11. María, la heredera de su belleza perfecta

El patio de la casa de Lago Valencia era largo y ancho, un patio para plantas y macetas, un patio para tender la ropa y dejarla al sol. La construcción original era una fila de cuartos en hilera todos con puerta al corredor, al fondo estaba el cuarto que hacía de cocina, cuando llegó la familia de Delfina y José el carpintero, en la cocina la estufa de leña tiznaba las paredes y el techo, las ollas y las manos del cocinero en turno, cuando llegó la familia de Delfina y José el carpintero el cuarto de baño estaba junto a la cocina y era un cuarto oscuro sin ventilación donde un inodoro de porcelana blanco y cacarizo ocupaba el lugar principal, la tina de zinc que habían usado desde la casa del solar de Coyoacán hasta el piso de Lauro Aguirre llegó también con la mudanza, la tina para sentar a los niños y bañarlos a jicarazos una vez a la semana, lavarse el pelo y lavarse el cuerpo cuando fuera necesario, el lavabo tenía una sola llave de agua, agua fría que estremecía el cuerpo cuando temprano por la mañana había que lavarse la cara y enjuagarse la boca para ir a la escuela o para salir a trabajar.

La familia no llegó sola a la casa de Lago Valencia, Antonia la mayor llegó a vivir de prestado en los cuartos del patio trasero, un par de cuartos que hacían de dormitorio y comedor para ella y sus hijos ahora una, ahora dos, ahora tres. Los cuartos se iban llenando con los hijos de Antonia y su marido, ese Florentino guapo y apuesto que había ido perdiendo el porte por kilos y la simpatía por el gusto a la comida y a las faenas de poco esfuerzo.

Delfina se levantaba cada mañana y respiraba, daba pasos y comía, hablaba y cocinaba pero no se sentía viva, su hija María, su María de belleza heredada y de inocencia infantil seguía desaparecida, una ausencia que le fue carcomiendo las entrañas, noches en vela, noches en llanto, angustia de madre al saberla sola, al saberla lejos, al pensar que María se sentía olvidada. Hasta que llegó el día en que Delfina dejó de pararse de la cama, Delfina dejó de ir a la cocina, Delfina había, hacía mucho tiempo, dejado de cantar y de hablar fuerte, había dejado de ir al coro de la iglesia de la Conchita y había dejado de ir a la plaza a hacer sus compras, Delfina se iba acostumbrando cada día más a la oscuridad de su habitación y al silencio de las arrugas de las sábanas de la cama que la cobijaban y la cubrían en su abandono y en su desolación. Delfina cayó enferma, los médicos no sabían dar un diagnóstico preciso, pero es que Delfina se enfermó de angustia, se enfermó de la ausencia de su hija, de su María robada, usurpada del seno familiar. 

Los entuertos y la inflamación no tenían cura, le dolía esa barriga que tanto había parido hijos y que ahora paría dolor, el dolor de la hija perdida, sin destino, sin fecha de regreso, días, meses y años de silencios hasta que un día llamaron a la puerta, una antigua vecina de la casa de Lauro Aguirre venía con una carta que recibieron en el domicilio, la vecina reclamó la carta a los nuevos inquilinos y se la fué a llevar a Delfina, una carta con remitente en Tijuana, al norte de México, allá cerca de los Estados Unidos, una carta dirigida a Delfina Muñóz. La carta la leyó Carmela, la maestra, la leyó casi en silencio y le fue dando a la madre algunos indicios de información y palabras de lectura a cuenta-sílabas, a gotero de precisión. El remitente era una mujer que vivía vecina de María, vecina de ese hombre que se la había robado años atrás en la Ciudad de México, ese hombre que salió de viaje y que regresara un día con una niña-mujer, con esa mujer casi niña de hermosa cabellera negra azabache, rizada y densa que le caía por toda la espalda, una mujer-niña de rostro pálido y labios carnosos, de cejas oscuras y de ojos profundos, una mujer-niña que al paso del tiempo fue perdiendo la candidez y la frescura a fuerza de los maltratos y los abusos constantes que el hombre le propinaba sin reparo. María fue el objeto del exceso y del placer de un hombre que robó su belleza y su espíritu, un hombre que la golpeaba tras abusar de ella y la embriagaba para que no se quejara constantemente. María vivía prisionera en un cuarto de vecindad, pasaba las horas tirada en un colchón impregnado de olores y pestes, pasaba los días en manos de su depredador que le daba alcohol y la obligaba a fumar marihuana para evadir la realidad. Una jaula de inmundicia, de excesos, de abusos, de dolor, María fue perdiendo la conciencia, María fue desconectandose de la realidad para no sentir más, para no extrañar a su madre de día y de noche, para no pensar.

Una mujer de la vecindad se había dado cuenta que esa niña-mujer hermosa no pertenecía a ese lugar, a esos cuartuchos, al barrio de miseria, a ese hombre, a ese lugar, la mujer testigo del deterioro plausible de María se empezó a acercar poco a poco, cuando el hombre salía de los cuartos, le hablaba por las rendijas de la puerta y le preguntaba su nombre, le preguntaba por sus padres y de su origen. María en algún lugar del corazón supo guardar la información precisa que le ayudaría a regresar a casa. La mujer empezó a escribir a la capital, le mandaba cartas a Delfina la madre de María Sánchez al domicilio de la casa de Lauro Aguirre. Un domicilio de beneficiario errado, un domicilio vano.

Las cartas las fue juntando la vecina que conoció a la familia de Delfina y José el carpintero, y las empezó a entregar en persona en el nuevo domicilio, Las cartas las llevaba hasta la casa de Lago Valencia número doce donde Delfina ya no abría a la puerta, estaba tumbada en la oscuridad de su cama, tumbada en su silencio y en su desesperanza. Las cartas se las leía Carmela, cartas de dolor y de usurpación. José ahogado en soberbia prefería no escuchar cuando se leían las misivas, cartas con letra de súplica, letras con gemidos de dolor, las cartas que venían desde el norte estaban escritas con la voz de todas las mujeres víctimas de secuestro y de vejación, era el puño y letra de una buena samaritana dando gritos de ayuda para el rescate de María. Y esos gritos hicieron eco y Delfina y sus hijas en llanto suplicante le pidieron a José, le rogaron, le imploraron salir en busca de su María, la hermosa María, la niña-mujer.

José salió de la casa con sombrero en mano y con un boleto de tren, salió en busca de su hija, regresó muchos días después, en la casa las mujeres se quedaron al vilo en la espera muda, en los rezos, con las veladoras prendidas y los santos iluminados. Pasaron días, muchos días antes de que José abriera de par en par las puertas del patio de la casa de Lago Valencia, José llegó con su hija María del brazo, habían pasado años desde el día que desapareció, desde que se la llevaron, desde que un hombre la robó y se robó su juventud y su inocencia y se robó la candidez pero no su belleza. María seguía guapa a pesar de venir vistiendo huesos, a pesar de los moretones y la mirada perdida, María no perdió su rostro, no perdió sus labios carnosos, no perdió sus ojos oscuros, pero no volvería a mirar igual, a hablar igual, a cantar como su madre y a reír como sus hermanas. María regresó para meterse en la cama junto a su madre quien la abrazaba de día y de noche, quien la besaba en la frente, en el pelo, en los párpados y en las mejillas, Delfina había recuperado a su María, la heredera de su belleza perfecta, pero no recuperaría la conciencia. Delfina no dejaría esa cama, los años de angustia y de dolor penetraron en sus entrañas y enfermaron el cuerpo en tiempos en que no había curas para esos tumores malditos que se propagaban sin piedad. 

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