10. Delfina que no paraba de llorar

Las vecinas decían que a María se la habían llevado los mariguanos del camellón, se la había llevado un hombre y que era mucho mayor “un viejo”, pero para una chiquilla de quince años todos los hombres son mayores, “el hombre” que se llevó a María era una figura misteriosa en la casa de Delfina, un hombre sin rostro, un hombre sin nombre, un robachicos cualquiera, un mal-nacido que había roto el hogar del Delfina que no paraba de llorar, al principio con los ojos inundados y al paso de los meses y con el llanto seco, un llanto silencioso y penetrante, un llanto doloroso, llanto amargo y mudo que le corría por la cara formando surcos de arrugas prematuras, y le corría por los cabellos pintandole ríos de canas. Delfina se escondía la pena de la cara, se subía el mandil con las manos y se tallaba los ojos como una cría, como una niña abandonada y abandonada estaba, en el desamparo de su espera y el desabrigo de su José, José el carpintero, el padre de sus hijos, el padre de esa María que se robó un hombre, un José-padre que cayó en el mutismo cuando la rabia se apoderó de sus sentidos al saber que su hija se había ido.

Rabia, dolor, enfado, frustración, los sentimientos que efervecían en José el carpintero, una olla en ebullición permanente, sentimientos demasiado explosivos como para controlarlos y demasiado profundos como para comprenderlos, José el carpintero no sabía de palabras, no sabía de hablar, sabía de enojos y de gritos o de silencios tan largos que hacían llagas sangrientas en el tiempo. 

La familia asumió la ausencia de María en silencio, la enterraban en vida con una losa sólida de evasión, de negación, de mirar para otro lado, de mejor no-mirar-porque-duele, no hablar porque no hay palabras, no preguntar porque no hay respuestas. El llanto de Delfina se había dejado de escuchar por los cuartos del piso de Lauro Aguirre, la figura de Delfina era una silueta permanente en las ventanas que daban al camellón a la espera, a la-espera de ver regresar a su hija, su María, mientras en la casa se movían con ires y venires constantes el resto de las hijas, Carmela con sus libros que entraba y salía a la escuela nacional de maestros, Guadalupe con sus tacones bien pulidos para ir a trabajar a los almacenes de El Palacio de Hierro, Rafaela, Josefina y Consuelo que estudiaban en la secundaria cercana y hacían los deberes de la casa, que se ocupaban de los quehaceres y de las ollas mientras la madre miraba por la ventana y lloraba en silencio. Teresa y David se entretenían en sus juegos de niños, Teresa y David se hacían compañía jugando entre las patas de las sillas de la cocina y correteando cuando las hermanas no los reprimían.

La tristeza de Delfina teñía las paredes de ese segundo piso de la casona de Lauro Aguirre de profunda tristeza, a pesar de las ventanas abiertas el aire no corría, a pesar de las risas de los niños la alegría no tenía cabida, a pesar del esfuerzo de las hermanas por agradar a su madre, Delfina, la madre no miraba más que al camellón en espera del milagro del regreso de su hija. José el carpintero se ahogaba en esos cuartos, se ahogaba de desesperación y de impotencia, José no cabía ya en esas paredes que se habían llenado de desconsuelo y de pena, José decidió mover a la familia de ahí, mudarse a otra casa, una casa con patio, una casa con patio para Delfina donde habría espacio para las macetas, para la pila de agua, para los árboles de jacarandas, para las líneas del tendedero, para gallinas y para que entrara el sol. José mudó a la familia a la casa de Lago Valencia, la casa de José que se podía pagar ahora gracias al trabajo de Guadalupe, quien ahorrando sin descanso, ahorrando hasta el último centavo posible le entregaba a su padre sus quincenas mes a mes, tan solo guardaba lo mínimo para el pinta-labios y para una buena tela para cortar un vestido de vez en vez. Guadalupe trabajaba para la familia, para llevar el pan a la mesa y para juntar dinero, el dinero que les permitiría mover a la familia a la casa de la calle de Lago Valencia, Lago Valencia número doce, sería el domicilio familiar hasta el final de los días. Lago Valencia número doce donde Delfina se negaba a entrar, ella no quería abandonar su posición de guarda en las ventanas del piso de la calle de Lauro Aguirre desde donde esperaba el regreso de María, Delfina sentía que si se salían de esa casa María no sabría a donde volver, pero José el carpintero estaba determinado a que su mujer cambiara de aires, a que posara los ojos en otras vistas, en que saliera de ese aire asfixiado de angustia y espera nula.

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