La ofrenda de mis muertos
Me he puesto manos a la obra para montar la ofrenda de mis muertos, a pesar de no tener un mercado de flores de Jamaica, a pesar de no encontrar cempazuchitl de naranja brillante y olor intenso en las florerías locales, a pesar de no tener la posibilidad de salir a la tienda de la esquina para comprar veladoras con la imagen de la virgen y de los santos, a pesar de que no haya marchantes en puestos callejeros que me vendan papel picado y que incluso los inciensos a mi como que me huelen diferente. A pesar del otoño escandinavo, de los cero grados en el termómetro y de la oscuridad. A pesar de que la panadería no hace pan de muerto y de que el chocolate no espese ni espumee como es debido, a pesar de todos los pesares que el exilio conlleva, a pesar de los muchos años y de no llevarles flores a la tumba hoy me he decidido poner un altar para mis muertos.
Y manos a la obra, para picar papel de colores en palabras, para que el olor de mis letras impregne mi ofrenda de textos y de nostalgias, para que mi ausencia no opaque su recuerdo, para que se sepan queridos todos y cada uno de ellos, mis muertos, mis santos difuntos, mis muertitos, mis parientes, mis padres y mis amigos.
Manos a la obra para montar una ofrenda de letras que entretejen recuerdos, una ofrenda que se levante alto, que se alce al cielo y que tenga una palabra de amor para cada uno de ellos:
A papá, mi primer difunto, mi muerto desde la infancia, mi llave entre la vida y la muerte quien me lanzara a vivir la vida sin remilgos para honrar su poco tiempo a mi lado y para sedar el dolor de la ausencia, a mi padre le pongo sobre mi mantel de texto de colores su taza de café instantáneo con dos cucharaditas de azucar, esa taza de color incierto que a mi me parecía amarilla, de vajilla artesanal de algún pueblo de méxico, hecha a mano, cocida en horno de piedra y de barníz brillante. La taza que se colocaba sobre su amado piano de cola negro brillante, la taza de café instantaneo la coloco yo en la ofrenda de mis muertos para honrar la memoria de mi padre, le acompañan sus cigarros Raleigh a pesar de que fueran el veneno que causara todos los males, pero ya después de más de cuarenta años de difunto, ¡sus gustos se ha de dar! Y para que sus dedos sigan haciendo resonar su piano a mi padre le dejo aquí junto a sus cigarros y a su taza de café una partitura de Franz Liszt para que esa música que me llevó a la cama cada noche y me arropó hasta mis once años siga sonando en la antesala de mis recuerdos.
A mi abuela Alicia le pongo su chal gris, ese que se echaba sobre los hombros cada tarde cuando la cocina ya estaba recogida, cuando los platos se habían fregado, secado y guardado, cuando se quitaba el mandil y se sentaba en el sillón de la sala de televisión a pasar la tarde, a mi abuela Alicia le pongo su chal de color gris, le pongo una natilla de huevo como la que nos preparaba cada semana de comida de viernes después del colegio y en un guiño de complicidad mientras coloco su chal y la natilla de huevo en la ofrenda de mis muertos lo hago usando sus aretes del diario, sus aretes favoritos, esos aretes en forma de una pequeña cometa que atrapaban mi atención siendo niña, unos aretes discretos y juguetones que mi abuela llevaba puestos a diario y que entregó en mis manos a sabiendas que yo los puliría y los usaría con veneración. A Don Luis, mi abuelo le pongo su parpusa y su habano con un palillo de madera clavado al centro, a Don Luis le pongo un vasito de rompope como el que él nos ofrecía de niños en las comidas familiares de los domingos después de misa en la parroquia de nuestro señor del campo florido, a Don Luis le pongo dos naranjas Valencianas, de su amada Valencia, jugosas y dulces que pelaba con agilidad y siempre me tomaba por sorpresa cuando apachurraba la cáscara frente a mis ojos y me decía “Mexico o España” y yo lloraba de la risa y lloraba por el zumo en los ojos y lloraba de orgullo por mi abuelo tan grande, tan Don Luis, tan castizo, tan español.
Mi lista de muertos es larga, es ancha, es antigua y es actual. En mi ofrenda de muertos hay muertos que partieron antes de mi propia vida, tengo una abuela Delfina que murió en la infancia de mi propia madre, que no conocí pero que ella seguramente sabría que yo en algún momento llegaría. A Delfina la honro en mi altar de muertos antiguos con un cepillo de cerdas naturales para que peine su pelo negro; negro y cano, ondulado y grueso como el que yo misma ahora llevo. A Delfina le dejo flores y le dejo música de la que a ella le gustaba cantar, según lo que la vida me ha contado. A José el carpintero, su marido, mi abuelo le pongo en su ofrenda tabaco para que mastique, como lo hizo de jóven e ilegal en los Estados Unidos después de que se escapó de seminario en el que su madre Teresita lo dejó y donde su hermano Lorenzo se ordenó de cura. A José le dejo sobre la ofrenda su cepillo de carpintero que usó durante tantos años haciendo muebles para El Palacio de Hierro y un buen plato de mole de olla como el que él preparaba para su pipiolera de hijos y nietos en la casa de la colonia Argentina.
En un lugar especial entre Delfina y José y junto a mi padre coloco la ofrenda para mi madre, ella, mi difunta más sentida, mi muertito que está siempre presente, a mi madre le dejo un té de hierbas calientito endulzado con miel, una rebanada de pan de plátano que siempre estaba recién horneado y humeante sin importar la hora en que se llegara a su casa. A mi madre le dejo música de fondo, le dejo una cesta con naranjas, higos y limones y un ramito de rosas de su jardín. A las tías les pongo en la ofrenda lo que cada una de ellas me enseñó con dedicación y cariño, a la Tía Rafaela le dejo un plato de tamales, a la Tía Chelo una porción de romeritos, a la Tía Josefina unos pastes de pachuca, a la Tía Carmen un arroz a la mexicana, a la Tía Antonia unos dulces de leche, a la Tía María le dejo un café de olla, a la Tía Lupe unos taquitos del puesto-de-enfrente, al Tío David le llevo una serenata con música de Juan Gabriel que alegrará a todas las tías a la vez. A los primos que ya se fueron les dejo unas-de-rancheras y una botella de tequila, reposado, de esos caros para que lo disfruten con gusto.
Mi ofrenda es grande y antigua, es larga y concurrida, mis muertos son muchos y de muchas generaciones atrás, a lo ancho y a lo largo. A mi suegro Tor le pongo una lata de “Sill” con cebolla, knäckebröd y akvavit. A Elin, mi suegra que apenas enterramos le dejo una taza de café servida en una de sus pequeñas tazas de porcelana rosada que recibiera su madre como regalo en plena ocupación nazi en los duros años de la guerra, le dejo un plato de “husmanskost” con las mejores papas recién cocidas con heneldos y con una salchicha de Falun hecha al horno. En su parte de la ofrenda le pongo la música de la estación P2, el canal clásico que siempre escuchaba y porqué no un poco del canal deportivo en la televisión para que vea al equipo noruego de slalom y de esquí de fondo. Una revista de crucigramas y el periodico de la tarde.
Mi ofrenda del día de muertos está sobrepoblada, algunos amigos queridos se han unido a mi lista de fieles difuntos, amigos de la época de universidad, amigos de juventud, amigos de risas, de proyectos, de sueños y de “nos comeremos el mundo juntos” amigos que dejaron hijos pequeños o aún más triste que no dejaron hijos huérfanos ni mujer viuda que les llore. Yo los honro en mi ofrenda y pongo un disco de Pink Floyd, un plato de melón con lonchas de jamón serrano y unos cuantos comics de Superman.
A mis tíos Carbó les dedico un apartado especial de mi ofrenda de difuntos, a Alfonso le dejo una cajetilla de cigarros, el recuerdo de su pelo largo de juventud, sus pantalones de campana, sus lentes oscuros y las risas de las tardes de cine, de los paseos en su coche y de las aventuras entre los go-karts y escuchar música disco a todo volúmen en el estéreo de papá. A la Tía Lilí le dejo el eco de su carcajada franca, su cariño ilimitado y cálido y su espíritu de unidad que aún fluye entre los primos. Al doctor, a mi querido Tío Luis le dejo sobre el altar de mis muertos todo mi respeto por su figura de patriarca, le dejo la mueca de naríz fruncida que por genética me heredó y el agradecimiento por el amor de padre que compensó parcialmente los muchos años de orfandad.
Mi altar de muertos es largo y ancho, es grueso, voluminoso, espeso y pesado como el plomo o como la misma muerte quizás, ocupa desde mis años de niña hasta mis días de adulta, mi altar de muertos huele a las vidas de todos los que han pasado por mi camino, de todos los que trazaron la brecha que yo he aprendido a andar. Mi altar de muertos se colorea con palabras picadas, pan de recuerdos, olores añejos, luz del calor que en vida me dieron, mi ofrenda de muertos es un ramo de flores de memorias y de recuerdos que no se secan ni se marchitan. Mi altar de muertos no tiene espacio ni tiempo, está en mi hogar, ocupando el mismo espacio que mis muertos ocuparon en vida. Les ofrezco luz, comida, agua, música y recuerdos para que se sepan siempre queridos. No requiero de pintarme la cara, ni de calaveras danzantes. Mi altar de muertos se levanta a base de palabras y de memoria. Mi altar de muertos es una ofrenda de vida para honrar todas las vidas amadas que me han traído hasta donde yo estoy ahora, hasta donde yo por tradición y por respeto heredo y paso a las nuevas generaciones, a pesar de pisar otras tierras que no conocen el olor del copal ni se bañan del color del cempazuchitl, mi ofrenda del día de muertos la levanto a palabras y orgullo de ésta mi sangre mestiza, mexicana.