1. Delfina, la niña-mujer

Polvo, aire caliente, polvo que se mete a los ojos, aire que se cuela por la nariz mezclado con el polvo que se levanta del suelo, suelos de polvo color arena triste, polvo de suelos color a abandono, tierras áridas y calientes, tierras calladas y con ese aire que se respira y la nariz se llena de polvo, los ojos se llenan del calor de la luz blanca que lo cubre todo, una luz blanquecina que baña las copas de los huizaches y que se mete por debajo de las puertas a las casa de adobe, paredes gruesas que refrescan al medio día y que envuelven en el calor de la madrugada. La casa de Delfina no era ni más ni menos que el resto de las casas del pueblo, una casa de pueblo-de-adobe cualquiera, en una calle cualquiera, de ese pueblo cualquiera que ni siquiera había crecido a rango de ciudad. Un caserío, en un México de indígenas, hacendados, tiendas de raya, y la mano pesada de la dictadura que importaba belleza de europa y enriquecía a unos cuantos mientras el resto vivía en un campo de sequías, de miserias, de abandono y desolación, una villa de campesinos con sus ranchos y sus casas de adobe. Casas con patios para las gallinas y patios para el huizache. Patios de suelos de tierra que refrescaban por las tardes bajo las sombras de los árboles.

Así era la casa de Delfina, esa Delfina de la que no sabemos más, ni mucho ni poco, Delfina hija de Castula Guerrero y de Domingo Muñóz, Delfina nació a finales del siglo XIX en una de esas casas de adobe en los caseríos de San Francisco Del Rincón, nació mujer y nació pobre. En un pueblo de aire de abandono y de huizaches que daban sombra por las tardes. 

Temprano por la mañana se iba a lavar al río, la ropa envuelta en un nudo de trapos que cargaba enganchada en la cadera, que para eso tienen caderas las mujeres para llevar las cargas pesadas, para cargar  a los hijos y para ensancharlas al parir. Las caderas de Delfina no eran la excepción, las caderas de Delfina tenían ya  las formas precisas igual que sus senos a los 13 años, un cuerpo de adolescente perfecto con piernas torneadas que hacían de columnas labradas con precisión para sostener esas caderas redondas y ese tronco que portaba un par de senos hermosos que la hacían pasar por mujer, así jovencita, una niña que se iba transformando día a día mientras iba al río a lavar y se ponía de rodillas para azotar en las piedras la ropa de la madre, la del hermano y la suya propia. Delfina lavaba, tallaba contra la piedra y apaleaba las sábanas pesadas para blanquear con el agua de río esas sábanas que empezaba a manchar con su sangre mientras dormía, esas sábanas que tenía que esconder a la mirada de las vecinas curiosas que cuchicheaban si Delfina ya tenía la regla, si Delfina ya se casaría y si Delfina ya tenía un buen hombre de pretendiente.

En esa villa, ese caserío, no había más ambición que la de seguir la ley de la vida, casarse, parir, lavar, cocinar, enfermarse y morir. Ese era el destino incuestionable, estaba trazado y no había una rendija, una zanja, una grieta que permitiera la entrada de cuestionamientos ni vientos que cambiaran el curso.Delfina la hija de Cástula había ya dejado de ser una niña, tenía un par de piernas torneadas, las caderas bien formadas, los senos grandes y redondos, la cintura angosta, el cabello negro, un rostro de mujer guapa que se perfilaba en esa cara de niña que se le iba descascarando mientras los rasgos de mujer iban robando espacio, con los ojos negros y profundos, la piel pálida y los labios carnosos y delicadamente dibujados. Delfina era la niña-mujer que más pronto que tarde borraría por completo los recuerdos de la infancia para darse paso a la vida, a los trece años el cuerpo la bañaba ya de sangre, a los catorce era ya una perfecta candidata para el matrimonio, la cama conyugal y las barrigas de embarazos. Preñada desde siempre hasta nunca acabar. Los días-meses-pocos-años de vida de Delfina estarían marcados para parir, para preñarse, para amamantar, para enterrar y para morir.

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