6. Delfina en esos patio de la casa de Coyoacán

Patos y gansos, patos, gansos y gallinas, patos, gansos, gallinas y perros llenaban el solar de la casa de Coyoacán; patos, gansos, gallinas, perros y niñas corriendo por el solar de la casa de Coyoacán. Con poco más de cuarenta años Delfina era ya una mujer mayor y había llenado el solar de la casa de Coyoacán de hijas y de gallinas, de patos y de gansos, aventaba los granos para alimentarlos mientras en la estufa de leña preparaba la comida para las hijas, de la mayor a la menor y ninguna fea, no hubo excepción a todas las parió guapas e inteligentes, una ristra de hijas por demás agraciadas desde la mayor Antonia hasta la menor, Teresa, la benjamina, la decimotercera. Dos décadas, más de veinte años de barrigas, de partos, de romper aguas y de dar leche de pecho, Delfina era una mujer vivida a sus cuarenta y dos años, una madre de nunca acabar, una mujer que paría y comía, que cuidaba y velaba, que limpiaba y cantaba, eso también sabía hacer, Delfina cantaba y cantaba en misa como una soprano de capilla sixtina, cantaba en la cocina y cantaba en los patios y gritaba, también gritaba y daba de voces para llamar a las hijas, y al varón. Carmela -María- Consuelo – David… y seguía gritando, y les llamaba por sus nombre y mezclaba los nombres y los veía a los ojos y se preguntaba de qué manera había llenado la casa de tantas hijas y de su David, como el Rey. Josefina – Rafaela – Guadalupe – Teresa.

Para cuando Teresa nació Antonia la mayor era ya harina de otro costal, vivía en un cuarto prestado en el solar de Coyoacán con su marido y sus hijos, Antonia también aprendió a parir, primero de mano de su madre, al unísono, para después echarse al mundo a parir por propio pie los hijos de su Florentino que se llamaba Valentino o Valentino que le decían Florentino y que era el hombre más guapo que jamás había visto y que le dio cuatro hijos y una vida saciada de carencias.

Había frutales y había flores, había tierra para sembrar, había una nopalera y había una bugambilia, había macetas y había sombras, el solar de Delfina en Coyoacán era fértil igual que ella y bastaba con arrojar las semillas para que algo se diera, y bastaba con tender la mano para cosechar, flor de calabaza y chayotes, las ciruelas y los camotes, todo se daba bien, tierra fértil como Delfina, el solar de Coyoacán era su huerto, su gallinero, el patio de juego de sus hijas y del varón David, el solar de Coyoacán daba sustento, ponía comida sobre la mesa, nomás con una gallina ya salía el caldo, nomás con ir al gallinero ya había huevos para el día, porque Delfina era fértil y proveía, un caldo, un cocido, una capirotada o un dulce de membrillo. Delfina multiplicaba los panes, daba la vuelta a los centavos para que rindieran en el mercado, en la plaza, para llenar las canastas, para llenar las barrigas. Delfina sabía llevar esa casa y miraba a sus hijas y veía mujeres de buena casta. 

En esos patio de la casa de Coyoacán crecieron sus hijas, Antonia, Guadalupe, Carmela, María- niñas de labores y de tareas, niñas de quehaceres y de trabajos, niñas de costuras, de ollas, de gallinas y de escobas y trapos, niñas de lavar y de doblar, niñas de cortar y de picar, niñas de limpiar y de coser y zurcir. Niñas que aprendieron a leer y a escribir con lápices de grafito y cuadernos que se prestaban las unas a las otras, Delfina se había empeñado en que sus hijas irían a la escuela, en que sus hijas aprenderían a escribir sus nombres y a leer sus propias cartas, Delfina no sabía de grados académicos pero sabía de trece barrigas y de lo que no deseaba para su ristra de hijas.

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