Se puso un broche en el pelo con un racimo de flores, rosas rojas para ser preciso, rosas rojas de papel hechas a mano que compró en un puesto callejero cuando había ido al Zócalo de la ciudad a hacer algunos mandados, se había comprado las flores que enzartó en el broche de pelo para adornar su cabellera de rizos negros, Guadalupe tenía el pelo negro igual que su madre, negro azabache, negro oscuridad, negro cielo nocturno sin estrellas y rizado, pesado, grueso, caía en sus hombros y le enmarcaba el rostro como a una madona renacentista italiana, se pintaba los labios de rojo, rojo carmín dirían las novelas de corazón, pero este era un rojo sangre, rojo plaza de toros en domingo de faena, rojo gitano que surge del canto hondo, rojo violento en los labios de una niña que se disfrazaba a ser mujer.
Guadalupe presenció los gritos de los partos de su madre, los vómitos de náusea y sus gritos de dolor cuando daba a luz a sus hermanas, Guadalupe miraba con el rabo del ojo y observaba cuando a ella no la miraban y lo que veía era una vida de carencias, cazuelas de comida que no alcanzaba, los colchones apilados en los cuartos y vestidos descoloridos en cuerpos de niñas que pronto se convertirían en mujeres.
Guadalupe observaba las escenas de casa con discernimiento: una madre que no paraba de cargar barrigas y de parirle hermanas, un padre que iba ganando kilos y perdiendo sueños cuando la única exigencia de la vida era llevar comida a la mesa, comida a esa casa de la familia que era un pulpo de ocho brazos y que no paraba de crecer, comida-sobre-la-mesa era la única prioridad, el cobijo era un lujo y la ropa y los zapatos una excentricidad que llegaba muy de vez en vez.
Con los brazos sobre la cabeza y los pasadores enfilados entre los labios, Guadalupe se acicalaba el pelo, se arreglaba esos rizos negros para que el ramo de rosas rojas de papel se prendieran y permanecieran ahí a lo largo del día, el día que se pintó los labios de rojo vida y se plantó el vestido de escote profundo, cintura de talle y crinolina de vuelo. Se pintó una línea negra en la pantorrilla que corría desde el talón hasta la corva, para aparentar que usaba medias de nylon, cuando el nylon era artículo de lujo para la mayoría de la población y aún más para ella. Gracias a una vecina se hizo de un par de zapatos de tacón que pulió hasta dejarlos brillantes como sus intenciones de salir a la calle a buscar trabajo, porque ella se había jurado a sí misma que no se casaría con el primer hombre que le silbara o que le echara un piropo, Guadalupe se había jurado a sí misma que no se metería a una cama a llenarse de hijos con el primero que le llevara serenata tras la ventana y que no daría su brazo a torcer para ser económicamente dependiente de un hombre que en cuestión de pocos años se dedicara a perder las ilusiones y a acumular peso para conformarse con cuartos de adobe en un solar o con los platos de frijoles y caldo de olla con retazo con hueso para pasar el hambre.
Guadalupe se puso guapa, porque se sabía guapa, se colocó las rosas rojas de papel en la cabellera de rizos negros y se pintó los labios de rojo impetu para salir a las calles de la ciudad y colarse en los edificios del centro a buscar un trabajo. No sabía de ventas, pero tenía los ojos grandes y vivaces, no sabía de productos del hogar ni de moda pero sabía hablar fuerte y preciso, no sabía de facturas ni de empaques pero tenía muy claro que a los 15 años no necesitaba de un hombre para ser independiente y que lo que necesitaba de cierto era dinero para alimentar a las hermanas, a la madre que con cuarenta años estaba dejando entrar a la vejez prematura por la puerta ancha y al padre que al paso del tiempo se le fugaban las ilusiones y se le acumulaban las frustraciones.
Guadalupe dejó esa mañana a su niñez colgada de una percha y se vistió de mujer dando pasos firmes en sus tacones que cimbraban independencia, se subió a un tranvía y se introdujo al pomposo edificio departamental de El Palacio de Hierro “la casa de todos” como rezaba el lema colgado de la entrada de la calle de las Capuchinas en pleno centro de la ciudad, “la casa de todos” repetía Guadalupe para sí misma, decidida a hacerla su propia casa, Guadalupe conseguiría su primer trabajo a los quince años cumplidos, justo a tiempo para las ventas de navidad y fin de año cuando más manos se necesitaban y cuando las manos de Guadalupe y sus quince años llenos de gracia estaban ávidas de trabajo y de ganar dinero. Esa navidad las cosas serían diferentes, esa navidad Guadalupe llegó con regalos a la cena, sorprendiendo a la familia después de la misa de gallo, Guadalupe había cobrado su primer sueldo como dependienta de El Palacio de Hierro.