El portón de la casa de la calle de Lago Valencia número doce se abrió de par en par una vez más ahora para dar paso al primer auto que entraba a la propiedad, Teresa con sueldo de profesora de enseñanza secundaria llegó a la casa con un flamante Cadillac color pistacho con los bajos color crema, un modelo de principios de los años sesenta, el automóvil ganado a pulso, el coche deseado para llevar a su padre José el carpintero a pasear y para ir con su hermana por las calles de la colonia hasta la zona limítrofe para adentrarse en las calles lujosas de la Colonia Polanco donde ahora iban a misa los domingos, ya no andando al Panteón Español, sino en coche a la Parroquia de San Agustín en las calles de Horacio frente al parque Americano o mejor aún al recién inaugurado Templo de San Ignacio de Loyola estacionando el Cadillac sobre la calle Moliere.
Soplaban tiempos de cambio y Guadalupe y Teresa paseaban del brazo de su padre ahora con peinados altos, chongos encaramados con postizos, pestañas largas y postizas también, faldas por arriba de las rodillas, cinturones anchos definiendo aún más la cintura, gafas de sol como la mismísima Jackie Kennedy. El país florecía, la ciudad florecía, las hijas de la difunta Delfina Muñóz florecían, la casa de Lago Valencia número doce prosperaba también y en el patio se barrían las flores de las buganvilias y las jacarandas y los domingos se llenaba la casa con la llegada de las hijas casadas y sus respectivas familias de niños pequeños que corrían por el patio y que llenaban de risas la vida del abuelo.
José el carpintero iba ganando peso, “el azúcar” estaba acabando con sus pies, con su vista y con su cuerpo, José era ya un hombre grueso de poca movilidad, sentado en su silla en el patio de la casa miraba en silencio a las hijas, a los nietos que se hacían mayores, a los nietos que apenas andaban, a los nietos por llegar. Casi tres decenas de nietos llenarían la casa de José Sánchez Sáenz, el viudo de Delfina, José conocería a todos y cada uno de ellos, José llevaría en brazos a todos y cada uno de sus nietos, los hijos de sus hijas y de David-con-ojos-en-velo, los nietos del carpintero.
Teresa había terminado sus estudios y empacó la maleta por primera vez para hacer sus prácticas en la sierra de Chihuahua, era el primer viaje que haría sola, el primero de muchos porque había decidido conocer el mundo o al menos empezar por su país. Estando en Chihuahua en una escuela rural de la sierra se le llenó la mirada de perspectiva, un nuevo ángulo para mirar la vida, llenando su autoestima hasta el borde con la seguridad de que lo que se proponía lo podría lograr, que la meta que trazara sería tangible con esfuerzo y una dedicación férrea que había aprendido de las hermanas y que la llevaría a lo largo de todos los caminos que tenía por andar.
Teresa que al caminar atraía miradas, comentarios, piropos y silbidos había roto ya más de un par de corazones, ese Nemecio tan atractivo que cada semana llegaba a estacionar en la banqueta de la casa de la calle de Lago Valencia número doce lujosos automóviles, cada semana un color diferente combinando la carrocería con la camisa del día, ese Nemecio que rentaba los autos en la sucursal de autos de Polanco para impresionar a la guapa y joven Teresa que por mucho no se dejaba impresionar.
Las cosas cambiaron cuando empezó a recibir lecciones de piano, José el carpintero sobrepasado por la abundancia que se vivía en la familia abrió el zaguán de par en par un 15 de octubre del año 1958 para que entrara un piano a la casa, sería el regalo del cumpleaños 21 de Teresa, un piano-pianola de estudio, con rollos de partituras, de esas con notas picadas para ser leídas por los rollos de acero y para reproducir música en automático, un piano de madera color café oscuro que se colocaría en la sala de la casa, junto a los muebles tipo imperio que Guadalupe había ordenado de El Palacio de Hierro, un piano-pianola para Teresa, para que aprendiera a tocar el piano como lo hacían las señoritas bien de Polanco y la Condesa.
No pasó mucho tiempo cuando llamaron a la puerta y un joven alto y delgado, muy delgado y muy alto, con un cigarrillo entre los dedos largos y huesudos se presentara y pidiera hablar con José el carpintero, el viudo de Delfina Muñóz, el padre de Teresa la profesora de historia. José desconcertado, con un poco de recelo pero orgulloso de ser el padre de una de las muchachas más pretendida de la colonia, abrió la puerta de su casa e hizo pasar al joven estudiante del Conservatorio Nacional y prometedor pianista, hijo de la señora Alicia Ramírez Riester hija de Francesa que en las calles de la Colonia Argentina se hacía llamar la Señora Riester y del español Don Luis Carbó Pí, llegado de Burjasot, Valencia por barco a principios de los años 20’s.
El joven Carlos Arturo cargaba consigo las partituras más románticas que podía seleccionar para darle lecciones a la guapa Teres,.“Para Elisa” de su favorito Beethoven, un poco de Franz Liszt y otro poco de Clara Schumann, la casa de la calle de Lago Valencia vibraba al ritmo de compositores alemanes y polacos en manos del joven concertista que hacía gala de todos sus talentos para enamorar a Teresa, la menor de la ristra de hijos de Delfina Muñóz y de José Sánchez Saenz el carpintero. Teresa profesora graduada de educación primaria, Teresa estudiante de la Escuela Nacional Superior, Teresa profesora de historia Normalista, Teresa la menor, heredera de la guapura de sus hermanas, digna hija de la belleza de Delfina y representante de la inteligencia, la gracia y la hermosura de Antonia, María, Guadalupe, Carmela, Josefina, Rafaela y Consuelo. La amiga eterna y cómplice de David. Teresa planeaba salir al mundo, planeaba enmarcar el título, trabajar, hacer carrera y viajar.
Y las oportunidades no se hicieron esperar, el primer viaje al otro lado del mundo no se hizo esperar, Teresa fue seleccionada para representar a México en un concurso interescolar y ella como una promesa representando a una nueva generación de educadores se subió al vuelo que la llevaría no a Europa, sino a Buenos Aires. La Argentina fue su primer destino internacional, Teresa se dejó fascinar por la capital Argentina, se dejó abrazar por los aires de un país con aliento europeo y aprendió que un boleto de avión es uno de los mayores gustos que se podía proporcionar.
A su regreso a la ciudad de México, el jóven Carlos Arturo Carbó, pianista, joven empresario y enamorado hasta la médula la fue a recibir a la sala de vuelos internacionales del aeropuerto Benito Juárez de la Ciudad de México, del brazo de su madre y armado de tremendo ramo de rosas rojas y un anillo de compromiso. Teresa no se le volvería a ir. Las semanas que pasó en la Argentina Carlos se quedó sentado frente a su piano sin parar de tocar pero sin poder respirar, sin aire y sin consuelo. Su amor por Teresa era mayor que su paciencia y su espera. Teresa y Carlos se comprometieron y se casaron en santo matrimonio el mes de marzo de 1965 en la Parroquia de San Ignacio de Loyola, en la Colonia Polanco, con un vestido blanco de raso bordado en pedrería y perlas, con manga tres cuartos y escote tipo imperio y con el velo más largo del mundo a petición del mismo José Sánchez Sáenz que entregaría en matrimonio a la más pequeña de sus hijas, tras una vida de oscuridades y vicisitudes, tras los años de carencias y de muertes, tras los trece hijos paridos por su Delfina, los nueve vivos y los muertos enterrados en cajas de cartón, en ataúdes infantiles en abortos de dolor. El velo del vestido de novia de Teresa habría de ser tan largo como los años de sacrificios y de enfermedades de la madre, un velo blanco que limpiara a su paso la memoria de los años de angustia a la espera de noticias de la hija María -vivo retrato de su madre, un velo tan largo como el rosario de nietos que se vestían de pajes y damas para la ocasión. Un velo purificador, un velo que cubría el patio de la casa de José el carpintero, viudo de Delfina Muñoz, un velo que cubría, sanaba y rebosaba al paso de la novia tomada del brazo de su padre: Teresa la menor.