Sin-cuenta y siete… y contando

Pues desperté, desperté como cada mañana con la cabeza sobre la almohada, el cabello en la cara, una pierna al aire y la otra cubierta por el edredón. Desperté y escuché mi respiración, el aire entraba y salía sin contratiempos de los pulmones, las fosas nasales haciendo su trabajo sin mayor reparo. Desperté con la conciencia de que el corazón ocupaba la misma cavidad de ayer. Desperté sintiendo en mi piel los cincuenta y siete años de vida vividos, aquí y allá. Los años vividos antes y ahora, los años vividos de día y de noche, en vientos y en desiertos, los años vividos aún cuando no sabía que estaba viviendo.

Que fácil sería extender un mapa, de esos de antes, de papel, grandes, ruidosos y arrugados sobre la mesa y ver la línea del tiempo que nos tocará vivir, aquí una curva y luego vuelta a la derecha, aquí te enamoras y cinco kilómetros más adelante te dejarán con el alma rota. Luego frenas un poco para agarrar vuelo y subir la pendiente porque será una escalinata de retos profesionales y después de un par de caminos forestales donde las cascadas te hacen compañía a lo lejos y los árboles te dicen en el viento que has logrado llegar a un claro de calma empieza un nuevo terreno empedrado donde la maternidad no te dejará pegar el ojo, en los días y noches venideros, en los años que se acumularán entre risas, tu completa aceptación hasta tu completa incredulidad de ser la madre de tus hijos por los siglos por venir.

Desperté queriendo abrir el mapa sobre la mesa grande del comedor, extenderlo en toda su plenitud para poder orientarme en el camino, después de todo amanecí con 57 años a cuestas y quisiera ver las líneas del tiempo y poder leer el trayecto por venir. Pero el mapa es una cartografía del pasado, es una recopilación de memorias, es un punto clavado en el ahora y no me permite desenfundarlo para leer el siguiente paso.

El mapa que pretendo leer yace virginal, puro y mudo ante mis ojos, no me delata ni por un instante revelación alguna, se niega rotundamente a darme un susurro o mínima premonición, es un mapa de piedra que se mantiene silente, es un mapa de agua que fluye del pasado al aquí-y-ahora, es un mapa que se desaparece como nieve en mi mano tibia cuando el mañana se asoma en la esquina del papel.

Desperté con cincuenta y siete años en cada poro, en cada cabello oscuro y en cada cana, desperté con cincuenta y siete años en cada arruga y en cada pestaña, desperté para andar los pasos que me llevarán al siguiente día. No hay prisa, no hay carrera, no hay «hubiera», no hay vuelta en «u». Estoy dispuesta a seguir andando mientras haya camino, camino frío de invierno, camino pendiente, camino árido, lodoso, áspero, sinuoso, oscuro y vibrante. Lo tomo, lo acepto, lo recibo porque me he calzado con los todo-terreno que la vida me ha enseñado a usar, porque me he calzado con piel gruesa en las plantas de los pies y he aprendido a andar.

Esto de andar no ha sido fácil, aprender a caminar es el logro del bebé, unos cuantos meses de vida y el milagro se da ante los ojos amorosos de los padres, unos cuantos meses de preparación, de balance, de caídas a menos de medio metro del suelo y el ser humano en proceso aprende a caminar, a transportarse de un lado al otro. Pero andar, lo que se dice andar, andar por el mundo con sus propias cargas a cuestas, andar sin caer con frecuencia y a velocidad desenfrenada; andar con balance de mochila a la espalda donde otras vidas forman parte del equipaje, ese andar pocos lo enseñan. Ese andar que nos obliga a seguir adelante para no quedarnos tirados en la cuneta, ese andar que nos da una patada en el trasero de vez en cuando.

Ese mismo andar es el que me ha parado de la cama hoy, justamente hoy que oficialmente estreno el primer día de mis próximos 57 años. Quiero creer que tendré 57 años los próximos 364 días y que cada uno de ellos se unirán a mi mapa de vida y que en un año podré mirar atrás y evaluar los aciertos y las enseñanzas que al día de hoy son apenas aire frente a mis ojos. Andaré cada día, como el único que tengo. Andaré cada día consciente de que lo que suceda no es definitivo, que todo es relativo, que todo es cambiante. Andaré cada día como hasta la fecha, buscando la calma, la satisfacción que augura una noche de descanso profundo, de sueño sincero, de despertares sin sobresaltos. Andaré con mi palo-de-ciego en la mano tratando de advertir el siguiente paso sin necesidad de verlo. Andaré como lo he hecho en la mayor parte de mis años: despeinada, con botines de colores provocadores, con anillos que adornan cada uno de los dedos de mis manos y me hacen sonreír cuando los miro y valoro la gracia de saber reírme de mí misma. Andaré con el pelo cano, ondulado y despeinado, andaré con los labios rojos y las gafas grandes, con la capa amarilla y con el pañuelo despampanante al cuello. Andaré cada día de la mano de quienes más amo aunque las palmas no requieran de tocarse. Andaré con los personajes de los libros leídos en la neblina eterna de mis pensamientos y con los estribillos de las canciones escuchadas una y otra vez en el tímpano de la nostalgia. Andaré sola, porque así nacemos, porque así vivimos, pero seguiré andando en paralelo de los que me quieren, de los que quiero y de los que me han querido. Andaré en silencio porque me gusta ser sombra y pasar desapercibida, andare en silencio porque me gusta ser susurro y pasar por neblina. Andaré en silencio para escuchar a los otros, para que mi voz no desentone y tener el tiempo de escuchar otros latidos. Andaré en silencio para que mis palabras no desafinen y dar espacio para que la luz ocupe el sonido.

Prometo que seguiré andando, cada día con todos estos cincuenta y siete años que se me han echado encima, prometo que seguiré despertando con la cabeza sobre la almohada, una pierna al aire y la otra cubierta por el edredón, prometo que seguiré despertando después de largas noches de descanso donde la paz invade los sueños y la tranquilidad añade seguridad al trotar. Prometo el siguiente paso, con mis botas-todo-terreno, prometo el siguiente paso aunque el mapa no me desvele la ruta. Prometo dar el siguiente paso con todo lo que he acumulado en cincuenta-y-siete años de vida. Prometo dar el siguiente paso con todo lo que he dejado, soltado, abandonado y olvidado.

Pues así espero mañana despertar, con mis sin-cuenta y siete y con el mapa en blanco.

Mujeres independientes… de Buenos Aires a un balcón con vista a la Via Laietana


Quinto piso a la derecha, un ascensor antiguo, tan antiguo como el edificio, la calle y el barrio en los cantos soleados del Barrio Gótico, un piso de habitaciones individuales, chicos y chicas todos menores de treinta años con cocina compartida, dos cuartos de baño y un balcón privado con vista a la via laietana, ese es el nuevo rincón del mundo donde mi menor a sus flamantemente veinte años cumplidos se ha mudado para dar sus primeros pasos como ciudadana del mundo, independiente y autosuficiente.

El viaje empezó mucho antes, mucho tiempo atrás, en una ciudad de méxico que esbozaba modernidad y dejaba de lado los vestidos de talle ajustado, las crinolinas y las faldas a la rodilla para dar paso a las minifaldas y peinados de salón formados a fuerza de laca y rulos de plástico, una ciudad de méxico de mujeres con pestañas postizas y línea de ojos negra, negrísima. Mujeres con licencia de conducir y un diploma profesional colgado en la pared de casa de los padres a manera de cuadro de honor. Así en la que fuera la casa de la familia de mi madre donde una nueva generación de profesoras se había formado a base de libros prestados y trabajos extras, en esa casa donde tres de las hermanas mayores ya se habían titulado de la escuela normal para maestros, mi madre habia colgado tambien el titulo en la pared de honor donde su padre, mi abuelo Jose-el-carpintero se sentaba en la sala a tomar un café mientras miraba complacido los títulos que colgaban enmarcados, hijas tituladas y casadas, vestidas de blanco como dios manda, hijas que heredaron la profesión a las menores, de los trece hermanos nacido y nueve vivos en esa época, mi madre la menor fue la última en titularse, en recibir una plaza de maestra de escuela primaria oficial y con un trabajo de dia y estudios vespertinos agregó al título el de maestra de historia por la normal superior para educación secundaria. Mi madre elevaba el listón e iba dejando sus propias marcas, la joven profesora se montaba en el cadillac recien comprado con sus propios ahorros para ir al trabajo y moverse de una escuela a otra, para ir y venir por la ciudad y así como aceptaba retos aprovechaba también las oportunidades que la vida a sus 25 años de edad le brindaba.
Y empezaron a surgir nuevas alternativas, un viaje con estudiantes y profesores a Chihuahua, mi madre se subiría por vez primera a un avión para dejar la ciudad de méxico y su vibrante ritmo a la distancia vista desde la altura del avión. La sangre corría llena de vida y el pecho se le hinchaba con deseos de más, seguir viajando, seguir abriendo puertas, seguir viendo el mundo.

1964 y mi madre se encontraba nuevamente en el aeropuerto de la ciudad de méxico, sala de vuelos internacionales, había sido seleccionada por el sindicato de maestros para ser parte de una delegación de profesores que representaría a México en un foro internacional. El destino era la ciudad de Buenos Aires, Argentina.
Teresa, la menor de los nueve hijos vivos de José-el-carpintero, se montaba en un avión para representar a su país en un foro internacional. Un viaje largo, lo suficientemente largo para quedarse impregnado en sus ojos, en su mente, en su caja de recuerdos, en el corazón y en la sangre que heredará a sus propios hijos y nietos.

Mi madre regresó con las alas anchas y con la mirada transformada, se le habían llenado las pupilas de mundo y de autosuficiencia. Había regresado a casa con la seguridad de una mujer independiente que daba pasos de plomo hacia un destino más ancho y largo de lo que se hubieran planteado sus padres, familia y todos cuantos la rodeaban.
Pero la carrera de independencia y los aires de comerse el mundo por sus propios medios fueron intercambiados por la vida de esposa y madre al ser recibida en el aeropuerto internacional de la ciudad de méxico por el aquel entonces novio, maestro de piano y joven enamorado, quien se presentó en la sala de llegadas internacionales con tremendo ramo de rosas y anillo de compromiso en una caja de terciopelo y del brazo de doña Alicia su madre, para recibir a la mujer de sus sueños, quien llegaba de viaje con las alas abiertas y que la promesa del amor eterno y la boda en la parroquia de san agustín en polanco le cerrarian.

El resto es historia, matrimonio, casa, embarazos, partos, hijos, familia de los años setentas en un méxico de progreso, de petróleo y energéticos fósiles, una familia con casa en los suburbios de la ciudad que prometian el sueño americano traducido al español, colegios católicos, clases privadas de ballet, lecciones de tenis, inglés, francés y un club deportivo de alberca al aire libre.
Las alas de mi madre se dedicaron a calentar el nido y tras quince años de la vida color de rosa en compañía del príncipe azul, la vida le juega un revés y la deja viuda a los cuarenta años con tres hijos que mantener.
Mi madre desempolvo el título y los libros de texto para dejar casa, hijos y la vida de terciopelo y rosas para resolver los problemas que la viudez le había heredado. Profesora de siete de la mañana a siete de la tarde, dos turnos, cursos de historia, exámenes que calificar, puesto de directora en el turno vespertino, responsabilidad de personal. La vida le había dado alas y ahora las ponía en movimiento nuevamente como un águila imperial para sacar a flote a la familia que le quedaba. Para que tres hijos siguieran adelante y si su padre Jose-el-viudo-y-carpintero formó a nueve hijos, ella seguiría esos pasos para darle camino a los tres que ella misma había parido.

Treinta años después del primer viaje internacional de mi madre como mujer soltera, independiente y profesionista yo me monté a mi propio viaje de vida con veintidós años en las espaldas y la fuerza motora que la ciudad de méxico me alimentaba a principios de la década de los noventa. El primer destino fue Manhattan trabajando como corresponsal de radio con poca experiencia pero con muchos anhelos y con esas ganas fervientes que salían de las entrañas de empezar a vivir la vida con la intensidad que calienta la sangre y acelera el corazón, del periodo americano agarre vuelo a Madrid con boleto pagado por el ministerio de educación de la tierra de mi abuelo para cursar el posgrado que daría impulso a mi carrera profesional. Otro avión me sacó de la ciudad de México y a los veinticinco años me asenté oficialmente como mujer independiente, profesionista autosuficiente trabajando para una de las empresas industriales más importantes del país en el desierto Coahuilense.
Después llegó mi turno de recibir el ramo de rosas más grande del mundo y el anillo de compromiso en la cajita de terciopelo, y como mi madre dije el sí quiero pero no eche anclas, al contrario monte a mi marido al vuelo y juntos nos hicimos a la mar para echar raíces al otro lado del mundo. Escandinavia ha sido desde entonces nuestro hogar y aquí dos hijas que han sido amamantadas con leche mexicana y con lengua nórdica se han formado con el mismo propósito que tuvo mi madre en la segunda mitad del siglo XX.

A 57 años de que mi madre se subiera a ese primer vuelo internacional que le dejara la cabeza y el corazón lleno de sueños, mi hija mayor hizo maletas y con sus veinte años cumplidos se mudo a su propio piso, cuarenta y cinco metros cuadrados con balcon frances, cocina, baño y guardarropa donde su vida de mujer joven ha tomado forma y cuerpo. Una universitaria con trabajo de entrenadora de natación y una vida comprometida con el trabajo voluntario en la cultura de la ciudad. Dos años han pasado ya desde su mudanza, desde que tomó las riendas de su vida, desde que se alistó en la universidad y desde que ella es la única responsable de su bienestar, lavar ropa, cocinar, hacer la compra, cuidarse durante los resfriados, lavar el baño y sacar la basura, son actividades que llenan la vida de rutinas aunados a los trabajos universitarios y al trabajo en la alberca. La vida de una joven mujer ha ido tomando forma, ahora a casi dos años de la mudanza su madurez y autosuficiencia han superado todas las expectativas y han allanado el camino y sembrado las semillas del ejemplo para la hermana menor.

La pequeña de la casa después de la muy ansiada graduación de bachillerato consiguió un trabajo que a los pocos meses se convirtió en un puesto fijo dentro de la empresa de telefonía más importante del país. Atención a clientes es su puesto pero su oficio es ayudar al prójimo, ahí ha encontrado la arena para ser apoyo y guía para esa generación análoga que día a día se topa contra la pared de la digitalización. Servir y atender han sido su sendero de éxito lo que se ha transformado en su propia economía estable y en una llave para abrir las siguientes puertas en el corredor de vida donde anda a sus pocos años.

Así al igual que su hermana mayor, a los pocos meses de cumplir veinte años nuestra más pequeña pidió un permiso laboral, hizo maletas y se mudo de la casa familiar, no a un piso en la ciudad o en el país, hizo maletas y se montó a un avión para asentarse en la tierra de su bisabuelo.
A sesenta años del viaje de mi madre a la Argentina como mujer soltera, a treinta años de mi viaje corta raices para compartir piso con los amigos en Manhattan, a dos años de que su hermana mayor se estableciera como mujer soltera e independiente, a los veinte años recién cumplidos la pequeña hizo maletas y mudó la vida de la oscuridad invernal escandinava a las puestas de sol en cataluña. Dejó nuestros paseos vespertinos junto al río para andar a su propio ritmo por las ramblas de barcelona y sentarse en la arena a ver la puesta del sol en el calor del otoño en la costa brava.
Mi hija mayor disfruta de la vista desde su pequeño balcón francés en el centro de la ciudad, entre universidad, prácticas profesionales, trabajo y vida cultural. Nuestra pequeña anda a pie su nueva vida en las calles de Barcelona, sube andando los cinco pisos a su apartamento, a pesar de que hay elevador, tan viejo como el edificio, y tan viejo como lo son las casonas del barrio gótico. A sesenta años de que su abuela materna cerrara las alas para formar hogar, los sueños de la abuela han sido herencia tangible para sus nietas quienes han tomado el control de su vida para ser mujeres jóvenes independientes y moral-y económicamente autosuficientes. La sangre no se equivoca y los sueños se hacen realidad y se transmiten de generación en generación.

Ahora somos tres generaciones de mujeres que se asoman al mundo y miran la vida a través de los ojos de nuestra hija pequeña, en un quinto piso a la derecha, un ascensor antiguo, tan antiguo como el edificio, la calle y el barrio en los cantos soleados del Barrio Gótico… en un balcón con vista a la Via Laietana.

La ofrenda de mis muertos

Me he puesto manos a la obra para montar la ofrenda de mis muertos, a pesar de no tener un mercado de flores de Jamaica, a pesar de no encontrar cempazuchitl de naranja brillante y olor intenso en las florerías locales, a pesar de no tener la posibilidad de salir a la tienda de la esquina para comprar veladoras con la imagen de la virgen y de los santos, a pesar de que no haya marchantes en puestos callejeros que me vendan papel picado y que incluso los inciensos a mi como que me huelen diferente. A pesar del otoño escandinavo, de los cero grados en el termómetro y de la oscuridad. A pesar de que la panadería no hace pan de muerto y de que el chocolate no espese ni espumee como es debido, a pesar de todos los pesares que el exilio conlleva, a pesar de los muchos años y de no llevarles flores a la tumba hoy me he decidido poner un altar para mis muertos. 

Y manos a la obra, para picar papel de colores en palabras, para que el olor de mis letras impregne mi ofrenda de textos y de nostalgias, para que mi ausencia no opaque su recuerdo, para que se sepan queridos todos y cada uno de ellos, mis muertos, mis santos difuntos, mis muertitos, mis parientes, mis padres y mis amigos. 

Manos a la obra para montar una ofrenda de letras que entretejen recuerdos, una ofrenda que se levante alto, que se alce al cielo y que tenga una palabra de amor para cada uno de ellos:

A papá, mi primer difunto, mi muerto desde la infancia, mi llave entre la vida y la muerte quien me lanzara a vivir la vida sin remilgos para honrar su poco tiempo a mi lado y para sedar el dolor de la ausencia, a mi padre le pongo sobre mi mantel de texto de colores su taza de café instantáneo con dos cucharaditas de azucar, esa taza de color incierto que a mi me parecía amarilla, de vajilla artesanal de algún pueblo de méxico, hecha a mano, cocida en horno de piedra y de barníz brillante. La taza que se colocaba sobre su amado piano de cola negro brillante, la taza de café instantaneo la coloco yo en la ofrenda de mis muertos para honrar la memoria de mi padre, le acompañan sus cigarros Raleigh a pesar de que fueran el veneno que causara todos los males, pero ya después de más de cuarenta años de difunto, ¡sus gustos se  ha de dar! Y para que sus dedos sigan haciendo resonar su piano a mi padre le dejo aquí junto a sus cigarros y a su taza de café una partitura de Franz Liszt para que esa música que me llevó a la cama cada noche y me arropó hasta mis once años siga sonando en la antesala de mis recuerdos.

A mi abuela Alicia le pongo su chal gris, ese que se echaba sobre los hombros cada tarde cuando la cocina ya estaba recogida, cuando los platos se habían fregado, secado y guardado, cuando se quitaba el mandil y se sentaba en el sillón de la sala de televisión a pasar la tarde, a mi abuela Alicia le pongo su chal de color gris, le pongo una natilla de huevo como la que nos preparaba cada semana de comida de viernes después del colegio y en un guiño de complicidad mientras coloco su chal y la natilla de huevo en la ofrenda de mis muertos lo hago usando sus aretes del diario, sus aretes favoritos, esos aretes en forma de una pequeña cometa que atrapaban mi atención siendo niña, unos aretes discretos y juguetones que mi abuela llevaba puestos a diario y que entregó en mis manos a sabiendas que yo los puliría y los usaría con veneración. A Don Luis, mi abuelo le pongo su parpusa y su habano con un palillo de madera clavado al centro, a Don Luis le pongo un vasito de rompope como el que él nos ofrecía de niños en las comidas familiares de los domingos después de misa en la parroquia de nuestro señor del campo florido, a Don Luis le pongo dos naranjas Valencianas, de su amada Valencia, jugosas y dulces que pelaba con agilidad y siempre me tomaba por sorpresa cuando apachurraba la cáscara frente a mis ojos y me decía “Mexico o España” y yo lloraba de la risa y lloraba por el zumo en los ojos y lloraba de orgullo por mi abuelo tan grande, tan Don Luis, tan castizo, tan español.

Mi lista de muertos es larga, es ancha, es antigua y es actual. En mi ofrenda de muertos hay muertos que partieron antes de mi propia vida, tengo una abuela Delfina que murió en la infancia de mi propia madre, que no conocí pero que ella seguramente sabría que yo en algún momento llegaría. A Delfina la honro en mi altar de muertos antiguos con un cepillo de cerdas naturales para que peine su pelo negro;  negro y cano, ondulado y grueso como el que yo misma ahora llevo. A Delfina le dejo flores y le dejo música de la que a ella le gustaba cantar, según lo que la vida me ha contado. A José el carpintero, su marido, mi abuelo le pongo en su ofrenda tabaco para que mastique, como lo hizo de jóven e ilegal en los Estados Unidos después de que se escapó de seminario en el que su madre Teresita lo dejó y donde su hermano Lorenzo se ordenó de cura. A José le dejo sobre la ofrenda su cepillo de carpintero que usó durante tantos años haciendo muebles para El Palacio de Hierro y un buen plato de mole de olla como el que él preparaba para su pipiolera de hijos y nietos en la casa de la colonia Argentina. 

En un lugar especial entre Delfina y José y junto a mi padre coloco la ofrenda para mi madre, ella, mi difunta más sentida, mi muertito que está siempre presente, a mi madre le dejo un té de hierbas calientito endulzado con miel, una rebanada de pan de plátano que siempre estaba recién horneado y humeante sin importar la hora en que se llegara a su casa. A mi madre le dejo música de fondo, le dejo una cesta con naranjas, higos y limones y un ramito de rosas de su jardín. A las tías les pongo en la ofrenda lo que cada una de ellas me enseñó con dedicación y cariño, a la Tía Rafaela le dejo un plato de tamales, a la Tía Chelo una porción de romeritos, a la Tía Josefina unos pastes de pachuca, a la Tía Carmen un arroz a la mexicana, a la Tía Antonia unos dulces de leche, a la Tía María le dejo un café de olla, a la Tía Lupe unos taquitos del puesto-de-enfrente, al Tío David le llevo una serenata con música de Juan Gabriel que alegrará a todas las tías a la vez. A los primos que ya se fueron les dejo unas-de-rancheras y una botella de tequila, reposado, de esos caros para que lo disfruten con gusto. 

Mi ofrenda es grande y antigua, es larga y concurrida, mis muertos son muchos y de muchas generaciones atrás, a lo ancho y a lo largo. A mi suegro Tor le pongo una lata de “Sill” con cebolla, knäckebröd y akvavit. A Elin, mi suegra que apenas enterramos le dejo una taza de café servida en una de sus pequeñas tazas de porcelana rosada que recibiera su madre como regalo en plena ocupación nazi en los duros años de la guerra, le dejo un plato de “husmanskost” con las mejores papas recién cocidas con heneldos y con una salchicha de Falun hecha al horno. En su parte de la ofrenda le pongo la música de la estación P2, el canal clásico que siempre escuchaba y porqué no un poco del canal deportivo en la televisión para que vea al equipo noruego de slalom y de esquí de fondo. Una revista de crucigramas y el periodico de la tarde.  

Mi ofrenda del día de muertos está sobrepoblada, algunos amigos queridos se han unido a mi lista de fieles difuntos, amigos de la época de universidad, amigos de juventud, amigos de risas, de proyectos, de sueños y de “nos comeremos el mundo juntos” amigos que dejaron hijos pequeños o aún más triste que no dejaron hijos huérfanos ni mujer viuda que les llore. Yo los honro en mi ofrenda y pongo un disco de Pink Floyd, un plato de melón con lonchas de jamón serrano y unos cuantos comics de Superman. 

A mis tíos Carbó les dedico un apartado especial de mi ofrenda de difuntos, a Alfonso le dejo una cajetilla de cigarros, el recuerdo de su pelo largo de juventud, sus pantalones de campana, sus lentes oscuros y las risas de las tardes de cine, de los paseos en su coche y de las aventuras entre los go-karts y escuchar música disco a todo volúmen en el estéreo de papá. A la Tía Lilí le dejo el eco de su carcajada franca, su cariño ilimitado y cálido y su espíritu de unidad que aún fluye entre los primos. Al doctor, a mi querido Tío Luis le dejo sobre el altar de mis muertos todo mi respeto por su figura de patriarca, le dejo la mueca de naríz fruncida que por genética me heredó y el agradecimiento por el amor de padre que compensó parcialmente los muchos años de orfandad. 

Mi altar de muertos es largo y ancho, es grueso, voluminoso, espeso y pesado como el plomo o como la misma muerte quizás, ocupa desde mis años de niña hasta mis días de adulta, mi altar de muertos huele a las vidas de todos los que han pasado por mi camino, de todos los que trazaron la brecha que yo he aprendido a andar. Mi altar de muertos se colorea con palabras picadas, pan de recuerdos, olores añejos, luz del calor que en vida me dieron, mi ofrenda de muertos es un ramo de flores de memorias y de recuerdos que no se secan ni se marchitan. Mi altar de muertos no tiene espacio ni tiempo, está en mi hogar, ocupando el mismo espacio que mis muertos ocuparon en vida. Les ofrezco luz, comida, agua, música y recuerdos para que se sepan siempre queridos. No requiero de pintarme la cara, ni de calaveras danzantes. Mi altar de muertos se levanta a base de palabras y de memoria. Mi altar de muertos es una ofrenda de vida para honrar todas las vidas amadas que me han traído hasta donde yo estoy ahora, hasta donde yo por tradición y por respeto heredo y paso a las nuevas generaciones, a pesar de pisar otras tierras que no conocen el olor del copal ni se bañan del color del cempazuchitl, mi ofrenda del día de muertos la levanto a palabras y orgullo de ésta mi sangre mestiza, mexicana.

Etnicidad: de desiertos, de fiordos, de calzadas romanas y de familia

Hay dos cosas que me gustan de mis hijas, una que nos parecemos muchísimo y la otra es que no nos parecemos en absolutamente nada. Así de simple y me gusta contemplarlas y observarlas y me gusta verlas y recordar de dónde venimos sin esforzarme nunca a pensar qué será de ellas, eso de pensar en el futuro a mí me pasa de largo, no fantaseo que si serán lo esto o lo otro, o que si se casarán o que si vivirán aquí o en el otro extremo del mundo, eso me tiene sin cuidado y no uso mis recursos ni mi tiempo para fantasear al respecto, eso depende de ellas, de sus circunstancias y de sus decisiones, y para tomar decisiones les hemos proporcionado a cada una de cabeza y corazón y en la mano llevan un compás moral que está activado las veinticuatro horas del día, así que las decisiones serán de ellas y de nadie más, sin interferencia de las fantasías de su madre. Lo que a mí me gusta es observarlas, a veces con el rabillo del ojo, y otras apoyada en mis brazos para contemplarlas con detenimiento y con mucho descaro. Es ahí cuando me gusta fantasear y pensar ¿pero de dónde vienen estas niñas?

Y dándole vueltas a la pregunta como si jugara con un anillo suelto en el dedo índice, hemos venido armando el árbol genealógico de las familias, de las dos familias que le han dado nombres y apellidos a nuestras hijas. Recuerdo que el primer árbol genealógico que dibujé de la familia lo hice en la pubertad, no tendría más de catorce años cuando dibujé con lápices de colores el tronco y las ramas de los Carbó – Sánchez y en cajitas de texto pequeñitas que trazaba con lápiz y regla escribía los nombre y las fechas que mi madre me iba dictando, mucho antes de que hubiera computadoras personales y de que alguien imaginara las aplicaciones genealógicas que ahora están al alcance de la mano. Cuando la webb ofreció la posibilidad de crear los árboles genealógicos digitales mi marido y yo nos dimos a la tarea de ir llenando nombres, apellidos y fechas de cuándo familiar y pariente nos iba cruzando por la mente, de mi madre obtuve mucha información y son muchos los primos y tíos que han encontrado apasionante el hecho de dejar constancia de los que nos precedieron.

Escribir el nombre de los ancestros ha sido satisfactorio, el contarle a las hijas las diferentes historias de la familia, tal como lo hacía mi madre conmigo es parte de mi legado y escuchar y prestar oídos a las historias que nos regala mi suegra, ahora que ya los otros viejos han muerto, es un privilegio. Cada historia y cada nombre con su fecha son piedras de la calzada-romana que forma la vida de las familias y que se extiende por generaciones, donde no importa los temporales, los pasos andados, la extensión o las vidas recorridas, son fundamento de vida y la infraestructura de las generaciones por venir.

Así que no nos quedamos en las historias habladas y escritas, ni en el árbol genealógico digital ni en saber que las hijas como regla básica, será de suponer, que  cuentan con 50 por ciento de sangre Escandinava por los Sivertsen Bruland y la otra mitad por la simple obviedad de venir de los Carbó – Sánchez pues será Español y Mexicano. Pues no nos quisimos quedar con la curiosidad y nos echamos un clavado en el mundo de las pruebas del ADN de lo cual yo sé tan poco-poco que me declaro analfabeta en el oficio, sé lo que la caja de la compañía de Países Bajos explica para los consumidores como yo, que sabemos que bueno pues en éste mundo hay razas y unos son más blanquitos que otros y los otros pues serán más lacios que los que no son rizados. Pero la cosa es mucho más profunda y compleja y los cuatro dedos de frente que yo tengo no son suficiente para que yo pueda entender el mundo del ADN pero confío en las explicaciones de los expertos (que a cambio de una buena cantidad) pues hacen su trabajo. Y manos a la obra, con isótopo en mano hemos mojado el algodón en la saliva y lo hemos mandado directo al laboratorio. Unas cuantas semanas más y los resultados están a la vuelta de correo (digital) y la respuesta es ¡asombrosa!

Digamos que yo me casé con un noruego y de acuerdo a su ADN pues no tengo que presentar queja, porque es Escandinavo al 56% con altísimas proporciones de etnicidad correspondiente a Noruega y en específico altísimas proporciones de los oriundos de Bergen, y bueno eso no es novedad, porque a los Sivertsen – Bruland se les puede rastrear generación, tras generación, tras generación… así hasta que Thor empezó a usar el martillo (Thor el dios vikingo, que no mi suegro que llevaba el mismo nombre pero sin «h» en honor a sus raíces). Del 50% restante mi esposo lleva en las venas un 30% de sangre de Europa del norte y occidental, traduzcase esto como Alemania, Francia y los Países Bajos. Esas dos etnicidades, la escandinava como predominante y la de europa del norte y occidental en segundo lugar son las que conforman casi la totalidad del ADN de mi marido, para después sorprendernos, aunque quizá no haya mayor sorpresa en saber que el 6% es de la Europa del este, limitándose a las etnias de Rusia, Ucrania y Polonia y con una pizca de menor proporción sabemos que hay casi un 6% de etnicidad Irlandesa, Escocesa y Galesa. Seguramente sus antepasados transitaron más de una vez de ida y vuelta desde los inviernos siberianos hasta los fiordos de Norland por lo que hoy día es la frontera geográfica entre Noruega y Rusia. Es fácil de imaginar que sus antepasados navegaron el mar báltico y el mar del norte, que pasaron de isla en isla, quizás Irlanda, quizás Escocia y Gales para después establecerse en Noruega. Vikingos, pescadores, comerciantes, marineros, saqueadores, hombres y mujeres de mar, de agua, navegantes de los Países Bajos que aprendieron a convivir con el mar. Ancestros de mi esposo, ancestros de mis hijas, ancestros de agua de sal desde el Atlántico hasta el mar del Norte y las no poco saladas aguas del Báltico. Ancestros de vientos fuertes y de mareas y de corrientes.

Todo esto les pertenece a mis hijas, pero cada una de ellas tiene el 49.9% de ADN de su padre, el otro 50% se los heredo yo, así que leer mi resultado de etnicidad ha sido también una sensación de nochebuena, de abrir paquetes con emoción y de encontrar un puzle que nos abrió los ojos, la boca y la imaginación. Cualquiera diría que como una Carbó Sánchez pues soy en una muy buena proporción Española y el resto pues se los dejamos a las etnias Mexicanas, con una salpicada de francés por los Riester que bautizaron a mi abuela paterna o quizás habrán sido Flamencos de los Países Bajos que llegaron más tarde a Francia. Pero bueno resulta que la vida decide no ser tan simplona, que lo evidente no es lo probable y que hay muchas más capas y dimensiones en lo que se refiere a la etnicidad que las nanas de la cebolla. La cosa no estaba tan errada cuando mi resultado genético me confirma que por mis venas corre aceite de olivo, jamón de pata negra y horchata de chufa como era de esperarse en un 38%, si Iberico y de buena cepa, quiero yo pensar, espero que Valenciano con los pies mojándose en el Mediterráneo. Después nos vamos al otro lado del mundo, a diferencia de mi marido con todo su ADN apostado en Europa (del Norte, del este, del oeste y escandinavia, que también es Europa) pues mi ADN como es de creerse se mueve entre continentes y un 31% ganador es esta sangre mía de origen Mesoamericano, para ser más específicos de la región central de México y del norte, extendiéndose hasta ¡Texas!, ¿cómo le quedó el ojo?. Así que cuando hace casi 30 años decidí mudarme a Coahuila, seguramente fue la sangre la que me murmuraba al oído que esas tierras áridas también eran polvaredas de mi sangre.

Así sumando el 38% Iberico y el 31% Mesoamericano de la zona central de México nos da un flamante 69% de mi ADN particular, y la pregunta forzosa es de dónde viene el resto de mi masa genética y aquí señoras y señores es donde viene la magia, donde el público aplaude emocionado y los ojos se abren como platos al sonar de los platillos de la banda de pueblo cuando se desvela que en mi sangre corre 11.2% de sangre… ¡Escandinava! Sí señor, otra vez, la sangre llama!

El 11.2% de mi masa genética, de mi ADN pertenece a la etnia denominada Escandinava que incluye obviamente Noruega, Dinamarca y Suecia. Así que «he vuelto a casa». Después de ver estos resultados y de portar un pasaporte Sueco con Sivertsen como mi apellido desde hace veinte años, siento que ahora sí que me he ganado el derecho pleno de ser llamada Escandinava. Y es que seguramente entre tanto viaje para conquistar, saquear y comerciar pues uno que otro vikingo se topó con alguna que otra romana que en su momento se fue a conquistar, saquear y comerciar en la península Ibérica y pues bueno, especulaciones más o especulaciones menos pero con algún grado de verdad, porque la ciencia ha demostrado que además de colesterol y del malo, mi sangre tiene ADN Escandinavo.

Y para seguir con variaciones sobre el mismo tema, mi masa genética no se conformó con la proporción Escandinava sino que dió por resultado también un casi 10% de ADN de origen: Escoces, Galés e Irlandés. Lo que demuestra que el comercio y la navegación, las rutas a caballo y el trueque no fueron tan solo de monedas de oro y de bisutería, sino de fluídos genéticos que se ha movido a sus anchas y a sus largas durante cientos y cientos y cientos de años de asentamientos humanos por aquí y por allá.

Pero ahí no para la cosa, esto de la etnicidad como prometido, tiene muchos niveles y dimensiones y tiene de todo como en botica y además es complejo. Pero el siguiente bloque de este mi muro genético es una obra de arte, la joya de la corona en mi ADN a mi punto de vista muy particular, quizás no completamente sorprendente pero por mucho decorativo y de alto grado ornamental, mi 5.7% de ADN es de origen Nordafricano, y esto a mí me parece una sutileza, estamos hablando de la región del Magreb, lo que se conoce como Marruecos, Algeria, Tunicia y Libia. Mis venas llevan arena del desierto del Sahara y entreteje diversos cultos. Soy una gota de Mediterraneo tras ocho siglos de islam en la península ibérica. Mi masa genética seguramente ha orado a diversos dioses, desde los mesoamericanos, hasta los del imperio romano pasando por mezquitas y catedrales.

Pero mi masa genética no se detiene en la belleza de la llamada «Gente del Poniente» o Magrebí sino que sigue dando sorpresas. Con un 2% de ADN me pongo una pluma en el sombrero como descendiente de las tribus originarias de América del Norte, ya habíamos dicho que mi masa genética mesoamericana se extiende desde el centro de México hasta Texas y bueno con un 2% más podemos asegurar que la sangre de nativos americanos está también en mis venas.

Y para cerrar con broche de oro, para llegar a casi el 100% después de un viaje genético por tres continentes y seis regiones étnicas del mundo cerramos mi resultado con un 1.8% de ADN Nigeriano. Así es, no únicamente tengo sangre del norte de África sino que unas cuantas gotas de sangre Nigeriana hacen el honor de fluir por mis venas. Sangre Nigeriana que quizás vivió la barbarie de la esclavitud y el colonialismo, pero eso no la aleja mucho de mi sangre mesoamericana que vivió exterminios y asimilación, no muy lejanos de las etnias norteamericanas que fueron eliminadas o de las guerras peninsulares entre árabes y españoles.

Pero para qué mirar en esa sangre que ha corrido, en todos los continentes, en todas las épocas, en todas las latitudes, mejor ver mi masa genética como un triunfo de etnias y de diversidad, amalgama de culturas, de credos y de tradiciones que de mezcla en mezcla, de mezcla fecunda sin tregua ha llegado hasta esta colección de etnias que a mí me han dado forma, cuerpo y carácter.

Y después vienen las hijas, este par de mujeres inteligentes e independientes que me gusta observar con el rabillo del ojo y contemplar cuando descanso la cabeza en los brazos. Estas dos chicas que a grandes rasgos se podría deducir son mitad escandinavas y con una buena mezcla ibérica y mesoamericana, pero lo cierto es que nuevamente la genética nos sorprende y en esta lotería nadie sabe cuál es su billete ganador.

Mi hija mayor, Runa, nacida orgullosamente en Monclova, Coahuila tiene 65% de masa genética de Europa del Norte y del Este, o sea que los genes paternos con orígenes en Alemania, Francia y los Países Bajos le han dado a Runa una gran parte de su herencia. Para balancear el peso Europeo lleva Runa casi 17% de ADN de origen Mesoamericano y pisándole los talones con poco más del 15% tiene mi hija mayor la sangre Galesa, Irlandesa y Escocesa para poner la cereza en el pastel y coronarse con apenas un 3% de sangre Ibérica.

Por otro lado Mia, la pequeña ha dado muestra también de su gusto por la diversidad, al igual que su hermana y por línea directa de su padre tiene poco más de 48% de sangre de Europa del Norte y del Este, o sea Alemania, Francia y Países Bajos. A diferencia de su hermana Mia ha heredado 16% de masa genética Escandinava, de lo cual yo puedo decir que soy partícipe también ya que está constatado que yo también soy portador de masa genética de esa etnia. Con 15.7% Mia se coloca como la mayor portadora de ADN Iberico de las dos, lo que explica su paleta de colores y pigmentos de chica de verano en la Costa Blanca para dar el brinco al otro lado del Atlántico y constatar un 15% cerrado de sangre Mesoamericana. El 5% de su masa genética se divide desproporcionada y sorpresivamente entre un 3.5% de etnia Finlandesa y un 1.5% de Irlandesa, Escocesa y Galesa.

Ahora con toda esta información genética, de la que entendiendo apenas la superficie y con más preguntas que respuestas contemplo a mis hijas cuando descanso la cabeza en los brazos, las observo con el rabillo del ojo cuando creo que no me prestan atención y me doy cuenta de que hay dos cosas que me gustan de ellas, una que nos parecemos muchísimo y la otra es que no nos parecemos en absolutamente nada y con esa seguridad me permito fantasear en todos esos antepasados que vivieron vidas para llegar hasta aquí, hasta hoy hasta ellas. Cuantos siglos, cuántos caminos, cuantas batallas perdidas y cuánta sangre que regó tierras áridas y tierras fértiles estrechando tres continentes y surcando mares y océanos. Cuántos migrantes, cuántos adioses y no volver. Cuántas guerras y cuánto arte. Cuántos muertos y cuantos vivos para llegar a los que somos hoy. Esta pequeña familia de cuatro con un pie en el mañana y con un pasado glorioso, extenso, firme, largo pero nunca olvidado, como calzada romana, muy andada, con hierba verde de vida entre las grietas pero nunca borrada. Somos eslabones de cadena, una generación más, migrantes por definición, andantes de continentes, países y mares. Para que cuando nos pregunten: ¿y ustedes de dónde son? «pues somos de aquí», digamos con orgullo, de aquí mismo donde andamos, donde nos paramos, de ayer y de siempre.

Simplemente le robó el corazón

Le robó el corazón, qué otra cosa podía hacer, se lo robó, lo sacó de su pecho, lo metió a arremetidas y a la fuerza en un frasco donde alguna vez su madre guardó las especias para las conservas de los tomates y lo tapó con cuidados y sin dejar apenas huellas. Le robó el corazón, era lo que más amaba en la vida y lo quería únicamente para ella, para tenerlo cerca, para abrazarlo, para sentir su latir cercano, toc-toc… toc-toc, lo podía sentir incluso a través del grueso cristal del frasco donde su madre alguna vez conservara los tomates de temporada para el invierno. Lo podía ver latir, toc-toc… toc-toc, como se hinchaba y se deshinchaba cuando se llenaba de oxígeno y como se aflojaba cuando se salía la sangre de esas venas y arterias gruesas donde se podía ver los pequeños hilos de sangre oxigenada que corrían como minúsculos ríos entre los bosques.

Le gustaba observarlo, le gustaba abrazarlo, le gustaba escucharlo, toc-toc… toc-toc… le gustaba imaginarse su calor, sentir su calor como si aún lo estuviera abrazando dentro de un cuerpo cálido que respira y que emite olores y sudores. Le gustaba imaginarse que estaba aún en el pecho de su amado, le gustaba pensar que el corazón seguía vivo porque él seguía vivo, en alguna parte de la ciudad, en alguna parte del mundo, ese hombre que alguna vez fuera su amor y que ahora anda dando pasos por la vida, esa poca vida que le dejó cuando le robó el corazón.

Ella lo mira, lo observa, lo contempla a diario, el frasco que conserva su corazón es pesado pero no imposible de cargar, tiene el peso justo de la pasión combinada con el despecho, esa medida justa que se puede llevar a las espaldas, que joroba al caminar, que encorva las rodillas y provoca dolores de cintura y calambres cuando se va a cuestas, pero siempre se le puede llevar encima, el peso de la pasión y del despecho es una medida que la mayoría de los humanos han aprendido a llevar en hombros y ésta no era la excepción, ella no cargaba más la pasión, el desamor y el despecho, ella andaba por la vida cargando su-corazón, ese que ella decidió robarle para poderlo tener en exclusiva, para ella sola, ni siquiera él podría compartirlo y sentir su toc-toc… toc-toc en su caja toráxica, el corazón del que ella se enamoró sería de su propiedad absoluta, y lo movía de una habitación a la otra, lo cargaba, no como mover el sombrero o cambiar la bolsa de mano de lugar, porque ya lo he dicho ese corazón robado tenía el peso preciso de la pasión, el desamor y el despecho, pero ella se las apañaba para cambiarlo de lugar, por las mañanas lo ponía justo a un lado de la panera, así para mirarlo mientras tomaba el desayuno, ese café con leche cargado que le gustaba servirlo en el pocillo ancho, casi un pocillo para sopa para asegurarse de que la pieza entera de pan cabría sin romperse, un día un bolillo entero, otro día las orejas de hojaldre con orilla negra de caramelo, y los chopeaba, y contaba las gotas que caían, una-dos-tres antes de tomarse el tiempo perfecto para llevárselo a la boca sin que una sola gota cayera afuera del tazón o mojara la servilleta de la mesa, así pasaba la mañana, con el tazón del café con leche que al final de la jornada de desayuno limpiaba el fondo con la cucharita de la mermelada y raspaba a que no quedaran restos de migajas mezcladas con el café, las recogía estando aún calientes y se las llevaba a la boca, mientras contemplaba su corazón, el de ella que alguna vez fuera el de él; estaba ahí junto a la panera haciendo toc-toc…toc-toc en un latido rítmico que ella continuaba gustosa con el ruido de su cucharita y con los sorbos de su café. Lavaba su tazón libre de migajas y se disponía a irse a trabajar, pero tenía que cerciorase de que su-corazón se quedara a gusto y sin demasiado ocio, así que de día colocaba el frasco que algún día habría estado lleno de especias para los tomates en conserva y que ahora contenía ese hermoso y rebosante corazón, lo colocaba frente al librero, para que el tiempo que ella estuviera fuera su corazón se divirtiera viendo los lomos de sus libros, y así pasara el día imaginando lo que “Los Enamoramientos” de Marías o “ Modelos de Mujer” de Grandes tenían guardado entre sus páginas.

Dejaba las cortinas de salón apenas un poco corridas, no le gustaba que le diera el sol directo y menos aún que las miradas curiosas de los vecinos se asomaran atraídos por su-corazón delicadamente enfrascado y que de día miraba los lomos de los libros de su biblioteca particular mientras le pegaba apenas un poco de sol, dejaba las cortinas de encajes cerradas y así evitaba también que el sol le diera directamente, no estaba muy segura de cuanto sol debía de recibir su-corazón, porque por más que buscaba información en ningún compendio o revista científica encontró nunca los cuidados prácticos para un corazón latente que hace toc-toc…toc-toc y que respira y vive dentro de un frasco de conservas para tomates, así que ella misma fue perfeccionando su técnica y anotando en una libretita que traía en el bolso los cuidados que habría de darle.

Le hablaba, eso sí le hablaba mucho igual que a las plantas o a un gato, eso lo dedujo desde el principio, después de todo ese corazón es un ser vivo o la parte más amada de un ser vivo que en su momento también amó, así que le hablaba, le hablaba en el mismo tono de voz que alguna vez usara con él, esa voz dulzona y suave que usaba cuando levantaba el teléfono y él estaba del otro lado para decirle cuanto la amaba pero que desafortunadamente no podría verla esa tarde como había prometido; o esa voz que usaba cuando en las noches se despedían en el portal y él la besaba hasta dejarla con un hilo de aire y los ojos entornados para después decirle que se tendría que ir de viaje unos días pero que regresando le llamaría inmediatamente, y pasaban un par de días, y tres y cuatro y él no llamaba, y él no contestaba el teléfono, y él no respondía a los mensajes que dejaba en su contestador, hasta que veía su silueta en la cafetería donde tomaban un café de media tarde y se asomaba entre los ventanales y le veía ahí tomándose un café en-soledad o en-compañía, en-silencio o en-risas, consigo mismo o con-alguien-más.

Ella usaba esa voz para hablar con su-corazón… porque se lo había robado, le había amado tanto que no podía darse el lujo de vivir sin él. Y le hablaba con su voz dulzona cuando lo dejaba frente al librero o cuando abría la puerta del piso regresando del trabajo y le preguntaba por su día y le preguntaba si había visto la parvada de pájaros pasando por la ventana del salón, y le contaba de su día y de los dolores de cabeza en el trabajo, le platicaba de sus colegas pero nunca mencionaba a ningún otro hombre, nunca más volvió a mencionar otro nombre de hombre, otra persona querida, nunca más hubo nadie, tan solo uno y ese era su-corazón.

Pasaban la tarde en la misma habitación y por la noche lo llevaba al dormitorio y lo ponía en una mesa camilla de caoba que había comprado en una subasta de antigüedades nada más para colocar su-corazón y le gustaba contemplarlo desde la cama, y verlo como primera cosa que le recibía cuando abría los ojos por la mañana, y las tardes que se metía a la bañera lo ponía cerca de la puerta para mirarlo desde la tina.

Le gustaba sentir su presencia, su toc-toc le hacía compañía, se convirtió en el sonido de la casa, apenas si ponía música, le gustaba más escucharlo latir y escucharlo respirar, incluso sentía que a veces en el silencio de la madrugada podía escuchar la sangre correr por las arterias gruesas y bien formadas que lo mantenían con vida, aunque ella estaba segura de que era su inmenso amor quien lo hacía latir.

Ahí estaba su-corazón y ella le amaba y lo acariciaba en su frasco de conservas donde su madre solía poner los tomates para el invierno, ahí estaba su-corazón acompañándola por el piso, nunca salía a la calle, pesaba demasiado como para bajar las escaleras del 3º sin ascensor, pesaba justo lo que pesa la pasión, el desamor y el despecho así que era mejor dejarlo siempre en casa. Y en casa no recibía visitas, alguna vez vino alguna colega del trabajo y ella fingió que era la jaula de un pájaro que tenía problemas con la luz directa y que era mejor dejarlo cubierto hasta que cayera la tarde y los rayos del sol no fueran tan fuertes. Eso le provocó un miedo profundo y decidió no volver a recibir visitas en casa. Tuvo que adaptar su lenguaje porque sin darse cuenta de vez en vez hacía referencia a su-corazón y las personas cercanas no sabían si era un hombre del que hablaba o un perro de companía, así que con cuidado y determinación se dio a la labor de cuidar con quien hablaba y de no hacer referencia a él ya que la gente podría malinterpretarlo y más de uno podría pensar que se le estaban zafando los tornillos, y eso era lo menos que quería que sucediera, ya que no había nada incriminatorio o irracional en sus actos.

Si uno ha amado lo suficiente como para no poder llevar el aire hasta lo profundo del estómago, si uno ha amado hasta tener los ojos secos a falta del pestañeo y de sentir el peso de los párpados hinchados que no caen sobre el ojo la noche entera, si uno ha amado hasta que la bolsa del estómago se encoge y cancela toda posibilidad de permitir la entrada de alimento o los pies dejan de dar paso para andar si su-corazón no está a su lado, entonces uno comprenderá que es necesario, más que necesario es mandatorio tener el-corazón, ese-corazón en cercanía para poder seguir vivo. Es por eso que ella se decidió a robarle el-corazón.

Y no le importó que después del robo quedara una hilera de consecuencias andando por las calles de la vida, ese hombre que había sido el portador, el silo de su-corazón andaba ahora por su vida, esa pobrísima y desazonada existencia sin más latidos y sin más venas donde corriera la sangre caliente, ese hombre se convirtió en una figura gris, falto de amor, desgarbado, con la mirada clavada en la punta de sus zapatos, con las comisuras de los labios caídas y con las manos temblorosas sin atreverse nunca más a tocar el cuerpo caliente de alguna mujer. Ese hombre se volvió gacho, aminado y simplón, ese hombre perdió la risa e incluso las palabras, a ese hombre se le desvanecieron los sueños y se despostillaron las ilusiones. Pasó de ser el objeto de su amor para ser el vacío de lo amado, la ausencia de la pasión, el vacío de lo vivido, la anulación del calor.

Ella en cambió florecía a diario, porque le miraba, le escuchaba, lo tenía en su proximidad, el toc-toc de sus latidos la acompañaban y le daban la pauta de la vida, ella lo contemplaba en las mañanas cuando tomaba desayuno y chopeaba la pieza de pan en su tazón de boca ancha, o cuando despertaba y estiraba la mano primero con los ojos cerrados y sentía los cantos de la mesa de caoba comprada en una subasta y movía los dedos con agilidad hasta sentir el vidrio del frasco que alguna vez su madre usara para las especias y las conservas de los tomates, ahora ese frasco que pesaba el peso justo de la combinación de la pasión-el-desamor-y-el-despecho estaba ahí a su lado, a la orilla de su cama y se sentía caliente, tibio como la tibieza de las sabanas donde recién se ha amado, se sentía tibio como la tibieza del olor de las ropas tan pocas cuando recién se ha amado, se sentía amoroso como la tibieza del pecho de la persona amada cuando todavía contiene un corazón.

Ella era feliz, simplemente le robó el corazón.

Un mes de octubre sin nostalgia

Hay algo en el mes de octubre que abraza, hay algo en el otoño que llena el aire y que me hace sentir bien, no es nostalgia, porque según los que saben la nostalgia es el deseo de estar, o tener, o amar lo que no se tiene, pero hace muchos años que yo no siento nostalgia, no quisiera estar en ningún otro lugar, ahora mismo, no quisiera estar en la compañía de nadie más que no esté presente aquí y ahora en mi vida, no añoro hacer lo que justo hoy no hago.

Hay algo en el mes de octubre que cubre con un manto protector el aire por el que ando y los suelos por donde respiro, hay algo con éste mes y sus colores, sus neblinas, sus guantes y sus gorras, hay algo en octubre que me sienta bien, es un abrigo de vida que me pasa a la medida como si un sastre maestro lo hubiera confeccionado para ajustarse a mi cuerpo, ni muy ancho, ni muy largo, ni muy corto, ni muy justo, las mangas me pasan perfecto cuando estiro los brazos y el cuello me cubre hasta las orejas. Este mes de octubre que me hace sentir bien, que me invita a encender velas, a quemar los primeros leños en la chimenea, que me acompaña a tomar café y llena cada rincón de la casa con mullidos recuerdos de la vida vivida pero sin nostalgia.

El no sufrir de nostalgia es un privilegio, la nostalgia es una enfermedad crónica, sin cura y sin salida, quien se enferma de nostalgia se la lleva hasta la muerte, creyendo que lo vivido en alguna otra época fueron «los buenos tiempos», dándole más valor a lo no conseguido que a lo que tenemos aquí y ahora, en éste preciso momento. La nostalgia nos secuestra la vida y el camino tortuoso lo acompaña de la ansiedad. Ansiedad de no estar parados en el lugar correcto. El mirar al futuro y saber que hemos estado en el carril equivocado y que no hay manera de llegar al ansiado destino.

A Joaquín Sabina le gusta cantar eso de «no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió» y yo me sumaba a las filas de la nostalgia hace 25 o 30 años y me sabía de memoria la canción y repetía el estribillo sin darme cuenta que la juventud es un territorio donde la nostalgia no tiene cabida porque simplemente no se ha vivido lo suficiente, el cantar a coro la letra de Sabina era más un acto prematuro de vida y de falta de visión panorámica.

Hoy día estoy parada en el aquí y ahora de la vida, no quisiera estar en ningún otro lugar, claro unos días de playa no me caerían mal, pero en este carril de vida donde me muevo no necesito hacerle cambios, no deseo estar cerca de nadie más que de los que aquí y ahora están a mi alrededor, no deseo pisar otro aire ni respirar en otro suelo, no tengo prisa por llegar a ningún destino porque hoy, en un mes de octubre que lo cubre todo y que me abraza con devoción no tengo más destino que el espacio donde hoy habito, con mi cuerpo, con mis amores, con mis pensamientos y mis cavilaciones.

Un monje de montaña, occidental, de tradición Tailandesa

Para sentirse un verdadero ciudadano Sueco, para mí ha sido primordial tener un cierto dominio del idioma que me permita incorporarme en la sociedad y participar de los actos que podrían parecer irrelevantes pero que para mí tienen un gran significado y sentido, uno de ellos es poder leer los periódicos nacionales, ver el cine Sueco y poder escuchar la radio pública en su idioma original. Y es en la radio pública, específicamente en el canal P1 donde las tradiciones de comunicación masiva sueca se han instalado durante décadas y le dan significado y pertenencia al concepto de «ser» sueco y de vivir en ésta sociedad.

Uno de los programas más significativos son «las charlas de verano» y «las charlas de invierno», mucho antes de Spotify y los Podcast la radio nacional sueca ha producido estas charlas donde personalidades de la vida pública, el arte, la cultura, la política o simplemente personas de a pie con vidas extraordinarias comparten en una hora sus experiencias de vida o una experiencia en particular.

Ha sido gracias a ésta serie de programas y a mi dedicación por escuchar la radio nacional que durante el verano disfruté de diversas charlas de lo más vario pinto y para mi deleite me encontré y tuve el placer de escuchar a Björn (que en sueco el nombre no significa nada más que Oso»).

Björn Lindeblad, un sueco promedio con una vida promedio de los años 80’s de familia promedio y cuando decimos «promedio»-sueco pues incluye educación universitaria, viajes al extranjero, dominio de idiomas y las llaves de las puertas del mundo y del futuro en el bolsillo del pantalón. Cuando Björn estaba rozando la cima del mundo y disfrutando, aunque quizá esta palabra es por demás polémica porque el joven Björn no encontraba el gozo en ser uno de los directores de empresa trasnacional más joven con base en Madrid y con un portafolio de sueldo, prestaciones y poder dentro de la vida empresarial europea y mundial, cuando su voz interior lo cuestiona y lo invita a vivir la vida de otra manera.

El joven y exitoso Björn da dos pasos a un lado, deja la experiencia empresarial y de las finanzas para empezar a trotar por el mundo a nivel de terreno y a buscar el lugar en donde su voz interior y su espíritu encontrarán crecimiento y paz.

La búsqueda se puede resumir en 17 años de vida como monje de montaña de acuerdo a la tradición tailandesa, un joven europeo de cabeza rapada y túnica color ocre que aprende a vivir en las selvas de Tailandia, a meditar de día y de noche, andando, de pie y en flor de loto, un joven escandinavo que renuncia a todo, que deja el mundo material, la familia, los amigos, las comodidades, el control sobre el futuro y los planes de pensión para vivir durante 17 años en monasterios diversos, primero en Tailandia, después en Inglaterra y los últimos años en Suiza, sin posesiones, sin control sobre el futuro, sin vida sexual, sin pareja, sin familia y con un plato para la limosna que la gente del pueblo les da y les facilita alimentarse una vez al día como la propia tradición lo indica.

Björn adquiere un nuevo nombre: «Natthiko» que es su nombre budista y que significa «aquel que crece en el saber» y después de 17 años, aún en sus 40s y lejos del derecho a la pensión regresa al mundo occidental, a su Suecia natal para iniciar la vida una vez más con las manos vacías pero con una maleta de vida cargada de sabiduría y mejor aún de auto conocimiento.

Björn ha participado en la radio pública sueca como «voz de las charlas de invierno» y ahora más recientemente en las charlas del verano, su historia, sus relatos, su simplicidad en compartir sabiduría y su experiencia de vida han cautivado a la sociedad sueca, me han cautivado a mí y a petición de muchos ahora su experiencia como monje de montaña y sus aprendizajes de vida se han transcrito y publicado en el libro «Jag kan ha fel» (Podría estar equivocado) que es una de las muchas enseñanzas de su crecimiento budista.

Son estas pequeñas llaves que nos entrega de forma amena y profunda en su libro, llaves sueltas que al final de la lectura nos deja con un manojo pesado y sonoro de llavecitas que si nos interesa podemos usarlas para abrir puertas, pero no son las puertas del éxito y de la vida profesional, sino pequeñas aberturas hacia nuestro interior las que podemos abrir con éstos conocimientos que no se adquieren por ósmosis ni por una lectura de un-jalón sino por la práctica de los mismos.

El estar consciente de que «Puedo estar equivocado» cuando los tiempos son ásperos y las discusiones álgidas, el practicar constantemente la máxima de «Esto también pasara» para lo bueno y para lo malo… éste cáncer pasará, pero también la época de vacas flacas y las vacas gordas también pasarán, todo, absolutamente todo es relativo y simplemente pasará. El confiar en la vida, CONFIAR con mayúsculas, confiar en el universo, en Dios, en el poder superior, es lo que se define como fe y es esa confianza la que nos da la oportunidad de aprender a dejar siempre un pequeño espacio para que los milagros sucedan.

El libro lo he subrayado, le he hecho anotaciones al canto, le he marcado con diversos colores y no satisfecha con eso he escrito notas en papeles separados y los he pegado en el muro de la cocina, donde dejo la mirada mientras como y mientras cavilo, a ver si por ósmosis o por repetición aprendo un poco más cada día y me recuerdo verdades tan simples que son universales y que no pertenecen en exclusiva al Budismo o a ninguna otra religión sino a los seres humanos que preguntan y que buscan respuestas.

«Tu vas a saber, lo que tengas que saber… en el momento que necesites saberlo» así de sencillo y así de pesado, una loza de veinte kilos de sabiduría o una pluma de amor que vuela ligero y se posa en nuestro hombro, es tan natural de nosotros los seres humanos el querer saberlo todo, aquí y ahora «cuándo acabará la pandemia», «quién ganará las elecciones», «cuándo me voy a curar», «cómo le ira a la empresa», «qué puesto de trabajo me van a dar», «cómo le va a ir a mis hijos», lo queremos saber todo y lo queremos saber ya y el echarse para atrás en el sillón y dejar pasar la vida en espera de que lleguen las respuestas correctas a su debido tiempo no es una fortaleza de la que al menos yo me pueda jactar, me gustaría aprenderla, no cabe la menor duda y para eso necesito hacer uso de mis artes malabares para jugar con el tiempo, la paciencia y los gramos de sabiduría que he logrado acumular en la vida.

Björn NATTHIKO no es en lo absoluto un hombre viejo, está por cumplir sesenta años, no ha llegado aún a la edad de pensionarse pero la vida no deja de sorprenderlo, ahora está sentado en una silla de ruedas y viviendo la cuarentena de la manera más restringida posible ya que hace un par de años recibió el diagnóstico de ALS (sus siglas en sueco) o en español Esclerosis Lateral Amiotrófica, su cuerpo simplemente está dejando de funcionar paulatinamente, los músculos ya no responden y eventualmente morirá por asfixia, a pesar de que su propio padre murió gracias a una muerte asistida en Suiza a los 83 años después de recibir un diagnóstico terminal, la formación budista de Björn no le permite seguir los pasos de su padre y ahora está en casa, viviendo la vida con sus más cercanos hasta que la muerte llegue, en tanto sigue compartiendo su conocimiento con los ávidos de saber, con estos analfabetas de conocimiento que queremos al menos dar un paso más en la dirección de nuestro auto conocimiento para ser un poco más amables con y en el mundo donde habitamos.

«Abre tu puño apretado y deja que la mano abierta se llene de vida» tan simple, tan profundo, mira tu mano de vez en vez, es seguramente un puño apretado, esa quijada es una quijada tensa, esa mirada es una mirada dura, ese estómago es un nudo en el centro del cuerpo… más fácil decir que hacer, no cabe la menor duda, pero cada día es un buen día para aprender un poco más y para poner en práctica lo que nos haga sentir bien, como el simple hecho de aprender a respirar para algún día incluso sorprenderse a sí mismo meditando. Inhalar y exhalar o mejor aún «inspirar» y «aspirar», las palabras toman otro significado, yo inspiro vida y aspiro vida, inspirar-y-aspirar, tan sencillo como estar vivos.

Es triste saber que Björn dejará de respirar en un futuro cercano, él que dedico casi veinte años de su vida en perfeccionar los métodos de meditación y por ende los de respiración y que ahora sea de lo mucho que no logra controlar, pero de alguna u otra manera es el recordatorio delicado de nuestro tiempo limitado. No todos podemos ser monjes de montaña, ni beatos, ni iluminados, pero sí podemos ser una migaja más amables día a día, con los que nos rodean y con nosotros mismos.

Yo me quedo mirando la pared los papelitos que pegué con algunas de las frases que más me hacen reflexionar, no sé si por ósmosis las aprenda, lo cierto es que veo mi puño y ahora en un acto consciente aligero la tensión y abro la mano y digo en un susurro «gracias Björn Natthiko» y sigo con mi día sin ser más sabio ni digno, pero en el intento de ser dos centímetros más humano.

No sé si el libro se traducirá al español en algún momento para quien guste de leerlo, pero no quería dejar pasar de largo que en ésta vida ha habido un monje de montaña occidental que al escuchar su voz en la radio nacional sueca me ha hecho sentir viva y humilde.

10. Delfina que no paraba de llorar

Las vecinas decían que a María se la habían llevado los mariguanos del camellón, se la había llevado un hombre y que era mucho mayor “un viejo”, pero para una chiquilla de quince años todos los hombres son mayores, “el hombre” que se llevó a María era una figura misteriosa en la casa de Delfina, un hombre sin rostro, un hombre sin nombre, un robachicos cualquiera, un mal-nacido que había roto el hogar del Delfina que no paraba de llorar, al principio con los ojos inundados y al paso de los meses y con el llanto seco, un llanto silencioso y penetrante, un llanto doloroso, llanto amargo y mudo que le corría por la cara formando surcos de arrugas prematuras, y le corría por los cabellos pintandole ríos de canas. Delfina se escondía la pena de la cara, se subía el mandil con las manos y se tallaba los ojos como una cría, como una niña abandonada y abandonada estaba, en el desamparo de su espera y el desabrigo de su José, José el carpintero, el padre de sus hijos, el padre de esa María que se robó un hombre, un José-padre que cayó en el mutismo cuando la rabia se apoderó de sus sentidos al saber que su hija se había ido.

Rabia, dolor, enfado, frustración, los sentimientos que efervecían en José el carpintero, una olla en ebullición permanente, sentimientos demasiado explosivos como para controlarlos y demasiado profundos como para comprenderlos, José el carpintero no sabía de palabras, no sabía de hablar, sabía de enojos y de gritos o de silencios tan largos que hacían llagas sangrientas en el tiempo. 

La familia asumió la ausencia de María en silencio, la enterraban en vida con una losa sólida de evasión, de negación, de mirar para otro lado, de mejor no-mirar-porque-duele, no hablar porque no hay palabras, no preguntar porque no hay respuestas. El llanto de Delfina se había dejado de escuchar por los cuartos del piso de Lauro Aguirre, la figura de Delfina era una silueta permanente en las ventanas que daban al camellón a la espera, a la-espera de ver regresar a su hija, su María, mientras en la casa se movían con ires y venires constantes el resto de las hijas, Carmela con sus libros que entraba y salía a la escuela nacional de maestros, Guadalupe con sus tacones bien pulidos para ir a trabajar a los almacenes de El Palacio de Hierro, Rafaela, Josefina y Consuelo que estudiaban en la secundaria cercana y hacían los deberes de la casa, que se ocupaban de los quehaceres y de las ollas mientras la madre miraba por la ventana y lloraba en silencio. Teresa y David se entretenían en sus juegos de niños, Teresa y David se hacían compañía jugando entre las patas de las sillas de la cocina y correteando cuando las hermanas no los reprimían.

La tristeza de Delfina teñía las paredes de ese segundo piso de la casona de Lauro Aguirre de profunda tristeza, a pesar de las ventanas abiertas el aire no corría, a pesar de las risas de los niños la alegría no tenía cabida, a pesar del esfuerzo de las hermanas por agradar a su madre, Delfina, la madre no miraba más que al camellón en espera del milagro del regreso de su hija. José el carpintero se ahogaba en esos cuartos, se ahogaba de desesperación y de impotencia, José no cabía ya en esas paredes que se habían llenado de desconsuelo y de pena, José decidió mover a la familia de ahí, mudarse a otra casa, una casa con patio, una casa con patio para Delfina donde habría espacio para las macetas, para la pila de agua, para los árboles de jacarandas, para las líneas del tendedero, para gallinas y para que entrara el sol. José mudó a la familia a la casa de Lago Valencia, la casa de José que se podía pagar ahora gracias al trabajo de Guadalupe, quien ahorrando sin descanso, ahorrando hasta el último centavo posible le entregaba a su padre sus quincenas mes a mes, tan solo guardaba lo mínimo para el pinta-labios y para una buena tela para cortar un vestido de vez en vez. Guadalupe trabajaba para la familia, para llevar el pan a la mesa y para juntar dinero, el dinero que les permitiría mover a la familia a la casa de la calle de Lago Valencia, Lago Valencia número doce, sería el domicilio familiar hasta el final de los días. Lago Valencia número doce donde Delfina se negaba a entrar, ella no quería abandonar su posición de guarda en las ventanas del piso de la calle de Lauro Aguirre desde donde esperaba el regreso de María, Delfina sentía que si se salían de esa casa María no sabría a donde volver, pero José el carpintero estaba determinado a que su mujer cambiara de aires, a que posara los ojos en otras vistas, en que saliera de ese aire asfixiado de angustia y espera nula.

19.- Teresa la menor

El portón de la casa de la calle de Lago Valencia número doce se abrió de par en par una vez más ahora para dar paso al primer auto que entraba a la propiedad, Teresa con sueldo de profesora de enseñanza secundaria llegó a la casa con un flamante Cadillac color pistacho con los bajos color crema, un modelo de principios de los años sesenta, el automóvil ganado a pulso, el coche deseado para llevar a su padre José el carpintero a pasear y para ir con su hermana por las calles de la colonia hasta la zona limítrofe para adentrarse en las calles lujosas de la Colonia Polanco donde ahora iban a misa los domingos, ya no andando al Panteón Español, sino en coche a la Parroquia de San Agustín en las calles de Horacio frente al parque Americano o mejor aún al recién inaugurado Templo de San Ignacio de Loyola estacionando el Cadillac sobre la calle Moliere. 

Soplaban tiempos de cambio y Guadalupe y Teresa paseaban del brazo de su padre ahora con peinados altos, chongos encaramados con postizos, pestañas largas y postizas también, faldas por arriba de las rodillas, cinturones anchos definiendo aún más la cintura, gafas de sol como la mismísima Jackie Kennedy. El país florecía, la ciudad florecía, las hijas de la difunta Delfina Muñóz florecían, la casa de Lago Valencia número doce prosperaba también y en el patio se barrían las flores de las buganvilias y las jacarandas y los domingos se llenaba la casa con la llegada de las hijas casadas y sus respectivas familias de niños pequeños que corrían por el patio y que llenaban de risas la vida del abuelo.

José el carpintero iba ganando peso, “el azúcar” estaba acabando con sus pies, con su vista y con su cuerpo, José era ya un hombre grueso de poca movilidad, sentado en su silla en el patio de la casa miraba en silencio a las hijas, a los nietos que se hacían mayores, a los nietos que apenas andaban, a los nietos por llegar. Casi tres decenas de nietos llenarían la casa de José Sánchez Sáenz, el viudo de Delfina, José conocería a todos y cada uno de ellos, José llevaría en brazos a todos y cada uno de sus nietos, los hijos de sus hijas y de David-con-ojos-en-velo, los nietos del carpintero.

Teresa había terminado sus estudios y empacó la maleta por primera vez para hacer sus prácticas en la sierra de Chihuahua, era el primer viaje que haría sola, el primero de muchos porque había decidido conocer el mundo o al menos empezar por su país. Estando en Chihuahua en una escuela rural de la sierra se le llenó la mirada de perspectiva, un nuevo ángulo para mirar la vida, llenando su autoestima hasta el borde con la seguridad de que lo que se proponía lo podría lograr, que la meta que trazara sería tangible con esfuerzo y una dedicación férrea que había aprendido de las hermanas y que la llevaría a lo largo de todos los caminos que tenía por andar.

Teresa que al caminar atraía miradas, comentarios, piropos y silbidos había roto ya más de un par de corazones, ese Nemecio tan atractivo que cada semana llegaba a estacionar en la banqueta de la casa de la calle de Lago Valencia número doce lujosos automóviles, cada semana un color diferente combinando la carrocería con la camisa del día, ese Nemecio que rentaba los autos en la sucursal de autos de Polanco para impresionar a la guapa y joven Teresa que por mucho no se dejaba impresionar.

Las cosas cambiaron cuando empezó a recibir lecciones de piano, José el carpintero sobrepasado por la abundancia que se vivía en la familia abrió el zaguán de par en par un 15 de octubre del año 1958 para que entrara un piano a la casa, sería el regalo del cumpleaños 21 de Teresa, un piano-pianola de estudio, con rollos de partituras, de esas con notas picadas para ser leídas por los rollos de acero y  para reproducir música en automático, un piano de madera color café oscuro que se colocaría en la sala de la casa, junto a los muebles tipo imperio que Guadalupe había ordenado de El Palacio de Hierro, un piano-pianola para Teresa, para que aprendiera a tocar el piano como lo hacían las señoritas bien de Polanco y la Condesa.

No pasó mucho tiempo cuando llamaron a la puerta y un joven alto y delgado, muy delgado y muy alto, con un cigarrillo entre los dedos largos y huesudos se presentara y pidiera hablar con José el carpintero, el viudo de Delfina Muñóz, el padre de Teresa la profesora de historia. José desconcertado, con un poco de recelo pero orgulloso de ser el padre de una de las muchachas más pretendida de la colonia, abrió la puerta de su casa e hizo pasar al joven estudiante del Conservatorio Nacional y prometedor pianista, hijo de la señora Alicia Ramírez Riester hija de Francesa que en las calles de la Colonia Argentina se hacía llamar la Señora Riester y del español Don Luis Carbó Pí, llegado de Burjasot, Valencia por barco a principios de los años 20’s.

El joven Carlos Arturo cargaba consigo las partituras más románticas que podía seleccionar para darle lecciones a la guapa Teres,.“Para Elisa” de su favorito Beethoven, un poco de Franz Liszt y otro poco de Clara Schumann, la casa de la calle de Lago Valencia vibraba al ritmo de compositores alemanes y polacos en manos del joven concertista que hacía gala de todos sus talentos para enamorar a Teresa, la menor de la ristra de hijos de Delfina Muñóz y de José Sánchez Saenz el carpintero. Teresa profesora graduada de educación primaria, Teresa estudiante de la Escuela Nacional Superior, Teresa profesora de historia Normalista, Teresa la menor, heredera de la guapura de sus hermanas, digna hija de la belleza de Delfina y representante de la inteligencia, la gracia y la hermosura de Antonia, María, Guadalupe, Carmela, Josefina, Rafaela y Consuelo. La amiga eterna y cómplice de David. Teresa planeaba salir al mundo, planeaba enmarcar el título, trabajar, hacer carrera y viajar.

Y las oportunidades no se hicieron esperar, el primer viaje al otro lado del mundo no se hizo esperar, Teresa fue seleccionada para representar a México en un concurso interescolar y ella como una promesa representando a una nueva generación de educadores se subió al vuelo que la llevaría no a Europa, sino a Buenos Aires. La Argentina fue su primer destino internacional, Teresa se dejó fascinar por la capital Argentina, se dejó abrazar por los aires de un país con aliento europeo y aprendió que un boleto de avión es uno de los mayores gustos que se podía proporcionar.

A su regreso a la ciudad de México, el jóven Carlos Arturo Carbó, pianista, joven empresario y enamorado hasta la médula la fue a recibir a la sala de vuelos internacionales del aeropuerto Benito Juárez de la Ciudad de México, del brazo de su madre y armado de tremendo ramo de rosas rojas y un anillo de compromiso. Teresa no se le volvería a ir. Las semanas que pasó en la Argentina Carlos se quedó sentado frente a su piano sin parar de tocar pero sin poder respirar, sin aire y sin consuelo. Su amor por Teresa era mayor que su paciencia y su espera. Teresa y Carlos se comprometieron y se casaron en santo matrimonio el mes de marzo de 1965 en la Parroquia de San Ignacio de Loyola, en la Colonia Polanco, con un vestido blanco de raso bordado en pedrería y perlas, con manga tres cuartos y escote tipo imperio y con el velo más largo del mundo a petición del mismo José Sánchez Sáenz que entregaría en matrimonio a la más pequeña de sus hijas, tras una vida de oscuridades y vicisitudes, tras los años de carencias y de muertes, tras los trece hijos paridos por su Delfina, los nueve vivos y los muertos enterrados en cajas de cartón, en ataúdes infantiles en abortos de dolor. El velo del vestido de novia de Teresa habría de ser tan largo como los años de sacrificios y de enfermedades de la madre, un velo blanco que limpiara a su paso la memoria de los años de angustia a la espera de noticias de la hija María -vivo retrato de su madre, un velo tan largo como el rosario de nietos que se vestían de pajes y damas para la ocasión. Un velo purificador, un velo que cubría el patio de la casa de José el carpintero, viudo de Delfina Muñoz, un velo que cubría, sanaba y rebosaba al paso de la novia tomada del brazo de su padre: Teresa la menor.

18. Guadalupe una diestra secretaria del Seguro Social

Por el zaguán de hierro de la casa de Lago Valencia número doce entró una consola para tocar música, una consola con radio de amplitud modulada, frecuencia modulada y tocadiscos. La casa de Lago Valencia número doce se llenó de música como nunca antes, se escuchaba la radio y se tocaban discos gruesos de vinyl negro, lujos extraordinarios nunca antes pensados para la familia de José el carpintero donde la música se entonaba siempre a capela con las voces armónicas de las hermanas Sánchez. El sueldo de Guadalupe se alargaba y ensanchaba sin reservas, sumado al sueldo del padre José el carpintero que entregaría sus últimos años de trabajo a los talleres de carpintería de El Palacio de Hierro para ser jefe sobre los aprendices y artesanos, ebanistas y pintores que producían esos muebles clásicos que llenarían las salas y los salones de las casonas de Polanco, La Anzures, La Condesa, La del Valle y Las Lomas.

Después de la consola llegó la televisión, las puertas del zaguán se abrieron de par en par nuevamente para dar paso a la televisión, el mueble de la televisión, largo, pesado y macizo. El mueble de la televisión en blanco y negro era la consolidación del lujo en esa casa donde se contaron los centavos durante décadas y que ahora gracias al trabajo digno y bien remunerado de Guadalupe como una diestra secretaria del Seguro Social, Teresa como profesora de secundaria y David como ayudante en los talleres del Politécnico Nacional ya no había que voltear los veintes y estirar los billetes cuando llegaban los gastos.

En la sala de la casa entraron los sillones tipo imperio, un juego de dos sillones individuales y un sillón de dos plazas con decorados en madera cubierta de color dorado, telas rosadas de terciopelo y las patas torneadas en un perfecto trabajo de ebanista maestro. La mesa del comedor llegó con pompa y platillos también, ocho sillas robustas que se colocaban alrededor de esa mesa de madera cubierta con vidrio para evitar los rasguños y el maltrato.

Lámparas, cortinas, tapetes y alfombras, mesas camilla y manteles largos, cuadros con réplicas que rememoraban óleos de castillos europeos, cuadros de paisajes y figurines de porcelana en las mesas de la sala. La casa de Lago Valencia número 12 había dado un cambio radical, Guadalupe inyectaba el capital abundante de su sueldo para hacer de esa casa un hogar para su padre José el carpintero, su hermano David con sus ojos a media-luz y Teresa la menor de la estirpe. Una casa grande para cuatro personas que transitaban armónicamente en ese corredor con puerta a cada habitación, con esa fuente en el patio central que sustituía a la pila de agua y las macetas decoradas con pedacería de azulejos y espejuelos que brillaban al sol. 

La casa de Lago Valencia número doce relucía con su portón negro brillante, con la herrería recién pintada y con las ventanas de la sala que daban a la calle. La casa de la calle de Lago Valencia número doce florecía, brillaba y cobraba nueva vida.

17. Teresa una chica inteligente e impaciente

Con los libros cargados en el brazo y apretando el pecho, la falda ceñida al cuerpo, calcetines cortos y un suéter abotonado al frente con un pequeño lazo se vestía Teresa, la menor de los trece hijos paridos por Delfina Muñóz. Teresa que era una sombra flacucha y malnutrida cuando en 1950 marchara en el cortejo fúnebre para llevar a enterrar a Delfina su madre al Panteón Español, había empezado a romper el cascarón y día a día se formaba en la promesa de mujer que se había hecho a sí misma.

Teresa no extrañaba la figura materna porque se había quedado en una casa llena de hermanas mayores que para su fortuna fueron desfilando al altar a un compás armónico que le dió aire suficiente para respirar, en casa se quedaba tan sólo Guadalupe afanada en su trabajo como secretaria en el Seguro Social y su hermano David. 

Teresa y David conformaban un dueto de alegría y buen humor que lo acompasaban de música, la música era su resguardo, su pase a la libertad, su pasaporte al mundo perfecto donde no había necesidad de ojos para mirar. David con sus tonos de tenor y Teresa con una voz de soprano natural llenaban todos los cuartos, salas y rincones de la casa de Lago Valencia número doce. David y Teresa – Teresa y David, un dúo amoroso de hermandad y cuidados, él alto y delgado, cabello castaño rizado, una nariz que alcanzaba el grado de perfección y un carisma que hacía olvidar las tinieblas de sus ojos para hacer reír a cualquiera que estuviera a su alrededor.

Teresa sería la más alta y espigada de las hermanas, delgada de porte altivo, cabello castaño a la cintura y un rostro ovalado con porte de artista del cine mexicano dirigida por el Indio Fernández. Una chica inteligente e impaciente, ambiciosa e insaciable, simplemente Teresa quería siempre más.

La escuela secundaria la hizo en la nocturna por falta de lugar en el turno de la mañana, así Teresa estudió la secundaria en un ambiente de varones que la cortejaban pero principalmente cuidaban de ella y siempre había más de un acomedido que la encaminaba a la puerta de su casa. Teresa siguió las instrucciones precisas de su padre y sus hermanas mayores matriculandose a la Escuela Normal para maestros y paso seguido empezar a trabajar mientras, acostumbrada ya a las exigencias de una escuela nocturna se enrolaba en la Escuela Nacional Superior. Teresa no se conformaba con ser profesora de primaria como sus hermanas, tenía que dar un paso más, una milla más, un reto más. Teresa recibió su título como profesora de educación secundaria con especialidad en Historia. “La maestra de Historia” sería a partir de entonces. Una maestra avispada y seria, una maestra que no saciaría nunca su deseo por estudiar y aprender siempre un poco más.

Con los libros bajo el brazo iba ahora Teresa a la escuela, como su lugar de trabajo, Teresa la profesora de historia, Teresa con una plaza de maestra en el sistema nacional de secundarias, Teresa con esas faldas a la rodilla, los suéteres ceñidos al cuerpo y la cabellera larga y castaña en un chongo a la nuca. Teresa la menor de Delfina, Delfina Muñóz que parió a su decimotercera hija en los cuartos del solar de Coyoacán el mismo día de Santa Teresa en el año de 1937. Delfina que daba a luz a la que sería la más joven de la estirpe, la decimotercera, la menor de los nueve que sobrevirían para hacer familia y contar la historia. Teresa que nacía a la par que la primogénita de su hermana mayor. Teresa que se criaba en compañía de los hijos de sus hermanas, los hijos de Antonia y María fueron sus compañeros de juegos y sus amigos más cercanos, Teresa huérfana a los trece años nunca estuvo sola, tenía a su hermano David y su voz, Teresa tenía a su padre José el carpintero que pasaba largas horas en la cocina frente a la estufa blanca de peltre con sus cocidos y sus ollas y cuando la comida estaba lista sentado en el patio entre las macetas dormitando al sol, Teresa tenía a Guadalupe, su compañera en casa, la única que no había desfilado al altar. Guadalupe “tan solo” juntaría más dinero para hacer más mejoras en la casa para después decidir con quién casarse, “tan solo” esperaría un año más a que le dieran el siguiente ascenso para después decidir con quién casarse, Guadalupe “tan solo” que pasaran las fiestas de la Virgen y la Navidad para después decidir con quién casarse. Y tomaba a Teresa del brazo y la hacía jurar ante el retrato de Delfina su madre difunta que no se casaría antes que ella. Si Teresa se casaba primero sería la sentencia perpetua de soltería para Guadalupe. Teresa no prometía nada, pero Guadalupe no le soltaba el brazo hasta que le jurara en el nombre de la madre difunta que no la abandonaría en la casa de la calle de Lago Valencia número doce, que juntas cuidarían del padre que envejecía a paso raudo y después saldrían las dos en matrimonio. Una promesa amarga e imposible de cumplir. Una sentencia de soledad para Guadalupe se escribía con promesas mudas, palabras a medias y miradas esquivas. Guadalupe a pesar de sus deseos nunca llegaría al altar.

16. Guadalupe estaba en la flor de sus años

Después de la muerte viene la calma y la casa de Delfina y sus hijas, la casa de José el carpintero y su hijo-tan-guapo–casi-ciego no fueron la excepción a la regla, la vida fue cayendo en calma tras la muerte de la madre, tras el duelo, tras los rosarios, las misas de domingo y los santos iluminados en el altar familiar que se había venido conformando de figuras religiosas colocadas arriba del ropero de madera de encino que ocupaba la habitación familiar. Ahí estaban las figuras de Santos y Vírgenes, ahí estaba ese Niño-Dios que vestían con sedas y encajes para la cita anual de La Candelaria, y lo llevaban a bendecir, cada año como si al paso de los días, las semanas y los meses fuera perdiendo su gracia, cada año había una nueva bendición y lo llevaban a la iglesia como una criatura viva que respirara, arropado y bien cargado, y pasaba el resto del año en compañía de todos los otros santos y vírgenes que se posaban con sus ojos de vidrio y su silencio eterno encima del armario grueso, oscuro, robusto y mudo. Las veladoras estaban encendidas de noche y de día, veladoras en vasos de vidrio rojo y veladoras en vasos con la imagen de la Virgen de Guadalupe impresa, veladoras que hacían un juego constante de sombras en la habitación y que no debían de apagarse momento alguno para ahuyentar el mal y para asegurarse de que la gracia de Dios y sus favores estaban siempre al día.

Entre los santos estaba San Antonio, el de Padua que con tantas mujeres en la casa había que cerciorarse del casamiento y fertilidad de todas las hijas de Delfina, ahora difunta y su José el carpintero.

San Antonio trabajó afanosamente y las hijas de José el carpintero, el viudo de Delfina Muñóz fueron desfilando al altar, una tras otra, una guapa y la otra aún más, las hijas de José el carpintero portaban trajes de novia blanco marfil, blanco-inmaculado, blanco-virginidad, velos largos, cinturas angostas, ramos de flores blancas y puras y el orgullo de haber-conseguido-un-buen-partido. Carmela la primera profesora graduada y practicante había ya formado familia con su Chucho, el Doctor Luis López Galván de Coatepec, Veracruz y empezaban una vida de hijos y trabajo en pareja, una familia moderna a mediados del siglo XX, con una madre que trabajaba medio tiempo y criaba a sus hijos, preparaba la comida y atendía puntualmente a su marido en una casa moderna con cuartos de baño, cocina moderna, coche a la puerta y más de uno o dos lujos que se irían acumulando con los años. Rafaela camino al altar con su Alejandro, el abogado Alejandro Quintanar; que le daría nombre, prestigio y familia pero la dejaría viuda apenas en la flor de la vida. Josefina uniría su vida por más de sesenta años a su Enrique Serrano, Ingeniero y marido ejemplar y Consuelo encontraría a su Adán, Adán Hernandez, Contador Público, contador de historias, contador de sueños.

La vida de José Sánchez Sáenz, el carpintero, el viudo de Delfina no podía estar más completa, cuatro hijas bien casadas, con jovenes profesionistas, el médico, el abogado, el ingeniero, el contador… la vida no podía ser más benévola, hijas con sus propios estudios, tres profesoras de escuela primaria trabajando en el turno diurno, mujeres modernas que se jactaban de tener ingresos propios y ahorros de pensión, maestras sindicalizadas con plazas a perpetuidad, madres, esposas, amas de casa y profesionistas, una nueva generación había roto los estereotipos, mujeres que decidían sobre sus cuerpos, cuatro, tres, dos hijos, no más, mujeres que aprenderían a viajar a comprar en los grandes almacenes, mujeres de abrigo y sombrero, mujeres de peinados de salón, de fiestas familiares de domingo y de salidas al teatro y al cine, una nueva generación había roto las cadenas, una nueva generación se había estado cocinando en la casa de José el carpintero y su ahora difunta Delfina, entre las ollas, las macetas, la pila de agua del patio, los nietos de las hermanas mayores, los cuartos de vecindad, los años de enfermedad de la madre, el caldo de cultivo se fue cuajando durante años y mujeres fuertes y erguidas salieron de esa casa para formar familia, formar trabajo y formar sociedad. Soplaban nuevos aires no cabe duda, las hijas de José abrían paso a un México a mediados del siglo XX, habían dado un giro al paradigma de la mujer-en-casa, la mujer-embarazo, mujer-parto, mujer-hijos, mujer-esposo, mujer-en-casa. Las hijas de Delfina no vivían en un solar alimentando a los pollos, a los gansos y a los hijos, las hijas de Delfina Muñóz ejercerían su derecho al voto en las urnas por vez primera en la década de los 50’s, las hijas de José el carpintero, el viudo de Delfina actuarían en consecuencia como mujeres modernas y harían efectivo su derecho de trabajar como profesoras y recibir un sueldo digno con derechos sindicales y sociales. Las hijas de Delfina y José no se llenarían de barrigas y de hijos, abortos, embarazos y partos, las hijas de Delfina planearían su vida y decidirían cuántos hijos tener, cuantos hijos parir y educar. 

La vida no podía ser más amable, el luto y el duelo se desvanecían y daban paso a la alegría y a los amores, al colorido y al gozo, San Antonio hacía de las suyas, las hijas de José Sánchez Saénz desfilaron al altar vestidas de blanco y con un marido profesionista a su lado, José las fue entregando de una en una y del atrio de la iglesia salían de par en par: Carmela y Luis, Rafaela y Alejandro, Josefina y “Rico” y Consuelo y Adán.

La casa se sentía grande, la casa de Lago Valencia número doce era ahora un enorme caserío para tan solo cuatro personas, José el carpintero que salía al mercado y se paraba frente a la estufa a cocinar, David que trabajaba en los talleres del Instituto Politécnico Nacional, Teresa con los libros desgastados de las hermanas bajo el brazo para ir a la Escuela Normal de Maestros andando los mismos pasos que sus hermanas mayores y maestras.

Guadalupe era ya una mujer, mujer guapa y con porte altivo, con su cabellera negra que enmarcaba esa cara triguena, esos ojos negros, esas cejas delgadas, esa naríz aguileña, esos labios gruesos, carnosos y rojos, esos pómulos afilados, ese cuello largo. Guadalupe estaba en la flor de sus años, una mujer que había tomado las riendas de su casa, de la vida y de su trabajo. En 1943 dejaría los almacenes de El Palacio de Hierro por las oficinas centrales del recién formado Instituto Mexicano del Seguro Social, un parteaguas en los servicios de salubridad social para el país, un parteaguas de beneficios para los trabajadores y sus familias como nunca antes se había visto. El México de progreso se abría paso mientras el mundo se recuperaba de la guerra en europa, mientras las inversiones llegaban a México por la puerta ancha, mientras la sociedad olvidaba sus años de sociedad agrícola para pasar a una sociedad industrial de altos vuelos.

Guadalupe vivía los beneficios de esos cambios, volaba al vuelo de los nuevos aires y era una mujer guapa, independiente, trabajadora e inteligente en un piso abierto de escritorios de metal con máquinas de escribir olivetti que marcaban el ritmo a fuerza de la música-moderna que emanaba de sus teclados. Teléfonos de conmutador, papel carbón, bandejas de metal para los papeles que entraban y que salían, archiveros de acero inoxidable, señoritas con tacones por aquí y por allá, faldas abajo de la rodilla para marcar el recato pero ceñidas al cuerpo para marcar los glúteos, las caderas, la cintura y las piernas. Flores en el pelo, abrigos de manga tres cuartos, un sombrerito discreto, suéteres entallados, sujetadores que exageraban la figura de la mujer, senos puntiagudos apuntando al cielo, porque el cielo, el cielo era el límite. 

En la casa de Lago Valencia número doce empezaron las reformas, salió la estufa de leña y carbón y entró la estufa de gas, un mueble de peltre blanco brillante con seis ornillas donde José el carpintero se daba vuelo haciendo los pucheros y los cocidos, los frijoles y las lentejas, que aunque seis de las hijas habían ya desfilado al altar eran muchas las visitas y la pipiolera del segundo patio, los hijos de Antonia y María en los cuartos de vecindad del patio del fondo sumaban ya diez niños y niñas nietos de Delfina Muñóz, difunta y de José el carpintero, el viudo que seguía alimentando bocas.

Junto a la estufa de peltre blanco-brillante colocaron los cargadores de la mudanza el primer refrigerador de la casa, un hermoso mueble blanco también, robusto, de acero inoxidable con compartimiento de hielera y un vasto espacio de refrigeración. Los días de alimentar la caja congeladora con hielos habían pasado a la historia. Guadalupe ordenó que las paredes de la cocina se pintaran de blanco, ya no más hollines y humaredas, la fisonomía de esa cocina había cambiado, con un fregadero haciendo juego con el blanco de la estufa y el refrigerador. Una cocina moderna en casa de José el carpintero, el viudo de Delfina Muñóz.

15. Delfina la madre de trece vástagos entre vivos y muertos

Fue un día de marzo de 1950 cuando José el carpintero salió de su casa, vestido de luto y en procesión acompañado de todas sus hijas y su hijo-casi-ciego, acompañado de las casadas y de las solteras, en procesión silente acompañado de sus yernos y de los nietos que por primera vez no corrían descarriados sino que guardaban filas de respeto y pena. La procesión partía de la casa de la calle de Lago Valencia número doce y a paso firme y amargo atravesaban la Calzada México-Tacuba para adentrarse a los terrenos del Panteón Español. 

El padre Aurelio, el sacerdote hermano de José el carpintero, el llamado Tío Lelo, encabezaba la procesión de silencio. Una carroza fúnebre llevaba el cuerpo de Delfina, Delfina la hija de Cástula Guerrero y de Domingo Muñoz, Delfina la mujer de José Sánchez Sáenz el carpintero, Delfina la madre de trece vástagos entre vivos y muertos, la madre que dejara nueve huérfanos y apenas diez nietos de los 28 que se acumularían al paso de los años. Tras la carroza caminaba con la cabeza gacha José el carpintero con su traje negro de luto, con los pies pesados de pena y el rostro hundido en un duelo profundo que le acompañaría por años, del brazo lo llevaba Guadalupe, con un velo negro cubriendo el cabello y el rostro y con el vestido de luto que habían cosido para la ocasión. Cástula Guerrero la madre de Delfina era parte del cortejo, una mujer rozando las siete décadas que se había hecho pequeña, casi diminuta con su joroba en la espalda, con sus hombros huesudos, su cara arrugada, su pelo cano amarrado en un chongo en la coronilla de la cabeza y un chal negro que le acompañaba ya sea de mañana o de noche, de duelo o de cotidiano. Cástula llevaba a enterrar a su hija Delfina, Cástula iba callada observando a esas hijas ahora huérfanas de su Delfina, Cástula iba en silencio observando a ese José ahora viudo cargando sus más de sesenta años y al frente de una casa llena de mujeres por casar, por educar, por entregar y ese varón con mirada velada que había que guiar y apoyar más que dejarle la responsabilidad de la casa en las manos. Cástula observaba en silencio a los nietos de Delfina y de José que caminaban con las cabezas gachas, los hijos de Antonia la mayor y su Florentino o Valentino como quiera que se llamara y de María que seguía bella aunque ausente andando del brazo de su Santo-Santiago que pastoreaba con la mirada a la prole. Guadalupe estoica llevaba del brazo a su padre, Carmela caminaba del brazo de su marido, el doctor Luis López Galván el médico de Coatepec, Veracruz, un joven de rancho, de campo que en la lectura y la ciencia encontrara el placer del conocimiento que lo llevaría a la capital con poco dinero y mucha apetencia para estudiar en el recién inaugurado Instituto Politécnico Nacional. Carmela la primera profesora graduada y practicante de la familia andaba del brazo de su marido el médico, su Chucho como siempre le diría. Las solteras iban detrás, en el cortejo, Josefina y Rafaela con los brazos enganchados la una a la otra, los menores Consuelo y David le hacían compañía a Teresa al andar. La Benjamina de la familia, Teresa con sus trece escuálidos años, con su cuerpo flaco, con sus trenzas ralas, con el rostro pálido de tristeza, de confusión y de orfandad. 

El cortejo fúnebre salió de la casa de la calle de Lago Valencia número doce cuando las calles aún eran de tierra, cuando no había banquetas, cuando el carretón de la lechería pasaba tirado por caballos para repartir la leche bronca, la crema y la nata en las calles de la colonia. El cortejo salió del portal de la casa número doce de la calle de Lago Valencia ensanchando filas con la presencia de los vecinos, Mariquita de la vecindad de junto con todos sus hijos y su hombre de poca alcurnia acompañaban a José Sánchez y a sus hijas al Panteón Español.

Incluso las vecinas de la casa de Lauro Aguirre vinieron a acompañar a Delfina en el último adiós. Las vecinas que habían montado guardia años atrás a la espera del regreso de María, a la espera de las cartas que enviara la rescatadora de María, a la espera de que María regresara algún santo día para que Delfina recuperara la vida.

La tumba de Delfina se convertiría en el punto de reunión de la familia, asistían religiosamente a una cita puntual de domingo después de la misa del mediodía en la parroquia del Panteón Español para limpiar el sepulcro, cambiarle las flores, tirar el agua sucia que olía a aguas de panteón, limpiar los jarrones y barrer la lápida de hojarasca y el polvo acumulado durante la semana. La tumba de Delfina era el sitio de reunión de la familia el domingo después de la misa de mediodía, era donde José dejaba cada semana sus arrepentimientos y temores bañados en lágrimas y donde las hijas con velos de encajes cubriéndoles la cabeza y el hijo con velos de ceguera en los ojos iban a pagar tributo a la madre que les diera vida, a la madre que de dar tanta vida se llenara el cuerpo de una temprana muerte.

14. Consuelo, la definición inmaculada de su nombre

Los años que Delfina pasó postrada en la cama fueron largos, oscuros y pesados, a pesar de que María ya había vuelto a la casa, de que María ya había encontrado a su Santo-Santiago y de que sus criaturas corrían por el patio descalzos, Delfina ya no dejó la cama que la llevaría hasta la tumba. 

Delfina se lo dijo fuerte y claro a José el carpintero cuando dejaron el piso de Lauro Aguirre, cuando llegaron a vivir a la casa de Lago Valencia número doce, Delfina cantó su sentencia, “de esta casa en calles de tierra me vas a sacar con los pies por delante José”, Delfina había dictado su sentencia, llegaba a esa casa con el alma enferma de dolor y angustias y con el cuerpo débil de tumores y males sin diagnósticos en esos tiempos.

Los años de Delfina en su lecho y en la oscuridad de su habitación fueron llevaderos tan solo gracias a los cuidados de Consuelo, Consuelo una de las más pequeñas de la ristra de hijos de Delfina, después de ella nacerían David y Teresa para rematar la descendencia. Consuelo era la definición absoluta de su nombre, Consuelo era el bálsamo que abrigaba a su madre enferma, Consuelo era esa muchachita de cuerpo espigado y cintura de arrebatar suspiros, con un rostro ovalado delicado y nariz aguileña enmarcados en los cabellos negros herencia de Delfina, negro azabache, negro destino, Consuelo era aliento y alivio.. 

Consuelo veía cada mañana cuando las hermanas se iban a la Escuela Normal para Maestros, desfilaban la una detrás de la otra, Carmela que ya había terminado sus estudios se iba a trabajar, a finales de los años 40’s Carmela era ya profesora de educación primaria y Josefina y Rafaela seguían sus pasos puntualmente, no era cuestión de gusto, José el carpintero trazó imperativamente el rumbo del destino de las hijas cuando se hizo el gravoso gasto de los libros que Carmela necesitaba para estudiar para maestra, en ese momento le dijo al resto de las hijas que si no querían trabajar en los almacenes de El Palacio de Hierro como dependientas y donde él era carpintero, entonces estudiarían para maestras, no porque fuera un grito intrínseco de vocación sino una decisión práctica, los libros se habían comprado y se utilizarían cuantas veces fuera necesario. Ese día Josefina y Rafaela vieron como cualquier argumento por otra carrera u oficio perdía todo valor. Carmela era profesora y Josefina y Rafaela seguían puntualmente sus pasos.

Cada mañana las hermanas se acicalaban para irse a la Escuela Normal de Maestros: cabello ondulado castaño oscuro, rostros redondos y perfectos, ojos pequeños, labios delgados, nariz recta la una y chata la otra, dos figurines de cinturas angostas y faldas rectas a la rodilla, dos figurines de cabellos largos y labios rojos, dos figurines de piernas torneadas y hombros estrechos, las hermanas Rafaela y Josefina andaban con sus libros bajo el brazo, Josefina y Rafaela serían profesoras también y se habían aprendido de memoria el camino hacia la escuela Normal de Maestros y a su paso acumulaban admiradores y arrancaban suspiros a los muchachos. Un par de castañuelas de gracia y juventud. Josefina y Rafaela – Rafaela y Josefina salían de la casa cada mañana y la casa de Lago Valencia número doce se quedaba en silencio. David y Teresa se iban a la primaria, las mayores Carmela y Guadalupe se iban a sus respectivos trabajos y María y Antonia se iban arreglando la vida en los cuartos de vecindad en el patio de atrás. La casa se quedaba en silencio, tan solo Consuelo la habitaba en las largas horas de la mañana, Consuelo que llevaba el café con leche a la cama de su madre, Delfina postrada de dolor, Delfina con las entrañas escaldadas y heridas. Consuelo lavaba los platos, quitaba el polvo de los muebles, sacudía a los santos, se aseguraba que las veladoras estuvieran encendidas arriba del ropero en el cuarto de su madre Delfina, para ahuyentar la soledad y salvaguardar las bendiciones. Consuelo que preparaba el caldo para el almuerzo y que iba a la plaza a comprar las cebollas, los ajos, los frijoles, las patas de cerdo, los hígados de res, los chamorros, el tuétano. Consuelo fue perfeccionando el arte de la cocina, una olla aquí y dos cazuelas allá. Consuelo mantenía la casa limpia, las ollas calientes y las plantas en flor.

Por las tardes cuando las hermanas regresaban de los estudios y los trabajos Consuelo se sentaba en el alféizar de la ventana donde mejor daba la luz para coser, zurcir, hilvanar, pespuntar y cortar. Las vecinas pasaban y por entre las rejas de la ventana que daba a la calle le entregaban sus medias de nylon para que Consuelo con sus manos expertas les remendara las corridas a cambio de un veinte. Consuelo tenía dedos largos y ágiles, lo que hacía lo hacía bien, dedos largos y delgados que dominaba con gracia y maestría en la cocina, entre las telas, en el bordado y en las macetas.

Consuelo pasaba el día cuidando de su madre, cuidando de la casa y moviendo las ollas para regresar a la habitación de Delfina su madre a tomarle la mano, a darle agua a sorbos, a acicalarle el cabello y a humedecerle los labios. Consuelo era la definición inmaculada de su nombre y lo portaba con gracia y orgullo como todas las hijas de Delfina y su José el carpintero.  

13. María sin pasado, sin pecado, sin falta

La casa de Lago Valencia número 12 florecía todo el año, las bugambilias rojas, naranjas, blancas, rosadas y hasta fucsias florecían en un sin-parar de invierno a invierno y de verano a verano, las bugambilias recorrían los muros y cubrían los arcos del corredor que daba al patio. Cuartos en hilera con acceso al corredor que dejaba entrar el aire y ventilar las habitaciones. Las hijas se acostumbraron a la oscuridad de la habitación de Delfina en ese cuarto central de la casa. Unas entraban y otras salían. Antonia había ya parido sus cuatro hijos y vivían todos en los cuartos prestados del traspatio, donde entre cuatro paredes y mucha destreza Antonia se las arreglaba para cuidar de sus cuatro hijos y hacerle lugar a un marido que día a día demandaba más espacio pero aportaba menos beneficios. Su sueldo íntegro lo entregaba a Antonia, aunque el sueldo íntegro apenas servía para la compra en el mercado de Tacuba y unas cuantas prendas para los niños y zapatos cuando la exigencia era mucha.

Los cuartos se hicieron menos cuando María llegó a vivir al traspatio también, tras el rescate y una efímera recuperación María conoció a Santiago, o mejor aún Santiago supo de María, de su belleza, de su candidez, de su pasado y así la quiso, así se enamoró de ella, porque Santiago nunca había visto una muchacha con labios más rojos y perfectos, con pelo más negro y ondulado, con cejas tan finas y con ojos tan negros. Santiago supo de María, oyó hablar de ella, de sus años lejos de la familia, de su olvido y de sus silencios y así se enamoró Santiago. Santiago más santo que Tiago había llegado a la ciudad de México como migrante desde El Salvador, con el sueño de los Estados Unidos bajo el brazo, sería un bracero más, un centroamericano en busca del sueño americano, pero no contaba con María, escuchó hablar de ella, de su belleza, de los años de extravío y de la tersura de sus manos. 

Santiago se presentó en casa de José el carpintero y pidió conocer a su hija, la más bella, la más reservada, la que estaba ausente. Santiago conoció a María y ese día la tomó del brazo y frente a la presencia de José el carpintero, su padre y de Delfina que apenas dejaba la oscuridad de su habitación, prometió a María cuidarla y protegerla hasta el fin de sus días, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza y fueron largos años de pobreza y aún más largos los años de enfermedad pero Santiago cumplió su palabra al pie de la letra, ni un día le faltó a su María, desde que el sol salía hasta entrada la noche Santiago estuvo al lado de su mujer durante más de cincuenta años, de su María hermosa, de su María sin pasado, sin pecado, sin falta. Santiago la tomó de la mano un buen día y la honró hasta que años, muchos años después se lo llevara la muerte.

Fue así como María y Santiago entraron a los cuartos del traspatio, robándole espacio a la familia de Antonia y su Valentino o Florentino como sea que se llamara, que era el hombre más guapo del mundo y que le dio cuatro hijos pero pocos aprecios. María y Santiago entraron a los cuartos del patio de atrás para llenarlos de hijos… uno, dos y tres y luego cuatro y luego cinco y al poco tiempo seis. María sabía parir igual que su madre y paría hijos hermosos, hombres y mujeres inteligentes y vivarachos que aprendieron a cuidar más que a ser cuidados, aprendieron a sobrevivir más que a ser llevados de la mano. En los cuartos de atrás no había espacio para la pipiolera así que los niños corrían por el patio, entre las macetas de Delfina y la pila de agua, corrían descalzos y daban voces el día entero. Los hijos de Antonia y María vivían del portón de casa de sus abuelos para adentro y del portón de casa de sus abuelos hacia afuera, iban y venían solos a la plaza, a la escuela, a jugar a la pelota y a correr por las calles de la colonia. La casa nunca estaba en silencio, la casa se había convertido en una vecindad donde las hermanas entraban y salían entaconadas Guadalupe a trabajar como dependienta de El Palacio de Hierro y Carmela, Josefina y Rafaela a estudiar en la Escuela Normal de Maestros, benemérita institución.

12. Teresa, la más huérfana de todas

Teresa nació un 15 de octubre en la casa de Coyoacán, en ese cuarto de cama de colchón de borra donde Delfina había parido a todas sus hijas y al hijo varón, guapo, inteligente y casi ciego. Teresa nació Teresa por onomástico, por definición y por herencia, sería la última hija de José el carpintero, hijo de Teresita Saenz la viuda de Benjamín Sánchez oriundos de Celaya, Guanajuato. Teresa nació nieta de Teresita pero en casa de José no se usaban los diminutivos, a las hijas se les llamaría por su nombre, nombre de pila, pila de piedra y agua corriente. Las hijas de José Sánchez portaban el nombre de la decepción, vástagos que no nacían hombres, así que José se fue curando las ansias de un varón al llamar a sus hijas: Antonia, Josefina, y Rafaela a ver si los nombres llenaban el vacío, mientras Guadalupe, Carmela y María llenaban la casa con sus quehaceres, con sus ires y venires, con sus voces y sus cuerpos de mujer.

Teresa nació después de David, sería el último embarazo de Delfina Muñóz, hija de Castula Guerrero y de Domingo Muñoz de San Francisco del Rincón. El último de 13 embarazos, el último parto de trece partos, ocho mujeres vivas, un hombre vivo, guapo y casi ciego, un Benjamín enterrado apenas de infante y arrebatado por el fuego de las fiebres y las meningitis, dos niños no nacidos enterrados en cajas de zapatos y una Teresita que también moriría, una Teresita que sí era bonita, diría José el padre carpintero, una Teresita que se parecía a su abuela, que era hermosa con cabellos rojos y cara de piel pálida y labios de cerrojo. Esa se les murió, murió hacía tanto que ya habían olvidado de prenderle veladoras en el nicho de los santos, murió hacía veinte años cuando la nueva Teresa llegó al mundo.

Una Teresa sin diminutivos, una Teresa a la cola de la ristra de los ocho hermanos vivos, una Teresa para honrar a la abuela, para rememorar a la hermana muerta, esa la que sí era bonita, una Teresa que crecía sola, observaba sola y aprendía sola de las siete hermanas maestras y en la complicidad de su hermano David, su hermano de voz gruesa y de gafas de vidrios reforzados, ella era su lazarillo, su mejor amigo. David y Teresa hicieron mancuernas, el resto de las hermanas estaban siempre demasiado ocupadas. En esa casa no había tiempo de ocio ni minutos vanos, once bocas que alimentar más las bocas que se iban sumando a la mesa y llegaba de visita el hermano de José el cura Aurelio de la parroquia de Tlaxcala, y llegaban las primas de José el carpintero, la prima Catalina y su hermana Luz y se sentaban a la mesa a comer con sus caderas anchas, con sus bocas grandes, con sus caras redondas y sus vestidos negros, las primas de José que llegaban con canastas de viandas, con rollos de telas para que las hijas de José cortaran y cocieran los modelos de las revistas, para que las hijas de José el carpintero y Delfina tuvieran un vestido de domingo.

Teresa llegó cuando Delfina, su madre estaba ya cansada, Delfina habitaba un cuerpo desgastado por dentro, una matriz marchita de embarazos y una cadera rajada de tanto parir, Delfina sintió su primer embarazo a los catorce años, entrados los quince, una niña en cuerpo de mujer, una madre en cuerpo de niña que se sumergiría en las aguas profundas de la maternidad durante dos décadas y pocos para cargar trece barrigas y alimentar nueve bocas. Delfina-mujer y madre, Delfina madre de mujeres, Delfina madre de un único varón casi ciego, Delfina la que enterró neonatos en cajas de zapatos y la que lloró a mares cuando las aguas de baños fríos no bajaron las fiebres de su Benjamín. Delfina, la hija de Cástula Guerrero que fue niña y fue mujer, nunca joven, nunca vieja, nunca se paró en sus propios pies, primero fueron los pasos de la madre, después los del marido, el carpintero José quien la llevaría al campo santo a enterrar sin llegar a los cincuenta años. Dejaría huérfanas a sus hijas y Teresa sería la más huérfana de todas, huérfana de madre y la hija no deseada de todas las hermanas mayores. Teresa que llegó para arrebatar a Delfina las pocas fuerzas, el poco aire. No pasaría mucho tiempo para que Delfina, la madre de Teresa, cayera en cama, cayera en cama para nunca más levantarse, un lecho que a Teresa le pareciera eterno, con la madre postrada en la oscuridad y los males comiéndole las entrañas.

11. María, la heredera de su belleza perfecta

El patio de la casa de Lago Valencia era largo y ancho, un patio para plantas y macetas, un patio para tender la ropa y dejarla al sol. La construcción original era una fila de cuartos en hilera todos con puerta al corredor, al fondo estaba el cuarto que hacía de cocina, cuando llegó la familia de Delfina y José el carpintero, en la cocina la estufa de leña tiznaba las paredes y el techo, las ollas y las manos del cocinero en turno, cuando llegó la familia de Delfina y José el carpintero el cuarto de baño estaba junto a la cocina y era un cuarto oscuro sin ventilación donde un inodoro de porcelana blanco y cacarizo ocupaba el lugar principal, la tina de zinc que habían usado desde la casa del solar de Coyoacán hasta el piso de Lauro Aguirre llegó también con la mudanza, la tina para sentar a los niños y bañarlos a jicarazos una vez a la semana, lavarse el pelo y lavarse el cuerpo cuando fuera necesario, el lavabo tenía una sola llave de agua, agua fría que estremecía el cuerpo cuando temprano por la mañana había que lavarse la cara y enjuagarse la boca para ir a la escuela o para salir a trabajar.

La familia no llegó sola a la casa de Lago Valencia, Antonia la mayor llegó a vivir de prestado en los cuartos del patio trasero, un par de cuartos que hacían de dormitorio y comedor para ella y sus hijos ahora una, ahora dos, ahora tres. Los cuartos se iban llenando con los hijos de Antonia y su marido, ese Florentino guapo y apuesto que había ido perdiendo el porte por kilos y la simpatía por el gusto a la comida y a las faenas de poco esfuerzo.

Delfina se levantaba cada mañana y respiraba, daba pasos y comía, hablaba y cocinaba pero no se sentía viva, su hija María, su María de belleza heredada y de inocencia infantil seguía desaparecida, una ausencia que le fue carcomiendo las entrañas, noches en vela, noches en llanto, angustia de madre al saberla sola, al saberla lejos, al pensar que María se sentía olvidada. Hasta que llegó el día en que Delfina dejó de pararse de la cama, Delfina dejó de ir a la cocina, Delfina había, hacía mucho tiempo, dejado de cantar y de hablar fuerte, había dejado de ir al coro de la iglesia de la Conchita y había dejado de ir a la plaza a hacer sus compras, Delfina se iba acostumbrando cada día más a la oscuridad de su habitación y al silencio de las arrugas de las sábanas de la cama que la cobijaban y la cubrían en su abandono y en su desolación. Delfina cayó enferma, los médicos no sabían dar un diagnóstico preciso, pero es que Delfina se enfermó de angustia, se enfermó de la ausencia de su hija, de su María robada, usurpada del seno familiar. 

Los entuertos y la inflamación no tenían cura, le dolía esa barriga que tanto había parido hijos y que ahora paría dolor, el dolor de la hija perdida, sin destino, sin fecha de regreso, días, meses y años de silencios hasta que un día llamaron a la puerta, una antigua vecina de la casa de Lauro Aguirre venía con una carta que recibieron en el domicilio, la vecina reclamó la carta a los nuevos inquilinos y se la fué a llevar a Delfina, una carta con remitente en Tijuana, al norte de México, allá cerca de los Estados Unidos, una carta dirigida a Delfina Muñóz. La carta la leyó Carmela, la maestra, la leyó casi en silencio y le fue dando a la madre algunos indicios de información y palabras de lectura a cuenta-sílabas, a gotero de precisión. El remitente era una mujer que vivía vecina de María, vecina de ese hombre que se la había robado años atrás en la Ciudad de México, ese hombre que salió de viaje y que regresara un día con una niña-mujer, con esa mujer casi niña de hermosa cabellera negra azabache, rizada y densa que le caía por toda la espalda, una mujer-niña de rostro pálido y labios carnosos, de cejas oscuras y de ojos profundos, una mujer-niña que al paso del tiempo fue perdiendo la candidez y la frescura a fuerza de los maltratos y los abusos constantes que el hombre le propinaba sin reparo. María fue el objeto del exceso y del placer de un hombre que robó su belleza y su espíritu, un hombre que la golpeaba tras abusar de ella y la embriagaba para que no se quejara constantemente. María vivía prisionera en un cuarto de vecindad, pasaba las horas tirada en un colchón impregnado de olores y pestes, pasaba los días en manos de su depredador que le daba alcohol y la obligaba a fumar marihuana para evadir la realidad. Una jaula de inmundicia, de excesos, de abusos, de dolor, María fue perdiendo la conciencia, María fue desconectandose de la realidad para no sentir más, para no extrañar a su madre de día y de noche, para no pensar.

Una mujer de la vecindad se había dado cuenta que esa niña-mujer hermosa no pertenecía a ese lugar, a esos cuartuchos, al barrio de miseria, a ese hombre, a ese lugar, la mujer testigo del deterioro plausible de María se empezó a acercar poco a poco, cuando el hombre salía de los cuartos, le hablaba por las rendijas de la puerta y le preguntaba su nombre, le preguntaba por sus padres y de su origen. María en algún lugar del corazón supo guardar la información precisa que le ayudaría a regresar a casa. La mujer empezó a escribir a la capital, le mandaba cartas a Delfina la madre de María Sánchez al domicilio de la casa de Lauro Aguirre. Un domicilio de beneficiario errado, un domicilio vano.

Las cartas las fue juntando la vecina que conoció a la familia de Delfina y José el carpintero, y las empezó a entregar en persona en el nuevo domicilio, Las cartas las llevaba hasta la casa de Lago Valencia número doce donde Delfina ya no abría a la puerta, estaba tumbada en la oscuridad de su cama, tumbada en su silencio y en su desesperanza. Las cartas se las leía Carmela, cartas de dolor y de usurpación. José ahogado en soberbia prefería no escuchar cuando se leían las misivas, cartas con letra de súplica, letras con gemidos de dolor, las cartas que venían desde el norte estaban escritas con la voz de todas las mujeres víctimas de secuestro y de vejación, era el puño y letra de una buena samaritana dando gritos de ayuda para el rescate de María. Y esos gritos hicieron eco y Delfina y sus hijas en llanto suplicante le pidieron a José, le rogaron, le imploraron salir en busca de su María, la hermosa María, la niña-mujer.

José salió de la casa con sombrero en mano y con un boleto de tren, salió en busca de su hija, regresó muchos días después, en la casa las mujeres se quedaron al vilo en la espera muda, en los rezos, con las veladoras prendidas y los santos iluminados. Pasaron días, muchos días antes de que José abriera de par en par las puertas del patio de la casa de Lago Valencia, José llegó con su hija María del brazo, habían pasado años desde el día que desapareció, desde que se la llevaron, desde que un hombre la robó y se robó su juventud y su inocencia y se robó la candidez pero no su belleza. María seguía guapa a pesar de venir vistiendo huesos, a pesar de los moretones y la mirada perdida, María no perdió su rostro, no perdió sus labios carnosos, no perdió sus ojos oscuros, pero no volvería a mirar igual, a hablar igual, a cantar como su madre y a reír como sus hermanas. María regresó para meterse en la cama junto a su madre quien la abrazaba de día y de noche, quien la besaba en la frente, en el pelo, en los párpados y en las mejillas, Delfina había recuperado a su María, la heredera de su belleza perfecta, pero no recuperaría la conciencia. Delfina no dejaría esa cama, los años de angustia y de dolor penetraron en sus entrañas y enfermaron el cuerpo en tiempos en que no había curas para esos tumores malditos que se propagaban sin piedad. 

9. María olía a campo fresco

Dejar la casona de Coyoacán en aquel solar en uno de los callejones de la Calle Real no fue fácil para ninguna de las mujeres, Delfina se rehusaba a dejar sus árboles frutales y sus plantas, a dejar las gallinas y los patos, a dejar los gansos y las palomas, a dejar sus macetas y sus hierbas que ocupaban gran parte del patio y del jardín. Delfina quería seguir saliendo al patio y a las hijas les hacía bien el sol y lavar con la pila de agua a la mano y tender en las líneas de mecate que se habían colgado desde las rejas del ventanal hasta la rama más alta de la jacaranda. Las hijas de Delfina eran flores de ese solar, de esa tierra fértil de ese pedazo de pueblo que habitaban en la capital. Pero la ciudad estaba cambiando, los aires del progreso se respiraban en la ciudad de México y los tiempos de la revolución se habían quedado atrás, ahora se hablaba de otras guerras, de la gran guerra en Europa y del fin de la guerra civil en España. 

En esos álgidos años 40’s el caudillo Franco llevaba ya varios años sentado en la silla del poder y en México el pueblo aplaudía las políticas nacionalistas de Lázaro Cárdenas, Lázaro y la expropiación petrolera, Lázaro y la expropiación de los ferrocarriles, Lázaro y los niños republicanos Españoles, Lázaro estaba en boca de todos, Lázaro y la educación, Lázaro que resucitaba al México de los pobres. Los aires se sentían cambiantes y la familia de Delfina cambiaría también, dejando atrás la vida de pueblo de la casona de adobes y ventanales de madera de Coyoacán, ese pueblo dentro de la capital, donde ir al mercado o al río mixcoac eran parte del paseo y las rutinas. Las calles de piedra, las casonas de familias de abolengo salpicadas entre solares de casas sencillas como  la de Delfina y José el carpintero, la vida entraba y salía en esa casa, del mercado a la iglesia de San Juan Bautista, de la escuela primaria al río y de regreso al solar en el que se llevaba la vida.

Delfina cantaba, cantaba en ese solar, cantaba cuando se sentaba al fresco y cantaba cuando cocinaba, cantaba cuando cortaba un poco de epazote de las macetas y cantaba cuando veía a su pipiolera de hijas con vestidos sencillos y trenzas largas que se iban haciendo mujeres y su hijo David con velos en los ojos, con bastón y anteojos de doble fondo para ver de a poco las siluetas y de a mucho sentir tan solo los rayos del sol. Dejar Coyoacán fue un peso para Delfina, en esa casa había parido a todos sus hijos, los vivos y los muertos, en esa casa de cuartos construidos en hilera había dejado sus años de juventud ahora con sus muchos cuarenta años hacía bultos con las sábanas, las ropas, los mandiles, para dejar para siempre ese barrio que se le antojaba el rancho de San Francisco del Rincón al que jamás regresó. Delfina nada más daba pasos para delante, no sabía de regresos, no sabía de añoranzas ni guardaba recuerdos, no tenía lugar para guardar recuerdos con nueve hijos vivos y un hombre que estiraba el día para trabajar y ganar unos pesos más que siempre eran pocos para comprar comida, para comprar telas, para comprar zapatos para las hijas que se iban haciendo mujeres entre mirada y mirada, entre descuido y descuido.

Los muebles, los pocos muebles los transportaron en un camión de redilas que le prestaron a José en la carpintería donde trabajaba para llevar las pertenencias de la familia a la que sería su nuevo domicilio, la nueva vivienda que José había buscado con esmero allá cerca del Casco de Santo Tomás, en la cercanía de la Escuela Nacional de Maestros donde Carmela hacía sus estudios de profesora de educación primaria. El recorrido desde Coyoacán hasta el Casco de Santo Tomás no era corto y Delfina prefirió abandonar el solar de casa de pueblo en Coyoacán para acercarse a la escuela donde estudiaba su hija Carmela, una decisión práctica para la familia, las chiquillas de primaria podrían cambiar de escuela sin inconveniente, Guadalupe iba y venía diestramente en tranvías desde Coyoacán hasta la calle de las Capuchinas para trabajar sus largas horas de mostrador en los almacenes de El Palacio de Hierro. Ahora el recorrido sería más sencillo desde la calle de Lauro Aguirre hasta el centro de la ciudad.

Lauro Aguirre se antojaba un barrio elegante por su camellón ancho que invitaba a los paseos entrada la tarde, el camellón sembrado de amapolas rojo brillante con su estigma negro que las niñas se presionaban en la frente y se marcaban a juego una cruz. El camellón prometía reemplazar de manera precaria las bondades del solar de Coyoacán, ahora la familia de Delfina y José el carpintero con ocho hijos, siete mujeres de cabellos largos y rizados, siete mujeres de faldas de vuelos y fondos, siete mujeres corriendo por la casa y dando voces mientras David el varón, que andaba a tientos y a oído, ahora vivirían en un piso, el segundo de una casa modesta de piedra con vistas al camellón y con habitaciones dispuestas al fondo del inmueble donde las hijas compartían espacio, compartían camas de borra y compartían el aire. La mayor Antonia se había independizado de la familia, ahora con su Florentino o Valentino como fuera que le llamaran que buscaba trabajo sin cesar y cesando más y con sus primeros hijos.

La estancia en Lauro Aguirre no sería permanente para la familia de José el carpintero, esa vivienda en los segundos de la casona sin patio no era para Delfina que echaba de menos su solar, Delfina quería sus macetas y sus plantas, Delfina añoraba su jacaranda y sus gallinas, lavar en la pila y tender al sol. Subir a una azotea no mitigaba la ausencia del patio de tierra que había tenido durante años en Coyoacán, no mitigaba la nostalgia del rancho de su madre, Cástula Guerrero en San Francisco del Rincón. Delfina sentía que le faltaba el aire en ese segundo piso sin patio ni agua de pila, en ese segundo piso que la obligaba a salir al camellón a andar, Delfina sentía que le faltaba el aire al respirar cuando una tarde antes de cerrar las puertas María no volvió. Había salido al camellón como cada tarde, salía a caminar, salía a pasear, su María, el vivo retrato de Delfina, una cara de virgen de capilla, pálido y de labios rojos carnosos perfectamente delineados, su María de ojos negros brillantes enmarcados en pestañas largas y onduladas, su María, el vivo retrato de su madre, con el cabello negro azabache, negro y largo, largo y rizado, rizado y oloroso, María con el cabello como manto que le cubría la espalda y llegaba a la cintura, una cintura angosta que provocaba suspiros, una cintura que para arriba llevaba a los senos hermosos de esa mujer-niña, de esa niña mujer que había heredado la belleza de su madre, los senos firmes, la cintura pequeña las caderas anchas y las piernas torneadas, María vestía aún como una niña grande, con vestidos sencillos, abotonados hasta el cuello y calcetines cortos con sus zapatos de taconcito negros, no se pintaba los labios y llevaba un moño discreto en el pelo, pero cuando alzaba la ceja el mundo giraba aceleradamente en la dirección opuesta, una mujer rompiendo el cascaron a fuerza de belleza, a fuerza de un porte extraordinario, la guapura de su madre se concentro en María y olía a campo fresco, olía a juventud, a inocencia, a renacer y a deseo.

María alzaba la ceja cuando los hombres le silbaban al pasar, María se cubría la boca cuando soltaba risillas nerviosas al saberse vista por los jóvenes, por los hombres que torcían el cuello al andar. María sonreía ampliamente cuando los piropos llegaban hasta sus oídos y apretaba las manos a las faldas cuando un caballero se acercaba de más para mirarla de cerca y comprobar esa belleza dramática que se desbordaba de la cara pálida enmarcada en el cabello negro de María, la cuarta hija viva de Delfina, hija de su madre, heredera absoluta de su belleza y de su porte. María la quinceañera que salía al camellón de Lauro Aguirre a cortar amapolas rojas y a comprar merengues. María que un buen día simplemente no regresaría a la casa a la hora en que las puertas iban a cerrar.

8. Carmela y la mirada puesta en el horizonte

El último día de la escuela secundaria regresó a casa para entregarle a su madre el diploma y el sobre con el certificado de sus estudios, había trabajado largas noches de desvelo para completar todas las materias y sacar las mejores calificaciones posibles, se había obsesionado con los promedios altos y con ser la alumna más brillante de la clase, una mujer entre tantos varones, la hija del carpintero entre tantos hombres jóvenes que se podían dar el lujo de sentarse en una banca escolar postprimaria en lugar de salir a trabajar para llevar dinero a su casa y alimentar a la familia. Carmela había trazado su meta, ella estudiaba mientras Antonia empezaba a echar barriga. Carmela estudiaba mientras su propia madre seguía criando hijas y los mareos y los dolores de estómago empezaban a colarse por entre las grietas de los años de su madre y de ese cuerpo tan usado y vuelto a usar. Carmela, después de lavar platos y de tender ropa en el solar se sentaba con la lámpara de aceite a estudiar y se quemaba las pestañas hasta muy entrada la noche leyendo y escribiendo en esos cuadernos de doble línea y sus lápices de grafito. Carmela estudiaba mientras Antonia pasaba las noches en vela con su primer embarazo y Guadalupe salía al alba a tomar el tranvía para irse a trabajar al centro de la ciudad. Carmela se metía en los libros, terminaría la secundaria y la terminaría con las mejores notas que podía sacar. 

Cuando llegó a la casa de Coyoacán, con sus techos altos y ventanas de madera abiertas de par en par, Carmela vió a su padre, José el carpintero que había llegado temprano del taller de carpintería. Ella pasó de largo y fue hasta la cocina en busca de Delfina, su madre que con las manos espantaba el humo de la leña que se acumulaba en el muy pequeño espacio donde las ollas hervían de caldos y de frijoles y se tiznaban de hollín. Carmela venía con el sobre en la mano, las calificaciones y el diploma de la secundaria los ondeaba al aire en un acto de júbilo y triunfo aunque lo que su madre vió fue a Carmela ahuyentando el humo de la leña y dando voces en el aire caliente de las estufas de la cocina de la casa de Coyoacán. 

Carmela había terminado la secundaria y había hecho los preparativos necesarios para ingresar a la escuela Normal. En contra de la voluntad de su padre, en contra de la tradición familiar de llenarse de hijos, de barrigas, de años de leches y de pañales sucios, Carmela había observado en silencio los pasos dados por su madre, los pasos en los que Antonia se iniciaba, enamorada de su Valentino o Florentino como quiera que se llamara, el hombre más guapo que jamás hubiera visto pero que después del primer hijo la guapura se le fuera escurriendo por el hartazgo, se le fue escurriendo por la antipatía y se le fue escurriendo por la desidia y el conformismo. Guapo sin oficio ni beneficio, diría Delfina del marido de su hija mayor. Antonia conservó el recuerdo del hombre más guapo que jamás había visto para seguir casada con su sombra, con esa silueta gorda y desfachatada, casada con el recuerdo del amor y en convivencia diaria con ese hombre de paga de raya de sábado y de trabajos donde saltaba de tres por dos.

Carmela lo sabía como se sabía inteligente, Carmela lo sentía entre el pecho y la garganta, Carmela lo pensaba a diario sin pensarlo conscientemente, pero ella no se casaría con el primero que le dijera mi alma, ella no sería la mujer de un carpintero como su padre o de un empleado de taller como el marido de Antonia. Carmela no se pintaría los labios para salir a trabajar de dependienta como lo hacía Guadalupe y más tarde de secretaria del Seguro Social, con tacones y las pantorrillas delineadas con tiza negra para hacer la ilusión de las medias de nylon a pesar de la postguerra. Carmela peinaba también una enorme cabellera negra, tenía los labios gruesos y carnosos, la mirada inteligente y ese cuerpo de figurín que había copiado por completo de su madre. Carmela era guapa como todas las hijas de Delfina, era guapa e inteligente, como todas las hijas de José el carpintero y se había trazado un plan. Al terminar la secundaria empezaría a estudiar en la escuela Normal. Carmela sería maestra, profesora de escuela primaria, Carmela decía un rotundo no al matrimonio de adolescente, Carmela decía un tajante no a los embarazos de quinceañeras, Carmela gritaba un no de garganta abierta al trabajo de sol a sol sin preparación, Carmela se cruzaba de brazos y decía que no al tener que mostrarse guapa para asegurar un puesto de taquimecanografa, Carmela rompía filas, cortaba de tajo, volteaba la vida de adentro para afuera y ponía una pila de libros sobre la mesa del comedor. Su profesora de tercero de secundaria le había hablado de la nueva escuela normal y se había asegurado de que Carmela hiciera los exámenes y la inscripción. Carmela sería maestra, la primera de la familia en estudiar una profesión, la primera de cuatro hermanas que andarían los mismos pasos, a pesar de la resistencia del padre, José el carpintero, a pesar de los ruegos de la madre que ya contaba con dos manos más que trabajarían para llevar dinero a esa casa donde ya había once bocas suyas más la primogénita de Antonia la mayor, el marido que trabajaba poco y ganaba menos y la primera hija de cuatro que pasarían hambres y fríos pero que encontrarían siempre refugio bajo el techo de los abuelos. Carmela no empezaría a trabajar terminando la secundaria, se sentaría en un banco de escuela tres años más a pesar de las carencias, de los vestidos de segunda mano y de los zapatos de suelas ajadas, Carmela tenía la mirada puesta en el horizonte y sabía que los libros serían su salvaguarda y su tabla de salvación.

7. Guadalupe tenía los ojos grandes y vivaces

Se puso un broche en el pelo con un racimo de flores, rosas rojas para ser preciso, rosas rojas de papel hechas a mano que compró en un puesto callejero cuando había ido al Zócalo de la ciudad a hacer algunos mandados, se había comprado las flores que enzartó en el broche de pelo para adornar su cabellera de rizos negros, Guadalupe tenía el pelo negro igual que su madre, negro azabache, negro oscuridad, negro cielo nocturno sin estrellas y rizado, pesado, grueso, caía en sus hombros y le enmarcaba el rostro como a una madona renacentista italiana, se pintaba los labios de rojo, rojo carmín dirían las novelas de corazón, pero este era un rojo sangre, rojo plaza de toros en domingo de faena, rojo gitano que surge del canto hondo, rojo violento en los labios de una niña que se disfrazaba a ser mujer.

Guadalupe presenció los gritos de los partos de su madre, los vómitos de náusea y sus gritos de dolor cuando daba a luz a sus hermanas, Guadalupe miraba con el rabo del ojo y observaba cuando a ella no la miraban y lo que veía era una vida de carencias, cazuelas de comida que no alcanzaba, los colchones apilados en los cuartos y vestidos descoloridos en cuerpos de niñas que pronto se convertirían en mujeres.

Guadalupe observaba las escenas de casa con discernimiento: una madre que no paraba de cargar barrigas y de parirle hermanas, un padre que iba ganando kilos y perdiendo sueños cuando la única exigencia de la vida era llevar comida a la mesa, comida a esa casa de la familia que era un pulpo de ocho brazos y que no paraba de crecer, comida-sobre-la-mesa era la única prioridad, el cobijo era un lujo y la ropa y los zapatos una excentricidad que llegaba muy de vez en vez. 

Con los brazos sobre la cabeza y los pasadores enfilados entre los labios, Guadalupe se acicalaba el pelo, se arreglaba esos rizos negros para que el ramo de rosas rojas de papel se prendieran y permanecieran ahí a lo largo del día, el día que se pintó los labios de rojo vida y se plantó el vestido de escote profundo, cintura de talle y crinolina de vuelo. Se pintó una línea negra en la pantorrilla que corría desde el talón hasta la corva, para aparentar que usaba medias de nylon, cuando el nylon era artículo de lujo para la mayoría de la población y aún más para ella. Gracias a una vecina se hizo de un par de zapatos de tacón que pulió hasta dejarlos brillantes como sus intenciones de salir a la calle a buscar trabajo, porque ella se había jurado a sí misma que no se casaría con el primer hombre que le silbara o que le echara un piropo, Guadalupe se había jurado a sí misma que no se metería a una cama a llenarse de hijos con el primero que le llevara serenata tras la ventana y que no daría su brazo a torcer para ser económicamente dependiente de un hombre que en cuestión de pocos años se dedicara a perder las ilusiones y a acumular peso para conformarse con cuartos de adobe en un solar o con los platos de frijoles y caldo de olla con retazo con hueso para pasar el hambre. 

Guadalupe se puso guapa, porque se sabía guapa, se colocó las rosas rojas de papel en la cabellera de rizos negros y se pintó los labios de rojo impetu para salir a las calles de la ciudad y colarse en los edificios del centro a buscar un trabajo. No sabía de ventas, pero tenía los ojos grandes y vivaces, no sabía de productos del hogar ni de moda pero sabía hablar fuerte y preciso, no sabía de facturas ni de empaques pero tenía muy claro que a los 15 años no necesitaba de un hombre para ser independiente y que lo que necesitaba de cierto era dinero para alimentar a las hermanas, a la madre que con cuarenta años estaba dejando entrar a la vejez prematura por la puerta ancha y al padre que al paso del tiempo se le fugaban las ilusiones y se le acumulaban las frustraciones. 

Guadalupe dejó esa mañana a su niñez colgada de una percha y se vistió de mujer dando pasos firmes en sus tacones que cimbraban independencia, se subió a un tranvía y se introdujo al pomposo edificio departamental de El Palacio de Hierro “la casa de todos” como rezaba el lema colgado de la entrada de la calle de las Capuchinas en pleno centro de la ciudad, “la casa de todos” repetía Guadalupe para sí misma, decidida a hacerla su propia casa, Guadalupe conseguiría su primer trabajo a los quince años cumplidos, justo a tiempo para las ventas de navidad y fin de año cuando más manos se necesitaban y cuando las manos de Guadalupe y sus quince años llenos de gracia estaban ávidas de trabajo y de ganar dinero. Esa navidad las cosas serían diferentes, esa navidad Guadalupe llegó con regalos a la cena, sorprendiendo a la familia después de la misa de gallo, Guadalupe había cobrado su primer sueldo como dependienta de El Palacio de Hierro.

6. Delfina en esos patio de la casa de Coyoacán

Patos y gansos, patos, gansos y gallinas, patos, gansos, gallinas y perros llenaban el solar de la casa de Coyoacán; patos, gansos, gallinas, perros y niñas corriendo por el solar de la casa de Coyoacán. Con poco más de cuarenta años Delfina era ya una mujer mayor y había llenado el solar de la casa de Coyoacán de hijas y de gallinas, de patos y de gansos, aventaba los granos para alimentarlos mientras en la estufa de leña preparaba la comida para las hijas, de la mayor a la menor y ninguna fea, no hubo excepción a todas las parió guapas e inteligentes, una ristra de hijas por demás agraciadas desde la mayor Antonia hasta la menor, Teresa, la benjamina, la decimotercera. Dos décadas, más de veinte años de barrigas, de partos, de romper aguas y de dar leche de pecho, Delfina era una mujer vivida a sus cuarenta y dos años, una madre de nunca acabar, una mujer que paría y comía, que cuidaba y velaba, que limpiaba y cantaba, eso también sabía hacer, Delfina cantaba y cantaba en misa como una soprano de capilla sixtina, cantaba en la cocina y cantaba en los patios y gritaba, también gritaba y daba de voces para llamar a las hijas, y al varón. Carmela -María- Consuelo – David… y seguía gritando, y les llamaba por sus nombre y mezclaba los nombres y los veía a los ojos y se preguntaba de qué manera había llenado la casa de tantas hijas y de su David, como el Rey. Josefina – Rafaela – Guadalupe – Teresa.

Para cuando Teresa nació Antonia la mayor era ya harina de otro costal, vivía en un cuarto prestado en el solar de Coyoacán con su marido y sus hijos, Antonia también aprendió a parir, primero de mano de su madre, al unísono, para después echarse al mundo a parir por propio pie los hijos de su Florentino que se llamaba Valentino o Valentino que le decían Florentino y que era el hombre más guapo que jamás había visto y que le dio cuatro hijos y una vida saciada de carencias.

Había frutales y había flores, había tierra para sembrar, había una nopalera y había una bugambilia, había macetas y había sombras, el solar de Delfina en Coyoacán era fértil igual que ella y bastaba con arrojar las semillas para que algo se diera, y bastaba con tender la mano para cosechar, flor de calabaza y chayotes, las ciruelas y los camotes, todo se daba bien, tierra fértil como Delfina, el solar de Coyoacán era su huerto, su gallinero, el patio de juego de sus hijas y del varón David, el solar de Coyoacán daba sustento, ponía comida sobre la mesa, nomás con una gallina ya salía el caldo, nomás con ir al gallinero ya había huevos para el día, porque Delfina era fértil y proveía, un caldo, un cocido, una capirotada o un dulce de membrillo. Delfina multiplicaba los panes, daba la vuelta a los centavos para que rindieran en el mercado, en la plaza, para llenar las canastas, para llenar las barrigas. Delfina sabía llevar esa casa y miraba a sus hijas y veía mujeres de buena casta. 

En esos patio de la casa de Coyoacán crecieron sus hijas, Antonia, Guadalupe, Carmela, María- niñas de labores y de tareas, niñas de quehaceres y de trabajos, niñas de costuras, de ollas, de gallinas y de escobas y trapos, niñas de lavar y de doblar, niñas de cortar y de picar, niñas de limpiar y de coser y zurcir. Niñas que aprendieron a leer y a escribir con lápices de grafito y cuadernos que se prestaban las unas a las otras, Delfina se había empeñado en que sus hijas irían a la escuela, en que sus hijas aprenderían a escribir sus nombres y a leer sus propias cartas, Delfina no sabía de grados académicos pero sabía de trece barrigas y de lo que no deseaba para su ristra de hijas.

5. Antonia estaba aprendiendo a parir

Las dos mujeres estaban destinadas a parir en sincronía, las contracciones empezaron a la media noche y pasada la madrugada los gritos de dolor llenaban las habitaciones de la casa y se salían hasta el patio colándose por entre las hiedras y sacudiendo las hojas de las plantas que llenaban las no pocas macetas esparcidas por todo el patio. Las mujeres gritaban y sudaban, las gotas de sudor corriendo por sus caras a pesar de que era octubre, a pesar de que el fresco ya había empezado a cubrir las noches de luna y a pesar que las mañanas amanecían con el rocío cubriendo la ciudad y el olor a tierra mojada. 

La una gritaba y la otra también, Antonia estaba aprendiendo a parir, a ser madre, sería el primero de cuatro partos, puja-respira-puja-respira le decía la partera que no era partera, apenas la vecina de la casa de junto que se había hecho partera por experiencia propia, pariendo sus propios hijos y cortando el cordón umbilical con el cuchillo de la cocina, con las tijeras del pollo o con los dientes cuando no había nadie a mano para acercar las tijeras, porque cuando se está por parir no hay tiempo para remilgos y la vecina de la casa de Coyoacán sabía lo que era parir, “Parir es como cagar, hay que hacerlo y ya” eso decía la muy santa que tuvo hijos de variopintos-padres, la muy sabia que nunca se casó con ninguno de ellos y la muy prolífica que a todos los parió de propia mano y de paso hacía caridad ayudando a parir a “sus mujeres” como ella misma las llamaba y entre “Sus mujeres” contaba a las vecinas de la casa de junto, ellas que tenían su propia casa o lo que pareciera una casa en el solar pegadito a su vecindad. Cuando Delfina llego de San Francisco del Rincón a la capital casada, arrejuntada, concubina y al amparo de José Sánchez el carpintero llegó con sus dos bultos de ropa, envueltas en las sábanas que harían de ajuar de bodas, los pocos vestidos que usaba del diario, el mandil, los zapatos que traía puestos y un abrigo ligero, llegaron a la capital en tren y de ahí se fueron a la que sería su casa en la zona de Coyoacán. Casa de adobe, cuartos de ventanas de madera altas y pisos de loza, iluminada por lámparas de petróleo y con una pila de agua en el patio para lavar, para cocinar, para regar, para asear, para vivir.

Antonia estaba aprendiendo a parir y se le escuchaba en los gritos desgarrados que le salían desde el cuello de la matriz hasta la garganta, en esos gritos ahogados y de principiante, mientras su madre, Delfina en el camastro de junto paría casi en silencio, casi graciosamente la que sería su decimotercera entrega. Trece hijos paridos, hombres y mujeres, sanos, vivos y muertos más los fetos que no llegaron a ser un parto completo. Delfina cerraba los ojos mientras paría y tomaba la mano de su propia hija, Antonia que se desaguaba por primera vez.


Era un día de octubre y Antonia paría su primera hija tras haber estirado las horas de la madrugada, le entregaría a su Florentino, el hombre más guapo que jamás había visto, le entregaría en brazos a su primera hija. Delfina había acortado las horas de la madrugada a minutos para parir calladamente a su décima tercer criatura con la esperanza de un varón que le salió hembra para el desconsuelo de su José, el carpintero que anhelaba varones no por el ansia de perpetuar la descendencia, el apellido o la herencia, porque todos sus hijos serían un Sánchez más, hijos de José el Carpintero que ni herencia ni abolengo, tan solo quería los brazos de hombres fuertes que trabajaran a su ritmo para llevar el sustento a la casa, una casa donde se le fueron acumulando las hijas paridas por Delfina, más los muertos, más los no formados, siete mujeres había ya en la casa moviendo ollas en la cocina, limpiando los cuartos, barriendo las hojas secas en el patio, siete mujeres y un varón y ahora una hembrita más se colaba a la familia, la benjamina, la décimo tercera que nacía en el silencio de su madre y en el eco profundo de los gritos desgarrados de su hermana mayor.

4. David, digno heredero del perfil de su padre

Al tercer mes de embarazo Delfina sabía que las cosas no serían iguales, esa barriga le hablaba de diferente manera, esa barriga le cantaba cuando dormía y la arrullaba cuando no podía dormir. Delfina lo sentía, lo empezó a sentir en sus entrañas desde a las pocas semanas, su barriga era sabia, tras once embarazos su barriga lo sabía mejor que nadie que esta barriga no era de hembra, que no había una niña en ese saco de líquido amniótico, que no habría una niña en el parto, que no habría un crío muerto y que no moriría al nacer, su barriga estaba en perfecta conexión con el corazón y el cerebro de madre y conocía su cuerpo mejor que la partera, mejor que el médico, mejor que su marido que era dueño absoluto de él, mejor que todos los hijos gestados y paridos, Delfina sabía que éste nacería varón, el décimo segundo de la ristra nacería vivo, nacería hombre y nacería para vivir, pero no para mirar.

Delfina parió un hermoso varón para el gozo de José el carpintero, un varón que sería apoyo y refuerzo en el áspero camino de llevar la comida a la mesa, de pagar las cuentas y de asegurar el techo. Delfina parió a un niño entero, completo, sano y casi ciego. Los ojos del recién nacido se abrieron al mundo cubiertos de velos de ceguera que lo irían dejando aislado, rezagado y olvidado de su destino de primer-varón-vivo de los hijos de Delfina y José el carpintero.

Delfina le llamó David, David con los ojos turbios que corría a tientas y cantaba a voz profunda desde niño, David que se guiaba con el calor del sol y con el frío de la noche, David que nació guapo, digno heredero del perfil del padre, David que nació carismático y parlanchín maniobrando las carencias y las virtudes para hacer una vida rodeado de hermanas, de sobrinos y del amor de su madre. David el hijo que naciera para ciego, el único hijo varón de José el carpintero con su ristra de hijas mujeres, hijas guapas, hijas hermosas, hijas de arrebatar suspiros y cortar la respiración, José observaba a su hijo David, el único varón vivo, el único varón en un mar de hijas hembras el más deseado y el más querido, pero casi ciego. David veía entre las sombras y andaba de la mano de la oscuridad, telas de arañas invisibles cubrían sus pasos, telas de arañas imperceptibles cubrían los espacios por donde se movía y chocaba con los muebles, derramaba el agua, escurría el café del pocillo, se tropezaba en las calles y se golpeaba con los marcos de las puertas. David aprendió a ver la luz del día a través de su calor y a cuidarse de la noche cuando caía el frío. David nació viendo la luz del ciego y sus ojos empeoraron dolorosamente y sin misericordia, ojos callados en una casa de voces eternas, voces de mujeres, de hermanas, de su madre Delfina, voces que cantaban al limpiar, al lavar, al tender y al irse a dormir, esas voces eran el compás de David, la brújula de su existencia, las coordenadas de vida que le daban la pauta para andar, para entrar, para salir, para bailar e incluso sonreír porque David nació felíz aunque la vida fuese oscura, aunque lo cubriera de velos. 

Gafas gruesas de vidrios reforzados y un bastón eran sus herramientas de vida, David no llevaría libros bajo el brazo, no brillaría en la escuela pública como la mayoría de sus hermanas, no llegaría a terminar la secundaria simplemente porque no veía, no había espacio para la ceguera en una casa de pobreza, comer, vestir y sobrevivir eran las consignas de la vida en la casa de José Sánchez Sáenz el carpintero y de su mujer Delfina Muñóz Guerrero, no había espacio para las delicadezas de una educación privilegiada ni para puntos de ciego.

3. Benjamín ni el último, ni el más pequeño

Las cubetas se llenaban en la pila del patio con agua fría y las acarreaban al que era el rudimentario cuarto de baño, un cuarto oscuro y húmedo en el extremo de la casa junto a la cocina,cocina con horno de leña y parrillas de carbón que llenaban de tizne las paredes y el techo, donde la ventilación era tan pobre que se hacían humaredas constantes cuando se cocinaba en esas ollas grandes de barro y de peltre que José el carpintero había comprado en el mercado de Coyoacán para cocinar los cocidos, los moles de olla y los frijoles que alimentaban a la familia que seguía creciendo.

El baño olía a humedad y guardaba moho en las paredes, habían implementado un inodoro y había una tina grande de aluminio para darse baños pero en la casa de José el carpintero y Delfina pasarían muchos años antes de que el calentador de leña se instalara en la cocina para poder calentar el agua para darse baños. En la casa de Coyoacán se bañaba a las hijas a jicarazos, mezclando agua fría de la pila del patio con el agua caliente que se calentaba en la estufa de leña en la cocina pintada de hollín y de tizne añejo. 

Era la madrugada y Delfina corría del patio al cuarto de baño con las cubetas del agua fría, de rodillas con los pantalones mojados y la camisa arremangada hasta los codos José abrazaba a su hijo Benjamín, metiéndolo y sacándolo de la tina con agua fría, había que bajarle la fiebre a como fuera lugar, más de tres días con fiebres altas, con alucinaciones y dolor de cuerpo, la criatura de apenas cuatro años temblaba en los brazos de su padre, cerraba los ojos preso de la debilidad. 

Benjamín había llegado como una bendición a la familia de José y Delfina, quien con poco más de 20 años ya había parido al menos cinco hijos, tres hembras vivas y uno que nació difunto, un parto de dolor y muerte de hijo varón que dejó a José tumbado en el piso al pie de la cama con el cuerpo de la criatura en brazos, de su primer varón. Un aborto y dos partos de hijos vivos eran apenas el inicio del largo recorrido que Delfina viviría como mujer, Delfina -y-su-matríz, Delfina-y-su-vagina, Delfina-y-sus-barrigas, Delfina-y-su-sexo, Delfina-y-sus-abortos, Delfina-y-sus-senos-cargados-de-leche, Delfina-y-sus-partos. La identidad de Delfina estaba centrada en su abdomen, en el cuerpo que le pertenecía por completo a José y a sus embriones, a sus fetos, a sus bebés, a sus hijos, a los vivos y a los muertos. Delfína había parido a un segundo niño, hijo-varón para el deleite de José el carpintero, un niño hermoso de pelo negro como su madre y ojos grandes a quien llamaron Benjamín, como su abuelo paterno a pesar de ir en contra de la definición, pues no sería ni el último, ni el más pequeño de los hijos de José, sería tan solo, tan solo la excepción, el niño deseado que naciera para romper el corazón de su padre.

A los cuatro años Benjamín enfermó, Antonia y Guadalupe, las hermanas mayores le cuidaban amorosamente mientras la madre amamantaba a Carmela y acariciaba la barriga que traía consigo a la que llevaría el nombre de María. Benjamín era el niño de su padre, el predilecto, el elegido. Cuando enfermó había pocos recursos para llevarlo a un hospital, tan sólo llamaron al Tío Aurelio, el cura de la parroquia de Tlaxcala para que viniera a ayudar, Benjamín fue empeorando rápidamente, las fiebres se fueron comiendo el cuerpo y el cerebro. Meningitis les dijo el médico que llevó el cura Aurelio a la casa la noche en que recomendó bajar las fiebres con baños de agua helada. El cuerpo lánguido de la criatura entraba y salía en la tina de agua fría, el cuerpo sin fuerzas de Benjamín era sumergido intermitentemente en la tina de metal, y chorreaba de agua y chorreaban los brazos de su padre al abrazar a su hijo, al meterlo y sacarlo del agua fría y chorreaban mares de angustia y desesperación  y la niña Antonia ayudaba a cambiar el agua y la madre Delfina lloraba al ver el cuerpo lacio de su criatura y el rostro roto de su marido que se escurría tumbado en el piso de dolor. 

Benjamín moriría esa misma noche, “meningitis” dijo el médico que trajo consigo el hermano de José, el cura Aurelio, para recibir el diagnóstico y la sentencia. La criatura no sobreviviría la noche y a pesar de los tortuosos remedios, de los ruegos de la madre, los rezos del cura, de los santos óleos ungidos en el cuerpecito desnudo y del llanto ahogado del padre, Benjamín, el primer varón de José el carpintero y Delfina no llegaría a ver la luz del día de la mañana siguiente.

2. Delfina se fue con lo puesto

A Delfina la entregaron a José, el que sería su hombre, la entregaron porque ya estaba en edad de merecer, pasando los trece años ya podía con todos los quehaceres de una casa, sabía lavar en el río, cortar y coser, preparar comida y hacer el mercado cargando sus propias canastas. Delfina ya tenía la edad necesaria para dar paso a un hombre, a su vida, a su cuerpo, a sus bragas. Pasados los trece años sería una boca menos que mantener y siendo que su padre se había largado hacía mucho sería lo mejor para Cástula Guerrero, su madre, darla en matrimonio a un hombre para que la mantuviera, para que se encargara de ella, para que la llenara de hijos propios. Pasados los trece años había llegado ya a la edad de merecer, con su pelo negro, tan negro como teñido de ambar, azabache puro, negro como sus ojos, como las penas que le depararía el futuro.

Delfina fue entregada a José, nunca hubo un matrimonio, nunca una celebración, José había regresado al pueblo a Guanajuato y se ofreció “llevarse” a Delfina, Cástula su madre simplemente aceptó con la ligereza de quien entrega un ramo de girasoles recién cortados de tajo, con el desenfado de quien se deshace de una  loza que se ha cargado a lomo durante muchos años, con la ignorancia de una mujer sola con una hija que ya tenía piernas de mujer, caderas de mujer, senos de mujer, cara de niña y pelo ambar, negro-azabache brillante y que sería buena presa de caza de ese hombre quince años mayor que ofrecía hacerse cargo de ella.

Delfina salió del rancho, que rancho era mucho decir, una casa de adobe con patio donde comían y cagaban las gallinas, donde crecían los huizaches que daban sombra por la tarde y donde tendía al sol la ropa lavada en el río. Delfina cocinaba, degollaba a las gallinas, las desplumaba, limpiaba los frijoles y desgranaba el maíz, Delfina sabía de caldos y de echar tortillas, Delfina sabía de hacer vestidos sencillos con telas de flores, sabía de guardar los recortes de telas para hacer trapos, para hacer compresas para los días de sangre, sabía de trenzarse el pelo y de prender velas a sus santos. Y un buen día su madre, Cástula Guerrero le dijo que ya estaba lista y que era momento de seguir a su hombre, el hijo de la viuda Teresa, José, el hermano del cura Aurelio, José al que se le había dado por perdido cuando se escapó del monasterio para subirse a un tren que lo llevaría al norte, al norte  del pueblo, al norte de Guanajuato, al norte del paí,s al norte hacia los Estados Unidos donde se haría hombre.

Delfina lo miraba, José el hijo de la viuda Teresa Saenz, José el hermano del cura que ya tenía parroquia en Tlaxcala, José el que viajó por trenes en los estados unidos trabajando de mozo en un circo, José que había aprendido a beber whisky y a masticar tabaco,José con los hombros anchos, el cabello castaño y el cuello rojo, ese sería su hombre, su marido, el padre de sus hijos, quien se metería a su cama cada noche para dejarla preñada ininterrumpidamente, el proveedor, la voz de mando, el semental, el hombre 15 años mayor que nunca la llevó al altar pero que la llevaría a enterrar para sobrevivirle por meses y años, muchos años más.

Cuando Delfina salió del pueblo fue para siempre,San Francisco del Rincón se quedó atrás, la casa de su madre y su madre misma, Cástula Guerrero parada en el umbral sin sonrisa, sin abrazos, sin palabras, mirando al horizonte casi sin mirar, cuando su hija Delfina de trece años entrados en catorce se alejaba en esas calles de tierra y polvo, cuando salió del pueblo se la llevaron a la capital, se la llevó su marido, sin velo, sin ceremonia, sin celebración y sin altar. Delfina miraba el piso y sentía el peso de la mano grande y pesada de José que la tomaba del hombro, que a partir de ese momento guiaba sus pasos y marcaba el rumbo, Delfina se fue con lo puesto, sus piernas torneadas, sus caderas, sus senos, su cintura, su cara de niña y su pelo azabache, se fue con las manos vacías y con los ojos fijos en las calles de tierra que no volvería a andar. Dejó el pueblo, para bien, para siempre, para mal y para nunca regresar.. 

Las Voces de mis Mujeres

Prólogo

Hace unos cuantos meses mi hija mayor, Runa de 18 años se sentó conmigo a la mesa de la cocina y me dijo unas palabras que me dejaron un poco muda, un poco ausente y un mucho inquieta, Runa me dijo “Bueno pues gracias por todo esto, por una vida de calidad en Suecia, por una educación diferente y por las oportunidades que ésta sociedad igualitaria nos brinda, pero lo cierto es que crecimos lejos de la familia, de tu familia y no sé quienes son las tías de las que tanto hablas ni quién fue mi abuela en su juventud”, a decir verdad yo les he venido contando las historias que mi madre me contaba pero después del dulce-reclamo me puse manos a la obra y ha escrito las historias y relatos que escuché de mi madre no una no dos veces, sino decenas de veces cada uno lo que me hace sentir una gran responsabilidad por escribirlos, compartirlos y pasarlos a la siguiente generación.

Aquí los relatos de la madre de mi madre, de sus hermanas y de la familia, aquí los relatos de éstas mujeres-roble que nos precedieron y que apisonaron el camino por el que ahora yo ando y por el que mis hijas en otro continente, en otra latitud empiezan a andar como mujeres de su propio tiempo. Es la misma sangre, son otros sueños, es la misma mirada y otros horizontes, somos las mujeres que ellas fueron, Cástula y Delfina, las tías todas y cada una tan queridas: Antonia, Guadalupe, Carmela, María, Josefina, Rafaela, Consuelo y mi madre Teresa.

Son los hombres de la estirpe el siempre recordado tío David y el abuelo José Sánchez Sáenz el carpintero. Somos nosotros mismos y somos todos ellos, su legado, sus historias, lo contado y lo callado, lo sufrido y lo más querido.

Estos relatos son herencia para mis hijas, para mis sobrinos, para mis primos y sus hijos y sus muchos nietos. Estos relatos son la voz de mi madre que me sigue susurrando al oído y que me platica historias cuando yo me siento a tomar el café de la mañana y miro la lluvia de otoño en las calles de mi adoptiva Suecia.

Estos relatos son para quien guste leer-me

1. Delfina, la niña-mujer

Polvo, aire caliente, polvo que se mete a los ojos, aire que se cuela por la nariz mezclado con el polvo que se levanta del suelo, suelos de polvo color arena triste, polvo de suelos color a abandono, tierras áridas y calientes, tierras calladas y con ese aire que se respira y la nariz se llena de polvo, los ojos se llenan del calor de la luz blanca que lo cubre todo, una luz blanquecina que baña las copas de los huizaches y que se mete por debajo de las puertas a las casa de adobe, paredes gruesas que refrescan al medio día y que envuelven en el calor de la madrugada. La casa de Delfina no era ni más ni menos que el resto de las casas del pueblo, una casa de pueblo-de-adobe cualquiera, en una calle cualquiera, de ese pueblo cualquiera que ni siquiera había crecido a rango de ciudad. Un caserío, en un México de indígenas, hacendados, tiendas de raya, y la mano pesada de la dictadura que importaba belleza de europa y enriquecía a unos cuantos mientras el resto vivía en un campo de sequías, de miserias, de abandono y desolación, una villa de campesinos con sus ranchos y sus casas de adobe. Casas con patios para las gallinas y patios para el huizache. Patios de suelos de tierra que refrescaban por las tardes bajo las sombras de los árboles.

Así era la casa de Delfina, esa Delfina de la que no sabemos más, ni mucho ni poco, Delfina hija de Castula Guerrero y de Domingo Muñóz, Delfina nació a finales del siglo XIX en una de esas casas de adobe en los caseríos de San Francisco Del Rincón, nació mujer y nació pobre. En un pueblo de aire de abandono y de huizaches que daban sombra por las tardes. 

Temprano por la mañana se iba a lavar al río, la ropa envuelta en un nudo de trapos que cargaba enganchada en la cadera, que para eso tienen caderas las mujeres para llevar las cargas pesadas, para cargar  a los hijos y para ensancharlas al parir. Las caderas de Delfina no eran la excepción, las caderas de Delfina tenían ya  las formas precisas igual que sus senos a los 13 años, un cuerpo de adolescente perfecto con piernas torneadas que hacían de columnas labradas con precisión para sostener esas caderas redondas y ese tronco que portaba un par de senos hermosos que la hacían pasar por mujer, así jovencita, una niña que se iba transformando día a día mientras iba al río a lavar y se ponía de rodillas para azotar en las piedras la ropa de la madre, la del hermano y la suya propia. Delfina lavaba, tallaba contra la piedra y apaleaba las sábanas pesadas para blanquear con el agua de río esas sábanas que empezaba a manchar con su sangre mientras dormía, esas sábanas que tenía que esconder a la mirada de las vecinas curiosas que cuchicheaban si Delfina ya tenía la regla, si Delfina ya se casaría y si Delfina ya tenía un buen hombre de pretendiente.

En esa villa, ese caserío, no había más ambición que la de seguir la ley de la vida, casarse, parir, lavar, cocinar, enfermarse y morir. Ese era el destino incuestionable, estaba trazado y no había una rendija, una zanja, una grieta que permitiera la entrada de cuestionamientos ni vientos que cambiaran el curso.Delfina la hija de Cástula había ya dejado de ser una niña, tenía un par de piernas torneadas, las caderas bien formadas, los senos grandes y redondos, la cintura angosta, el cabello negro, un rostro de mujer guapa que se perfilaba en esa cara de niña que se le iba descascarando mientras los rasgos de mujer iban robando espacio, con los ojos negros y profundos, la piel pálida y los labios carnosos y delicadamente dibujados. Delfina era la niña-mujer que más pronto que tarde borraría por completo los recuerdos de la infancia para darse paso a la vida, a los trece años el cuerpo la bañaba ya de sangre, a los catorce era ya una perfecta candidata para el matrimonio, la cama conyugal y las barrigas de embarazos. Preñada desde siempre hasta nunca acabar. Los días-meses-pocos-años de vida de Delfina estarían marcados para parir, para preñarse, para amamantar, para enterrar y para morir.

La cosecha a mi alrededor.

Pareciera que es temporada de cosecha a mi alrededor, que una mano omnipresente y experta se ha dado a la tarea de arrancar vidas de amigos queridos y familiares de personas a quien amo y considero. Por aquí una joven vida de una compañera de colegio que el cáncer la aniquiló de manera fulminante, por allá la madre de una amiga querida que pasara el último medio decenio cavilando en sus olvidos y moviéndose entre las tinieblas de las habitaciones misteriosas y vacías de la memoria. En medio del desierto el compañero de vida de una muy querida amiga quien dio batalla aguerrida contra el cáncer, a ése cáncer siniestro y carroñero que nos come las entrañas y nos deja sin aliento.

Los padres de una de las amigas más amada se fueron en un acto de amor sin precedentes, después de más de cincuenta años juntos él es internado y mientras resiste en vida en el hospital muere su esposa amada en casa, él nunca recibe la noticia porque se marcha tan solo un par de días después. Se fueron juntos y nunca se perdieron, no se sobrevivieron, no hubo duelo ni luto, no hubo final ni muerte entre ellos. Y cuando doy la vuelta recibo un mensaje de una colega querida quien hace apenas unos días me compartió la alegría de poder ir al sur para celebrar los 50 años de vida de su hermano menor, su único hermano que recibiera diagnóstico de cáncer hace apenas un año, un cáncer agresivo y despiadado que acabó con sus huesos y le cobró la vida tan solo un par de días después de su celebración. Mi prima amada ha llevado a enterrar a su hermano menor, un cáncer también, un cáncer ensañado con un hígado joven y mi prima a lo largo de su vida ha enterrado ya a sus padres y a su hermano, se queda ahora como cabeza de familia, de la suya, con tan solo el futuro en la mirada de sus hijas.

Pareciera que es temporada de cosecha, una cosecha abundante donde una mano omnipresente corta de raíz las hortalizas y los cereales de este campo de amigos y gente querida. Una trilla selectiva que va dejando casas vacías y corazones abiertos, amigas queridas enterrando a sus madres y algunas de ellas al padre y a la madre con tan solo unos cuantos meses de intervalo plantados estratégicamente para recobrar el aliento.

Miro a mi alrededor y encuentro duelo vestido de distintos vuelos y largos, un duelo devastador que ha dejado a mi amiga querida en un halo de desolación y depresión o un duelo de paz que permite a otra persona seguir andando con pasos ligeros y tranquilos. El duelo en su peor versión se cuela por debajo de la puerta en las madrugadas silenciosas y nos invade cuando no podemos gritar, cuando no podemos salir corriendo, cuando los pies están descalzos y las manos atadas a la oscuridad de la noche. Esas horas de madrugada asfixian sin clemencia alguna. Pero al llegar el alba las sombras se disipan, las sombras regresan a sus rincones y a sus grietas profundas para permitir la luz y los rayos de esperanza.

Pareciera que estamos en temporada de cosecha y una hoz afilada, precisa e implacable está segando los campos.

Yo no soy Michelle Obama

He pasado los últimos días adherida como cinta de pegamento de doble cara a las páginas de la «auto-biografía» de Michelle Obama. El libro lo recibí como uno de los muy significativos regalos de mis 50 años, fueron mis colegas que además de un hermoso arreglo floral escogieron dos libros, porque saben que las flores y los libros son mi debilidad, así que envuelto en papel de regalo recibí un libro de recetas que además tiene la humilde intención de cambiar al mundo y se llama precisamente así «Recetas que transforman al mundo» de Johan RockströmVictoria BignetMalin Landqvist, y lo recomiendo ampliamente; el segundo libro fue «Min Historia» o en el título original en inglés «Becoming», en español simplemente «Mi Historia» y es el libro de memorias de la ex-primera dama de los Estados Unidos, no hay que ser muy audaz para intuirlo. Mi primera reacción al recibir sendos libros fue de alegría y agradecimiento, el libro de recetas llegaba justo en el momento en que en la familia tomábamos una fuerte consciencia y responsabilidad por lo que consumíamos y los alimentos que preparamos y servimos a la mesa, pero el segundo libro, con esa Michelle glamurosa en la portada posando con un maquillaje de estrella de cine y un hombro desnudo lo miré, sonreí y lo dejé a un lado en una mesa de descanso donde otros libro se fueron acumulando y lo perdí de vista durante casi un año y medio y es que no soy muy entusiasta de los libros de memorias aunque a grandes rasgos me gustan y hubiera preferido la versión original en inglés en lugar de la traducción al sueco. Sin más hace un par de semanas quitando polvo de los libreros y de las mesas donde se apilan títulos no leídos me encontré con el grueso tomo de mas de 400 páginas, me senté en el balcón con una taza de café, el parasol abierto y el libro entre mis manos y fui dando pasos cautelosos por la vida de una niña negra en el South Side de Chicago en los años 60’s y 70’s.

El relato y las anécdotas así como esa voz interior que analiza, cuestiona y profundiza en los aspectos diarios de la vida de una niña que escribe desde la perspectiva de una mujer de 50 y pocos años después de haber ocupado una de las posiciones más prominentes del mundo occidental y de haber entrado a los salones más finos de la sociedad donde la mayoría de los convidados son siempre hombres-blancos, me fue envolviendo, la escritura de éstas memorias es una filigrana precisa de eventos, análisis profundo e intimo y una compleja linea de tiempo que pareciera sencilla pero que nos lleva en un barco desde la infancia hasta el momento actual con un vaivén de olas que se mueven entre las aguas de los recuerdos y la nostalgia de una infancia que cimentó la personalidad de una mujer negra-profesionista-esposa-y-madre.

Es fácil de percibir desde la segunda página que el libro no está escrito por Michelle misma, que ella no pasó largas horas sentada frente a su ordenador enlazando ideas y trazando capítulos, es fácil de sentir el peso de la pluma de un escritor-fantasma sumamente profesional y no solamente eso sino como lo desvela en su larguísima lista de agradecimientos todo un equipo editorial con expertos en investigación, creadores de «lineas-de-tiempo», analistas de comprobación de datos, editores, asesores políticos e históricos, las voces de su familia, amigos y colaboradores. En pocas palabras un ejército editorial de alta envergadura que hizo posible una obra de calidad para crear el nicho histórico que la misma Michelle Obama se ha decidido a ocupar a perpetuidad en los anales de la historia. Me parece válido, tiene los medios y tiene el relato correcto para hacerlo pero mejor aún tiene la exclusividad absoluta de haber sido la primera dama afro-americana de la historia de los Estados Unidos, tuvo el mérito de ser la esposa del primer presidente afro-americano de los Estados Unidos y de ser la madre de la primera familia afro-americana que habitara la Casa Blanca en los Estados Unidos. Merito hay, así como recursos.

«A pesar de ser mujeres profesionistas y trabajadoras que nos hicimos paso en universidades de prestigio, cada una en su país de origen, a base de financiamientos y becas, a pesar de que nos hemos colado en el mundo profesional dominado por los hombres-blancos, a pesar de nuestras dudas y nuestras fortalezas Yo-No-Soy-Michelle-Obama

La historia es valiosa y la plataforma literaria es profesional, pero durante los no más de diez días de lectura una frase me daba vueltas en la cabeza mientras leía, mientras recorría las calles de Chicago, mientras veía el mundo a través de los ojos de esa niña negra que se cuestionaba constantemente «soy-lo-suficientemente-buena», una frase me pajareaba en la cabeza mientras caminaba por «la residencia» siguiendo sus pasos y miraba los jardines de la casa blanca en Washington: Yo-No-Soy-Michelle-Obama.

¡Y no que lo soy!, a pesar de que ambas estemos en nuestros cincuentas, a pesar de ser madres de familia con dos hijas adolescentes, a pesar de ser mujeres profesionistas y trabajadoras que nos hicimos paso en universidades de prestigio, cada una en su país de origen, a base de financiamientos y becas, a pesar de que nos hemos colado en el mundo profesional dominado por los hombres-blancos, a pesar de nuestras dudas y nuestras fortalezas Yo-No-Soy-Michelle-Obama. Pero las memorias de Michelle me sumergieron en un mar turbulento de historias de otras mujeres, de mis-mujeres que a pesar de que ninguna de ellas, ninguna de nosotros llegaremos a ser la primera dama del país más poderoso del occidente o del mundo, nosotros hemos tenido que medirnos por el mismo criterio, para Michelle y para la gran mayoría de los afro-americanos suelen decir que deben de «ser el doble de competentes para lograr la mitad», «eureka» esta medida de desempeño no es exclusividad de las minorías en los Estados Unidos, es el criterio para todas las minorías y para bien o para mal es el criterio de medida de resultados de las mujeres en el mundo entero, donde tenemos que ser el doble de competentes, preparadas y eficientes para obtener la mitad de los logros que un hombre-blanco con estudios medios suele lograr.

Y lo veo a diario en los corredores del corporativo donde trabajo, pasillos llenos de hombres escandinavos, blancos-profesionistas-edad-media que llenan las salas de juntas y los organigramas de proyectos lo que me ha enseñado a afilar los codos para irme haciéndome un lugar, para sentarme en las mismas mesas de discusiones y que mis argumentos, mis ideas y mis proyectos deban de estar el doble de fundamentados y el doble de preparados para ser presentados y autorizados cuando una mujer-latina-edad-media toma la palabra y dice el cómo y el por qué. Y yo pienso en lo más profundo de mi Yo-No-Soy-Michelle-Obama.

Y no lo es tampoco la chica que a pesar de las dificultades económicas estudió la carrera de enfermería para empezar a trabajar en los hospitales públicos de la ciudad de México con horarios asfixiantes y sueldo denigrante para arremangarse la bata y sentarse en el banco de la universidad a estudiar la carrera de leyes, así malabareando la vida entre un trabajo de tiempo completo, dos hijos, una familia y la universidad logró un título universitario en derecho, colgó la bata de enfermera y se dedico a hacer una brillante carrera jurídica. Y Ella-No-Es-Michelle-Obama.

La muchacha ambiciosa con estudios en psicología y pedagogía que la sociedad la colocó contra la pared cuando le gritaban a la cara que su vida no tenía sentido por no tener un marido y una familia y se arrojó al precipicio social de ser madre soltera de uno y dos hijos para plantarle cara a esa sociedad critica y verdugo y demostrar que una mujer sola puede tomar las riendas de su vida y ser una profesionista de éxito y cabeza de familia por sus propios tanates y criar a dos hijos amorosos, sanos y sensibles. Y Ella-No-Es-Michelle-Obama.

Las jóvenes que estudiaron con dedicación carreras en ciencias, pasando largas noches de insomnio y desvelos para conseguir las notas más altas y recibir diplomas de mérito en química, biología o física para dar paso al matrimonio y tener que guardar el título, los planes profesionales y la capacidad de investigación científica en un cajón oscuro y húmedo para abrazar y apoyar la carrera de su flamante marido quien se abrirá paso en el mundo empresarial y de negocios mientras ellas se quedan en casa cuidando de los hijos y preparando la sopa de fideos para después a pesar de los esfuerzos y los silencios portar la etiqueta de «divorciada» y después de las noches de llanto y el abandono recuperar la dignidad y su espacio personal en el mundo académico, encontrando en la docencia y en las aulas de secundarias y preparatorias un nuevo campo de cultivo para su vocación. Cuánta investigación científica, cuántos avances tecnológicos, cuántos premios nobel han sido abortados y reemplazados por la maternidad y los roles de familia tradicional y simplemente Ellas-No-Son-Michelle-Obama.

Todas esas mujeres que estiran las horas del día para trabajar y estudiar, para ser madres y amas de casa, para ser profesionistas para ser esposas y empresarias, para hacer cambios en su entorno, en su sociedad, en el mundo y para llegar a la noche y poner la cabeza sobre la almohada satisfechas por los esfuerzos de día, por las horas que le robaron a los hijos para estar en una reunión de negocios o las horas que le sumaron a la familia a pesar de perder oportunidades laborales. El mundo está lleno de mujeres, la mitad de la población para ser precisos, que día a día tenemos que trabajar el doble o cuatro veces más para llegar a la mitad del camino, sin importar si somos negras, latinas o asiáticas, la historia se repite en todas las sociedades y en todas las esferas, incluso mis muy queridas amigas y colegas «blancas-escandinavas-herederas-de-sangre-vikinga-privilegiadas-clase-media» tienen que abrirse paso también y luchar por ganarse una posición en un mundo de hombres-blancos que tienen todas las cartas marcadas de antemano. Y Ninguna-Es-Michelle-Obama.

Y no lo somos, ni tú ni yo, ni mi colega en Shanghai que trabaja diez horas diarias y que ve a sus hijos únicamente el fin de semana porque los deja en el pueblo al cuidado de su madre, mientras ella hace todo el trabajo que su jefe presentará en las juntas y que su jefe se llevará el aumento de sueldo. Y tampoco lo es mi colega en India que es la araña en la red del corporativo en Delhi y que conoce el negocio por arriba y por abajo pero que vive en condiciones miserables porque el sueldo se lo lleva su jefe (en éste caso no un hombre-blanco pero sí un hombre-indio-educado-en-el-extranjero), la chica que quedó huérfana de madre en Curitiba apenas siendo una niña para ser educada por un padre humilde y campesino sin estudios formales y sin mayor preparación y ser ahora una profesionista con título universitario sueco y cuatro idiomas en el bolsillo y Y Ella-No-Es-Michelle-Obama. La madre de cinco hijos con PhD por la Universidad de Berkley que pasa el día entre las tareas escolares desde el preescolar hasta la educación secundaria apoyando incondicionalmente la vida profesional de su esposo y moviéndose al ritmo de la música que marca la pauta de su frenética vida Y Ella-No-Es-Michelle-Obama.

Solo hay una Michelle Obama pero 3.7 billones de historias de mujeres que día a día vivimos los retos de la discriminación de género, de raza, de edad, de credo y que gracias al apoyo de nuestros padres, la familia, la sociedad o una voluntad férrea individual hacemos una vida.

La educación está comprobado es la tabla de salvación y educar a una niña es educar a la sociedad, educar a las niñas es la turbina generadora de la energía para la transformación social. Yo-No-Soy-Michelle-Obama. No todas las mujeres podremos ingresar a una universidad de la Ivy-League pero sí cada una de nosotros hacemos la diferencia, aquí y ahora, ayer-hoy y mañana, en mi vida y en la de mis hijas, en tú vida y en la de tus hijos, en los sueños que se quedaron varados en el camino y en los muchos que aún tenemos por cumplir. No habitaremos la Casa Blanca, no bailaremos un vals en Buckingham Palace y no editaremos un libro de Memorias con el aparato editorial de artillería-pesada que lo haga un éxito mundial pero sí dejaremos huella moviendo la aguja de la igualdad aquí y ahora, un milímetro hoy, un milímetro mañana, justo donde estamos paradas. Y orgullosamente cierro los ojos y me repito en silencio Yo… No-Soy-Michelle-Obama.

Introducción

Cuando empecé a escribir los relatos de mi diagnóstico de cáncer no imaginaba nadie que tendría que estar en cuarentena debido a los efectos secundarios del tratamiento citostático, diarreas que empezaron un buen día y se prolongaron por noches, días, semanas y meses y que me tenían al filo de la entrada del baño y con una debilidad poco convencional impidiéndome hacer casi cualquier actividad sumando a eso los bajísimos niveles de glóbulos blancos que no sólo fomentaban la esperada fatiga extrema sino que aderezaron mi diagnostico principal con el de leucopenia de la cual me fuí recuperando con bastante lentitud. Cuando empecé a escribir las crónicas sobre mi diagnóstico y los tratamientos que éste requería nunca imaginamos que pasaría meses en casa en una cuarentena forzada debido a todos esos efectos secundarios extremos que la citostática me fue causando con un estómago que no me permitia poner pie fuera de casa y con niveles de glóbulos blancos que tenían a mi sistema inmunológico en jaque.

Cuando empecé a escribir sobre mi diagnóstico, el tratamiento y la enfermedad no imaginamos, nunca-nadie, que no estaría sola en cuarentena sino que el mundo enfrentaría la peor crisis de salud desde la pandemia de la gripe española de hace justo un siglo. A cien años de que un virus cobrara la vida de millones de hombres jóvenes y sanos ahora recibimos un virus que nos encierra a todos en casa, desde Wuhan hasta Bérgamo, desde Madrid hasta Manhattan. Somo millones de seres humanos en una cuarentena de más de cuarenta días, en una cuarentena de magnitud bíblica que evolucionará a una nueva forma de vida principalmente para los mayores de 70 años y para los de grupo de riesgo y aquí y ahora yo cumplo todos los requisitos para pertenecer al grupo de alto riesgo, por definición médica.

El escribir de mis días de tratamiento, de mis días de cuarentena me ha permitido respirar en los días de asfixia y obligar al cerebro a seguir sintiéndose vivo.

He escrito principalmente por el simple acto de escribir, como siempre lo he hecho, porque es una necesidad, he escrito durante estos meses porque es un salvavidas, un tabla de flotación, porque así como el cuerpo pide salir a tomar el aire fresco y los rayos del sol, mis dedos piden el teclado para describir las emociones, los sentimientos, los hoyos negros y las preguntas sin respuesta que van creciendo en mi cabeza, en mis palabras, en mi soledad. Escribo para mis hijas que espero alguna vez lean estas palabras en mi lengua nativa, escribo para Tomm que no precisa de leerme porque ha estado sentado a mi lado día y noche y me sabe interpretar entre líneas. Escribo para mis hermanos y sobrinos, para dejarles saber cómo me encuentro y cómo avanzo en este proceso. Escribo para mi familia cercana y extensa y principalmente escribo para los amigos amados que en algún momento poco-o-mucho piensan en mí.

Estas palabras son como el cáncer mismo, únicas e individuales, mi experiencia me pertenece tan solo a mí y cómo lo viva y lo experimente otro paciente será tan único como cada persona. Son muchos los factores que desatan un cáncer así como muchos los tratamientos y los efectos secundarios y como siempre, como todo en ésta vida el cáncer se vive de manera sumamente particular.  

Escribo ésta experiencia para quien es pasajero de a bordo de un viaje de cáncer y para quien ha tenido la fortuna de no estar en la cercanía de una enfermedad de ésta naturaleza. Los expertos dicen que una de tres personas será diagnosticada con algún tipo de cáncer en algún momento de su vida, lo que nos coloca a todos en una posición sumamente vulnerable porque tarde o temprano la enfermedad se colará en nuestras vidas por la puerta delantera o por la ventana de atrás.

Mi madre murió de cáncer en el 2014, un cáncer de hígado devastador tras años de padecer una callada Hepatitis C fruto de una transfusión de sangre no protegida en un hospital público de la ciudad de México en la década de los 80. Mi hermana libró el cáncer de mama diagnosticado precisamente en el 2014, un año oscuro con mi madre en su lecho de muerte y mi hermana con los efectos secundarios de sus primeras quimioterapias compartiendo gotas de morfina para el dolor. En el 2019 salió mi diagnóstico a la luz. Inesperado y temido, los primeros días tras el diagnóstico fueron los más confusos y dolorosos para mí como paciente y para mi familia. Un diagnóstico es una lotería inversa que desearíamos nunca tener que ganar.

Escribo estas crónicas desde mi cuarentena particular mientras el mundo entero está sentado en su propia clausura, mi confinamiento no es peor ni mejor, simplemente es el mío y compartirlo aligera la carga y me hace sentir un poco más viva, le da sentido a estos tiempos que he pasado atrincherada desde las puertas del infierno hasta en un palacio de cristal con experiencias sensoriales exponenciales y en una constante de paciencia y gratitud que me han permitido nadar-flotar y llegar a aguas tranquilas. Aún no me acerco a puerto seguro pero la tempestad se siente ajena y lejana, son tiempos de recuperación y de recomponerme para un buen día, no sé cuándo poder abrir la puerta y salir a la calle a una vida que será otra, a una sociedad que será diferente y a un planeta que espero sea distinto… más humano y compasivo.