Al tercer mes de embarazo Delfina sabía que las cosas no serían iguales, esa barriga le hablaba de diferente manera, esa barriga le cantaba cuando dormía y la arrullaba cuando no podía dormir. Delfina lo sentía, lo empezó a sentir en sus entrañas desde a las pocas semanas, su barriga era sabia, tras once embarazos su barriga lo sabía mejor que nadie que esta barriga no era de hembra, que no había una niña en ese saco de líquido amniótico, que no habría una niña en el parto, que no habría un crío muerto y que no moriría al nacer, su barriga estaba en perfecta conexión con el corazón y el cerebro de madre y conocía su cuerpo mejor que la partera, mejor que el médico, mejor que su marido que era dueño absoluto de él, mejor que todos los hijos gestados y paridos, Delfina sabía que éste nacería varón, el décimo segundo de la ristra nacería vivo, nacería hombre y nacería para vivir, pero no para mirar.
Delfina parió un hermoso varón para el gozo de José el carpintero, un varón que sería apoyo y refuerzo en el áspero camino de llevar la comida a la mesa, de pagar las cuentas y de asegurar el techo. Delfina parió a un niño entero, completo, sano y casi ciego. Los ojos del recién nacido se abrieron al mundo cubiertos de velos de ceguera que lo irían dejando aislado, rezagado y olvidado de su destino de primer-varón-vivo de los hijos de Delfina y José el carpintero.
Delfina le llamó David, David con los ojos turbios que corría a tientas y cantaba a voz profunda desde niño, David que se guiaba con el calor del sol y con el frío de la noche, David que nació guapo, digno heredero del perfil del padre, David que nació carismático y parlanchín maniobrando las carencias y las virtudes para hacer una vida rodeado de hermanas, de sobrinos y del amor de su madre. David el hijo que naciera para ciego, el único hijo varón de José el carpintero con su ristra de hijas mujeres, hijas guapas, hijas hermosas, hijas de arrebatar suspiros y cortar la respiración, José observaba a su hijo David, el único varón vivo, el único varón en un mar de hijas hembras el más deseado y el más querido, pero casi ciego. David veía entre las sombras y andaba de la mano de la oscuridad, telas de arañas invisibles cubrían sus pasos, telas de arañas imperceptibles cubrían los espacios por donde se movía y chocaba con los muebles, derramaba el agua, escurría el café del pocillo, se tropezaba en las calles y se golpeaba con los marcos de las puertas. David aprendió a ver la luz del día a través de su calor y a cuidarse de la noche cuando caía el frío. David nació viendo la luz del ciego y sus ojos empeoraron dolorosamente y sin misericordia, ojos callados en una casa de voces eternas, voces de mujeres, de hermanas, de su madre Delfina, voces que cantaban al limpiar, al lavar, al tender y al irse a dormir, esas voces eran el compás de David, la brújula de su existencia, las coordenadas de vida que le daban la pauta para andar, para entrar, para salir, para bailar e incluso sonreír porque David nació felíz aunque la vida fuese oscura, aunque lo cubriera de velos.
Gafas gruesas de vidrios reforzados y un bastón eran sus herramientas de vida, David no llevaría libros bajo el brazo, no brillaría en la escuela pública como la mayoría de sus hermanas, no llegaría a terminar la secundaria simplemente porque no veía, no había espacio para la ceguera en una casa de pobreza, comer, vestir y sobrevivir eran las consignas de la vida en la casa de José Sánchez Sáenz el carpintero y de su mujer Delfina Muñóz Guerrero, no había espacio para las delicadezas de una educación privilegiada ni para puntos de ciego.