A Delfina la entregaron a José, el que sería su hombre, la entregaron porque ya estaba en edad de merecer, pasando los trece años ya podía con todos los quehaceres de una casa, sabía lavar en el río, cortar y coser, preparar comida y hacer el mercado cargando sus propias canastas. Delfina ya tenía la edad necesaria para dar paso a un hombre, a su vida, a su cuerpo, a sus bragas. Pasados los trece años sería una boca menos que mantener y siendo que su padre se había largado hacía mucho sería lo mejor para Cástula Guerrero, su madre, darla en matrimonio a un hombre para que la mantuviera, para que se encargara de ella, para que la llenara de hijos propios. Pasados los trece años había llegado ya a la edad de merecer, con su pelo negro, tan negro como teñido de ambar, azabache puro, negro como sus ojos, como las penas que le depararía el futuro.
Delfina fue entregada a José, nunca hubo un matrimonio, nunca una celebración, José había regresado al pueblo a Guanajuato y se ofreció “llevarse” a Delfina, Cástula su madre simplemente aceptó con la ligereza de quien entrega un ramo de girasoles recién cortados de tajo, con el desenfado de quien se deshace de una loza que se ha cargado a lomo durante muchos años, con la ignorancia de una mujer sola con una hija que ya tenía piernas de mujer, caderas de mujer, senos de mujer, cara de niña y pelo ambar, negro-azabache brillante y que sería buena presa de caza de ese hombre quince años mayor que ofrecía hacerse cargo de ella.
Delfina salió del rancho, que rancho era mucho decir, una casa de adobe con patio donde comían y cagaban las gallinas, donde crecían los huizaches que daban sombra por la tarde y donde tendía al sol la ropa lavada en el río. Delfina cocinaba, degollaba a las gallinas, las desplumaba, limpiaba los frijoles y desgranaba el maíz, Delfina sabía de caldos y de echar tortillas, Delfina sabía de hacer vestidos sencillos con telas de flores, sabía de guardar los recortes de telas para hacer trapos, para hacer compresas para los días de sangre, sabía de trenzarse el pelo y de prender velas a sus santos. Y un buen día su madre, Cástula Guerrero le dijo que ya estaba lista y que era momento de seguir a su hombre, el hijo de la viuda Teresa, José, el hermano del cura Aurelio, José al que se le había dado por perdido cuando se escapó del monasterio para subirse a un tren que lo llevaría al norte, al norte del pueblo, al norte de Guanajuato, al norte del paí,s al norte hacia los Estados Unidos donde se haría hombre.
Delfina lo miraba, José el hijo de la viuda Teresa Saenz, José el hermano del cura que ya tenía parroquia en Tlaxcala, José el que viajó por trenes en los estados unidos trabajando de mozo en un circo, José que había aprendido a beber whisky y a masticar tabaco,José con los hombros anchos, el cabello castaño y el cuello rojo, ese sería su hombre, su marido, el padre de sus hijos, quien se metería a su cama cada noche para dejarla preñada ininterrumpidamente, el proveedor, la voz de mando, el semental, el hombre 15 años mayor que nunca la llevó al altar pero que la llevaría a enterrar para sobrevivirle por meses y años, muchos años más.
Cuando Delfina salió del pueblo fue para siempre,San Francisco del Rincón se quedó atrás, la casa de su madre y su madre misma, Cástula Guerrero parada en el umbral sin sonrisa, sin abrazos, sin palabras, mirando al horizonte casi sin mirar, cuando su hija Delfina de trece años entrados en catorce se alejaba en esas calles de tierra y polvo, cuando salió del pueblo se la llevaron a la capital, se la llevó su marido, sin velo, sin ceremonia, sin celebración y sin altar. Delfina miraba el piso y sentía el peso de la mano grande y pesada de José que la tomaba del hombro, que a partir de ese momento guiaba sus pasos y marcaba el rumbo, Delfina se fue con lo puesto, sus piernas torneadas, sus caderas, sus senos, su cintura, su cara de niña y su pelo azabache, se fue con las manos vacías y con los ojos fijos en las calles de tierra que no volvería a andar. Dejó el pueblo, para bien, para siempre, para mal y para nunca regresar..