Dejar la casona de Coyoacán en aquel solar en uno de los callejones de la Calle Real no fue fácil para ninguna de las mujeres, Delfina se rehusaba a dejar sus árboles frutales y sus plantas, a dejar las gallinas y los patos, a dejar los gansos y las palomas, a dejar sus macetas y sus hierbas que ocupaban gran parte del patio y del jardín. Delfina quería seguir saliendo al patio y a las hijas les hacía bien el sol y lavar con la pila de agua a la mano y tender en las líneas de mecate que se habían colgado desde las rejas del ventanal hasta la rama más alta de la jacaranda. Las hijas de Delfina eran flores de ese solar, de esa tierra fértil de ese pedazo de pueblo que habitaban en la capital. Pero la ciudad estaba cambiando, los aires del progreso se respiraban en la ciudad de México y los tiempos de la revolución se habían quedado atrás, ahora se hablaba de otras guerras, de la gran guerra en Europa y del fin de la guerra civil en España.
En esos álgidos años 40’s el caudillo Franco llevaba ya varios años sentado en la silla del poder y en México el pueblo aplaudía las políticas nacionalistas de Lázaro Cárdenas, Lázaro y la expropiación petrolera, Lázaro y la expropiación de los ferrocarriles, Lázaro y los niños republicanos Españoles, Lázaro estaba en boca de todos, Lázaro y la educación, Lázaro que resucitaba al México de los pobres. Los aires se sentían cambiantes y la familia de Delfina cambiaría también, dejando atrás la vida de pueblo de la casona de adobes y ventanales de madera de Coyoacán, ese pueblo dentro de la capital, donde ir al mercado o al río mixcoac eran parte del paseo y las rutinas. Las calles de piedra, las casonas de familias de abolengo salpicadas entre solares de casas sencillas como la de Delfina y José el carpintero, la vida entraba y salía en esa casa, del mercado a la iglesia de San Juan Bautista, de la escuela primaria al río y de regreso al solar en el que se llevaba la vida.
Delfina cantaba, cantaba en ese solar, cantaba cuando se sentaba al fresco y cantaba cuando cocinaba, cantaba cuando cortaba un poco de epazote de las macetas y cantaba cuando veía a su pipiolera de hijas con vestidos sencillos y trenzas largas que se iban haciendo mujeres y su hijo David con velos en los ojos, con bastón y anteojos de doble fondo para ver de a poco las siluetas y de a mucho sentir tan solo los rayos del sol. Dejar Coyoacán fue un peso para Delfina, en esa casa había parido a todos sus hijos, los vivos y los muertos, en esa casa de cuartos construidos en hilera había dejado sus años de juventud ahora con sus muchos cuarenta años hacía bultos con las sábanas, las ropas, los mandiles, para dejar para siempre ese barrio que se le antojaba el rancho de San Francisco del Rincón al que jamás regresó. Delfina nada más daba pasos para delante, no sabía de regresos, no sabía de añoranzas ni guardaba recuerdos, no tenía lugar para guardar recuerdos con nueve hijos vivos y un hombre que estiraba el día para trabajar y ganar unos pesos más que siempre eran pocos para comprar comida, para comprar telas, para comprar zapatos para las hijas que se iban haciendo mujeres entre mirada y mirada, entre descuido y descuido.
Los muebles, los pocos muebles los transportaron en un camión de redilas que le prestaron a José en la carpintería donde trabajaba para llevar las pertenencias de la familia a la que sería su nuevo domicilio, la nueva vivienda que José había buscado con esmero allá cerca del Casco de Santo Tomás, en la cercanía de la Escuela Nacional de Maestros donde Carmela hacía sus estudios de profesora de educación primaria. El recorrido desde Coyoacán hasta el Casco de Santo Tomás no era corto y Delfina prefirió abandonar el solar de casa de pueblo en Coyoacán para acercarse a la escuela donde estudiaba su hija Carmela, una decisión práctica para la familia, las chiquillas de primaria podrían cambiar de escuela sin inconveniente, Guadalupe iba y venía diestramente en tranvías desde Coyoacán hasta la calle de las Capuchinas para trabajar sus largas horas de mostrador en los almacenes de El Palacio de Hierro. Ahora el recorrido sería más sencillo desde la calle de Lauro Aguirre hasta el centro de la ciudad.
Lauro Aguirre se antojaba un barrio elegante por su camellón ancho que invitaba a los paseos entrada la tarde, el camellón sembrado de amapolas rojo brillante con su estigma negro que las niñas se presionaban en la frente y se marcaban a juego una cruz. El camellón prometía reemplazar de manera precaria las bondades del solar de Coyoacán, ahora la familia de Delfina y José el carpintero con ocho hijos, siete mujeres de cabellos largos y rizados, siete mujeres de faldas de vuelos y fondos, siete mujeres corriendo por la casa y dando voces mientras David el varón, que andaba a tientos y a oído, ahora vivirían en un piso, el segundo de una casa modesta de piedra con vistas al camellón y con habitaciones dispuestas al fondo del inmueble donde las hijas compartían espacio, compartían camas de borra y compartían el aire. La mayor Antonia se había independizado de la familia, ahora con su Florentino o Valentino como fuera que le llamaran que buscaba trabajo sin cesar y cesando más y con sus primeros hijos.
La estancia en Lauro Aguirre no sería permanente para la familia de José el carpintero, esa vivienda en los segundos de la casona sin patio no era para Delfina que echaba de menos su solar, Delfina quería sus macetas y sus plantas, Delfina añoraba su jacaranda y sus gallinas, lavar en la pila y tender al sol. Subir a una azotea no mitigaba la ausencia del patio de tierra que había tenido durante años en Coyoacán, no mitigaba la nostalgia del rancho de su madre, Cástula Guerrero en San Francisco del Rincón. Delfina sentía que le faltaba el aire en ese segundo piso sin patio ni agua de pila, en ese segundo piso que la obligaba a salir al camellón a andar, Delfina sentía que le faltaba el aire al respirar cuando una tarde antes de cerrar las puertas María no volvió. Había salido al camellón como cada tarde, salía a caminar, salía a pasear, su María, el vivo retrato de Delfina, una cara de virgen de capilla, pálido y de labios rojos carnosos perfectamente delineados, su María de ojos negros brillantes enmarcados en pestañas largas y onduladas, su María, el vivo retrato de su madre, con el cabello negro azabache, negro y largo, largo y rizado, rizado y oloroso, María con el cabello como manto que le cubría la espalda y llegaba a la cintura, una cintura angosta que provocaba suspiros, una cintura que para arriba llevaba a los senos hermosos de esa mujer-niña, de esa niña mujer que había heredado la belleza de su madre, los senos firmes, la cintura pequeña las caderas anchas y las piernas torneadas, María vestía aún como una niña grande, con vestidos sencillos, abotonados hasta el cuello y calcetines cortos con sus zapatos de taconcito negros, no se pintaba los labios y llevaba un moño discreto en el pelo, pero cuando alzaba la ceja el mundo giraba aceleradamente en la dirección opuesta, una mujer rompiendo el cascaron a fuerza de belleza, a fuerza de un porte extraordinario, la guapura de su madre se concentro en María y olía a campo fresco, olía a juventud, a inocencia, a renacer y a deseo.
María alzaba la ceja cuando los hombres le silbaban al pasar, María se cubría la boca cuando soltaba risillas nerviosas al saberse vista por los jóvenes, por los hombres que torcían el cuello al andar. María sonreía ampliamente cuando los piropos llegaban hasta sus oídos y apretaba las manos a las faldas cuando un caballero se acercaba de más para mirarla de cerca y comprobar esa belleza dramática que se desbordaba de la cara pálida enmarcada en el cabello negro de María, la cuarta hija viva de Delfina, hija de su madre, heredera absoluta de su belleza y de su porte. María la quinceañera que salía al camellón de Lauro Aguirre a cortar amapolas rojas y a comprar merengues. María que un buen día simplemente no regresaría a la casa a la hora en que las puertas iban a cerrar.