos años, estudiando mi nuevo idioma en la escuela para adultos de Sueco-para-inmigrantes nos hicieron énfasis en ciertos aspectos de la sociedad que deberíamos de tomar en consideración y que viniendo de la cultura mexicana nunca fueron actuales en mi vida cotidiana: integración, discriminación y segregación. La meta de éste gobierno civilizado y negociador es que nosotros, los “no-nacidos-en-suecia” nos integremos a la sociedad que a bien nos ha abierto los brazos, ésta sociedad que usa cada palabra como si fueran tenazas punzantes o piedras calientes y que las utilizan de la manera más cuidadosa para no molestar a nadie, así que no es politicamente correcto llamar a un inmigrante: Inmigrante se nos denomina “no-nacidos-en-el-reino” o “nuevos-suecos” o “de-origen-extranjero” o “recién-llegados”, pero lo cierto es que somos inmigrantes, es que no somos de aquí, algunos más leídos y “escribidos” que otros, algunos más jóvenes, algunos más viejos, los refugiados con una enorme lista de experiencias traumáticas en su mochila, los ex-pats con una cartera flamante y ocupando pisos de rentas inaccesibles para los locales, los habemos de dulce, chile y de manteca pero al final del día todos somos inmigrantes.

En éste país con una población menor a la del Estado de México, con tan solo 10 millones de habitantes, cualquier prieto se nota en el arroz, o serán macarrones, o serán mejor aún papas, claro cualquier prieto se nota en éste campo de papas. Con éste panorama el tema de la integración no es la asignatura más sencilla cuando los letrados toman como punto de partida su propia y muy angosta experiencia, sin entender que una persona que ha huído de su aldea arriesgando la vida por evadir una guerrilla desalmada donde mujeres y niñas desaparecen para ser esclavas sexuales y llegan por obra y gracia de Alá al país, que según las estadísticas del bienestar, ocupa uno de los primeros lugares en el top 5 en la escala mundial, uno de los cinco países en el mundo donde el individualismo y la secularización definen el altísimo grado de bienestar personal. Para su información los otros cuatro países que nos acompañan en la lista son Noruega, Finlandia, Dinamarca e Islandia, así que es el club-top-five de los escandinavos que nos posiciona como seres individualistas-no-religiosos en la raya del vikingo-moderno-sibarita de la manera más sofisticada que se pueda encontrar en las sociedades democráticas. Tan lejos de Dios y tan cerca de la aurora boreal.

Así las cosas en los extremos territoriales de la europa no continental, así las cosas donde la población no alcanza y se abren los brazos a la importación, a la migración, a los no-nacidos-en-el-reino.

Los que llegamos a otro país, los que entramos por la puerta de los inmigrantes estamos hechos de otra madera y el proceso de integración no es un documento donde se firme y se escriba y listo “Mañana está usted integrado a partir de las 7:46”

El proceso de integración es un estire y afloje, yo recibo, pero yo dejo, aquí me abro pero por acá cierro, yo te doy pero no me quites, no me quites mi identidad, mi idioma, mi cultura, mis tradiciones, mi idiosincrasia, pero yo me integro y me educo en tu idioma, en tu cultura, me como tu pescado curtido en el desayuno pero para la noche en casa me pongo a echar tortillas, enciendo una vela en la noche de Santa Lucía y heredo mi idioma a mis hijas. El día a día de la integración es un estire y afloje, un me das y te quito, un tomo y dejo, un jalo y estiro que ha formado las culturas y ha esculpido sociedades modernas. Es la historia de la humanidad, son los tallarines chinos en europa y las papas andinas en la gran bretaña, son los Àrabes desde Sevilla hasta Persia, es el imperio Romano desde Britania hasta Armenia, es el imperio Otomano, es la corona Española y la Británica y los Portugueses, y los Holandeses en Àfrica y los unos y los otros, y las coronas y los reinos y los imperios y los conquistadores, los colonizadores y los sedientos de poder y son los buenos y los malos, los piratas y los aventureros. Los que obtienen estatuas y las estatuas que se tiran cien años después.

Lo tenemos en la sangre, somos migrantes, nos dieron piernas para movernos, es nuestra historia, los que nos echamos a andar, los inmigrantes, los emigrantes, los migrantes los que no hacemos hoyo en el mismo lugar, y todo empieza con una pequeña maleta, acomodarse el sombrero y echar a andar.

Por eso me gusta el libro de Tan y lo tengo a la mano en la repisa, que no en el librero, porque a diario me dice suavecito en el oído como un susurro de abejas o quizá de hadas, me dice así “migrante”, porque eso es lo que soy, lo que somos, somo nietos de migrantes, así de fresco lo tenemos en la sangre y así día a día no me dejo caer en el comfort del estoy donde debo estar, sino en la línea delgada del somos migrantes, pasajeros en tránsito en una sociedad donde nos dice respetuosa y democráticamente que no somos los-nacidos-en-el-reino. Somos orgullosamente los que se echaron a andar y seguimos andando y paso por la salita familiar y veo el título “Ankomsten” “The Arrival” “La llegada” y me pregunto entre los murmullos de mis pensamientos si ésto acaso será La llegada, si ya habremos llegado o si seguiremos andando hasta sabernos llegar.

Me gusta éste libro, hojearlo, tenerlo, me gusta su compañía y pasar de vez en vez y mirarlo, porque éste libro no se lee. La llegada… no tiene palabras.    

 

Entre las sábanas despeinadas de una cama matrimonial

Narvarte era una zona entre avenidas de muchos carros y calles, y calles de edificios y casonas que no pertenecían a ésta época. En Narvarte vivía otra clase de gente, de esas más antiguas, de esas más rancias, de esas que no andaban por los centros comerciales y que no tomaban desayuno en el Toks los domingos, como lo hacíamos nosotros.

Narvarte era una esquina en específico, una esquina con el Viaducto Miguel Alemán, cuando el viaducto era de dos carriles para esos coches anchos y de metal robusto de los años setentas.

Narvarte era un edificio en una esquina de una colonia rancia que daba esquina con el Viducto Miguel Alemán, porque los adultos se referían al viaducto como Miguel Alemán o a Gustavo Baz, como si esos señores estuvieran ahí parados a diario dirigiendo el tráfico y por eso les agregaban no tan solo el nombre sino el apellido a esas calles donde tantos coches de metal robusto transitaban a diario.

Para llegar a esa esquina mítica de la colonia Narvarte que hacía esquina con Viaducto-Miguel-Alemán pasábamos un buen rato de coche, de esos viajes de coche cuando uno no usaba cinturón de seguridad, esos estaban aún metidos debajo de los asientos y nadie se había dado la molestia de sacarlos, incluso cuando alguien los sacaba «por error» las tías o las amistades de mamá que se subían al coche decían «me haces el favor de esconder esos cinturones porque molestan mucho cuando uno se sienta».

Esos paseos de coche cuando uno iba con la nariz pegada a la ventanilla, cuando las ventanillas se bajaban con la manivela, cuando los seguros se ponían con los dedos y para sacarlos había que utilizar ambas manos para poder jalarlos desde las entrañas de las puerta del coche de metal robusto, de tres velocidades con palanca al volante que al paso de los años aprendió a trabar velocidad tras velocidad y a provocar tremendos sustos cuando mamá iba por el periférico manejando y pasaba de segunda a tercera para que la palanca se trabara y quedáramos a la deriva en medio del tráfico y de los pitidos de claxon neuróticos de la ciudad de México.

Pero los sábados por la mañana el trayecto ciudad Satélite-suburbios-clase-media-en abundancia al edificio de la colonia Narvarte-esquina con Viaducto-Miguel-Alemán (como si ése pobre hombre estuviera ahí desde que el sol sale hasta que se pone dirigiendo el tráfico como si el viaducto fuera de su propiedad) esa mañanas el turno de manejo era de papá, porque la visita era a la casa del profesor Leopoldo. Su profesor particular de piano, quien en su época dorada fuera uno de sus maestros tutores en el Conservatorio Nacional.

La casa del profesor estaba en uno de los pisos del edificio de la colonia Narvarte, un edificio que hacía esquina con Viaducto Miguel Alemán y por ser esquina era una construcción triangular, una construcción extraña porque tenía tres costados, tres costados y una escalera que subía de forma triangular. Un edificio Dakota como cualquier otro edificio Dakota de Manhattan o del mundo con sus tres costados, con su entrada de puerta gruesa y pesada que se abría con un pitido de timbre después de que papá llamaba a ese interfon que estaba en las alturas.

A ese edificio entrábamos después de haber estacionado el coche en esas calles donde había parquímetros con una banderita que indicaba si había dinero suficiente para dejar el coche por dos horas o no, un parquímetro era un símbolo de la ciudad vieja, en nuestros suburbios-clase-media-en-abundancia no había parquímetros, las señoras de coches grandes se estacionaban en donde mejor le apetecía sin pagar por ello.

Cuando la puerta pesada se había abierto y papá la sostenía para entrar empezaba el turbulento baño de olores que me cubrían por completo, el edificio Dakota venido a menos de forma triangular donde pasariamos al menos dos horas de la mañana de sábados era una cosecha de olores que se me untaban en el cuerpo y se me impregnaban en el pelo, las uñas el vestido y los calcetines blancos, porque nunca usamos calcetines de color.

Rancio era el olor, rancio metido en las paredes de piedra gruesa, en el corredor oscuro que recorríamos, al menos yo bien agarrada de la mano de papá, para llegar a las escaleras “las escaleras por favor” porque el elevador era un ataúd de metal con puertas de caja fuerte de banco del siglo diecinueve con barrotes que apostillados arriba-abajo-a-través y que no permitía que el aire fluyera y donde mis hermanos y yo teníamos que compartir el aire que se exhalaba de nuestros pulmones y que inhalábamos comunitariamente, compartiendo el aroma de nicotina de los Raleigh que le darían muerte a papá.

El trayecto por las escaleras era mejor, era oscuro, era angosto, era frío, había corrientes de aire que nos tocaban en la espalda como ráfagas de respiros de los que cien años antes habían andado esas escaleras de arriba abajo, de las criadas que seguramente tenían prohibido subir por el ascensor y de los mandaderos que entregaban los recados. No sé cuántos pisos subíamos pero para mis alturas de siete años la sensación era más bien que bajábamos a las catacumbas frías y vacías.

Cuando nos parábamos frente a la puerta del apartamento del profesor Leopoldo le pedíamos a papá que fuera una estancia lo más breve posible, y sí que lo era, nada más repetiría un par de veces sus muy selectas sonatas de Chopin un poco de Franz Liszt y después de cerrar con broche de oro con la Polonesa empezaba nuestro desfile en la banqueta del piano, primero mi hermano mayor que daba gala de su repertorio infantil, después mi hermana con su gracia infinita en sus dedos delgado que fueron nacidos para estar sobre el teclado para cerrar después de más de dos horas con mis manos anchas y gruesas sobre las teclas que no lograban moverse ni con la rapidez, ni con la gracia y menos aún con la armonía que la sesión de piano encabezada por un afamado profesor del conservatorio nacional requería. Mi prestación daba pie para que se dijera “vamos vamos esta niña lo que necesita es ensayar, a casa a ensayar a ver si la próxima semana viene ya más trabajadita”

Dos horas, dos horas escuchando las interpretaciones de papá en silencio sentaditos en una sala de un piso donde no cabía más que una vida de soltero pedante donde la luz nunca chocó con una partícula de polvo, donde la simetría nunca abandonó cuadro alguno, donde el desorden no fue bienvenido en un pisito donde apenas cabían las manías de un reconocido profesor de piano del conservatorio nacional, su música que llenaba los no más de cincuenta-metros-cuadrados y la perfección de un hombre que se acompañó de su soltería y de su piano en un pisito de olor rancio. El sillón de terciopelo de dos plazas color oro, la alfombra, el librero donde los discos de vinil clásicos llenaban cada estante y cada repisa. El piano negro de media cola sentado junto a la ventana de cortina eternamente corrida para que la luz del sol no quemara el negro del mueble del piano que era la joya de la sala, la joya de la casa, la joya de la vida de ese hombre-solterón de casi cincuenta años que no permitía nada que no se llamara perfección. A veces nos daba permiso de levantarnos del sillón de terciopelo donde debíamos de permanecer sentados callados y atentos a cada movimiento de las manos y de los dedos de papá mientras entregaba sus interpretaciones de los clásicos en el mayor de los respetos.

Cuando lográbamos ponernos de pie nos dabamos a la tarea de fisgonear de manera profesional, en silencio y sin dejar rastros, nada más que no había mucho espacio para fisgonear, más que una cocina de muebles blancos empotrados en las paredes con una mesa con dos sillas metidas a cada lado y el piso de mosaicos verdes con manchas como de lluvia recién caída que daban un efecto de frescor, pero que a mi me parecía viejo, no viejo sino anticuado, no anticuado sino pasado de moda, no pasado de moda sino eternamente viejo. Se me apetecía de otro tiempo, de otra decada, de otro siglo, de otro país o de otro continente. De una vida que no era la mía. No al menos en ese momento.

En el piso de la cocina había dos platitos blancos de porcelana con croquetas para gato y con agua para gato. Porque en la vida del profesor de piano del conservatorio nacional no hubo espacio para esposa, para hijos, para familia, nada más hubo espacio para un piano negro de media cola y un par de gatos que se movían muy en silencio, muy panzones y muy pedantes sin acercarse a los niños que estaban ahí los sábados por la mañana para hacer interpretaciones de lo más exquisitas al grotesco de mis manos que lo único que querían era tamborilear lo más absurdo posible para salir del edificio-dakota de la colonia narvarte a la vida donde había aire para respirar y gente que se movía con soltura.

A mi altura de siete años yo no sabía lo que era un homosexual, esa palabra no se usaba, la palabra gay entró a mi diccionario pasados los quince años pero algo en mi me decía que el profesor de piano que no conocía la presencia del polvo y que se peinaba con gomina muy corriente y en abundancia era un hombre diferente a esos señores que eran parte de la vida normal de una niña de suburbios-de-clase-media-en-abundancia.

Mi enorme sorpresa fué cuando uno de esos sábados, que sentada en ese sillón de terciopelo nunca fueron normales, sino sábados de piano, se abrió la puerta que estaba enmarcada en los libreros de la sala del profesor de piano, y la puerta se entre-abrió y lo que yo ví dentro fué una mujer de pelo negro, una mujer de pelo negro enredada entre sábanas de una despeinada cama matrimonial y carente de ropa. Era una cara joven, una cara que recién despertaba al día en la cama del que seguramente también era su profesor de piano y que después de una serenata nocturna y un par de vasos de vino que había en la cocina la alumna que seguramente habría sido dotada en el arte de la música terminó en esa cama. Amaneció en esa cama una mañana de sábado cuando el alumno Carlos llegaba en punto de las nueve y con tres hijos de la mano a presentar sus avances de la semana.

Yo, a la altura de mis siete años me quedé con los ojos de plato al ver a la mujer desnuda enredada en las sábanas despeinadas de la cama, me quedé con la boca abierta, con los ojos abiertos, con las manos abiertas, con los sentidos abiertos.

El profesor pedante cerró la puerta de la habitación a la brevedad, pero a mí se me quedó grabada la chica desnuda entre las sábanas despeinadas al ritmo de Franz Liszt como un grabado de tinta que al paso de los años enmarqué entre esos recuerdos de infancia que se guardan en el ático de vida. De esos recuerdos que desempolvamos cuando creemos que hemos superado las sensaciones que nos hacen rascarnos la cabeza sin notarlo cuando creemos que los olores se han salido por completo de la memoria de las narices.

Pero el olor del edificio que se encontraba en esa esquina de la colonia Narvarte, de una calle que nunca supe el nombre pero que hacía esquina con el Viaducto Miguel Alemán, de ese edificio que olía a rancio y que era oscuro como la desolación de las vidas que ahí se escondían, que era denso y pesado como la luz que entraba por las ventanas sucias de las escaleras que subíamos para evitar el elevador y que era un mundo de ecos del piano del profesor del conservatorio nacional que se las había arreglado para meter en el pisito de no más de cincuenta metros cuadrados un medio piano de cola negro, un rayo de luz, dos gatos y una mujer desnuda que se tapaba con las sábanas despeinadas de su cama de soltero.

El edificio seguramente se habrá convertido en ruinas, si no en el terremoto del 85 en el del 17… 2017 cuando al ver las imágenes de las colonias antiguas y señoriales de la ciudad de México me topé con tantos derrumbes y escombros. Seguramente en una montaña de esos escombros respiran las piedras de ese edificio-copia-de-dakota con su forma triangular y su aire denso, ahí respiran esa piedras que al paso de los años se impregnaron de la vida del profesor de piano del conservatorio nacional que nos tomaba la lección privada a mediados de los años setentas y donde sus piedras impregnadas de notas, de acordes, de música, de la pedantería de un hombre solo, que posaba homosexual y que tenía una mujer joven y de pelo negro entre las sábanas despeinadas de su cama matrimonial, en el edificio ahora sin nombre, en la colonia que no significaba ni zapato, ni plato, ni árbol… significaba vida, de esa, de  la que ya no está.

Calle de Jaime Nunó #28 – 1 de Enero de 1921

En el último cajón de la cajonera que se ha convertido en mi mesa de noche, esa cajonera de tesoros olvidados, prohibidos, abandonados y enterrados, tengo un delgado fajo de fotografías en blanco y negro que mi abuela me regalara.

Entre 1993 y 1995 cuando mi volkswagen gris me transportaba por la ciudad, me daba el lujo de escaparme de mi vida que explotaba de juventud y de pasiones para refugiarme de vez en vez en casa de mi abuela, nunca le avisaba de mi llegada con anticipación, me gustaba sorprenderla y aparecerme sin invitación, ella estaba siempre en casa, y abrir la puerta le daba un gusto enorme, ver mi «bocho» estacionándose y ahí venía yo a refugiarme en su sala de televisión. Nos preparábamos un Nescafé instantáneo igual que como lo tomaba Papá con leche y azúcar y nos sentábamos en esos sillones de terciopelo café obscuro, ella sacaba una cajas amarillentas llenas de fotografías en blanco y negro y las veíamos por horas, y me platicaba retazos de historia y a veces me platicaba con largos silencios. Siempre me decía «llévate las que gustes, después de todo cuando yo me muera a nadie le van a importar» y así lo hicimos, era uno de nuestros pactos, y me lleve conmigo un fajo delgado muy bien seleccionado de fotografías en blanco y negro, que nadie nunca más iba a reclamar.

«Dedicado a mis primos Andrés y Carmen» , Antonio Carbó, se lee claramente en la contra de una de las fotografías que más me gusta, la letra es una exquisita escritura con amplias «As» y estilizadas «Cs». En la parte baja de la dedicatoria un sello ovalado con la fecha » 1 Ene. 1921″ en la parte cóncava del sello dice con letra de molde «ANTONIO CARBÒ» y en la parte convexa «JAIME NUNÒ 28».

La calle Jaime Nunó está en la colonia Peralvillo, en el centro de la Ciudad de México, cerca de la Lagunilla; ahí estaba el taller de camisas de el bisabuelo Don Antonio Carbó, una nave alta y larga bien iluminada por ventanales de piso a techo que seguramente se abrirían durante los días de calor para refrescar a las 20 costureras sentadas en línea frente a sus máquinas de coser, esas máquinas que bien pudieran ser Husqvarna o Singer, diez máquinas montadas de cada lado de la mesa y las diez respectivas costureras dominando la tela, los hilos, las tijeras, el pedal y la volanta a pesar de su muy corta edad. Jovencitas de no más de 15 años con el pelo amarrado en la nuca en una trenza gruesa. En la fotografía en blanco y negro que ha perdido al cabo de 95 años los negros y se está tornando a blanco se ven a 19 jovencitas, seguramente todas ellas de clase humilde de colonias del centro de la ciudad de méxico o de pueblos cercanos, vestidas con camisas blancas, con mangas largas y cuello cerrado, una de ellas, tan solo una viste de negro, la más cercana al fotógrafo viste completamente de negro con la mirada al frente, perdida en sus pensamientos, quizá una viuda de 17 años con hijos en casa que están siendo criados por alguna comadre o vecina.

La veintena de mujeres miran su trabajo con dedicación y con responsabilidad y con un aire de miedo, ninguna de ellas sonríe a la cámara, ninguna presta atención al fotógrafo y a sus artefactos con flash de bombilla y con una franela negra cubriendo las muelles, ninguna de ellas respira más fuerte de lo necesario, cuchichea o sonríe, ninguna de ellas parpadea ni se rasca la cabeza ya que contra una de las paredes de amplias puertas y altos ventanales están literalmente recargados «los hombres». Hombres en manga de camisa, algunos con chalecos y otros con tirantes, todos ellos con sombrero, serían los trabajadores, los choferes, los compradores de las telas, los distribuidores, los lleva y trae, los capataces de las costureras y los manda-más. Contra la pared hay dos figuras blancas y delgadas, dos jovencitas que seguramente serían aprendices de costurera o peor aún costureras expertas a su corta edad que nada más están en espera de que alguna de las muchachas sentadas a las máquinas desocupen su puesto por cansancio o por enfermedad para jalar la silla a la brevedad y sentarse de inmediato para ganar unos cuantos pesos al día.

Una maquila hecha y derecha, una fábrica de camisas que Don Antonio Carbó Martínez se dió a la tarea de montar en el centro de la Ciudad de México cerca del mercado de la Lagunilla en los años de abundancia del Porfiriato seguidos de la revuelta revolucionaria.

Uno de los hombres parados cerca de la pared de puertas anchas y ventanales de piso a techo, no se recarga en la pared, está parado muy firme con las manos en los bolsillos, usa traje y chaleco, con camisa blanca, como una de las muchas que las costureras confeccionan en silencio y sin pestañear, chaleco, camisa de la camisería Carbó y corbata delgada, sombrero puesto y las manos en los bolsillos, Don Antonio está observando la escena, la escena que  setenta años después mi abuela me describiera sentadas en su salita de televisión en los sillones de terciopelo café oscuro con medio centenar de fotografías en blanco y negro esparcidas entre las cajas de cartón amarillentas.

Los dos jóvenes recargados contra la pared, perfectamente recargados y con aire un poco retador son los señoritos Carbó, ahí está mi abuelo, un adolescente que si la fotografía se hubiese tomado 95 años después seguramente ese Luis de no más de 15 años usaría jeans. El Don Luis, en ese momento el señorito Luis usa traje con chaleco, corbata y saco, el hombro derecho está recargado contra la pared y las manos en los bolsillos del pantalón, un pantalón de corte ancho y pinzas. El señorito tiene la cabeza un poco inclinada y mira como si lo hiciera por encima de las gafas, pero sin ellas, mira una escena que le apetece atrevida y retadora.

En ese silencio humano que se mueve al ritmo de las respiraciones de veinte costureras acompasadas por el pedal y la tijera se respira un aire inquietante que el fotógrafo capturó cuando su única consigna era documentar el taller de costura de Don Antonio Carbó, quien llegara de España a principios de siglo, no sabemos si Don Antonio fué oriundo del pueblo de Burjassot en la comunidad Valenciana donde naciera mi abuelo o sería un catalán como cualquiera otro pero que se vió obligado a mudarse a Valencia por matrimonio o por trabajo.

A la mujer, la madre de mi abuelo, Doña Amparo Pí Ortíz la mandaron en barco a parir a España al cuarto de los hijos, Antonio, José y Luis habían nacido en España, al menos el acta nacimiento de Luis consta que él nació en Burjassot y damos por hecho que los hermanos mayores también, y el menor no sería la excepción, sería Español por nacimiento, Español de padre y madre y Español del mismo pueblo, así que a la mujer, a Amparo Pí la subieron en un barco cuando ya se le notaba la barriga y tras unos cuantos meses de barco que seguramente reforzarían las náuseas del embarazo llegó a la madre patria a parirle un hijo más, el menor de los Carbó Pí, Rafael, que llegaría a México de niño ya andando y hablando, quien peinaría engominado por el resto de la vida y quien engalanaba su guapura con un ojo de vidrio que parpadeaba cuando el humo del puro se concentraba entre la gomina y las pestañas.

Los señoritos Carbó eran guapos, altos, delgados, de nariz grande, hombros anchos, buenas perchas y de buena pinta. Antonio aparece en la fotografía recargado en la pared del fondo, vestido igual que su hermano Luis de traje, con chaleco, corbata y el saco puesto, los trajes son claros, ninguno en la fotografía viste de negro, con excepción de la viuda joven que mira al infinito cuando el resto de las costureras miran su faena con esmero y los señoritos miran en una sola dirección.

El fotógrafo capturó la pose de Antonio Carbó Pí, el primogénito de Don Antonio Carbó Martínez, con las manos cruzadas y la suela del zapato derecho recargado sobre la pared al igual que su hombro derecho, relajado y enfocado, la mirada fija en la costurera sentada en la fila del lado derecho de la mesa de trabajo, la mesa cubierta de telas y de camisas blancas que corren por entre las agujas y los hilos de las máquinas de coser, con las manos hábiles de las jovencitas, que trabajan desde que sale el sol y hasta caer la tarde y se iluminan con esas bombillas pelonas que cuelgan con los cables eléctricos por encima de la mesa. Antonio la observa, es la primera de la fila, es la más cercana al fotógrafo, es la muchacha sentada frente a la viuda joven, una costurera humilde que trabaja para ayudar a la familia, jovencita de falda negra y camisa blanca, de mangas largas que se abombachan cuando se abotonan en las muñecas, el pelo largo recogido un poco flojo sobre la cabeza y que cae en una trenza gruesa sobre la espalda.

Costurera de la maquila de Don Antonio Carbó, llegado de España a finales del siglo XIX, principios del XX, llegado de España como el resto de los migrantes del mundo sin importar el siglo, en busca de una vida mejor, y subió a los hijos al barco, y subió a la mujer al barco y llegaron a la capital de México en el orden correcto, Antonio, José, Luis y Rafael. Con años de distancia entre ellos y con la estirpe bien plantada. Don Antonio tenía grandes sueños, grandes planes y grandes ambiciones para la familia, para los hijos, para los señoritos.

Es el fotógrafo contratado por el mismo Don Antonio quien captura la escena que viene a desatar el drama familiar de los años veinte. Antonio el primogénito con los brazos cruzados, vestido de traje con chaleco, camisa blanca de la camisería Carbó, chaleco y corbata, con el talón subido en la pared de los grandes ventanales y las puertas anchas, con los brazos cruzados y la mirada fija tiene el corazón puesto en la costurera más jóven de la hilera de la derecha, la que se sienta frente a la viuda joven, la costurera humilde con falda negra y camisa blanca con mangas que se abombachan cuando las abotona a la altura de las muñecas, la costurera no levanta la mirada, no parpadea, no respira, pero el corazón le late con rapidez, Isabel siente el peso de la escena.

Los ojos de Antonio el primogénito de los Carbó Pí no le quitan la mirada de encima, Isabel siente el calor de la mirada de Antonio. Luis el tercero de los hijos de Don Antonio, nacido en Burjassot observa a la costurera Isabel que no respira, que no parpadea pero que el corazón le late como para salirse del pecho y Luis lo sabe y la observa y entrecierra los ojos para leer entre líneas y se da cuenta de los latidos que le retumban a la joven costurera en el pecho y siente la densidad del aire cuando su hermano mayor, parado desenfadadamente en la hilera de los hombres frente a las costureras pierde la compostura y se para recargado en la pared con una pierna un poco doblada, porque no repara en la postura frente a la lente de la cámara, Antonio pierde de vista al camarógrafo, a la cámara, a la documentación de la maquila, Antonio pierde de vista a diecinueve costureras y al proceso de la confección, el joven Antonio, el señorito tiene ojos nada más para la humilde y bella Isabel, que manipula la tela graciosamente y en silencio, apenas con una respiración perceptible para quien la rodea y es que la mirada de Don Antonio Carbó ha pescado todos los hilos en el aire.

El ojo del fotógrafo através de la lente de su cámara cubierta con un fieltro negro sobre la muelle captura más allá de la documentación del taller de confección de Don Antonio Carbó la escena de amor entre el primogénito y la costurera.

El resto es historia, la fotografía fué tomada en la calle Jaime Nunó número 28 el 1 de Enero de 1921 en la colonia Peralvillo cerca del mercado de la Lagunilla en el centro de la Ciudad de México.

Antonio e Isabel murieron viejos, o al menos es lo que me parece, estoy segura de ser muy niña cuando los conocí, recuerdo mucho más claramente al Tío Pepe y a su mujer Trinidad y tengo muy claros recuerdos de Don Rafael fumando puro, vistiendo traje y engalanado siempre de la guapura de la Tía Julieta vestida de negro y con su chongo de bailarina de ballet coronando la cabeza.

Luis, Antonio e Isabel Carbó Vázquez fueron los hijos del primogénito de los hermanos Carbó Pí, llegados a América para tener una vida mejor.

Si hubo escándalo por la boda del señorito con la costurera no lo puedo asegurar, pero para los años veinte en una sociedad de clases, de estatus y de prejuicios la historia se cuenta sola, una historia de amor que se capturó en una fotografía con más de 30 testigos en un taller de costura y que ahora a 95 años de distancia pierde sus negros y se torna más a blancos y la guardo en el cajón de lo que se ha convertido en mi mesa de noche, donde guardo esa privilegiada colección de fotografías que mi abuela me heredara en vida y en complicidad para conservar las historias de la familia, ésta familia que llegó en barco y que a cien años se ha enraizado entre historias de amor y a blanco y negro que guardo en el último cajón de la cajonera que se ha convertido en mi mesa de noche, esa cajonera de tesoros olvidados, prohibidos, abandonados, polvorientos  y enterrados.

 

Nunca más sopa de habas

La sopa de habas no era una sopa, no era un caldo donde la cuchara se moviera graciosamente para llevársela a la boca con gusto; la sopa de habas era un potaje grueso, pastoso, espeso, amarillo oscuro con algunos brotes verdes de lo que habrá sido cilantro picado, lo servían en el plato hondo a que se desbordara, y las mamás  se pasaban detrás de las sillas de uno en fila, la una rociandolo el queso fresco y la que sería una de las tías se daba gusto vertiendo con puntería y gracia el aceite de olivo. el resultado era ese potaje obscenamente denso y caliente que teníamos que llevarnos a la boca cada 25 de diciembre en la comida familiar de Navidad.

Yo recuerdo esas comidas de Navidades en casa de los abuelos, cuando la casa se sentía aún nueva, aunque siempre tuvo el aire de estar por demás bien cuidada, esas comidas de Navidad donde las tres familias de los hermanos Carbó se reunían a la mesa de los abuelos, el tío Alfonso era un muchacho, más que muchacho su definición precisa era un junior resultado del boom económico de el éxito petrolero de los años setenta, donde a todos les fué bien, donde la clase media de la ciudad de México fermenta y crece y los suburbios como Ciudad Satélite toman fuerza, y permite que familias como la nuestra dejen las colonias tradicionales de la ciudad para sacudirse las calles de tierra de los años treintas y mudarse a donde las señoras se mueven en coches de lujo propios, donde los niños van a los colegios privados y donde las compras se hacen en un supermercado.

El día de Navidad llegábamos en coche a casa de los abuelos, el Valiant color mostaza que era el auto que papá le comprara a mamá, porque la señora de la casa debía de tener el auto grande, nuestra familia llegaba en auto, las otras dos familias vivían vecinas de los abuelos, la de  mi Tío el Doctor y la de la Tía Lily, 25 metros de distancia los unos de los otros, unos cuantos pasos, los portones colindaban, la casa del doctor estaba apenas frente a la casa de los abuelos, un ramillete de complicidad familiar, nosotros éramos los únicos que vivíamos lejos, a tan solo 8 minutos de distancia en auto, sin trafico, sin embotellamientos, sin horas sentados al volante para moverse de una colonia a la otra.

Vivíamos en los suburbios donde la clase media florecía, íbamos al colegio de esos mismos suburbios, la iglesia nos quedaba cercana y normalmente atendíamos a misa los domingos junto con los abuelos, otro momento de reunión familiar.

Eran los buenos tiempos, la casa de mis abuelos estaba adornada con Lladrós originales y con cristal cortado, con juegos de té de porcelana china y con muebles de madera gruesa y oscura, la mesa de centro era de mármol. El día de Navidad llegábamos con los vestidos de domingo y mi madre y mis tías con abrigos con cuellos de piel, con vestidos de gala y con zapatos de tacón. Pasaban el día en el peluquero y les arreglaban el tinte, el peinado y las uñas. Mientras en casa cocinaba la muchacha siguiendo instrucciones precisas de la patrona.

Yo no tendría más de cinco o seis años, Tía Lily estaba embarazada de su cuarto hijo, todos eramos pequeños, las niñas íbamos con moños en el pelo que combinaban con el color de los vestidos, los zapatos de charol, las medias blancas, los abrigos de invierno con solapas de terciopelo, mi hermano con un corbatín azul y peinado con goma de esa verde pegajosa para que el peinado durara en su lugar todo el convivio.

Papá llevaba el pelo largo, como siempre lo llevo, el pelo largo, los dedos de las manos largos, el cigarro en la comisura de los labios, la barba larga, las canas peinadas hacia atrás a pesar de no haber llegado nunca a cumplir cuarenta años, el tío Alfonso usaba el pelo largo también, el Doctor y el Tío David eran hombres de pelo corto y de patillas gruesas, todos de saco y corbata, papá agregaba chaleco, siempre chaleco a pesar del clima de la ciudad de México, aunque para ser sinceros las pocas veces que fuimos a la playa usaba siempre camisa de manga larga, un traje de baño que databa de los años 50 y calcetines oscuros con zapatos, cigarro en la comisura de los labios y el pelo largo, los dedos de las manos largos y la barba canosa y larga a pesar de nunca haber llegado a los cuarenta años.

Las comidas de navidad eran una fiesta de regalos, fruto del éxito económico de la época, donde todos le daban regalos a todos, donde se intercambiaban cuadros de oleo  con motivos de naturalezas y bosques, bodegones y motivos de caza engalanados con marcos de madera y acabado de hoja de oro. Era la época donde se regalaban los unos a los otros, cajitas pequeñas con aretes de perlas de Mallorca o con esclavas de oro y aretes a juego.

Eran los buenos años de las familias, los hijos pequeños, las mujeres guapas y radiantes, los hombres exitosos, los autos nuevos en las cocheras, las casas en constante ampliación para estar siempre a la altura de las circunstancias con salas que tenían capacidad para pianos e invitados, para cenas y tertulias.

Las comidas de Navidad eran una fiesta de la familia, éramos niños y recibíamos regalos por demás, había siempre muchos juguetes y no faltaban las bicicletas y las muñecas y las rigurosas cajas de El Palacio de Hierro con las pijamas de franela que llegaban puntualmente cada año por parte de la abuela y en el sobre amarillo los Bonos del Ahorro Nacional.

Vivíamos un mundo de tradiciones familiares, de comidas de domingos, de pasteles de cumpleaños preparados siempre en casa por la abuela, una vida de tradiciones sencillas de seguir, con los primos al alcance de la mano, con los domingos siempre juntos, con los abuelos siempre presentes y con las familias siempre reunidas. Vivíamos una vida privilegiada, una vida única que seguramente compartíamos con el resto de las miles de familias que en los años setentas se mudaron a los suburbios a colonizar la vida de la emergente clase media mexicana. Fué nuestra época de oro, fueron los años que nos dieron raíces y nos enseñaron a reír.

Después todo daría la vuelta, no llegaríamos a los años ochentas intactos y libres, la vida se pondría de cabeza y se acabarían los lujos, la estabilidad, las tradiciones y los lazos se verían seriamente afectados, porque la muerte puede poner fin a la más sólida de las vidas, pero en el corazón se quedaron los recuerdos de los primeros años, de los buenos años, de los años setenta donde la navidad era un árbol grande y lleno de regalos, donde la comida de familia era en casa de los abuelos, donde había primos bebés y primos que salían a andar en bicicleta con nosotros, donde mi madre y mis tías eran señoras guapas y jóvenes con peinados de salón, cons postizos que abultaban, con rimel grueso en los ojos, pestañas que se pegaban de una en una y zapatos de plataforma y tacón, eran señoras que combinaban la bolsa y los zapatos, que tenían siempre el accesorio correcto para cada ocasión, que competían cada una con su guapura y su personalidad, que vestían a las hijas para brillar en sociedad, que nos peinaban con rayas perfectas en medio de la cabeza y con caireles que sobrevivían toda una tarde de juegos y de portarse bien sentados a la mesa y en los sillones de la sala de casa de los abuelos.

La vida nos regaló esos buenos años de infancia para que se tornaran en nuestras raíces, raíces que han aguantado huracanes y tormentas y nos siguen manteniendo al suelo de nuestro origen.

La vida nos dió las comidas del domingo y la comida del día de Navidad en casa de los abuelos, donde olía a pan recién horneado comprado en la panadería La Abeja y se empapaba del caldillo aceitoso del tomate del Bacalao a la Vizcaína. Y se servía el pavo y comíamos con gusto y se llenaba la mesa del comedor y mi abuela era la anfitriona perfecta sirviendonos siempre un rompopito a los niños y un pedazo de turrón para el postre.

La comida de Navidad en casa de los abuelos, en los suburbios de la Ciudad de México en la década de los años setenta huele a sopa de habas, a bacalao y a pavo, sabe a bolillos calientes, tintinea con las luces del árbol y los colores de los paquetes de regalos que a todos nos tocaba más de uno y que todos eran más que brillantes y perfectos.

Las comidas de Navidad en casa de los abuelos quedan muy lejos, muy lejos en los años y en el tiempo, pero es tan fácil llegar a ellos, es tan fácil recordar al abuelo parado con las manos a la espalda, y el puro en los labios con un palillo de dientes incrustado en el centro, es tan fácil escuchar la voz de Don Luis, es tan fácil escuchar sus risas y sus carcajadas, es tan fácil escucharlo dando voces y llamándole a mi abuela «Joven»  porque siempre le dijo «Joven», nunca Alicia, nunca amor, nunca corazón de vez en vez le llamó «mujer» pero a por demás mi abuela Alicia fue siempre «joven»!

Poco más de cuarenta años han pasado, cierro los ojos y me paro frente a la puerta de la casa para tocar, para esperar ver a mi abuela abrir la puerta y recibirnos con el amor que tan solo ella nos profesó.

Las comidas de Navidad se engalanaban con la repartición de regalos y la tradición dictaba que cada nieto recibiría un regalo de la abuela con su respectiva dedicatoria «Para Carlitos el consentido de mis nietos», «Para Teresita la más dulce de mis nietas» «Para Lucy la más pícara de mis nietas»… nuestras dedicatorias de amor, nuestras etiquetas de vida, nuestras raíces plantadas en tierra fértil por las manos de la abuela.

Las comidas de Navidad tienen el sabor de la infancia y el gusto de la sopa de habas, el trago difícil de pasar, ese potaje grueso, pastoso, espeso, amarillo oscuro con algunos brotes verdes de lo que habrá sido cilantro picado y que lo servían en el plato hondo a que se desbordara a rebasar los cantos. La sopa de haba sabe a Navidad, a casa de los abuelos en los suburbios de la clase media en la década de los setentas, donde florecíamos como familia, donde echamos raíces como hijos de familia, en esa época donde nuestros padres y tíos y abuelos se movían graciosamente en una economía desenfadada y donde creían que estaban en la cúspide de sus vidas, y lo estaban, y fué la cúspide y vino la caída libre, pero eso pasaría después, ahora eran los años setentas, eran jóvenes, exitosos y guapos, las familias éramos jóvenes y el futuro parecía prometedor.

Más de cuarenta años han pasado, la vida ha girado sin cesar, he cambiado de ciudad, de país, de continente y de latitud, he cambiado de costumbres, hemos enterrado a los viejos y a los jóvenes y a los jóvenes que nunca llegaron a viejos, hay muchos paquetes debajo de mi árbol de navidad y hay dos hijas ansiosas por que llegue la Nochebuena, habrá cena y habrá armonía, y lo que siempre habrá a pesar de que la infancia ha quedado tan lejos, tan rancia, pero nunca opaca, siempre habrá el recuerdo de la comida de navidad en casa de los abuelos, mi abrigo con solapas de terciopelo, mis caireles en el pelo, haber sido la Más pícara de las nietas y el sabor pastoso y denso de la sopa de habas que tragaba a empujones y que se deslizaba por la garganta en un baño de aceite de olivo que causaba náuseas.

Nunca más sopa de habas, nunca más abuelos…nunca más infancia.

 

 

La Güera de la casa de Lago Valencia

Le decían «La Güera», la güera de la colonia Argentina, la güera de Lago Valencia, y tenía el cabello castaño, castaño claro y la piel clara y le decían LaGüera, de la calle Lago Valencia, la casa número doce, la del portón de metal y las ventanas de la sala que daban a la orilla de la banqueta.

Cuando llegaron a la Colonia Argentina aquello eran baldíos y calles de tierra, los caballos transitaban por enfrente de la casa, la carreta de la basura y el carretón de la leche, aunque por la leche iban directo a la lechería que estaba a unas cuantas calles, calles de tierra en el verano y calles de lodo  en los días de lluvia y las tardes de aguaceros. Cuando llegaron a la Colonia Argentina después de dejar la casa-apartamento de Lauro Aguirre, ésa cerca del casco de Santo Tomás, la de el camellón ancho, donde se plantaban amapolas y los niños jugaban a marcarse el estigma en la frente, cuando la amapola era un símbolo de belleza y el gobierno de la ciudad adornaba calles y las plazas con las flores de pétalos rojos. Dejaron Lauro Aguirre cuando Teresa, apenas era una niña, sería la segunda mudanza, la primera fué de la casona de Coyoacán donde la perseguían los gansos que andaban libres por los patios de la casa, para  luego irse al enorme apartamento de Lauro Aguirre cerca de la fábrica de chocolates.

Ahora se movían a una casa, el padre-carpintero, la madre-mucha-madre que empezó a parir a los 15 años los hijos de su carpintero quince años mayor y siguió pariendo hasta que se le acabaron las fuerzas y un buen día cayó en cama, y otro mal día, bastante malo se le acabó la vida. Delfina y su marido entraron a la casa de Lago Valencia y ella dió su sentencia de muerte «De aquí José, me sacarás con los pies por delante José», y así mismo fué, Delfina salió de su casa de Lago Valencia apenas unos años más adelante, todavía no era la década de los cincuenta, la posguerra mundial  se respiraba en el mundo entero y las rachas de la miseria Europea y los ecos de la Civil Española llegaron hasta la casa de Lago Valencia, la del portón de metal, la de las ocho hijas y el varón que apenas podía ver, pero no le faltaba carisma para mirar el mundo.

Las hijas se sentaban en las ventanas que daban a la calle, y el portón se abría cuando los pretendientes pasaban a saludar a la familia. Consuelo se sentaba a la orilla de la ventana y cobraba a las vecinas para zurcirles las medias, una puntada tan delicada y fina que pasaba imperceptible y las clientas se hacían cada vez más, el nylon había llegado para quedarse y no había demasiado surtido de medias y no mucha posibilidad de cambiarlas a una simple corrida, así que Consuelo las zurcía y cobraba por centavos. Quien no tenía dinero para las medias se pintaba con mucha paciencia y mano de hierro una raya oscura de tiza naciendo del talón subiendo por la pantorrilla hasta la corva, donde se escondía justo debajo de la falda, así se creaba la ilusión óptica de que las señoritas usaban medias, las señoritas de la casa de Lago Valencia número doce, las señoritas de Lago Valencia, las señoritas de la colonia Argentina, las señoritas del barrio de Tacuba, las señoritas de la ciudad de México, cuando el aire olía aún a postguerra.

Y en esas calles de tierra creció Teresa, la menor de la familia, «la Güera» la ahijada de Mariquita la vecina que vivía en la vecindad de junto con todos sus hijos, muchos hijos porque eso era lo que mejor se sabía hacer en los años de las guerras. Teresa creció a la sombra de sus siete hermanas, Antonia – Carmela – María – Guadalupe – Rafaela – Josefina y Consuelo y bajo la mirada cariñosa sin importar lo nublado de la visión de el hermano David.

Creció con demasiadas hermanas y con muy poca madre, la madre que le tocó se había cansado de parir, se le había desgastado el cuerpo y el alma a Delfina, nueve hijos vivos y los muertos, que sumaban entre todos trece. Trece embarazos que empezaron a sus quince años y de ahí en adelante no vió en sí misma nada más que barrigas, placentas, fetos no formados, féretros de bebés y senos hinchados, a Delfina se la llevó la vida saltando de embarazo a embarazo, de parto a parto y de hija a hija afanados en conseguir un varón desde el día en que  Benjamín murió de meningitis.Y las fiebres lo consumieron, y lo metían y sacaban de una bandeja de aluminio rebosante de agua helada, con la esperanza que eso le bajaria la fiebre, pero la fiebre nunca cedió, la fiebre se lo llevó, se llevó al primogénito varón y de ahí en adelante Delfina nada más le parió hijas mujeres a José, hijas hermosas, hijas que cantaban como coro de iglesia cuando entonaban al unísono, Delfina pasó casi veinte años pariendo mujeres-gritonas de carácter fuerte, mujeres dominantes, mujeres hermosas para la pena de José hasta que llegó David, llegó fuerte, llegó guapo, llegó robusto pero llegó con la mirada nublada, llegó con la voz de tenor pero con los ojos opacos, llegó a llenar todos los rincones del alma de José pero llegó para ver el mundo con los ojos de sus hermanas y para ir de gafas gruesas por el resto de sus días. La felicidad del varón tras siete hembras de pura raza motivó un embarazo más, pero salió vano, diría el abuelo… «una mujer más» para la colección, para el colmo de males.

Nació Teresa y recibió el nombre de la primera hija que tuviera José, no con Delfina, sino la hija bastarda de esa india americana que dejó al otro lado de la frontera, en los años de juventud cuando andaba recorriendo Los Estados Unidos en tren y José masticaba tabaco y tomaba whisky. Y dejó a esa Teresita, «que ésa sí era bonita» era pelirroja  de piel de sol. Pero José no olvidó y retomó el nombre y se lo plantó a la menor de su ristra de hijas con Delfina, y después de todo honraba a su propia madre que había sido casi una santa Teresa Sáenz, viuda-madre de José y madre del cura Eulalio que se quedó en el monasterio allá cerca de Tula, Hidalgo.

Y Teresa creció con demasiadas hermanas y con la madre tumbada en la cama del cansancio que los años de embarazos le cargó, y siguió tumbada en la cama cuando la pena de que una de sus hijas más hermosas «se la había llevado un hombre» y pasó años sin saber de su bella hija que «se la robaron», que no sabían de ella, que apenas si recibían noticias hasta que José fué a por ella y se la regresó, regresó al lecho de muerte de su madre a la cama de la profecía, porque bien se lo dijo Delfina a José «de ésta casa me vas a sacar con los pies por delante» y así salió Delfina en una procesión que la llevó de la casa de Lago Valencia número doce hasta la tumba del panteón Español, y sus bellas hijas lloraron, y su marido enterró media vida en ésa tumba y Teresa vió caer la tierra en el cajón de madera de Delfina Muñóz cuando apenas era tan solo una niña, de once años, flaca, escuálida y con dos trencillas maltrechas que parecían colas de ratón.

Teresa creció a las voces de sus hermanas, en la cocina  de tiznes, en el baño de humedades, en la azotea donde se apaleában los colchones de borra, Teresa creció a las voces de sus hermanas que cocinaban, cantaban, echaban novio, se vestían de crinolinas y estudiaban para maestras. Teresa creció tomada del brazo de Guadalupe que se hizo secretária, a los quince años cumplidos se hizo secretária del Seguro Social no porque supiera escribir en máquina sino porque era guapa, guapa e inteligente, guapa que dolía e inteligente como para cuidar de su trabajo por más de cuarenta años y salir libre de rasguños en las batallas del amor. Guadalupe puso el pan sobre la mesa y se quedó sola ante la mesa vacía tantos años después, Guadalupe se quedó a cuidar de las hermanas – que se fueron, del padre – que murió, de la menor Teresa que «se le casó» y ella se quedó contemplando en soledades el pan sobre la mesa. José siguió siendo carpintero en jefe de la carpintería de El Palacio de Hierro, Antonia ya había parido y se dedicó a cuidar a los hijos de su por demás guapo Florentino que en verdad se llamaba Valentino, o sería Valentino y se cambió el nombre por Florentino y ya que estaba casado y que empezaron a tener hijos José le consiguió trabajo en la carpintería y les dieron además los cuartos que se apilaban en el patio de atrás y luego siguieron María y Santiago con sus cinco criaturas para amasar la estirpe.

Así la casa de Lago Valencia se fué llenando de los hijos de las hijas y de los maridos de las hijas y chamacos corrían por aquí y gritaban por allá. Teresa apenas se dió cuenta de la ausencia de su madre, tenía hermanas y tenía a su hermano David, tenía sobrinos de su propia edad, tenía el patio de la casa de Lago Valencia y la azotea de la casa de Lago Valencia, tenía a su papá que se iba poniendo mayor, que se iba poniendo gordo, que se iba poniendo grueso, que se iba poniendo diabético, que se iba poniendo viejo, tenía los domingos para sentarse con el vestido de salir en el tranvía que recorría la Calzada México – Tacuba hasta llegar al panteón Español para ir a la misa del medio día tomada del brazo de su papá y de sus hermanas y caminar y saltar y corretear por entre las tumbas y los mausoleos hasta llegar a la tumba de su madre Delfina Muñóz «Amada esposa y madre vivirás eternamente entre nosotros»

Y Teresa no pensaba qué hubiera sido de su vida con su madre, tenía madres de más con tanta hermana, y padre de más en la figura de José. Teresa fué creciendo con toda la buena casta de las hijas de el señor Sánchez y se fué poniendo guapa, y el pelo le llegaba a la cintura y la cintura se hacía pequeña mientras las piernas se hacían largas y los labios carnosos, y la mirada determinada con ese aire de cine-de-época-de-oro con la ceja izquierda arqueada y el ojo derecho a medio cerrar.

Teresa se fué haciendo mujer y se fué poniendo guapa en una casa de guapuras, se fue haciendo inteligente en una casa de mujeres suspicaces, Teresa aprendía las lecciones en cabeza ajena y se fue trazando su propia brecha, Teresa salía a las calles de la colonia Argentina  y los muchachos silbaban, los cuellos se torcían y las  miradas de las muchachas se hacían rivales.

Teresa lavaba la melena castaña los sábados y la soltaba al caminar, a Teresa le decían «La Güera» de la casa de Lago Valencia número doce, y muchos años después, siendo yo niña seguíamos con la tradición de mi abuela paterna de hacer «la plaza» en el mercado de Tacuba, y La Güera llegaba ahora en auto desde ciudad Satélite, bien vestida, con su pelo corto y más rubio que nunca y con sus propias hijas de la mano, y entrábamos al mercado escoltadas de los niños de Tacuba que cargaban nuestras canastas y llevaban las redes de mercado con las gruesas de naranjas y los hígados recién cortados y los puesteros nos saludaban, y todos llamaban a mamá por su nombre y la saludaban y cuando se daba la media vuelta cuchicheaban entre ellos «es la Güera» de Lago Valencia, la Güera de la Colonia Argentina, donde mis abuelos, donde la casa que se cimentó en calles de tierra, donde la infancia de mis padres, donde el panteón de mis muertos.

Los recuerdos del futuro

Hace apenas un mes pasamos la tarde empacando libros, pequeños libros de papel escritos e ilustrados por nuestra Runa de apenas catorce años pero con seis títulos al hombro y seis otros títulos de niños que no mayores de doce años ya han creado una obra digna de publicación. Publicar los libros nos ha tomado cuatro años y no porque las imprentas modernas sean demasiado lentas en sus procesos digitales, eso es lo de menos, lo de más ha sido crear un proyecto de la nada, de la nada más profunda en un territorio donde seguramente muchos se han asomado con las narices, con la punta de las pestañas o con el interés de un curioso poco apasionado y después se han seguido de largo; nosotros sin embargo nos hemos venido adentrando más y más a la jungla de la publicación de libros, desde ISBN, derechos de autor, perseguir -lastimosamente- presupuestos y financiamientos, corretear a posibles filántropos y autoridades gubernamentales en la materia, hemos invertido el tiempo, ese tiempo que nos dan de apenas 24 horas al día y de siete días a la semana para crear algo que no existe en el ámbito literario, en el ámbito comercial, en el ámbito de iniciativa privada o en el ámbito de proyecto cultural. Estos cuatro años que nos ha llevado comprender el cómo y el por qué, estos años de arrodillarnos abajo de la mesa para mirar todo lo que se puede esconder en una empresa donde nos declaramos neófitos de la materia pero amantes de la literatura y aún más amorosos padres de la creación hecha por las manos, el intelecto y la pasión de los niños. Estos cuatro años invirtiendo nuestros ahorros y nuestras deudas, nuestro patrimonio y nuestro no-patrimonio en un proyecto en el que creemos, y son los locos los que creen en sus locuras, y son los cuerdos los que nos miran de reojo para decirnos claro, claro, dale pa’lante… pero voltean los ojos al cielo sin comprender esta pasión desenfrenada que se ha convertido en la empresa familiar, empresa no en el sentido de ganancias y de ingresos mensuales que nos dan de comer y de vestir, sino empresa en el sentido más puro de la palabra, en el sentido de ser emprendedores, emprender de un punto de partida virgen para echarnos a andar hacia una vereda nunca andada, y a veces vemos que el terreno esta llano, pero lo cierto es que a cuatro años de distancia volteamos para atrás y vemos que el terreno ha sido una pedrera de subidas y bajadas, ha sido una encrucijada constante donde nos preguntamos en dónde hemos de pisar, y no existe un solo tramo plano y mucho menos asfaltado, ni siquiera con pastos suaves, cuando creemos que hemos llegado a la planicie con topamos con más piedras, más grandes, más difíciles de mover, pero no nos queda de otra que o empujarla, o rodearla o saltarla a todo lo ato. Así hemos pasado cuatro años, a penas los primeros cuatro años de nuestro proyecto editorial publicando libros para niños escritos por niños, y como los mejores proyectos de la vida éste proyecto se dió a luz alrededor de la mesa dela cocina, la lo he mencionado tantas veces que se ha vuelto mi cliché de vida, pero es en ésta mesa comprada en Ikea hace apenas catorce años que hemos venido formando hijas y proyecto, familia-y-proyecto, hijas-y-proyecto- familia-hijas-proyecto… así se cocina nuestra vida, desde hace catorce años que aterrizamos en Suecia un buen 8 de octubre a las cinco de la tarde pero con la obscuridad de la media noche. Entonces llegamos con dos maletas, una backpack, una bebé de cinco meses recién de haber sido parida en Monclova y unas 20 cajas, principalmente libros y escritos, libros y muestras de trabajo, libros y cintas de cassette de los programas de radio producidos, libros y dibujos hechos por nosotros, libros y cuadros pintados por los amigos, libros y fotografías hechas por los amigos, libros y una poca de ropa, con la seguridad de que el abrigo de invierno de México perdería todo su valor en el invierno escandinavo. Y así fué y desde entonces nos sentamos en torno a ésta mesa de cocina donde se nos han venidos cocinando los mejore proyectos de nuestra vida, de esta familia-hijas-proyectos.

Hace apenas un mes estábamos empacando cajas y cajas de libros para llenar el pequeño auto y manejar las cinco horas y media que me tomó llegar de Eskilstuna a Gotemburgo, seguramente en compañía y sin el coche completamente cargado me hubiera tardado el tiempo reglamentario, pero es que sentada al volante, con mis soledades y mis cajas de libros se me llenó la cabeza de palabras y de pensamientos y después peor aún se me llenó de imágenes, y de recuerdos… de esos recuerdos del pasado pero de esos recuerdos de futuro que yo no sé si existen pero a mí se me dan en la cabeza cuando paso demasiadas horas conviviendo conmigo misma, y ésto de convivir conmigo desde hace 40-y-pico de años de manera ininterrumpida pues me ha facilitado la tarea de crear y procrear mis recuerdos del futuro coin cierta facilidad y gracia.

Y ahí iba yo muy montada al volante y escuchando mi música y viendo pasar mis recuerdos del futuro por entre los campos y los bosques que seguían verdes y que se rehusaban a ver el otoño por llegar, hasta el grado de mirar por el espejo retrovisor y empezar a ver las cabezas de Sabina y Serrat asomándose por entre las muchas cajas de libros que atiborramos en el asiento de atrás, y luego se empeñaron en asomarse también los Enanos Verdes y no contento con eso Saenz con esa voz que no soporto pero que en su momento me hacía gracia y después un poco de El Cigala, bendita bomba molotov que me eché encima, bendita mescolanza musical, benditos noventas que se me aparecieron como si fuera la vuelta de la esquina tomándome por sorpresa mientras yo me saboreaba mis recuerdos del futuro, pero logré salvar la marcha y llegué sana y salva hasta mi destino, hasta la Feria del Libro de Gotemburgo y cargue mis no-se-cuantos-libros, y di vueltas y vueltas de mi puesto de 2×2 hasta el estacionamiento y jalé mi carretilla, y puse mi puesto de libros, como alguna vez hace como cien años entre 1990 y 1992 montaba yo mi puesto con mis óleos y mis acuarelas en el Jardín del Arte de San Angel en el lado más hermoso del corazón de mi insufrible ciudad de México, y me regresaba yo al cuarto de la casa de mi amiga Marcela, quien me dió asilo por tres meses… y tres años y mis cuadros y mis trenzas de colores colgando del pelo más largo del mundo, con mis faldas las largas del mundo y con los botines más feos del mundo de niña burguesa-venida-a-menos como decía mi amigo Pancho, pero hermosamente satisfecha de haber vendido y arte.

Y ahora cientos de años después, a mis cuarenta y pico estoy montando mi puesto en la Feria del Libro más importante de Escandinavia vendiendo «nuestro proyecto» y entre sus hojas los seis libros escritos por mi hija, ella, la mayorcita, la que apenas tiene catorce y que usa playeras de Star Wars, la que escribe y publica, la que quiere trabajar con cine y la que entre otros tantos niños, casi 60 pertenece a nuestro catálogo de niños escritores.

Y corrieron los cuatro días de feria del Libro, y Tomm llegó en tren a casi la media noche y lo recogí de la central, y pasamos cuatro días viviendo en un apartamento de alquiler, a unos cuantos kilómetros de la Feria, comiendo sushi de día y cenando en la mejor pizzeria de Gotemburgo cada noche, o será a caso que est la única pizzeria que conocemos en Gotemburgo y que por su cercanía al apartamento y por el sabor del balsámico y el mozzarela nos pareció la mejor de Gotemburgo.

Hablamos con mucha gente, con los que pasaban por nuestro puesto y mostraban interés y con los que pasaban y miraban para otro lado, con los que andaban con tapones en los oídos para no ser molestados y con los que andaban de la mano de niños que se sentían atraídos de manera natural hacia libros ilustrados por otros niños, precisamente como ellos!

Hablamos mucho, repitiendo nuestras mejores frases del repertorio de argumentos de venta, hablamos con periodistas en un seminario que nos costó una fortuna pero que atendieron cinco personas de la prensa, y hablamos con maestros, bibliotecarios, padres de familia, jóvenes estudiantes de literatura, pensionados con las manos llenas de ocio y abuelos buscando algo especial para los nietos, algo que se alejara del best-seller-PokemonGo!

Tomm tomó la batuta de las relaciones públicas y pasó de hablar con la gente de a pie a ser en unas cuantas horas un lobbista profesional, detectando y ubicando personalidades del mundo literario e influyentes del mundo editorial, un trabajo por demás extenuante, que requiere de una sonrisa de tiempo completo, manos frías y mente clara para hacer lo mejor de los primeros 30 segundos y lograr al menos un diálogo de cinco.

Dormíamos como troncos, nos sobábamos los pies, tomábamos café y seguíamos al día siguiente, las caras de asombro al comprender que todos y cada uno de los libros sobre la mesa había sido creado en su totalidad por niños es inolvidable, las expresiones, los rostros, los ojos abiertos, las bocas redondas, las manos al aire! …

y es cuando nos mirábamos mutuamente y nos decíamos sin palabras, Vale-la-pena! Vale los cuatro años de trabajo, las veinticuatro horas al día y los siete días de la semana, Vale-la-pena, vale los 365 días de cada año de los últimos cuatro años y de los que faltan por venir, porque estamos picando piedra y el camino no está llano, porque seguimos brincando en una pedrera sin mapa y sin señales pero con la brújula de la intuición y de la pasión, la brújula que se alimenta del proyecto familiar, de ésta empresa familiar que rebasa nuestra pequeña familia, de éste proyecto que hizo que mi hermana se subiera a un avión para poder acompañar a nuestras hijas mientras nosotros pasábamos largos días en la feria de Gotemburgo.

Así salpicamos al resto de la familia y a los amigos queridos, y mi hermana después de años de prometer que viajaría se sube a un Aeroméxico para aterrizar en Suecia por segunda vez en los últimos seis años, y llegó para pasar un mes de risas, de palabras y de compañía, por demás está decir que ella es quien más se ríe y que ella es quien más palabras tiene y ella es quien más alegría irradia, y ella es … una mujer maravillosa que disfruta sin reparo cada minuto de ésta nueva vida que tuvo los cojones de seguir viviendo. Ella es quien llena el aire de vida y ella es una vida única que es imposible que pase desapercibida.

Y vino a llenarnos la casa y a darnos compañía y a llenar cada esquina de amor y de armonía, vino por un mes pero su espíritu se ha quedado en las paredes y en los rincones y en los cojines de la sala y en su taza del café con leche.

Hace apenas un mes estaba yo yo llenando el coche de cajas de libros, hace apenas un mes estaba Tomm tomando el tren de las seis, hace apenas un mes estaba mi hermana cocinando toda la noche en su desvelo mexicano, hace apenas un mes presentamos nuestro proyecto en un escaparate internacional, hace apenas un mes que la vida conjunto demasiados sueños, logros, retos y momentos que se quedan guardados y que pasan al cajón de los recuerdos del pasado. Ha pasado todo un mes y seguimos picando piedra y promoviendo libros, seguimos con los empleos de 40-horas a la semana de-los-que-dan-de-comer, seguimos escuchando las risas de la tía Teté por los rincones de la casa y seguimos sentandonos en nuestros lugares de siempre a la mesa de la cocina, donde nos hemos dedicado a hacer la vida.

Hace apenas un mes.

 

 

Donde los dioses… no lo son

Recibir visitas en casa siempre es un gusto, y aún más grande cuando las visitas son amigos o familia querida que agendan en un viaje a Europa el “desviarse” hasta éste rinconcito en el culo del mundo, donde los bosques son bosques y los lagos son lagos, donde el cielo es cielo y el aire es aire.

Es un placer pararnos en la puerta de llegadas internacionales en el aeropuerto y abrazar a nuestras gentes queridas, es un placer disfrutar horas de carreteras junto con ellos y contestar a todas sus preguntas, y ver los ojos cómo se llenan de admiración en un acto de asimilación de información, de todo lo nuevo que éste contexto les ofrece, porque los inunda la curiosidad y quieren respuestas a sus preguntas más relevantes y a las más pequeñas también, y un mar de interrogaciones y admiraciones fluye de sus mentes lo que a mí me permiten hacer un ejercicio de interiorización para dar gracias una vez más que tenemos el privilegio de vivir en éste país.

Ésta tierra que sigo aún en proceso de comprender, tierra escandinava que me cobija y que me hiela los pies, quién es Suecia, quién es “Svea”?

Suecia es una mujer, no cabe duda que es mujer, aunque las leyes reconozcan una lista ilimitada del actual menú de la sexualidad para mí Suecia es una mujer blanca, alta, con las piernas más largas del mundo, el cabello rubio que nos obliga a cerrar un poco los ojos para poder verlo de cerca, tan rubio que saca chispas en los rayos de sol, Suecia es la hija del campesino miserable que en el siglo XIX se vio obligado a dejar la tierra para sentarse en un barco y cruzar los mareas hasta llegar a América huyendo del peor de los enemigos, el hambre y la pobreza, esa es Suecia, la hija – la nieta del refugiado-por-hambre, la mujer que creció en los campos donde se trabajaba a mano y que con manos de cayos y pies de lodo sacó adelante a los hijos, Suecia es una señorita decente que sabe trabajar, trabaja mucho, día y noche, trabaja en casa, trabaja jornadas pre-establecidas, trabaja con los hijos y trabaja por la familia, Sucia es una mujer que ha encontrado el tesoro del bienestar común y que lo ha levantado al altar de lo importante dejando muy de lado y muy por el piso el ego y el bienestar individual.

Suecia es la mujer que lucha por sus derechos, es la mujer de voz firme que no duda en decir lo que piensa y que piensa siempre en el bien común. Suecia es una mujer sin miedo a vivir sola porque es autosuficiente, Suecia es una mujer madre que sabe parir, es una mujer fuerte que sabe trabajar, es una mujer inteligente que piensa de día y de noche y que valora su independencia como mujer, Suecia no depende de un hombre para mantenerse y no depende de un hombre para envejecer.

Suecia éste pequeño territorio que se baña en el báltico y que se ajusta una corona de círculo polar en la frente es una mujer que ha sabido decir no a las guerras desde hace más de trescientos años y que eso le ha permitido cuidar de su casa y de sus hijos, en sus tierras se disfruta de los castillos y las fincas de una antigüedad conmovedora, que nos abren los ojos a una cultura rancia.

Suecia es la señorita de familia que dio la espalda a la iglesia de Roma para entregarse a los brazos del protestantismo alemán con la firme convicción de que el trabajo es la puerta de la salvación y sin embargo al paso de los años dejó de asistir a las iglesias y de cantar los salmos para volcarse a la naturaleza y adorar al dios de las pequeñas cosas, al dios del aire puro, del caminar por el bosque y de los animales libres. Suecia se fundamenta en el trabajo de cada individuo y cree en la naturaleza como su salvación, la respeta, la conserva, la cuida y la venera. Será el dios de Spinoza o será su propia sangre que le fluye desde los tiempos más remotos en una simbiosis sagrada con sus soles eternos y con sus noches largas tan largas que la fiesta nacional es para celebrar la luz, la luz del invierno en las sombras de las antorchas y las velas y Suecia se viste de Santa Lucía en un rito contemplativo y en el medio verano se corona la cabeza de flores y danzas en un rito pagano de luz y de vida. Suecia es una señorita de tradiciones, que las guarda y las respeta incuestionablemente, y se viste a la usanza y se trenza el pelo, y amasa sus panes y hornea sus pasteles y cocina sus dulces y desentraña sus pescados. Suecia vive en torno a un calendario de festividades y tradiciones que le mantienen con vida en un reloj que se rige por las estaciones, por las nieves eternas y los soles nocturnos, por las heladas y los baños en los ríos y lagos. Tradiciones a la mesa, tradiciones en el bosque recogiendo moras y hongos, cazando venados y comiendo jabalíes; tradiciones en el lago pescando y bañándose en sus aguas.

Suecia es una señorita que sabe envejecer, y que peina canas y que llena sus carnes con dignidad, Suecia es una mujer madura, una madre protectora, una vieja que ha sabido vivir. Suecia es una mujer de viajes, de ojos abiertos a otras culturas, de mochila al hombro cargada de sabores y soles de tierras ajenas.

Suecia es una mujer política que se sienta en las sillas más grandes para decir No a los injustos, a los dictadores, a los corruptos, Suecia abre sus brazos a los refugiados porque ella misma siente la presencia aún de la sombra olorosa del viaje-del-refugiado que en su tiempo hicieron sus bisabuelos.

Suecia – Svea – es una señorita que no le gusta llamar la atención, que aún consciente de su valor humano es discreta en cuanto a su belleza, no la muestra no la presume, no la compite no la grita manoteando al viento. Es discreta y contenida, es prudente y prefiere escuchar antes de opinar, no saltar a conclusiones no dar por hecho antes de tener los datos en la mano y el conocimiento certero.

Suecia es una señorita que se toma sus libertades porque no quiere depender de nadie, ni de un hombre, ni de una moneda, ni de un tipo de cambio, Suecia es independiente y autosuficiente y cría a sus hijas en el mismo modelo, la mujer es mujer sobre todas las cosas, su valor es el más alto en la escala y merece y recibe a granel.

Esta es la Suecia que yo vivo, es la madre Suecia que me ha cobijado y como buena madre exige y mucho, exige que en su casa se hable su idioma y que se respeten sus reglas, da espacio para las personalidades individuales pero las obligaciones y los derechos están siempre sentados en la balanza y es lo que hace de la vida un espacio de armonía y de justicia.

Me gusta ésta mujer que yo veo, esta madre-Suecia, me gusta dormir bajo su techo y me gusta por demás las oportunidades que presenta. Me gusta ésta mujer que veo en Suecia y me complace que mis visitantes la descubran, que se fascinen de su inesperada belleza y de su personalidad discreta y modesta. Me gusta que mi familia y amigos queridos vengan a visitarnos que se tomen la molestia y la libertad de desviar la ruta para aterrizar en el culo del mundo, donde las noches son noches, y los soles son soles, donde los bosques son bosques y los niños son niños para venir a encontrarse a ésta antigua mujer de todos los tiempos – Suecia- con todas sus facetas, con todos sus encantos que no deslumbran pero que nos dejan pensando y mejor aún que nos dan aliento, nos llenan de esperanza y de confianza en el futuro, porque por donde veamos el cielo es cielo y los campos son campos, por donde andemos la gente es gente, los hombres son hombres y los dioses pues… no lo son.

Me gusta Suecia

andar de su mano

escuchar su respiración.

 

Esto de ser mexicano

Hay una nación en el mundo que se llama México, no un país, el país está geográficamente situado en Norteamérica entre Estados Unidos y Belice y Guatemala al sur, la nación a la que yo me refiero no tiene territorio, tiene identidad y somos éstos poco más de 11 millones de mexicanos que vivimos en el extranjero.

La cifra la leí en un buen artículo dedicado a los mexicanos residentes en Europa, que no llegamos siquiera al 2.5% de ésta nación-de-mexicanos que por alguna u otra razón hemos venido a parar hasta estas latitudes, en su mayoría en España, Alemania, Italia y Francia.

Me gustó pensar en que somos una nación-de-mexicanos que nos hemos dado a la labor de representar nuestra cultura en otros países, somos nosotros que con nuestra idiosincrasia, nuestros talentos y nuestras sonrisas ponemos una pizca de sal en las culturas que hemos adoptado o en las culturas que han venido a adoptarnos a nosotros con los brazos abiertos o quizá a veces, al principio con los brazos cruzados y la sonrisa fruncida, pero que después han venido a dar de sí.

En muchas ocasiones en aeropuertos o viajes, o simplemente en alguna ciudad de Suecia veo a una persona, por lo regular alguna mujer que nada más por su simple aspecto sé que es compatriota, será el color de la piel, el brillo de los ojos, los movimientos de las manos, el arreglo personal o la manera de moverse pero siempre me salta la frase “ella es mexicana” y me acerco como gato cauteloso alrededor de un plato de leche y trato de escuchar su hablar y trato de hacer contacto visual para después decir gustosa “¿mexicana?” y las sonrisas se abren y empieza la charla como si nos hubiésemos encontrado después de toda una vida de no vernos.

Me gusta mucho pensar en una famosa frase de Chabela Vargas, esa la que Sabina no puede soltar, la de “y nos dieron las dos y las tres”, cuando un periodista la entrevista y le dice “oiga Chabela usted dice que es mexicana pero lo cierto es que usted no nació en México” y ella contesta “Los mexicanos nacemos donde se nos da la chingada gana” y es cierto, y es cierto también que nos anidamos en donde nos da esa chingada gana también y hacemos hogar y hacemos familia y hacemos amigos y echamos raíces. Unas raíces diferentes que se entierran en una tierra nueva pero que se extienden hasta la Ciudad de México, o hasta Oaxaca o hasta Coahuila.

Las raíces que venimos a echar están afianzadas en las ciudades y los pueblos de México pero cuentan con la hermosa capacidad de florecer en tierra ajena.

Me gusta estar en los aeropuertos y escuchar a los mexicanos que me encuentro a mi paso, no requiero hacer platica con todos, simplemente los escucho y disfruto el escucharlos y me imagino sus historias, los jóvenes que hacen su primer viaje trasatlántico como estudiantes de alguna universidad y que lograron algún tipo de beca para salir a una universidad europea, la pareja mayor que cumple el sueño de vida de viajar a Europa, los “juniors” que no paran de dar voces y presumir a cada movimiento su enorme posibilidad de hacer un viaje más a expensas de una cartera heredada, las jóvenes que viajan en grupo y que se arriesgan a una tortícolis cada vez que un rubio de piernas largas pasa a su lado, la señora mayor que hace el esfuerzo de dejar su casa para ir a visitar a los nietos nacidos con otra nacionalidad.

Las constelaciones son infinitas, pero fáciles de identificar y de leer en sus rostros. Cuando uno llega a la sala de abordar de un aeropuerto con salida a México el ambiente cambia literalmente y se siente la identidad que se transpira por los poros de esa comunidad mexicana.

Pero la nación-de-mexicanos que vivimos en el extranjero por motivos de trabajo o como inmigrantes-por-amor somos una población de embajadores de lengua y tradiciones con la responsabilidad de hacer las cosas bien, cada decisión, cada proyecto cada vez que nos presentamos como genuinos mexicanos tenemos la responsabilidad de representar a un país en su complejidad y en su totalidad.

De vez en vez, no con mucha frecuencia como quisiera pero sí de vez en vez he disfrutado de la compañía de algunas compatriotas mexicanas en Estocolmo, y siempre es un gusto saber que ésta nación-de-mexicanos en Suecia, en su mayoría mujeres hemos sabido hacernos un espacio en una sociedad difícil de penetrar, la mayoría somos profesionistas que hemos aprendido el idioma y nos hemos colocado en puestos de trabajo dignos, la mayoría nos hemos abierto las puertas en una por demás ajena cultura laboral.

Me gusta seguirle la pista a éstas mujeres mexicanas en Suecia y ver que no tenemos miedo a las limitantes, que siempre se abre una muy buena oportunidad de trabajo o de estudios, que las que deciden sentarse en una banca de la universidad lo hacen en niveles de maestrías y doctorados haciendo un muy buen uso de la preparación recibida en el país natal.

Insisto en la frase de Chabela Vargas y la adopto para decir que no se necesita vivir en México para ser mexicano, que la labor de embajadores que nos hemos auto asignado es un trabajo de tiempo completo que se cohesiona con nuestra vida cotidiana y la cual es una gran responsabilidad. Y ésta labor y compromiso se alarga y se ensancha cuando educamos hijos, nacidos-mexicanos-en-el-extranjero pero a fin de cuenta mexicanos porque nosotros nacemos donde nos da nuestra chingada gana, pero nacemos mexicanos. Y así se van profundizando y engrosando las raíces y van fortificándose y floreciendo en otros suelos, cuando heredamos el valor del idioma a nuestros hijos, idioma y tradiciones son los valores de la identidad que podemos pasar de mano en mano y de generación en generación.

He conocido chinos fascinantes que en tercera o cuarta generación se siguen considerando chinos aunque los padres y los abuelos hayan nacido en territorio extranjero. Chinos en Singapur o en Australia se siguen considerando chinos y no australianos o singapurenses ya que la sangre sigue siendo china, aunque sea por uno solo de los progenitores, y el idioma y las tradiciones en casa siguen siendo chinas.

A mí se me aguadan los ojos cuando la gente le pregunta a mis hijas de dónde son y ellas con orgullo dicen siempre que mexicanas, aunque el pasaporte sea noruego y la vida esté enclavada en Suecia, el idioma materno, las tradiciones, los valores y la cultura en casa son mexicanas, con el lujo enorme de enriquecerla al aprender e implementar lo mejor de los valores y la cultura de la tierra que nos ve despertar cada mañana.

Somos una pequeña gota en el océano de ciudadanos en el extranjero, somos una diminuta muestra de la nación-de-mexicanos en el extranjero pero con la enorme responsabilidad de representar a nuestro país y nuestra cultura a cada paso que damos.

Me gusta éste rol, me gusta éste trabajo extra que nos echamos encima, y así como los Españoles han sabido darle un sello a su identidad transformándola en “la marca España” así nosotros la nación-de-mexicanos en el extranjero somos una parte de la marca México que se mueve por el mundo y que con la frente en alto representamos nuestra identidad.

Me gusta esto de ser mexicano.

Una de las cientos de Ramonas

Ramona tiene cinco hijas, todas niñas, la más pequeña hay que amamantarla todavía pero Ramona está lejos. Las hijas de Ramona tienen las caritas redondas, blancas y con las chapas rojas muy marcadas, las hijas de Ramona van de los trece años a los apenas pocos meses, tienen las ropas raídas, muchas prendas unas encima de las otras, igual que Ramona. El frío se les pinta en esos cachetes rojos pero no les nubla las miradas de ojos café muy claro y el cabello casi rubio.

Ramona tiene cinco hijas que alimentar, que cuidar, pero ni las alimenta ni las cuida, Ramona está sentada en un banquito forrado de bolsas de plástico y de cartones a la entrada del supermercado en donde hacemos la compra semanal, nosotros salimos con nuestros doce litros de leche, el cartón de huevo, los muy variados paquetes de pan mientras Ramona está sentada en su banquito forrado de bolsas de plástico y cartones saludando a la gente que entra y sale del supermercado.

Ramona ha aprendido a decir “hola” y “adiós” en sueco, Ramona dice Mamá a las señoras y Papá a los señores que entran y salen del supermercado, les dice “Hola princesa” a las niñas y está ahí sentada con un vaso de papel en la mano esperando una limosna.

Y dar limosna nos tomó por sorpresa, a la sociedad sueca nos tomó desapercibidos, hace poco más de un año las calles de Suecia estaban limpias de mendigos, uno que otro indigente en las grandes ciudades y un puñado sin-hogar en parques y plazas, escoria social consecuencia de drogas y alcohol pero que los servicios sociales los tiene enlistados y controlados con subsidios de las comunas, pero pordioseros, lo que se llaman limosneros en espera de que la voluntad de dios les ayude, esos no estaban en las listas de los habitantes de las ciudades suecas.

Ahora cada puerta de supermercado tiene su pordiosero asignado, a cada entrada de iglesia y en la proximidad de los cajeros automáticos y a las salidas de los centros comerciales, todos están establecidos como resultado de una red de pedigüeños-organizados con base en Rumania que aprovechando los beneficios de la Unión Europea entran a los países escandinavos como trabajadores temporales con tan solo mostrar su documento de nacionalidad europea. Son de nacionalidad Rumana, pertenecen a la Unión Europea y son el pueblo Romaní, gitanos que como siempre siguen ocupando uno de los últimos escalones del escalafón social.

Ahora amparados por el libre tránsito de los países de la Unión se mueven libremente en las fronteras con Suecia y entran a “trabajar” durante tres meses a las puertas de los ricos para recibir unas cuantas monedas y unos restos de pan. Pasan más de diez horas sentados en sus banquillos provisionales, cero grados, menos cinco, menos diez, abrigos viejos, guantes rotos, un gorro encima de otro y encima de otro más, una falda y otra y otra, todos parecen gordos de la cantidad de trapos sobrepuestos, y ahí está Ramona con todas sus ropas una encima de otra, sentada en su banquito y con su vaso de papel en la mano saludando a cada persona que entra al supermercado, una sonrisa, eso tiene Ramona siempre en los labios, en su cara redonda y son los cachetes colorados de las heladas resistidas, una sonrisa para decirnos “Hej mamma” “Hej pappa” “Hej princessa” y enseña esa foto impresa a color que han pegado en un cartón donde la muestra cargando a su bebé y rodeada de sus cuatro hijas mayores en lo que se aprecia como el jardín de lo que será su casa en Rumania. Un paraje miserable con una casa de palos que al señalarlo con el dedo se pone la mano en el corazón, ese es su hogar, ese es el hogar de Ramona que tiene que pasar tres meses sentada en un banquito soportando las nevadas y las heladas, las heladas miradas de quienes no quieren ver que la miseria del mundo ha encontrado los caminos para llegar a los países ricos y ahora se nos sientan en la puerta de nuestros supermercados abarrotados de la comida que en gran parte terminará en los basureros porque los ricos se dan el lujo de desechar y de tirar mientras el resto nos observa a las puertas de nuestra propia miseria.

Suecia no estaba acostumbrada a los indigentes, nos tomaron por sorpresa, la gente de a pie no sabe qué hacer, las autoridades buscan caminos legítimos para que los Romaníes se queden en su país y que sea ahí donde reciban ayuda, pero la riqueza sueca es por demás atractiva y han encontrado las vías para aprovechar al máximo los tres meses de estancia legal para “trabajar” a la puerta de nuestra incomodidad. Ramona entra y sale de Suecia, después de tres meses se va a casa a ver a sus cinco hijas, se va a casa a dejar el poco dinero que ha ganado del mucho que ha recibido en su vaso de papel, porque Ramona no hace el negocio sola, ella trabaja para una red-organizada de indigentes, el gobierno sueco se ha dado a la tarea de investigar si hay tráfico-de-personas envuelto en esta red de indigentes que de manera sistemática y organizada siembra a una “Ramona” en un punto estratégico de la ciudad, la dejan ahí por la mañana y la recogen por la noche, viven en asentamientos miserables en caravanas de puertas de cartón y con un fuego al centro para mantener calientes a las decenas de personas de cada campamento. La ley sueca permite el libre asentamiento en los terrenos del reino mientras no sean propiedad privada, y éste reino está lleno de bosques y campos donde asentarse es legal y nadie les puede mover, están acampando, de manera miserable pero acampando, y están trabajando, de manera aún más miserable pero trabajando, salen del país una breve temporada y regresan a la siguiente temporada de tres meses. Una organización simple y básica, en una descripción de las autoridades suecas son “miserables que explotan a miserables” todos reciben su banquito, sus muchas prendas viejas y deshilachadas, todos reciben la foto oficial de la familia impresa a tamaño carta y enmarcada en cartón, todos reciben su vaso de papel y todos aprenden a saludar en sueco, hola princesa, hola mamá, hola papá. Y los suecos no sabemos qué hacer. Los de corazón de hielo dicen “no les den que se vayan a su casa” los del corazón blando dan unas monedas y miran preocupados a su alrededor esperando que la vecina o el colega no les haya visto. Otros dan ropa o compran una hogaza de pan. No se sabe qué hacer, los indigentes nos tomaron por sorpresa, hombre y mujeres, una Ramona aquí y otra allá, no mayores de cuarenta años, gente sana, robusta, fuerte sentada en el banquito de la miseria a las puertas de la incomodidad de la abundancia.

Ahí están, el invierno no los ha frenado, no hay viejos ni enfermos, no hay mutilados, no hay niños ni embarazadas, nadie carga a un hijo en brazos, todo está socialmente aceptado, de acuerdo a lo que Suecia puede sobrellevar en sus límites de tolerancia social.

Ahí está Ramona, se llama Ramona y siempre tiene una sonrisa en los ojos y calidez en los labios, le hemos dado bolsas de ropa para las hijas en Rumania y unos chales y abrigos que de otra manera se irían a los tambos oficiales de las organizaciones que donan la ropa a los países en guerra en África y medio oriente, pero ahora se la hemos dado a Ramona y Ramona es agradecida y nos besa la mano, y nos pregunta nuestros nombres y nos saluda con gusto desde su banquito, nuestra presencia le calienta la larga espera del día, Ramona en su banquito y su sonrisa.

Un poco de ayuda y se vuelcan en amabilidad y en agradecimiento y los ciudadanos suecos no sabemos muy bien que hacer, y la prensa nacional cubrió las portadas de periódicos y revistas con “la boda del año” una mujer en Gotemburgo que un buen día dijo hola al romaní sentado en su banquito a la puerta del supermercado y el hombre la miró con sus ojos café claro brillantes y una sonrisa cálida a pesar de la miseria y del frío, pasaron pocos meses, un intercambio de palabras, un café y más miradas para celebrarse la boda del año el-mendigo-y-la-sueca, porque los suecos no sabemos qué hacer.

Y me encrespa el no entender por qué los refugiados de guerra llegan a viviendas calientes y con comida servida en el plato y los gitanos viven en campamentos en el bosque, porqué los refugiados de guerra llegan a recibir pensión de sobrevivencia y los romanís reciben un banquito y un vaso de papel. Al final del día lo que veo son personas en situaciones de miseria, miseria de guerra y miseria humana pero con diferentes posiciones en el escalafón social y no lo acabo de comprender en mi mente por demás simplona y poco abstracta.

Apoyo y abro los brazos para recibir a los refugiados de guerra y que al menor tiempo posible logren integrarse a la sociedad sueca para que trabajen y encuentren la posibilidad de rehacer su vida y la de su familia lo más rápido y sencillo posible. Pero Ramona nunca recibirá esa posibilidad, ni un techo sobre la cabeza, ni una promesa de futuro, Ramona ha heredado la sangre de los marginados, de los perseguidos y de los abandonados por la sociedad civilizada y ha depositado en un vaso de papel y en un banquito la esperanza del futuro y de una vida mejor para sus hijas.

Ramona nos saluda con cariño cuando nos ve, nos besa la mano, nos abraza, nos llama por nuestros nombres, nos mira a los ojos y se le aguadan los ojos cuando nos ve llegar, yo la abrazo también, le tomo sus manos y toco la foto de sus hijas para abrazarlas a ellas también sin importar que un vecino o un colega me reconozca, nosotros también llegamos a éste país buscando un futuro mejor para nuestras hijas y todos hacemos lo que mejor sabemos hacer.

Ramona sabe sonreír con los ojos, con sus cachetes colorados por el frío y nos dice adiós con la mano cuando echamos a andar el coche.

Se llama Ramona y es una de las cientos de Ramonas que ahora está sentada a la puerta del supermercado donde se entrecruzan la miseria de los pobres y la miseria de los ricos, porque los indigentes tomaron a Suecia por sorpresa y los ciudadanos suecos no sabemos qué hacer, no hemos sido vacunados contra la miseria que nos mira a los ojos y nos sonríe en el umbral de nuestra puerta.

Matar a la vaca

Alguna vez escuché un cuento, un cuento budista de un maestro que se va camino al monte con sus discípulos y cayendo la tarde piden posada en un pequeño rancho donde una familia numerosa vive en condiciones de pobreza, su única manutención se basa en los pocos productos que logran vender de la leche de una vaca escuálida que está rumiando afuera de la casucha miserable. La familia a pesar de la pobreza y del exceso de hijos abre sus pobres puertas al monje y a sus discípulos y les ofrecen alimento y un techo para pasar la noche. Cuando la familia se ha dormido el maestro despierta al más joven de sus discípulos y le pide que salga al campo a cumplir con una misión por demás importante “vas a matar a la vaca” dijo el maestro en voz clara y determinante.

El aprendiz obedeció las instrucciones de su maestro con gran confusión y con un sentimiento de culpa que lo acompañó por el resto de la vida. Una culpa que le creó las contradicciones más grandes entre su fe, su vida, el bien y el mal. Creyó siempre que había causado un daño muy grande a esa pobre familia y que por su culpa seguramente todos habrían muerto de hambre en el abandono de su ranchería.

El aprendiz desertó del monasterio a falta de respuestas para el difícil proceso de preguntas al que se enfrentó a causa de la culpa.

Mucho años después, ya adulto, casi viejo el-nunca-monje paseó por los mismos montes donde vivió la familia que alguna noche hacía años les abrió las puertas de su pobre casa, el hombre se topó con un paisaje completamente nuevo, un rancho próspero de enormes dimensiones, tractores, caballos, animales y sembradíos. La culpa se apoderó nuevamente de él y lo único que su cabeza pensó es que la familia habría muerto de inanición y que algún rico ranchero habría apoderado de las tierras.

En su asombro el nunca-monje le pregunto a un hombre maduro y fuerte que si de casualidad sabría que habría sido de la familia pobre y numerosa que había vivido en esas tierras hacía ya muchos años, le preguntó con voz temblorosa que si habrían muerto. El ranchero de piel curtida, voz alegre y lleno de vida contestó con una carcajada “No nadie ha muerto” esa es mi familia!

“Cómo su familia?” “Pero cómo pasaron de la miseria a la prosperidad?” – bueno pues nosotros vivíamos del muy poco queso y la escasa leche que nos daba una vaca flacucha que teníamos cuando éramos todos pequeños, pero una noche curiosamente, una noche en que recibimos la visita de unos monjes la vaca murió, amaneció muerta la pobre y gracias a que la vaca murió nos vimos obligados a aprender a sembrar, a cosechar, empezamos a darnos cuentas de nuestras habilidades y de nuestra capacidad de trabajar la tierra y de cuidar otros animales, gracias a que murió la vaca todos encontramos nuestras fortalezas y ahora vivimos una vida de prosperidad.

El nunca-monje entendió entonces la enseñanza del maestro.

Yo me aprendí la lección rapidito hace muchos, pero muchos años cuando escuché este cuento budista por primera vez y desde entonces me he dedicado a matar-a-la-vaca, y lo he hecho no una sino dos y tres y cuatro veces. Matar-a-la-vaca es lo mejor que he hecho en la vida para dar el siguiente paso, para avanzar al siguiente nivel, para tomar el siguiente reto, para probar el nuevo camino y para salirme de mi zona de confort.

Yo no creo haber llegado nunca a empollar una zona de confort porque siempre me he estado moviendo, apenas me siento tranquila y cómoda en una situación de vida me empiezan a picar los pies mato-la-vaca y doy paso a la siguiente oportunidad.

Dejar un trabajo, cambiar de empresa aunque tenga un contrato por demás jugoso, renunciar aunque la pensión parezca prometedora, dejar una ciudad aunque sea la más grande, la más caliente, la más popular o la más bonita del mundo; vender un negocio aunque esté dando ganancias o mudarse aunque la vista desde la ventana sea la más acogedora.

Matar-a-la-vaca ha sido mi motor para nunca plantarme en una zona de confort, zonas de confort es lo que menos he tenido en la vida, en buena parte porque la vida misma ha sido una colección de tsunamis y terremotos particulares, pero por el lado del balance porque el arrancar nuevos proyectos es un golpe de adrenalina que no puedo resistir.

Conozco a mucha gente que nunca ha matado-la-vaca pero si no lo hacemos por nosotros mismos la vida nos hace el favor de poner en nuestro camino a un aprendiz de monje que tenga la dura tarea de matar-a-nuestra-vaca-particular. Conozco otros que han salido bien librados y que nunca han tenido que enterrar a su vaca, simplemente siguen viviendo de la poca leche y queso que su vaca les da y a esa condición le llaman vida.

En mi caso y en mi casa hemos desarrollado el arte de matar-a-la-vaca, sin temor y sin resentimientos, el descubrir nuevas capacidades y tomar caminos nunca andados nos da una perspectiva diferente de la vida, el hacer lo que otros no han hecho, arrancar el proyecto innovador… el desafiar lo establecido.

Observo a la gente y me es fácil categorizar quienes han matado-a-la-vaca y quienes la tienen rumiando en el patio trasero, por gusto o por indecisión, quizá por temor o porque siemplemente nunca se han sentado a mirar todo lo que está más allá de la vaca y de sus pastos.

En los primeros días de enero desperté con la intuición de que el tiempo parece prometedor, de que éste año se antoja como un buen año para una vez más darse el lujo de matar-a-la-vaca y de seguir apostando a ganar.

La muerte más bella del mundo

Aterricé en Skavsta después de diez días de trabajo en Alicante, estaba cansada, muy cansada, me urgía llegar a casa y reunirme con la familia, me urgía por demás llegar a casa y dormir en mi cama, desayunar en mi cocina y sentarme en mi sofá, había estado viajando las cuatro últimas semanas del mes, de Bélgica a Alemania y después Italia pasando por Francia una estancia breve en Belley para seguir al norte de Italia entre Milano, Bérgamo hasta llegar a Treviso. Fueron demasiados días de viaje, millas de avión y millas terrestres, estando en casa apenas algunos fines de semana, para después pasar el último de ellos en el puerto de Alicante.

Era momento de volver a casa, recoger las maletas de la banda de equipaje y subirme al taxi que seguramente estaría esperándonos a mi colega y a mí en la puerta del pequeño aeropuerto secundario de la capital.

Mientras esperaba mi maleta llené el tiempo checando los mensajes del móvil para darme cuenta de que había más de tres mensajes de México, de mi hermana. No es común recibir tantos mensajes uno tras otro así que me comuniqué inmediatamente para escuchar que Mamá había pasado la última semana en el hospital con las molestias del estómago que la habían estado mermando en los últimos tiempos. Mamá está mal, me dijo mi hermana. Las voces del aeropuerto dejaron de escucharse cercanas, – Mamá está ya en casa – dijo su voz, los colores del aeropuerto se empezaron a diluir. – No hay nada que hacer más que esperar, Mamá quiere que vengas a casa- . Las luces se apagaron, las voces desaparecieron, y yo caí en un vacío, en un embudo negro que me empezó a tragar en la obscuridad de lo que vi frente a mis ojos.

Me senté en un taxi no para concluir el viaje que había empezado hacía unas semanas sino para iniciar el que sería el viaje más duro, más arrebatador, más profundo de mi vida, el viaje de la vida y la muerte, sentada en un taxi cruzando el bosque de Södermanland llamé a mi jefe, que se había quedado en España para informarle que a la brevedad posible me montaría en el primer vuelo que encontrara rumbo a la Ciudad de México y que volvería… cuando volviera.

Las niñas abrieron la puerta de casa y me encontraron hecha un ovillo en el sofá de la que llamamos la salita familiar, ahí estaba yo a la orilla del abismo de mis pensamientos y peor aún de mis presagios.

24 horas después estaba yo sentada en un interminable vuelo Estocolmo – Cd. De México con escala en Heathrow. Caminaba por entre la gente pero sin mirar a nadie, hice un viaje sin observar, sin escuchar sin prestar atención, simplemente seguía yo andando por gracia de la fuerza centrífuga de mí tornado particular y una frase se repetía en voz baja en mi cabeza “Mamá está en casa, nada más hay que esperar”. Sentada junto a mí en las once horas de vuelo Londres – Ciudad de México una compatriota alegre de compartir sus por demás emocionantes experiencias a sus más de 35 años de edad en su primer viaje de ultramar en donde tuvo una estancia no mayor a diez días en París y Londres, hablando en voz por demás alta y temblando de la emoción de volver por fin a México después de tantísimos días de no comer su comida y de no entender ninguno de los idiomas que los osados Galos y británicos se atreven a hablar y como si fuera poco no entienden cuando uno les habla en éste mexicano de buena cuna. Diez días lejos de su madre, diez días lejos de su novio, diez días lejos de su comida, de sus chiles, de sus salsas, de sus tortillas, el tiempo justo que tuvo para presentar una ponencia de doctorado en la Sorbona representando a la Universidad Nacional. Pero la mujer estaba en lágrimas y me juraba, hablando en voz por demás alta que regresaría a casa para aceptar la propuesta de matrimonio de su novio de toda la vida y que juraba no volver a salir nunca de México por sí sola. Y le rodaban lágrimas enormes con la emoción de escuchar la música mexicana que traía en su móvil y que sin el consentimiento de las multitudes la compartía con el resto de los pasajeros, y al parecer a nadie le parecía impropio, y a nadie le parecía que su voz fuera alta y a nadie le parecía que sus lágrimas fueras falsas, porque abrazaría a su madre después de diez días y aterrizaría derechito en el altar para nunca más volver a salir sin tomar la mano de su futuro marido. Cuando se percató de que yo era su interlocutor y me preguntó el consabido “y tú vas de regreso a México?” yo contesté mirando mi recién comprado libro de Kundera,” si voy por tortillas” dije entre dientes, y dejé la mirada clavada en La fiesta de la insignificancia.

Cruzar la ciudad de México en compañía de uno de mis pilares-de-vida fue un muelle en el camino, fue un espacio de oxígeno claro para respirar profundo y ser entregada a los brazos de mi hermano que me recibiera en la casa de Satélite.

Subí las escaleras de dos en dos y entré directo a la habitación de mamá, ahí estaba ella esperándome, en su recámara de tapiz de flores, en su cama de edredones amplios con vista a su jardín. Cuando me agaché a abrazarla me dijo al oído como siempre alguna de sus confidencias y ésta alma mía que siempre estuvo conectada a ésa alma suya entendió con toda la claridad, que se traduce para algunos en sabiduría, que la decisión estaba tomada, mamá nos dejaría pronto.

Lo he pensado toda mi vida, en esa parte del cerebro donde uno piensa sin palabras, lo he sentido toda la vida en esa parte del corazón donde uno siente sin palabras y lo he dicho en muy pocas ocasiones a esas personas a las que se les pueden decir ciertas palabras, la vida y la muerte son una decisión, si estamos con vida es porque hemos tomado la decisión de estar con-vida, si morimos es porque ha habido también un acto de toma de decisión en la que nos comprometemos a morir, la muerte es una decisión, a mis ojos, a mi entender de la vida-y-de la muerte, la decisión de morir la mayoría de las personas la toman de la forma más primitiva y analfabeta sin darse cuenta de la decisión que están a punto de tomar, del contrato que están firmando con la vida; la decisión de morir para algunas personas es el acto privilegiado de dejar éste mundo de la mejor manera posible. Y después de haber escuchado a mi madre susurrar en mi oído supe con la contundencia de saber que el océano es el océano y de que el universo es el universo que mi madre moriría y de que yo estaba ahí para acompañarla en sus últimos pasos.

Cumplí con todo el protocolo e hice todas las preguntas técnicas posibles del caso, vi radiografías y ultrasonidos que para mí no representaban más que hoyos negros del cosmos y leí estudios con valores que pudieran haber sido resultados metalúrgicos sin sentido. La primera llamada fue a mi amigo-el-doctor, otro de mis pilares de vida y mi vida se sostiene en no más de un puñado de pilares, y mi-amigo-el-doctor llegó preciso y me miró a los ojos. Habló con mi madre, la miró profundo, la auscultó con pudor y escaneó con mirada profesional todos esos estudios y ultrasonidos que estaban sobre la mesa. Me miró nuevamente para decirme “nada más hay que esperar”.

Principios de octubre del 2014, sentados a la mesa de la cocina en casa de mi madre, esa mesa de esa cocina que estaba siempre puesta para cuatro personas sin importar que ella viviera sola, siempre a la espera de que alguien llegara, de que sus hijos llegaran; viviendo los años en lo que ella adoptó como su soledad nunca dejó de tener la esperanza de que sus hijos regresaran a sentarse en torno de esa mesa y hacerle compañía. Sentados a esa mesa, con la lámpara encendida que daba una luz tan cálida y que tantas veladas nos acompañara y donde tantos amigos se reunieran en esa amorfa cocina re-construida en el segundo piso de la casa después de la crisis de vida que nos arrebatara hasta el piso y que mi madre se las arreglara para levantarnos hasta el segundo, en esa misma cocina, en esa misma mesa se sentó en esa noche de octubre mi-amigo-el-doctor justamente como cuando teníamos trece años y nos reuníamos en casa para pasar la tarde y para platicar. Ahí estábamos mi madre, mi-amigo-el-doctor y yo para que mirándola a los ojos y con su voz clara decirle “Tere te vas a morir”, ella, mi madre lo sabía, no fue novedad, no la tomó por sorpresa, ella había tomado la decisión en esa parte del corazón donde las emociones y los sentimientos no tienen palabras, ella había tomado la decisión en esa parte del cerebro donde no se expresan las palabras, ella lo sabía y nadie la tomó por sorpresa, ella sabía lo que hacía como siempre lo había hecho.

Un hígado que representaba los hoyos negros del cosmos era una sentencia clara de muerte, un hígado que había muerto hacía algún tiempo y que estaba dando batalla a través de dos riñones por demás fuertes era una veredicto de muerte. Pero la muerte es una decisión y mi madre sabía que lo que seguía era dar paso a la muerte.

Así que mi madre siguió tomado decisiones como siempre y se preparó para llegar al final, a su estilo, como siempre, a su estilo. Doña Tere – nuestra Teté pecó de muchas fallas como el resto de la gente, pero nunca de falta de estilo y nos preparamos y la acompañamos en su caminar.

A partir de ese momento empezamos a crear nuestras rutinas y rituales, mi hermana me enseñó como ayudar con el pañal y a siempre estar a su lado, y así lo hice, estuve a su lado a cada minuto, no sabía cuánto tiempo me quedaría en México pero fui postergando mi viaje una, y otra y otra y una cuarta vez para estar a su lado, para poder tener la respuesta correcta a su constante pregunta “cuando te vas?” no lo sé mami, y veía la sombra sobre su rostro. “cuando te vas?” – no lo sé mami… “Cuándo te vas?” no me voy mami, aquí me quedo contigo. Y se le abrieron los ojos. “y tus hijas?” – ellas están bien, ellas están muy bien, en casa con Papá.

De mi prima médico recibí el mejor consejo de esos días, “háganle una fiesta de cumpleaños” y así lo hicimos, el domingo 12 de octubre le hicimos su fiesta de cumpleaños, mi hermano lo comunicó en todos los canales sociales disponibles y unas cuantas llamadas bastaron para correr la voz, habría fiesta para celebrar la vida de Teté, quien tres días después el 15 de Octubre cumpliría 77 años de vida. Familia querida, amigos, parientes, vecinos, conocidos, amigos de toda la vida, todos se dieron cita en casa para felicitar a Teté, sentadita en una de sus sillas de ratán en la sala de su casa, con un chal puesto y sus pantuflas, ahí nos tomamos fotos y nos reímos y festejamos su vida y su presencia.

A partir de ese día la casa estuvo abierta de par en par, el timbre sonaba desde muy temprano hasta muy entrada la noche, me vi obligada a poner un letrero en el marco del zaguán donde se podía leer “la puerta está abierta, no toquen el timbre nada más entren por favor”. Desayunábamos juntas cuando ella se sentía dispuesta, y después descansaba un poco. Nos volvimos más que flexibles con su dieta, después de tanto tiempo con restricciones de grasa y de sal nos dimos gusto con los tacos de bistec y con los tamales que Don Luis nos traía. Y me preguntaba extrañada “y mi dieta” – hoy no hay dieta mami es que es tu cumpleaños. Y ella feliz con el juguito de limón que le escurría por la manga cuando cerraba los ojos y se comía sus taquitos con mucha cebollita picada y su cilantrito.

Por la tarde nos sentábamos en la sala y recibíamos a las visitas, la sala se fue llenando de flores, desde los girasoles que fueron los primeros en llegar hasta las rosas rojas de tallos largos y las rosas rosas en un bouquet que se antojaba más que delicado. La sala de la casa se fue convirtiendo en una fiesta de flores y de colores, y las visitas llegaban con pastelitos de mantequilla, con gelatinas de leche, con bolsas de pan de dulce, los amigos llegaban con las manos llenas de amor. Hubo quien fue una sola vez pero la mayoría se sabían el camino de memoria y regresaron cuantas veces fueron posibles, los amigos-queridos-de-la-familia porque así nos hicimos fuertes, así salimos adelante con los amigos de mi hermano, con los amigos de mi hermana, con mis amigos y mis pilares de vida, y al paso de los años todos se fueron conociendo y los unos se hicieron amigos de los otros, y de pronto ya no fueron más sus amigos o los míos fueron y son los-amigos-de-la-familia, los-amigos-de-los-Carbó de éstos tres hermanos que nos hemos dado a las aguas de altamar sin saber navegar pero que hemos llegado a puerto seguro montados en la misma barca.

La casa fue un festín de flores, y el teléfono no paraba de sonar, el teléfono se convirtió en mi aliado y mi enemigo. Después de la merienda cuando caía la tarde y después de que mamá había descansado ya un poco me pedía llevarla a sentarse a la sala nuevamente y ahí miraba todas sus flores y me preguntaba quién le había llevado cada cual, y me señalaba con el dedo, ese dedo índice que tan bien le servía para enfatizar lo que quería y para dar órdenes, me decía cámbiale el agua a los geranios, córtale el tallo a las rosas, saca las ramas secas de ése arreglo, y ahí estaba yo podando, cortando, limpiando, refrescando y reubicando los jarrones, los adornos y los floreros, hasta que ya no hubo suficientes y recibí instrucciones de ir a casa de las vecinas a pedir más floreros y así lo hice. Y estaban las flores sobre las mesas, sobre las cómodas y sobre el piso. Y me instruía en cambiar las carpetitas de la sala, y en sacar el juego de café correcto y en usar las charolas más grandes cuando llegara más gente. Y me señalaba con el dedo índice en dónde acomodar los cojines y en cómo reamueblar para que cupiera toda la gente querida que llegaba a saludar.

Después del ritual de las flores pedía su directorio telefónico, ese pequeño cuaderno que ella había reorganizado de acuerdo a sus necesidades muy peculiares, como era todo en su vida siempre, arreglado a sus necesidades muy particulares, porque lo ordinario nunca le acomodaba. Así que su muy especial libro de teléfonos estaba dividido no de manera alfabética sino a-su-manera, con un apartado para mi hermano mayor y sus amigos, un apartado para mi hermana y sus amistades, uno para mí y mis amigos y pilares-de-vida inclusos los de otras latitudes; y así consecutivamente “vecinos” “amigos de la normal superior” “amigas de satélite” “familia” dividida claro por cada hermana y sus respectivas familias… un orden perfecto que a mí en particular me facilitó el sistema de notificación de circunstancias cuando uno está sentado en la sala de la casa de su madre rodeada de flores y dando aviso de la muerte que está sentándose en el sillón de enfrente.

Con sus anteojos puestos revisaba su directorio y lo fue leyendo meticulosamente y me fue pidiendo hacer cada una de las llamadas, así que yo marcaba y en un acto de pudor y discreción me iba a otra habitación para decir mis líneas “soy Lucy, la menor de Tere… sí si estoy en México, no precisamente de visita… no, no, vine sola, estoy en casa de mamá, es que…” y daba yo toda la explicación en un tono de humildad y controlando la voz. “A mamá le gustaría mucho despedirse de usted, sí claro nada más venir la puerta está siempre abierta… lo más pronto que le sea posible”; después me regresaba a la sala y le pasaba la bocina a mamá que saludó a todos y cada uno de sus interlocutores, y les dijo cuanto los amaba “pues ya ves aquí estoy, ya me llegó la hora” les decía sin que se le quebrara la voz.

Las noches era lo más pesado, yo vivía a su ritmo y sentía que se me iba de las manos por las noches mientras ella moría a su propio compás. Podía pasar el día entero, podía hacer todo lo que me pedían, pero la noche se me venía encima con el pensamiento de que se me fuera a morir cuando ella estaba sola en su cama y yo velándola en el sofá con la puerta cerrada y mi hermano allá dormido en la sala y mi hermana fuera de la casa. La noche se me venía encima y trataba de no dormir pero el cansancio me vencía, y tenía que despertar cuando ella despertaba y tenía que sentarme a su lado y tenía que acurrucarme con ella, justo como cuando tenía doce años y papá acababa de morir para yo acurrucarme a un lado de mamá y sentir que ella todavía respiraba, que no me dejaría, no entonces.

Seguimos viviendo los días, Don Luis nos visitaba a diario, y él le leía, le leía a Santa Teresa de Ávila y una amiga muy querida nos recomendó ponerle música-de-ángeles, yo no sabía que los ángeles habían entrado ya al mundo de la discografía pero no me fue difícil encontrar la susodicha música y la tocábamos durante el día en la recámara de mamá.

Yo ponía mi alarma y me paraba a las cinco de la mañana para trabajar un poco y para participar en un par de juntas mientras mis colegas en Suecia habían regresado ya de su almuerzo. Los proyectos seguían y las decisiones debían de tomarse. Tenía que interrumpir las juntas para correr a la habitación de mamá y ver que todo seguía… con vida.

Llegaron los días en que las amistades esperaban turno en la sala y yo les permitía entrar de uno por uno a la habitación de mamá y tomaba yo el tiempo y pasaba con cualquier pretexto delante de ellos y después de siete minutos pedía en mi estilo más-sueco-frío-y-contundente que agradecía mucho su visita que era hora de que se retiraran y de que permitieran descansar a mamá.

Cuando Don Luis se quedaba dormido en el sillón o salía a tomar aire para respirar profundo y a sus anchas me quedaba yo a solas con mamá y le leía a Kundera y le leía a Sabines y dejaba en silencio a los ángeles para tocar un poco de Preisner con su sinfonía por la Unificación de Europa, y tomaba a mi madre entre mis brazos y la arrullaba como no hace tanto arrullaba yo a mi Runa y como hasta ahora sin importar sus once años sigo arrullando de vez en cuando a Mia-mi-Mia. Éste fue uno de nuestros secretos, uno de los momentos más preciados y veo la luz entrar por la ventana del jardín, de su amado jardín, entrar por entre las cortinas blancas de encaje para darse paso a la recámara que eran sus aposentos queridos, donde leía, donde tejía, donde veía televisión, donde hablaba por teléfono, donde recibía a sus amigas íntimas sentadas en su salita privada, en ésa habitación donde lloraba en silencio su soledad, donde creía que ya todos la habíamos dejado para ahora en octubre del 2014 estar entre mis brazos como mis hijas lo suelen estar arrullada en mi seno, con la sinfonía de Preisner tocándonos el alma y nosotros en ese abrazo que le dio sentido a la vida, porque el ciclo se cerró, ella me tuvo en sus brazos durante toda mi vida y ahora fue mi turno de tomarla yo en brazos.

Los ángeles fueron anunciándose de uno en uno, fueron llegando poco a poco, la niña de rostro antiguo que venía a acompañarla durante la mañana “cómo no la vieron?” preguntaba extrañada, “pero si ha estado ahí hincada y mirándome calladita todo el día, incluso me acompañó cuando me llevaste al baño”, el que vino con más frecuencia fue el abuelo, su mayor gusto a la puerta de la muerte fue re-encontrarse con su Papá, con su tan amado Papá al que había extrañado durante más de 45 años. Un amigo muy querido me recomendó que abriéramos la puerta a nuestros santos particulares, lo cual en un principio me costó trabajo comprender, hasta ésa fecha yo no estaba notificada de que hubiéramos adquirido santos en ésta familia, pero comprendí pronto y lo comenté con mamá y abrimos las puertas de par en par, esas puertas intangibles que por lo general la mayoría de la gente mantiene cerradas por miedo o por ignorancia, y no se hicieron esperar, porque muy pronto me di cuenta que Santos-particulares es de lo que más tenemos en ésta familia. Y llegaron todos, los anunciados y los que venían sin invitación y así fueron llegando abuelos, las tías claro Lupe por delante como debía de ser y bastante tarde como era su hábito en vida, pero sonriente llegó Papá también a la celebración, a acercarse a mamá para decirle al oído que el camino había sido allanado y que no había nada que temer.

Una noche caí profunda, como la mayoría de las noches y desperté muy ágil y muy alerta con la sensación de que mamá estaba pasando frío, me asomé con los ojos entreabiertos y vi que las cobijas estaban en el piso, así que hice el intento de dejar mi sofá con hondonada para ir a taparla, cuando escuché la puerta y vi la luz del pasillo, en mi mente difusa de más de quince días de cansancio y más de quince noches en vela di por hecho que mi hermano entraba en la habitación para taparla y estar con ella. Así que tan solo me di la vuelta y quedé profundamente dormida con la cara al respaldo y perdida en mi hondonada.

Por la mañana mamá estaba tapada, agradecí a mi hermano en la cocina por entrar a cuidarla a media madrugada para escuchar un llano “yo no fui” .

La siguiente noche entró mi hermano a sentarse a la orilla de la cama, en ese momento me paré como resorte y lo golpeé en el hombro hasta cerciorarme de que ese hombre alto, delgado sentado junto a mamá tenía un-cuerpo a diferencia de quien-quiera-que-haya-venido la noche anterior.

Pasaron los días, las visitas seguían llegando pero la mayoría ya no pasó a su habitación, tan solo sus hermanas y una que otra persona que ella me aprobaba con un gesto, estaba ya en su cama, dormida de lado, abriendo los ojos solo de vez en vez.

Yo hacía la misma pregunta a mi-amigo-el-doctor y él me decía “todavía no, te vas a dar cuanta en la mirada, todavía no”.

Un miércoles mi hermano y yo tuvimos que hacer el trámite más surrealista que un ser vivo pueda hacer, contratar los servicios funerarios para nuestra madre; mi hermano estaba dedicado a todos los asuntos legales, administrativos y fiscales, había hecho ya un análisis comparativo de agencias funerarias y tras escoger las del Panteón Francés que habían hecho la mejor oferta, en las múltiples llamadas que hicieron a la casa y que nos obligaban a mentir cuando mamá preguntaba “quién llamo?” y no poder decir la Señora de Gayosso o la Señora de Galia (nombre de las agencias en la puja). Nos dimos a la misión de ir a escoger en persona el ataúd, la sala de velación y a dar nuestro consentimiento de la logística de la procesión al crematorio. Fue el miércoles más surrealista de nuestras vidas, firmar contratos, leer clausulas, entender que el ataúd se puede donar y escoger la urna. Después manejamos a casa en silencio y nos sentamos a la orilla de la cama para tomar a mamá de la mano, en silencio en el miércoles más surrealista de nuestras vidas.

Las horas siguieron pasando, muchos de los visitantes llegaron desde lejos, muchos viajaron a la ciudad de México para dar el último adiós a Mamá, uno de mis pilares de vida llegó dispuesto a abrazar a mamá y no se conformó con sentarse a la orilla de su cama, se quitó el saco, se quitó su posición, su título, su vida, para subirse a la cama de mi madre -ahora su lecho de muerte- y abrazarla y mirarla a los ojos y recordarle cuánto la admira y la quiere, así estaba mi amigo de preparatoria junto a mamá como a sus 18 años, como en todos esos años en los que se convirtió en uno de los-amigos-de-la-familia para estar ahora ahí en la cama de mi madre hablándole de sus propios hijos con palabras amorosas y llenas de paz.

Fueron muchos los momentos memorables, cada persona hizo el suyo especial, algunos en el teléfono a causa de la distancia o de su propia salud, otros en persona, la mayoría estuvo ahí, con ella, con nosotros, el teléfono seguía sonando pero mamá lo dejó de contestar, la puerta seguía abierta pero mamá dejó de recibir, la gente seguía sentada en la sala pero la puerta de su habitación la cerramos a las visitas. Tan solo Don Luis, los más cercanos y sus hijos entrabamos de puntillas, le hablábamos quedito, dejó de comer, y apenas tomaba agua a sorbitos, las dosis de morfina incrementaron y sus horas de sueño fueron en aumento también, disminuyendo la lucidez, los lamentos se hicieron más obscuros y profundos por las noches y yo seguía con la misma plegaria, que no-se-me-muera a mi sola, que no-se-me-muera a mi sola, era mi plegaria que repetía en mis silencios durante toda la noche, y me daba miedo quedarme dormida y más miedo no escucharla, así que me quedaba atenta toda la noche al menor murmullo. Una noche pidió que mi hermano y yo durmiéramos con ella en su cama, y nos apiñonamos como pudimos, el de un lado y yo del otro, y amanecimos con los pies fríos y el cuello torcido pero ella amaneció contenta de haber pasado la noche en compañía al calor de sus hijos.

Y pasaron las semanas y los días y las horas y cayó en cuenta de que nunca había estado sola, todos estaban ahí, su familia, sus amigos, “sus amistades” como ella les llamaba, Don Luis y sus hijos, todos estábamos ahí, y ella en su camino a la muerte, dando pasitos pequeños en un corredor mullido y bañado de luz.

No hubo cama de hospital, no hubo sondas ni máquinas, no hubo respiradores ni jeringas, no hubo caras desconocidas del personal de turno ni pisos fríos, no hubo “patos” ni sábanas blancas.

Todo fue a su modo, como siempre había sido, en su casa de toda la vida, en su cama, con sábanas de flores, con edredones mullidos, con almohadones de plumas, con su bata delgada, con sus pantuflas cómodas, con su baño, con su regadera, con su jabón de olor, con su peine a la mano, con su pintalabios y su pelo bien acomodado, con su olor penetrado en su habitación, con su taza de té, con sus cojines de la sala, con sus floreros llenos de flores de colores, con su gente, con sus hijos, en su casa.

Fue un viernes cuando ya no se paró de la cama, se quedó todo el día en reposo, y le pregunté muy temprano en la mañana a-mi-amigo-el-doctor mi pregunta de rutina y mirándome a los ojos me dijo, “ya es tiempo, será pronto, muy pronto, quiero que estés con ella todo el tiempo posible”.

Y así se los hice saber a mis hermanos, y me dediqué a hacer un par de llamadas para confirmar la logística, de cada uno de sus grupos de amistades seleccionamos a una persona de contacto y le informamos esa mañana que faltaba muy poco que la próxima llamada que recibieran de nuestra parte era para avisar que mamá nos había dejado. Las instrucciones estaban listas. Y nosotros seguimos con el día, pensando lo menos posible pero todos con una sonrisa en los labios, y alguien llevó la comida, como siempre alguien llevó la comida cada día que yo estuve ahí, alguien lavó los platos y alguien ayudó con la limpieza, yo no lo hice, yo estaba con mamá y cubriendo mi rol de encargada de relaciones públicas.

Esa tarde llegó el cura a dar la Santa Unción y mi hermano la tomó en brazos y con sus dedos la forzó amorosamente a abrir la boca para recibir la comunión, la dejó sobre las almohadas casi desfallecida y el cura se fue y la vecina querida que cada domingo durante casi un mes le trajo la comunión a la casa también se marchó. Cuando nos quedamos en familia, en compañía de las amigas-de-la-familia y de-mi-amigo-el-doctor mamá abrió los ojos y preguntó qué estábamos haciendo, “pues nada!” Dijimos con naturalidad, vamos a cenar, “bueno pues los acompaño” quieres venir a la cocina? “claro” dijo mamá. Mi hermano se acomidió con la silla de ruedas pero ella quiso ir caminando o con la ilusión de ir caminando porque entonces la llevó mi hermano casi en brazos hasta la cocina, donde cenamos y nos reímos como siempre nos reímos cuando estamos juntos, y bromeamos, y comimos y abrimos una botella de vino, y mamá hizo como que comía, y mamá hizo como que bebía, y mamá brindó por la vida con nosotros, como siempre lo había querido, ahí todos juntos los tres y con los amigos como siempre porque esa casa siempre estuvo abierta para los amigos, y mamá hizo como que bebía su vino y mamá sonreía y nos miraba, y yo la miraba mirar y entendí las palabras de mi-amigo-el-doctor, cuando llegue la hora lo verás en su mirada, y así fue, lo entendí en su mirada, nos miraba a todos, y miraba a su alrededor pero no nos miraba, miraba a-través-de-nosotros miraba más-allá-de-donde-nosotros la mirada de mamá estaba en donde nosotros ya no estábamos , nos escuchaba pero estaba viendo más allá de nosotros mismos, como en ese embudo donde se camina de uno en uno a pesar de las fuerzas centrífugas que se sucedan alrededor.

La llevamos a la sala y se sentó abrazando la cabeza de mi hermano. La llevamos a su cama.

A la mañana siguiente su cerebro cerró las puertas de la realidad, su cuerpo se volvió pesado y sin control, falta poco me dije a mi misma sin necesidad de preguntar más a mi-amigo-el-doctor.

Estábamos todos a la mesa comiendo cuando sentí el impulso de pararme para ir a su habitación, la vi, no sé qué vi, pero sentí y lo sabía, le llamé a mi hermano y me dijo con su voz tranquila, “puede estar así durante horas o días”… “abrázala” dije yo, abrázala, tómala en tus brazos y llamé a mi hermana, “ahora voy” me dijo , Ahora –mismo! Dije yo. Y entró a la habitación y le pedí que le diera la mano a mamá y yo tomé la otra mano, y mamá en los brazos de su hijo mayor, con la cabeza de lado sin fuerza y sin control se incorporó de pronto, y enderezó la cabeza y sus ojos se abrieron y miró a su entorno y nos miró, miró a cada uno de sus hijos y se tomó su tiempo y es como haberla escuchado mientras decía en sus adentros: “Carlos Arturo” “Paola María Teresa” “Ana Lucía” todos y cada uno de sus hijos en su lecho de muerte, en sus brazos, en sus manos, en compañía , en su casa, en su cama, en su camisón, en su hogar, en su amor. Después tomó una bocanada de aire la más profunda, la más oscura, cargada de dolor y de alivio, la bocanada de aire que da vida a un recién nacido y que da muerte a un viejo, tomó la bocanada de aire que le impulsó la vida fuera del cuerpo, que la lanzó al universo, salió. En ese momento salió, nos dejó, dejó el dolor, dejó la vida y pasó a ser parte de los misterios. La misma exhalación de aire que da vida y el mismo aliento que da muerte.

Y vi morir a mi madre y le cerré los ojos.

Y entendí lo que es la vida, y todo volvió a tener sentido y la amé más que nunca y di gracias por su muerte, desde ese día doy gracias por su muerte porque la hizo igual que como lo hizo todo en su vida, a su manera a su estilo, y lo logró y la admiro por eso, porque mi madre, Doña Tere vivió la muerte que quiso, la muerte más hermosa del mundo.

Al día siguiente las flores de colores salieron de la casa, y las flores blancas llenaron todos los espacios, su fotografía se colocó junto a la urna y una vela se mantiene encendida desde entonces, una vela en su casa, una vela en mi casa. Desde ese día la amo más todavía y si antes me acompañaba ahora sé que está aquí siempre. Desde ese día la vida cobró aún más sentido. Vi nacer a mi hija mayor, la parí y la sentí en cada espacio de mi cuerpo, viví su llanto y el mío y cuando viví tantísimo dolor mi madre me dijo las palabras más sabias que me pudo haber otorgado “para dar vida hay que morir un poco”. Yo he dado vida y tuve el altísimo privilegio de acompañar a mi madre hasta su muerte, al lado de mis hermanos, muy cerquita los cuatro, tuve el privilegio de ver nacer a mis hijas y tomarlas recién nacidas en mis brazos y tuve el honor de tomar en brazos a mi madre en su muerte, el circulo se completó y la vida cobró aún más sentido.

Viajé de regreso a casa, a la mía, a la de mis familia con mi esposo y mis hijas, sentada en el avión en mi soledad y con mis sentimientos, en una espera por demás larga y vacía de aeropuerto en aeropuerto para llegar a casa, a mi hogar y aprender a entender la muerte y a honrar la vida, la de quien se fue y la de los que están aquí y ahora a mi lado. Han pasado meses por demás silenciosos y en llanto, de ese llanto que inundaba mi alma y se me salía por los ojos. Han cambiado los vientos y me he reencontrado con quien soy, sin sufrimiento, sin dolor.

Y todos los días me acompaña un pensamiento cuando despierto y tarde en la noche cuando me voy a dormir, más que un pensamiento es una sensación cálida y amorosa que me dice que Mi madre murió con estilo, a su estilo y con orgullo puedo decir que tuvo la muerte más bella del mundo y eso me tiene a mí aquí y ahora completa, fuerte y amorosamente agradecida.

En la cáscara de una nuez

Cuando de pequeños pasar la navidad en casa era impensable, la navidad se pasa ”en compañía”, la navidad es para estar en familia, para ver a los abuelos a los tíos y a los primos, la navidad es una casa grande con mesa larga y una lista de platillos esperando en la cocina. La navidad era también una ristra de discusiones que arrancaba simbólicamente en el día de la revolución para pasar religiosamente por la Guadalupana hasta la decisión casi de último minuto y si no era de último minuto sería por lo general de mala manera “en casa de familia o en casa de mi familia”.

Una familia ofrecía una fiesta interminable de primos y risas, de platillos tradicionales desde romeritos en mole con las intragables tortitas de camarón, el pavo y la ensalada multicolor de betabeles con colaciones y cacahuates, otro platillo más de los imposibles de terminar, pero la comida era lo menos importante, para los menores al menos. La fiesta eran los primos, el Tío con su música que a todos nos hacía bailar, la casa llena de calor humano, esa casa vieja de los tíos donde las esquinas se llenaban siempre de secretos y de los misterios de los que antes habían rondado por la casa. En alguna época fue la casa del abuelo materno donde se celebraba la navidad, el recuerdo es muy vago, para cuando mi memoria empezó a funcionar orgánicamente el abuelo ya no estaba con vida, pero lo estaba la tía Lupe y su casa de Lago Valencia. Esa casa que vio crecer a todas las hermanas, donde el zaguán se abría a sus anchas para dejarnos entrar, donde la calle estaba llena de gente que caminaba en paz y que celebraba las fiestas a voces y con cuetes, cuetitos, luces de bengala y cuetones. La casa de Lago Valencia donde se ponía una mesa larga, larga, larga hecha de tablones en el patio, porque no había mesa en el mundo que sentara a tantas familias que durante la noche de navidad éramos tan solo una. La suma de ocho hermanas y el tío da una lista larga por demás de gente unida por lazos de sangre, hermanas y cuñados, hijos e hijas y apenas unos cuantos cargando una nueva generación en brazos. Las sobrinas mayores de mi madre con hijos de mi propia edad, una familia común y corriente, una familia regular de los-cien-años-de-soledad, con la esperanza de que ninguno de los nuevos miembros naciera con una cola retorcida de marrano. Al contrario, las navidades se fueron llenando de más críos hermosos y sanos, de hijos que portaban el nombre de su padre o de hijas que hurtaban la belleza de sus madres. Porque en esa casa se criaron ocho hijas, las hijas del carpintero por demás guapas.

La celebración de navidad tenía música que nos hacía a todos bailar y los que no sabíamos aprendíamos del ritmo de los mayores, la celebración de navidad era la expresión pura de la navidad mexicana, y pedíamos posada y salíamos a la calle en procesión y los pequeños cargábamos con honor la charola donde las figuras de la Virgen embarazada y José jalando la mula eran el inicio de la peregrinación, el resto de la familia venía detrás, cada uno con su velita en la mano que goteaban de cera de colores y su cuadernillo de posadas ese pequeñito donde estaban todas las letras de la letanía pero que a decir verdad nadie las necesitaba, todos se sabían los canticos y más las tías ellas eran expertas en cánticos navideños y de la iglesia y todas se empeñaban en demostrar sus dotes de voz en un coro de sopranos que dejaba en silencio las calles de la colonia cuando las escuchaban pasar. Ahí iban las Sánchez, las hermanas, las hijas de José el carpintero con sus respectivas familias y pedíamos posada y tocábamos en casa de Doña Mariquita y tocábamos aquí y allá para después acercarnos al número doce, donde el zaguán de metal se abría a sus anchas para dejarnos entrar en el coro donde algunas de las tías mayores se habían quedado mientras esperaban nuestra llegada, mientras seguían preparando y meneando en la cocina, hasta que escuchaban nuestros ruegos en-el-nombre-del­-cielo y con su respuesta a coro “Entren santos peregrinos” nos abrían las puertas y entrabamos todos llenos de gozo en los fríos de la ciudad de México que nos hacían sentir el invierno y el espíritu de la navidad. Bebíamos ponche de frutas para calentarnos, se repartían los regalos, el papel de china multicolor de las piñatas volaba por el aire cuando correteábamos por el patio. Ese patio que a mí me parecía tan largo, ese patio con su grandiosa fuente que seguramente ahora no llegará más allá de mi cintura, ese patio con macetones adornados con padecería de azulejos multicolores y con espejos minúsculos que los hacían brillar con las luces de colores colgadas a lo largo de todo el corredor. Esa era la columna vertebral de la casa, el corredor que conectaba las habitaciones, todas construidas a lo largo del terreno y que se accesaba de la una a la otra, todas con tres puertas, una a la habitación de la derecha, otra a la habitación de la izquierda y otra que daba al corredor, ese corredor techado y adornado de macetas, de plantas y de flores que colgaban, que crecían que se entrelazaban, ese corredor por donde las hermanas caminaron sus pasos de vida hasta salir de la casa bien casadas, del salón en un extremo hasta la cocina al otro lado, para regresar en navidades con sus esposos con sus hijos y por qué no las mayores con sus nietos. Excepto Lupe que se quedó a cuidar del abuelo, a cuidar de la familia, a cuidar de los recuerdos a perderse en la casa.

Así eran las navidades Sánchez, que después se fueron diversificando para celebrarse en las diferentes casas, un año en La Campestre y otro en Satélite pero el recuerdo más cálido de las navidades son las de la casa de Tacuba, esa casa vieja de los tíos donde las esquinas se llenaban siempre de secretos y de los misterios de los que antes habían rondado por la casa y la música nos hacía a todos bailar hasta quedar dormidos en los sillones.

Otras navidades eran en casa de los abuelos hasta que por un milagro de democracia familiar se logró la decisión unánime de festejar la Nochebuena con la familia de mi madre y la Navidad con los abuelos, con la familia de mi padre, la familia-de-los-abuelos.

Una sola vez, antes del milagroso acto de democracia celebramos la Nochebuena en casa, nada más nosotros, los tres hijos, Papá y Mamá, nadie podría haber predicho que sería la única vez que los cinco celebraríamos las navidades, fue un acto de amnistía, pero con un peso como plomo, no hubo esa música que nos recorría por el cuerpo, no hubo el baile ni las risas, no hubo posada ni piñata, no hubo “familia” alrededor, sin darnos cuenta que esas cinco personas éramos la familia, la nuestra, la que daba sentido a la vida, nuestro motor, nuestro motivo, nuestra vida.

No hubo muchas navidades más que estuvieran en juego después de que papá muriera, las navidades pasaron a ser una carga sobre los hombros, muchos años dejaron de tener sentido y tratábamos de pasar el trago amargo de las fiestas lo más rápido posible, hasta que la vida volvió a retoñar con nuevas generaciones, con nuevos motivos para vivir.

Ahora ha pasado mucha vida y por qué no ser sinceros y decir también que ha pasado mucha muerte, esa combinación precisa es el mejor método de aprendizaje, ahora que ha pasado tanto entender y comprender, ahora que han pasado años y miles de kilómetros puedo contestar con la voz clara y con una sonrisa radiante que en casa pasamos la navidad en familia, en compañía, claro en la nuestra. Somos cuatro personas, somos el papá-la mamá- la hija mayor-la hija menor, ésta es nuestra pequeña familia y hemos aprendido a pasar la navidad en unidad, en armonía y en un manto de amor que nos abriga. No hay posada, no hay música para bailar, no hay tíos, ni primos, ni abuelos, los abuelos todos se han ido, la familia está en otra latitud, pero lo que existe son nuestras propias tradiciones, estas costumbres nuestras que hemos venido creando entre cuatro paredes, entre cuatro personas, entre cuatro corazones.

Nos pregunta la gente “en dónde van a pasar navidad” en-casa-en-familia es nuestra respuesta, porque la vida nos ha llevado a formar una familia en la cascara de una nuez que flota en el océano, y aquí cabemos estas cuatro personas, con todos nuestros recuerdos, con todas nuestras nostalgias, pero con todo nuestro presente y con todos nuestros sueños.

Esta noche es noche buena y el mantel de flores que llegara un día desde México está ya en una hermosa mesa muy bien puesta, nos pondremos nuestros vestidos nuevos de fiesta y la corbata oficial, cenaremos a la luz de las velas y mañana será navidad, en familia, disfrutaremos nuestros regalos llenos de creatividad y de buenos deseos, andaremos en la casa en pijamas y veremos las películas que más nos gustan sentados todos en el sofá, apiñonados y tomándonos de la mano, jugando juegos de preguntas y comiendo dulces y mandarinas.

Hemos logrado llegar hasta aquí en unidad, formados de esos recuerdos de niños, de esos olvidos de adolescentes y de este presente de adultos, en nuestra pequeña familia que disfruta y ama su muy peculiar navidad.

Flores de ultramar

Dicen que hoy es mi cumpleaños, lo cierto es que yo no recuerdo haber nacido. Mi madre platicaba de un trece de diciembre que llamó por teléfono a Papá para decirle que dejara lo que estaba haciendo para llegar lo antes posible a casa para llevarla a la clínica del ISSSTE de Tacuba, pero mientras mi madre estaba enfocada en el dolor de sus contracciones y tratando de respirar lo más hondo posible quien llegó a casa fue Don Pedro, el chofer de la fábrica, el de los mandados, el corre-ve-y-lleva de papá, el hombre fiel que escoltaba a mi padre a los menesteres que la fábrica demandaba y que debían de hacerse por otras manos, y ahora éste 13 de diciembre del 68 Don Pedro la hizo también además de chofer, de consuelo de una mujer parturienta, que conociendo a mi madre los gritos no habrán sido pocos y las reclamaciones por su presencia en representación de la de mi padre habrán sido aún más vociferantes y sazonadas de aspavientos entre contracción y contracción. Mi madre llegó a la clínica de Tacuba colgada del brazo de Don Pedro, dando zancadas anchas y largas porque “estoy pariendo” , “estoy pariendo” gritaba – como si yo pudiera oírla desde esas entrañas donde me empeñaba en dar empujones- y ella que gritaba y Don Pedro que la tomaba del brazo y los enfermeros que se movilizaron ante el escándalo que una sola mujer puede provocar cuando la cabeza – ésta que ahora llevo sobre los hombros-  empezaba a asomarse al mundo mientras mi madre seguía dando zancadas anchas y largas por los pasillos de la clínica de Tacuba, y así andando ella, empecé yo a andar también y me atreví a asomar la cabeza al mundo seguramente atraída por el escándalo y las voces de mi madre diciéndole a todo el mundo lo que debía de hacer. Apenas se posó sobre la camilla y estaba yo dando gritos entonces, en una competencia histérica de madre-en-dolor y de cría-recién-parida.

Papá llegó a la escena poco después, cuando las aguas se habían calmado, llegó acompañado de los abuelos, porque los abuelos siempre le acompañaron, o porque quizá nunca dejaron de estar juntos. Llegaron a conocer al tercero o la tercera, lo que fuese sería bienvenido, no fue planeado por supuesto, no fue ése anhelo del tan deseado bebé, ése sueño se había cumplido ya con el primogénito que llegó como regalo del cielo a cumplir los sueños de Papá con un hijo varón que llevaría su nombre completo con honor y con orgullo, después la princesa de la casa que llenó la vida con un por demás abundante halo de ternura para ser portadora del nombre de la madre adornado de un primer nombre por demás elegante y gracioso. Así la vida familiar se había completado ya a mediados de 1967 y pum! Caplúm! 1968 llegó con oleadas de estudiantes en manifestaciones internacionales transformando el paisaje de París con barricadas donde estudiantes y militares se atacaban y protegían los unos contra los otros, así se vivió la primavera de París para seguir con la primavera en Checoslovaquia y de ahí engarzarse como perlitas de gracia al collar de las olimpiadas de México 68 y salpicarse de la sangre de los estudiantes en Tlatelolco y mi madre ahí con su barriga creciendo, viendo las noticias desde lejos en la televisión en blanco y negro donde los abuelos veían cada semana y religiosamente “La Caldera del Diablo” en sus capítulos de 30 minutos que eran el punto culminante de la tarde del domingo en convivencia familiar. Y ya estaban ahí los dos primeros nietos, el niño y la nena que serían la representación del orgullo y de la dulzura para que en la primavera del 68 al mismo tiempo que París y Checoslovaquia vivían sus propias transformaciones mi madre informaba de su tercer embarazo, el que “sucedió” el que “a ver que sale” el que “lo que sea será bienvenido” y andaba con sus vestidos de maternidad con minifalda y sus peinados de 15 centímetros de altura confeccionados en el salón de belleza con una buena cantidad de spray para asegurarse que se quedara quieto de sábado a sábado, y el flower power tomaba fuerza y el ambiente olía a peace-and-love y México preparaba su villa olímpica y los estudiantes hervían en la ciudad universitaria. Y ahí estaba mi madre criando a dos bebés y viendo crecer una panza que se arrullaba con las risas y las travesuras de sus hermanos mayores.

Dicen que es mi cumpleaños pero lo cierto es que yo no recuerdo haber nacido, aunque parece ser que llegué de golpe y porrazo en los pasillos de la clínica del ISSSTE de Tacuba con una madre altamente parturienta dando voces en espera de su marido quien tomó con calma el acontecimiento, después de todo ya había presenciado los partos anteriores y ya no habría nada nuevo bajo el sol.

Luego vino la tremenda batalla de darle nombre a la criatura – e ésta –  la recién nacida, que Papá lo único que pedía es que no naciera el día doce porque eso me hubiera dispuesto en automático a ser Guadalupe con todo lo que conlleva, cuetes y cuetones compartiendo el nombre con unos cuantos millones de mexicanos más sin importar el género y además la familia contaba ya con una Lupe muy bien posicionada, así que no hacía falta una más. La niña, porque fue niña y bien recibida, llegó un día después de la celebración nacional y por suerte y gracia de todos los santos el nombre del calendario fue Lucía, sí señor porque soy una chica de calendario – que desde el primer momento fue bien recibido por la cúpula familiar, Lucía santa patrona de los ciegos, Lucía de Siracusa, Siciliana y mártir, nada mal, nada mal para la criaturita que daba de gritos con los pulmones bien anchos para hacerse oír y hacerse notar en el ahora fortalecido ambiente familiar. Pero había que acentuar el nombre, uno sólo así tan santo y tan mártir no era suficiente había que encontrar un nombre que recordara a algún miembro familiar querido y fue Ana a quien me toco hacerle los honores, esa Tía Anita que en su lecho de muerte mi madre le prometió que si el bebé en camino era niña le bautizarían en su honor, y así fue Ana la niña en honor a la Tía que criara, cuidara y adoptara a mi abuela Alicia y a todos sus hermanos – Lydia, Esperanza y Arturo –  cuando su madre murió allá en Chihuahua y el Padre los llevó a la capital a la casa de Anita y Pedro de visita, y mientras tomaban un café en la casa de la Colonia Argentina el hombre se aseguró de que sus cuatro hijos estuvieran sentados a la mesa con una buena taza de chocolate servido por la cuñada Anita para después anunciar que saldría a la calle a comprar cigarros; que seguramente habrán sido muchos porque nunca más se le volvió a ver. La abuela y sus hermanos crecieron en la casa sin hijos propios de la Tía Anita que era una mujer de carácter fuerte, de rostro adusto y de trato áspero y que en compañía de su esposo quien era un poco más corto, de palabras, de carácter y de altura y por lo tanto apodado el Tío Periquito haciendo honor de su flacucho cuerpo y personalidad, se dieron a la tarea de criar a los cuatro huérfanos como si fueran propios, huérfanos de madre muerta y huérfanos de padre-que-fue-por-cigarros como tantos otro miles de huérfanos en la ciudad de México. Alicia y sus hermanos, la que nació en Chihuahua y llegó a la capital en un tren del porfiriato, crecieron y porque no también murieron en casa de Anita y el tío Periquito, Lydia murió joven y de ahí que el nombre se siguió heredando en la rama materna de la familia. Pero Anita murió de vieja y mi madre con los sentimientos a flor de piel cargando tremenda barriga se puso a hacer promesas en el lecho de muerte de la Tía que era poco graciosa y poco amorosa, para perpetuar, al menos el nombre en la criatura que naciera el 13 de diciembre.

Dicen que es mi cumpleaños, lo cierto es que yo no recuerdo haber nacido, pero llegué a ponerle un poco de sal y pimienta a la que ya se consideraba la familia perfecta, con su niño y niña, el papá además de pianista, empresario y la madre además de ama de casa, profesora de primaria. Así llegué yo a buscar siempre el nicho que no estuviera ocupado por los mayores y a crear espacios propios.

Un trece de diciembre que yo no recuerdo dicen que fue mi parto y desde entonces me llaman Lucía, como la mártir y en el nombre vino la penitencia y llegué como producto de exportación hace ya más de trece años a uno de los países donde Santa Lucía domina la escena pública, al país donde la noche más larga del año se celebra con luces y donde los fantasmas y criaturas de la obscuridad se celebran con canticos medievales de albor y esperanza.

Ahora camino por la vida con un nombre peculiar en éstas latitudes “Ana Lucía” donde el Ana debería de tener doble N para ser un nombre propio decente y Lucía está dedicado exclusivamente a la Santa y a la celebración, así que yo muestro constantemente una identificación que se pudiera leer en traducción libre como: “una pizca de imaginación de la noche más larga del año” – “ana” se aplica para imaginar y la gente normal no anda por la calle diciendo que es Lucía, es como saludar a la multitud con la seguridad de portar el nombre de “la esposa de Papá Noel” o pero aún tener el atrevimiento de llamarse “Día Nacional”, pero la cabeza negra-que-peina-canas y el acento por demás latino ayuda a abrir las puertas de la comprensión con el toque culminante de que en el número de persona es tan fácil entender que mi cumpleaños es diciembre trece, y hay que gracia les hace! Pero si te llamas Lucía! Y qué casualidad naciste un trece de diciembre! Que coincidencias de la vida! Y yo sonrío con mi cara de plato con la seguridad de que en el nombre está la penitencia, y lo escucharé hasta el último día de mi vida en Suecia.

Trece de diciembre, y dicen que es mi cumpleaños, yo lo celebro con palabras, con las que se reciben, con las que se leen, con las que llevo puestas en mi nombre y en los dedos que no dejan de presionar las teclas del ordenador. Santa Lucía se celebra allá afuera, a Lucía la celebro yo aquí dentro, aunque no recuerdo haber nacido quien me rodea procura recordármelo, con palabras y con flores, porque incluso hoy recibí flores de ultramar, mi hermana que ha sido siempre un modelo de vida mandó flores rosas, blancas y violetas al otro lado del mundo para celebrar a una Lucía en medio de tanta Lucía santificada que se celebra de en éste país de frío y tinieblas.

Dicen que hoy es mi cumpleaños, lo cierto es que yo no recuerdo haber nacido, pero hoy quien me quiere me celebra y yo me avoco a celebrar la vida, ésta que me gusta tanto y que porto con alegría y orgullo, hoy celebro la vida aquella que empezó con la corredera de mi madre en los pasillos de la clínica de Tacuba hasta ésta aquí y ahora sentada con mis palabras, escuchando a Jamie Cullum en su versión libre de “Make someone happy” y acompañada por las flores que mi hermana me hizo llegar del otro lado del mar.

No se necesita ser adulto

Hoy llegó el paquete por correo, el contenido un pequeño libro a todo color con apenas 18 páginas, unos cuantos gramos de peso nada más, pero para nosotros, para los Sivertsen es uno de nuestros proyectos de vida. Una vida que empezó hace unos cuatro años cuando nuestra mayorcita, Runa quien entonces tenía 9 se acercó a la mesa de la cocina a enseñarnos esas hojas tamaño carta que había doblado a la mitad y engrapado al centro para formar un cuadernillo que quedó casi perfecto y en el que después empezó a dibujar y escribir lo que sería su primer cuento.

Así nació “Smilla va a la guardería” el primer cuento de autoría de Runa, y así vio la luz por vez primera “Smilla”  (Esmila) que es un personaje creado por Runa.

Ese primer libro lo guardamos con mucho cariño en un cajón, pero empezó a tomar vida propia cuando sentados nuevamente a la mesa de la cocina, donde suelen suceder los mayores acontecimientos de nuestra vida, empezamos a cavilar la idea de que así como Runa seguramente otros niños, o quizá cientos de niños o mejor aún miles de niños en el mundo están deseosos también de escribir e ilustrar sus propios cuentos.

La semilla estaba sembrada y empezamos a darle un poco más de forma haciendo una profunda investigación sobre literatura infantil, pero no ésta literatura de la que todos hemos sido consumidores, donde los adultos son los autores y los niños son únicamente el receptor, sino que buscamos niños autores, niños que hayan publicado sus propios libros, claro que el primero y casi único que salta de manera automática es Anna Frank pero no encontramos ninguna editorial dedicada a la publicación de niños escritores. Quizá alguno que otro concurso en el Reino Unido o algo más allá en Canadá pero ningún esfuerzo significativo y consistente por publicar y promover literatura de autoría infantil.

La idea siguió germinando hasta que un buen día nos pusimos serios, nuevamente en torno a la misma mesa de la cocina donde se toman las decisiones más importantes de ésta familia y decidimos tomar el riesgo, si nadie más lo ha hecho nosotros seríamos los primeros.

Después de todo, nadie apuesta a perder.

Las investigaciones continuaron y por algún tiempo navegamos en las aguas de la Convención Mundial de los Derechos de los Niños que es un capítulo de los Derechos Humanos por demás apasionante y que cualquier individuo debería de estar al tanto de su existencia y de su contenido, porque simplemente todos estamos en contacto de una u otra forma con niños. En ésta convención descubrimos hechos sumamente atractivos, como el derecho del niño a expresarse, su derecho a la información o el derecho a la creación artística. Todos estos capítulos de la Convención fueron un motor que incitó aún más el deseo de promover la literatura de autoría infantil la cual consideramos un nicho en el mercado que nadie nunca se había asomado a ver.

A los 50 años recién cumplidos Tomm toma el riesgo de dejar la estabilidad de una vida y una reputación de diseñador gráfico con una cartera de clientes establecida en México y en Suecia para dedicarse por completo a la creación de la primer editorial a nivel internacional dedicada a promover el género (acuñado por él mismo) de literatura-de-autoría-infantil así en febrero del 2012 se da de alta la editorial PLIPLOP Books, para en cuestión de días recibir también el registro internacional de la marca “Libros de Niños Para Niños” (Books by kids for kids / Av barn för barn – en Suecia) y así empieza el largo peregrinar por terrenos nunca antes recorridos.

Objetivos, procesos de creación, procesos de producción y al poco tiempo en el mismo año Pliplop books publica su primera serie de e-books con una decena de niños autores entre 10 y 12 años de edad que participaron en la primera actividad de escritura e ilustración en busca de nuevos autores.

Los e-books se empiezan a vender no solamente en Suecia sino que despuntan en mercados como Norte América, el Reino Unido y Australia. La historia titulada “El mejor equipo de hockey” se convierte en un best seller en Canadá.

Y el proyecto sigue caminando, y recibimos la “bendición” del maestro Tomas Tranströmer (Nobel de literatura 2011) quien ve con buenos ojos el proyecto y desea el mejor de los éxitos a los jóvenes talentos creadores de la nueva literatura infantil.

La paleta cultural que ofrece la sociedad Sueca nos permite tener autores no únicamente de origen escandinavo, sino que en la lista de nombres de los talentos de nuestra editorial se pueden leer apellidos Sirios, Tailandeses, Kurdos y Latinos, lo que nos guía a que los libros además de publicarse en Sueco e Inglés se publiquen también en el idioma materno del niño-autor y esto ensancha los canales de integración en ésta sociedad y por qué no del resto del mundo.

Han pasado ya tres años, casi cuatro, de que el esfuerzo empezado en torno de la mesa de la cocina ha tomado forma, y empieza a dar más que frutos, empieza a dar resultados por demás satisfactorios.

Cuando tengo el gusto de acompañar a Tomm a alguna presentación de la editorial me gusta iniciar con una frase que he acuñado a lo largo de la vida “estamos aquí porque somos de las personas que sabemos que podemos cambiar al mundo” y qué mejor manera de cambiarlo que con palabras, con educación, con dibujos, con la expresión infantil, con la literatura creada por niños.

Ahora la empresa es ya una Sociedad Anónima que se llama Pliplop Group y contamos con más de cincuenta autores que están entre los 10 y los 12 años de edad, Tomm trabaja de tiempo completo en la editorial, con días de 18 horas, con semanas de siete días, con meses de poco descanso y con vacaciones de poco ocio. Aunque la empresa sea ahora todo un “Grupo” Tomm sigue siendo el director de la misma, el encargado de producción, de distribución, de finanzas, de ventas, el director creativo, el responsable de mercadotecnia y el primero en abrir la puerta por las mañanas y el último en cerrarla, cuando se llega a cerrar. Runa sigue escribiendo e ilustrando, ahora ayudando también a la formación de originales para publicación que prepara con esmero en su propia computadora con una habilidad sorprendente en el photoshop, Mia mi Mia sigue encargada del proceso de colorear los libros de su hermana, porque ése es el trabajo principal de Mia en ésta familia, darle color a nuestras vidas y yo sigo en el rol de consejero de la junta directiva que sigue sesionando en torno a la mesa de la cocina mientras con una mano muevo la cacerola y con la otra sirvo la comida.

El proyecto no se ha modificado, seguimos con la firme intención de cambiar al mundo y de seguir creando, publicando y promoviendo la literatura-de-autoría-infantil, dándole a cada autor el mismo trato profesional que a cualquier autor adulto, orgullosos todos nuestros autores de firmar su contrato de derechos de autor y de recibir religiosamente su cheque de regalías cada año al empezar el verano, porque “No se necesita ser adulto para ser autor”, de eso estamos convencidos.

Esta navidad seguimos promocionando los libros en formato e-book de todos nuestros autores en todos esos canales de venta que no dejan casi ningún rincón de los países occidentales sin tocar, desde el iBooks store hasta Amazon pasando por una lista infinita de tiendas de libros por internet; pero justo ahora nos aventuramos a dar un paso más en el territorio de los libros Print-on-demand, porque la clientela pide además de la versión electrónica la versión de papel.

Esta tarde llegó un paquete por correo, el contenido un pequeño libro a todo color con apenas 18 páginas, unos cuantos gramos de peso nada más, pero para nosotros, para los Sivertsen es uno de nuestros proyectos de vida. Una vida que empezó hace unos cuatro años cuando nuestra mayorcita, Runa quien entonces tenía 9 llegó a la mesa de la cocina a enseñarnos esas hojas tamaño carta que había doblado a la mitad y engrapado al centro para formar un cuadernillo que quedó casi perfecto y en el que después empezó a dibujar y a escribir lo que sería su primer cuento.

A sus trece años Runa es autora de “Smilla” una colección de siete libros y nuevos títulos en camino, todos ellos con ventas en América, Europa y Oceanía, pero hoy por vez primera vimos a “Smilla” publicado a todo color en un libro de unos cuantos gramos pero que contiene uno de nuestros más grandes proyectos de vida, porque los Sivertsen somos de éste tipo de personas que sabemos que podemos cambiar al mundo y que mejor que con palabras, con ilustraciones y con un poco o un mucho de literatura-de-autoría-infantil.

 

Un país que no existe

En mi filmografía-particular, en ésa larga lista de películas que podría ver una y otra vez, o que literalmente he visto más de veinte veces desde el When Sally met Harry o Love actually se ha añadido una por demás especial, que está enmarcada en Londres, que está aderezada en inglés británico y que el personaje es un pelirrojo de ojos azules que está parado muy lejos de un Hugh Grant pero que tiene esa mirada y esa manera de cerrar los puños que me atrapa desde la primer secuencia.

La película se llama About Time y otro de sus méritos es que Bill Nighy hace el papel de “el padre” que no deja nada en el vacío, llena absolutamente todos los rincones con su presencia, con sus movimientos y con su andar que lo podría reconocer incluso con los ojos cerrados.

About Time tiene una historia de amor convencional y una pareja convencional, que me recuerda a mí misma en esa edad donde uno soñaba en dedicarse únicamente a leer el día entero como editora y donde uno andaba con un peinadillo curioso acompañado de faldas muy largas, de botines muy viejos y de suéteres de mangas por demás anchas, que de vez en vez empujaban el marco de los anteojos cuando se resbalaban a lo largo de la nariz.

La película es del 2013, yo la descubrí en la televisión hace apenas un par de meses y ya he alcanzado a verla al menos seis veces, la primera por suerte en soledad, lo cual me permitió secar un par de lágrimas, un par más en compañía de la familia y el resto a escondidas para evitar un eco de voces que dice “no otra vez”, pero es que la combinación de la teoría del tiempo, Bill Nighy y la posibilidad de aprender a hacer las cosas bien a la primera me resultan una receta por demás irresistible.

Aprender a hacer las cosas bien a la primera, parece una labor después de una larga vida de santidad, o acaso después de una, por demás, larga vida de tropiezos, en mi caso es el segundo, tropiezos de esos que te dejan la nariz raspada o la rodilla descascarada hasta los tropiezos que dejan un ojo morado o una temporada fuera de circulación en el hospital de la vida hasta que uno se aprende la lección.

Hacer viajes en el tiempo sería la trampa más encantadora que nos podríamos hacer a nosotros mismos para volver a hacer la tarea una y otra vez hasta aprendernos las respuestas y llegar al día siguiente al examen sin que el profesor nos reconozca y poder contestar bien cada una de las preguntas sin esfuerzo alguno, o quizá para reconocer al amor sin necesidad de pruebas maratónicas de error-llanto y lamentos o mejor aún encontrar el trabajo ideal. Trampa – trampa absoluta, pero pensándolo bien prefiero creer que aun teniendo la posibilidad de viajar en el tiempo tengo la oportunidad de hacer las cosas bien a la primera, de saludar todos los días a la recepcionista con una historia que la haga reír y de abrazar todas las noches a Mia-mi-Mia en su cama y llenarla de besos para preguntarle porqué la amo tanto y que me conteste con esa vocecilla de pito “no lo sé”, pero yo sí que lo sé pero no se lo digo porque es nuestra escena muy particular y cuando sea adulta y cuando le toque a ella ser la mamá, se acurruque también en el cuello de su propia criatura para decirle cuanto la ama y llenarla de besos y preguntarle porqué la ama tanto y Mia-mi-Mía en sus adentros tendrá entonces la respuesta a mi pregunta.

En aquel momento habrá dado la vuelta el tiempo, pero ahora no necesito viajar en él, ahora ya no, quizá antes lo hubiera querido, quizá antes hubiera querido regresar a mil secuencias de vida, quizá antes hubiera querido hacer y deshacer, editar y agregar efectos especiales, ahora ya no, ahora está perfecto como es, porque alguien a quien le he robado muchas frases de vida me enseñó que “hubiera” es un país que-no-existe, así que no hay boletos para llegar ahí.

Ahora lo sé y he dejado de buscar ese boleto, ahora que he quemado mis naves, pero aun así seguiré viendo a escondidas About Time aunque sea para hacerme un ovillo en el sofá y pensar muy muy para mis adentros que ahora no necesito viajar más en el tiempo, porque hubiera es un país que no existe cuando aquí y ahora simplemente tan solo-hay.

El contrapeso

Por alguna extraña razón la línea de tren Eskilstuna – Katrineholm – Gotemburgo ha hecho modificaciones en sus itinerarios y rutas, y no pudimos reservar boletos para el viaje planeado, no de último minuto en mi mentalidad latina, pero sí de último minuto para el resto del equipo por demás escandinavo, cuatro días de anticipación mexicana son cuatro días de retraso en sus agendas, pero no hubo boletos y mi jefe y yo decidimos irnos en auto. Cuatro horas y piquito de carretera son suficientes para una larga charla, desde revisar los proyectos que tenemos sobre la mesa hasta hacer un análisis agudo de la situación laboral en los equipos en los que participamos, en otras palabras para mi es que vamos sacándole la garra a dios y a todos sus santos vestidos de troles suecos, pero él considera que vamos haciendo un muy sano análisis del ambiente laboral.

Y mi perfil formó parte del análisis también, por-supuesto, ir de pasajero no me daba boleto de estar exenta de los comentarios y más aun tomando en cuenta que hay un nuevo “kid-on-the-block” que porta el traje de director. Y éste nuevo personaje le preguntó a mi piloto-compañero-de-cuatro-horas-y-pico de recorrido en auto y por si fuera poco jefe directo, le preguntó en pocas palabras “bueno y qué onda con Lucía”  … o algo que habrá sonado sumamente similar en sueco.

Y el “qué-onda-con-Lucía” me llama por demás la atención ya que no es una pregunta que se haga de manera regular sobre ninguno otro de los colegas o (para ser inclusivo e igualitario en géneros) de las colegas, “qué-onda-con-Lucía” es un cuestionamiento que pocos hacen en función de cualquier otro colega, nadie anda por los pasillos preguntando a sus compañeros “que-onda-con-Gunilla” ó “que-onda-con-Pernilla” (todos ellos nombres reales de gente real en los pasillos de la organización) sino el punto de curiosidad, el objeto de cuestionamiento es la combinación extraña de: mujer, madura (hace unos pocos ayeres que los 25 se me quedaron guardados en la maleta), profesional y tararán! Latina, no simplemente latina, sino mexicana, simplemente María.

Y es ahí cuando salen muchos comentarios y opiniones, una fiesta de adjetivos y calificativos vuelan por los aires y las versiones se contradicen porque eso de la aceptación es un arte y para crear arte se requiere de sofisticación de los sentidos.

Los jefes que he tenido a lo largo de los años caben todos en el cajón de la gaveta donde se acumula la madurez en combinación con un par de tanates, diría mi abuela, muy bien puestos; ellos han sido los visionarios que saben de antemano que mi trabajo les elevara, como el molinillo a la espuma del chocolate, ellos saben que mis logros serán sus logros también y mis resultados serán medallas que ellos como superiores se colgarán al pecho, ellos saben por demás que la integración-igualdad y multiculturalidad en los equipos de trabajo son bien vistos en los ojos de los superiores y hay qué fácil es poner a la-mexicana en sus equipos y así poder palomear todas las minorías bajo un mismo nombre: mujer-palomeado, mayor-palomeado, mexicana-que-fruta-vendía: palomeado. Así minoría de género, minoría de edad, minoría de nacionalidad todo cabe en el mismo jarrito, después de firmar mi contrato se pueden dar el lujo de firmar el resto únicamente con Ingenieros, hombre-jóvenes- recién egresados-y-suecos así instalar en cada una de las sillas a esos adonis escandinavos herederos de la genética del dios Tor, con su 1.95, ojos azules, cuerpos más que entrenados y sus cabezas rapadas, ya que la cabeza de pelo negro-cano-representación de las minorías absolutas se sienta en el escritorio del fondo.

El “qué-onda-con-Lucía” recibió una respuesta que me sorprendió, porque al paso de los años he recibido muchos adjetivos calificativos, algunos de ellos los he guardado en los cajones de los recuerdos y otros los desecho en automático en el basurero, salvaguardando siempre a la personalidad y la autoestima. De los calificativos más monos y cariñosos es el que recibí desde recién nacida hasta pasados los veintitantos por parte de mi abuela, y ese lo escribía ella a mano en la tarjeta de mi regalo de cumpleaños y en la tarjetita de mi regalo de navidad “para la más pícara de mis nietas” esa era yo! Si señores y señoras de los trece nietos era yo la que era la pícara para la abuela y esas son etiquetas amorosas que forman cinceladas precisas en la personalidad. He escuchado generalmente que soy creativa o que soy inteligente, pero no hay precisión científica en ello, personalmente yo siempre me he considerado a mí misma un catalizador que si lo buscamos en el diccionario sale de primer golpe algo como esto: Sustancia que hace más rápida o más lenta la velocidad de una reacción química sin participar en ella. Pero si ser sustancia no se encuentra tan halagador entonces caemos en la segunda definición: ”Persona o cosa que aviva y da empuje a algo, o que atrae y agrupa fuerzas, ideas o sentimientos” y ésa si me gustó, ésa definición sí que me la pongo y me salgo a la calle a pasear con ella, avivo y empujo, atraigo y agrupo y soy capaz de manejar fuerzas, ideas y sentimientos. Así si baila mi’ja con el señor, esa definición de catalizador la puedo adherir con gusto a mi pasaporte justo en la línea donde se especifica la nacionalidad, mexicana-que-fruta-vendía.

Pero en mis cuatro horas y pico sentada en el V70 escuché otra definición de mí misma, como respuesta a la pregunta de “qué onda con Lucía” mi jefe-cara-pálida dio como definición “Lucía es el contrapeso” jaha! dije yo en voz alta con mi mejor acento sueco “contra-peso”! y lo miré fijamente a los ojos y él gesticuló como quien se va aproximando al escenario para apoderarse del espacio frente a su audiencia, se acomodó ante sus luces imaginarias y empezó un monólogo donde el tema central era mi persona y al mismo tiempo fungía como la única audiencia cautiva de la sala y me repitió la respuesta que le dio al nuevo kid-on-the-block- con traje de director: Si quieres tener un equipo de gente un grupo de managers donde reine la unidad y la unanimidad, entonces no invites a Lucía, si quieres que se haga únicamente lo que tu planeas, entonces no invites a Lucía, si quieres que todos tus managers te den la razón, entonces no invites a Lucía, si quieres que los procesos sigan su cauce natural, entonces no invites a Lucía, si quieres que se haga únicamente tu voluntad y que no se cuestionen los objetivos y las metas, entonces no invites a Lucía. Lucía es el contra-peso, va a cuestionar lo establecido y va a encontrar alternativas donde nadie las había visto antes, Lucía va a ver oportunidades en las ranuras donde el resto veía riesgos de fractura. Lucía va a tomar decisiones tan rápidas y ágiles que necesitarás correr detrás de ella y la mayoría de las veces vas a llegar con el aliento en la mano. Lucía va a elevar los proyectos al siguiente nivel y va a exigir del equipo a dar más de lo que estaban dispuestos, Lucía se va a reír en voz alta sin importar que sea la hora del café o que sea una junta de consejo, Lucía va a ser el contra-peso en un ambiente laboral establecido donde la mayoría de los que ocupan las sillas están acostumbrados, educados y programados a decir que sí en un canto de conformidad. Así que si quieres llevar la fiesta en paz y que todos bailen a tu ritmo no invites a Lucía a tu grupo de managers.

Jaha! volví a decir yo en mi mejor acento sueco con una colita de ironía mexicana, “no estoy segura si tu campaña es para promoverme o es para dejarme en la banqueta” le dije, y su respuesta fue clara, “si el new-kid-on-the-block-con traje-de-director es lo suficientemente inteligente te hará llegar una invitación”.

Para eso se necesitan ese par de tanates que mi abuela siempre traía en su bolsita de mano junto con el novenario y el monedero para comprar las tortillas, me dije viendo por la ventanilla del V70 la oscuridad de las seis de la tarde en un trayecto de cuatro horas y pico entre Eskilstuna y Gotemburgo.