8. Carmela y la mirada puesta en el horizonte

El último día de la escuela secundaria regresó a casa para entregarle a su madre el diploma y el sobre con el certificado de sus estudios, había trabajado largas noches de desvelo para completar todas las materias y sacar las mejores calificaciones posibles, se había obsesionado con los promedios altos y con ser la alumna más brillante de la clase, una mujer entre tantos varones, la hija del carpintero entre tantos hombres jóvenes que se podían dar el lujo de sentarse en una banca escolar postprimaria en lugar de salir a trabajar para llevar dinero a su casa y alimentar a la familia. Carmela había trazado su meta, ella estudiaba mientras Antonia empezaba a echar barriga. Carmela estudiaba mientras su propia madre seguía criando hijas y los mareos y los dolores de estómago empezaban a colarse por entre las grietas de los años de su madre y de ese cuerpo tan usado y vuelto a usar. Carmela, después de lavar platos y de tender ropa en el solar se sentaba con la lámpara de aceite a estudiar y se quemaba las pestañas hasta muy entrada la noche leyendo y escribiendo en esos cuadernos de doble línea y sus lápices de grafito. Carmela estudiaba mientras Antonia pasaba las noches en vela con su primer embarazo y Guadalupe salía al alba a tomar el tranvía para irse a trabajar al centro de la ciudad. Carmela se metía en los libros, terminaría la secundaria y la terminaría con las mejores notas que podía sacar. 

Cuando llegó a la casa de Coyoacán, con sus techos altos y ventanas de madera abiertas de par en par, Carmela vió a su padre, José el carpintero que había llegado temprano del taller de carpintería. Ella pasó de largo y fue hasta la cocina en busca de Delfina, su madre que con las manos espantaba el humo de la leña que se acumulaba en el muy pequeño espacio donde las ollas hervían de caldos y de frijoles y se tiznaban de hollín. Carmela venía con el sobre en la mano, las calificaciones y el diploma de la secundaria los ondeaba al aire en un acto de júbilo y triunfo aunque lo que su madre vió fue a Carmela ahuyentando el humo de la leña y dando voces en el aire caliente de las estufas de la cocina de la casa de Coyoacán. 

Carmela había terminado la secundaria y había hecho los preparativos necesarios para ingresar a la escuela Normal. En contra de la voluntad de su padre, en contra de la tradición familiar de llenarse de hijos, de barrigas, de años de leches y de pañales sucios, Carmela había observado en silencio los pasos dados por su madre, los pasos en los que Antonia se iniciaba, enamorada de su Valentino o Florentino como quiera que se llamara, el hombre más guapo que jamás hubiera visto pero que después del primer hijo la guapura se le fuera escurriendo por el hartazgo, se le fue escurriendo por la antipatía y se le fue escurriendo por la desidia y el conformismo. Guapo sin oficio ni beneficio, diría Delfina del marido de su hija mayor. Antonia conservó el recuerdo del hombre más guapo que jamás había visto para seguir casada con su sombra, con esa silueta gorda y desfachatada, casada con el recuerdo del amor y en convivencia diaria con ese hombre de paga de raya de sábado y de trabajos donde saltaba de tres por dos.

Carmela lo sabía como se sabía inteligente, Carmela lo sentía entre el pecho y la garganta, Carmela lo pensaba a diario sin pensarlo conscientemente, pero ella no se casaría con el primero que le dijera mi alma, ella no sería la mujer de un carpintero como su padre o de un empleado de taller como el marido de Antonia. Carmela no se pintaría los labios para salir a trabajar de dependienta como lo hacía Guadalupe y más tarde de secretaria del Seguro Social, con tacones y las pantorrillas delineadas con tiza negra para hacer la ilusión de las medias de nylon a pesar de la postguerra. Carmela peinaba también una enorme cabellera negra, tenía los labios gruesos y carnosos, la mirada inteligente y ese cuerpo de figurín que había copiado por completo de su madre. Carmela era guapa como todas las hijas de Delfina, era guapa e inteligente, como todas las hijas de José el carpintero y se había trazado un plan. Al terminar la secundaria empezaría a estudiar en la escuela Normal. Carmela sería maestra, profesora de escuela primaria, Carmela decía un rotundo no al matrimonio de adolescente, Carmela decía un tajante no a los embarazos de quinceañeras, Carmela gritaba un no de garganta abierta al trabajo de sol a sol sin preparación, Carmela se cruzaba de brazos y decía que no al tener que mostrarse guapa para asegurar un puesto de taquimecanografa, Carmela rompía filas, cortaba de tajo, volteaba la vida de adentro para afuera y ponía una pila de libros sobre la mesa del comedor. Su profesora de tercero de secundaria le había hablado de la nueva escuela normal y se había asegurado de que Carmela hiciera los exámenes y la inscripción. Carmela sería maestra, la primera de la familia en estudiar una profesión, la primera de cuatro hermanas que andarían los mismos pasos, a pesar de la resistencia del padre, José el carpintero, a pesar de los ruegos de la madre que ya contaba con dos manos más que trabajarían para llevar dinero a esa casa donde ya había once bocas suyas más la primogénita de Antonia la mayor, el marido que trabajaba poco y ganaba menos y la primera hija de cuatro que pasarían hambres y fríos pero que encontrarían siempre refugio bajo el techo de los abuelos. Carmela no empezaría a trabajar terminando la secundaria, se sentaría en un banco de escuela tres años más a pesar de las carencias, de los vestidos de segunda mano y de los zapatos de suelas ajadas, Carmela tenía la mirada puesta en el horizonte y sabía que los libros serían su salvaguarda y su tabla de salvación.

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