Teresa nació un 15 de octubre en la casa de Coyoacán, en ese cuarto de cama de colchón de borra donde Delfina había parido a todas sus hijas y al hijo varón, guapo, inteligente y casi ciego. Teresa nació Teresa por onomástico, por definición y por herencia, sería la última hija de José el carpintero, hijo de Teresita Saenz la viuda de Benjamín Sánchez oriundos de Celaya, Guanajuato. Teresa nació nieta de Teresita pero en casa de José no se usaban los diminutivos, a las hijas se les llamaría por su nombre, nombre de pila, pila de piedra y agua corriente. Las hijas de José Sánchez portaban el nombre de la decepción, vástagos que no nacían hombres, así que José se fue curando las ansias de un varón al llamar a sus hijas: Antonia, Josefina, y Rafaela a ver si los nombres llenaban el vacío, mientras Guadalupe, Carmela y María llenaban la casa con sus quehaceres, con sus ires y venires, con sus voces y sus cuerpos de mujer.
Teresa nació después de David, sería el último embarazo de Delfina Muñóz, hija de Castula Guerrero y de Domingo Muñoz de San Francisco del Rincón. El último de 13 embarazos, el último parto de trece partos, ocho mujeres vivas, un hombre vivo, guapo y casi ciego, un Benjamín enterrado apenas de infante y arrebatado por el fuego de las fiebres y las meningitis, dos niños no nacidos enterrados en cajas de zapatos y una Teresita que también moriría, una Teresita que sí era bonita, diría José el padre carpintero, una Teresita que se parecía a su abuela, que era hermosa con cabellos rojos y cara de piel pálida y labios de cerrojo. Esa se les murió, murió hacía tanto que ya habían olvidado de prenderle veladoras en el nicho de los santos, murió hacía veinte años cuando la nueva Teresa llegó al mundo.
Una Teresa sin diminutivos, una Teresa a la cola de la ristra de los ocho hermanos vivos, una Teresa para honrar a la abuela, para rememorar a la hermana muerta, esa la que sí era bonita, una Teresa que crecía sola, observaba sola y aprendía sola de las siete hermanas maestras y en la complicidad de su hermano David, su hermano de voz gruesa y de gafas de vidrios reforzados, ella era su lazarillo, su mejor amigo. David y Teresa hicieron mancuernas, el resto de las hermanas estaban siempre demasiado ocupadas. En esa casa no había tiempo de ocio ni minutos vanos, once bocas que alimentar más las bocas que se iban sumando a la mesa y llegaba de visita el hermano de José el cura Aurelio de la parroquia de Tlaxcala, y llegaban las primas de José el carpintero, la prima Catalina y su hermana Luz y se sentaban a la mesa a comer con sus caderas anchas, con sus bocas grandes, con sus caras redondas y sus vestidos negros, las primas de José que llegaban con canastas de viandas, con rollos de telas para que las hijas de José cortaran y cocieran los modelos de las revistas, para que las hijas de José el carpintero y Delfina tuvieran un vestido de domingo.
Teresa llegó cuando Delfina, su madre estaba ya cansada, Delfina habitaba un cuerpo desgastado por dentro, una matriz marchita de embarazos y una cadera rajada de tanto parir, Delfina sintió su primer embarazo a los catorce años, entrados los quince, una niña en cuerpo de mujer, una madre en cuerpo de niña que se sumergiría en las aguas profundas de la maternidad durante dos décadas y pocos para cargar trece barrigas y alimentar nueve bocas. Delfina-mujer y madre, Delfina madre de mujeres, Delfina madre de un único varón casi ciego, Delfina la que enterró neonatos en cajas de zapatos y la que lloró a mares cuando las aguas de baños fríos no bajaron las fiebres de su Benjamín. Delfina, la hija de Cástula Guerrero que fue niña y fue mujer, nunca joven, nunca vieja, nunca se paró en sus propios pies, primero fueron los pasos de la madre, después los del marido, el carpintero José quien la llevaría al campo santo a enterrar sin llegar a los cincuenta años. Dejaría huérfanas a sus hijas y Teresa sería la más huérfana de todas, huérfana de madre y la hija no deseada de todas las hermanas mayores. Teresa que llegó para arrebatar a Delfina las pocas fuerzas, el poco aire. No pasaría mucho tiempo para que Delfina, la madre de Teresa, cayera en cama, cayera en cama para nunca más levantarse, un lecho que a Teresa le pareciera eterno, con la madre postrada en la oscuridad y los males comiéndole las entrañas.