Los años que Delfina pasó postrada en la cama fueron largos, oscuros y pesados, a pesar de que María ya había vuelto a la casa, de que María ya había encontrado a su Santo-Santiago y de que sus criaturas corrían por el patio descalzos, Delfina ya no dejó la cama que la llevaría hasta la tumba.
Delfina se lo dijo fuerte y claro a José el carpintero cuando dejaron el piso de Lauro Aguirre, cuando llegaron a vivir a la casa de Lago Valencia número doce, Delfina cantó su sentencia, “de esta casa en calles de tierra me vas a sacar con los pies por delante José”, Delfina había dictado su sentencia, llegaba a esa casa con el alma enferma de dolor y angustias y con el cuerpo débil de tumores y males sin diagnósticos en esos tiempos.
Los años de Delfina en su lecho y en la oscuridad de su habitación fueron llevaderos tan solo gracias a los cuidados de Consuelo, Consuelo una de las más pequeñas de la ristra de hijos de Delfina, después de ella nacerían David y Teresa para rematar la descendencia. Consuelo era la definición absoluta de su nombre, Consuelo era el bálsamo que abrigaba a su madre enferma, Consuelo era esa muchachita de cuerpo espigado y cintura de arrebatar suspiros, con un rostro ovalado delicado y nariz aguileña enmarcados en los cabellos negros herencia de Delfina, negro azabache, negro destino, Consuelo era aliento y alivio..
Consuelo veía cada mañana cuando las hermanas se iban a la Escuela Normal para Maestros, desfilaban la una detrás de la otra, Carmela que ya había terminado sus estudios se iba a trabajar, a finales de los años 40’s Carmela era ya profesora de educación primaria y Josefina y Rafaela seguían sus pasos puntualmente, no era cuestión de gusto, José el carpintero trazó imperativamente el rumbo del destino de las hijas cuando se hizo el gravoso gasto de los libros que Carmela necesitaba para estudiar para maestra, en ese momento le dijo al resto de las hijas que si no querían trabajar en los almacenes de El Palacio de Hierro como dependientas y donde él era carpintero, entonces estudiarían para maestras, no porque fuera un grito intrínseco de vocación sino una decisión práctica, los libros se habían comprado y se utilizarían cuantas veces fuera necesario. Ese día Josefina y Rafaela vieron como cualquier argumento por otra carrera u oficio perdía todo valor. Carmela era profesora y Josefina y Rafaela seguían puntualmente sus pasos.
Cada mañana las hermanas se acicalaban para irse a la Escuela Normal de Maestros: cabello ondulado castaño oscuro, rostros redondos y perfectos, ojos pequeños, labios delgados, nariz recta la una y chata la otra, dos figurines de cinturas angostas y faldas rectas a la rodilla, dos figurines de cabellos largos y labios rojos, dos figurines de piernas torneadas y hombros estrechos, las hermanas Rafaela y Josefina andaban con sus libros bajo el brazo, Josefina y Rafaela serían profesoras también y se habían aprendido de memoria el camino hacia la escuela Normal de Maestros y a su paso acumulaban admiradores y arrancaban suspiros a los muchachos. Un par de castañuelas de gracia y juventud. Josefina y Rafaela – Rafaela y Josefina salían de la casa cada mañana y la casa de Lago Valencia número doce se quedaba en silencio. David y Teresa se iban a la primaria, las mayores Carmela y Guadalupe se iban a sus respectivos trabajos y María y Antonia se iban arreglando la vida en los cuartos de vecindad en el patio de atrás. La casa se quedaba en silencio, tan solo Consuelo la habitaba en las largas horas de la mañana, Consuelo que llevaba el café con leche a la cama de su madre, Delfina postrada de dolor, Delfina con las entrañas escaldadas y heridas. Consuelo lavaba los platos, quitaba el polvo de los muebles, sacudía a los santos, se aseguraba que las veladoras estuvieran encendidas arriba del ropero en el cuarto de su madre Delfina, para ahuyentar la soledad y salvaguardar las bendiciones. Consuelo que preparaba el caldo para el almuerzo y que iba a la plaza a comprar las cebollas, los ajos, los frijoles, las patas de cerdo, los hígados de res, los chamorros, el tuétano. Consuelo fue perfeccionando el arte de la cocina, una olla aquí y dos cazuelas allá. Consuelo mantenía la casa limpia, las ollas calientes y las plantas en flor.
Por las tardes cuando las hermanas regresaban de los estudios y los trabajos Consuelo se sentaba en el alféizar de la ventana donde mejor daba la luz para coser, zurcir, hilvanar, pespuntar y cortar. Las vecinas pasaban y por entre las rejas de la ventana que daba a la calle le entregaban sus medias de nylon para que Consuelo con sus manos expertas les remendara las corridas a cambio de un veinte. Consuelo tenía dedos largos y ágiles, lo que hacía lo hacía bien, dedos largos y delgados que dominaba con gracia y maestría en la cocina, entre las telas, en el bordado y en las macetas.
Consuelo pasaba el día cuidando de su madre, cuidando de la casa y moviendo las ollas para regresar a la habitación de Delfina su madre a tomarle la mano, a darle agua a sorbos, a acicalarle el cabello y a humedecerle los labios. Consuelo era la definición inmaculada de su nombre y lo portaba con gracia y orgullo como todas las hijas de Delfina y su José el carpintero.