Después de la muerte viene la calma y la casa de Delfina y sus hijas, la casa de José el carpintero y su hijo-tan-guapo–casi-ciego no fueron la excepción a la regla, la vida fue cayendo en calma tras la muerte de la madre, tras el duelo, tras los rosarios, las misas de domingo y los santos iluminados en el altar familiar que se había venido conformando de figuras religiosas colocadas arriba del ropero de madera de encino que ocupaba la habitación familiar. Ahí estaban las figuras de Santos y Vírgenes, ahí estaba ese Niño-Dios que vestían con sedas y encajes para la cita anual de La Candelaria, y lo llevaban a bendecir, cada año como si al paso de los días, las semanas y los meses fuera perdiendo su gracia, cada año había una nueva bendición y lo llevaban a la iglesia como una criatura viva que respirara, arropado y bien cargado, y pasaba el resto del año en compañía de todos los otros santos y vírgenes que se posaban con sus ojos de vidrio y su silencio eterno encima del armario grueso, oscuro, robusto y mudo. Las veladoras estaban encendidas de noche y de día, veladoras en vasos de vidrio rojo y veladoras en vasos con la imagen de la Virgen de Guadalupe impresa, veladoras que hacían un juego constante de sombras en la habitación y que no debían de apagarse momento alguno para ahuyentar el mal y para asegurarse de que la gracia de Dios y sus favores estaban siempre al día.
Entre los santos estaba San Antonio, el de Padua que con tantas mujeres en la casa había que cerciorarse del casamiento y fertilidad de todas las hijas de Delfina, ahora difunta y su José el carpintero.
San Antonio trabajó afanosamente y las hijas de José el carpintero, el viudo de Delfina Muñóz fueron desfilando al altar, una tras otra, una guapa y la otra aún más, las hijas de José el carpintero portaban trajes de novia blanco marfil, blanco-inmaculado, blanco-virginidad, velos largos, cinturas angostas, ramos de flores blancas y puras y el orgullo de haber-conseguido-un-buen-partido. Carmela la primera profesora graduada y practicante había ya formado familia con su Chucho, el Doctor Luis López Galván de Coatepec, Veracruz y empezaban una vida de hijos y trabajo en pareja, una familia moderna a mediados del siglo XX, con una madre que trabajaba medio tiempo y criaba a sus hijos, preparaba la comida y atendía puntualmente a su marido en una casa moderna con cuartos de baño, cocina moderna, coche a la puerta y más de uno o dos lujos que se irían acumulando con los años. Rafaela camino al altar con su Alejandro, el abogado Alejandro Quintanar; que le daría nombre, prestigio y familia pero la dejaría viuda apenas en la flor de la vida. Josefina uniría su vida por más de sesenta años a su Enrique Serrano, Ingeniero y marido ejemplar y Consuelo encontraría a su Adán, Adán Hernandez, Contador Público, contador de historias, contador de sueños.
La vida de José Sánchez Sáenz, el carpintero, el viudo de Delfina no podía estar más completa, cuatro hijas bien casadas, con jovenes profesionistas, el médico, el abogado, el ingeniero, el contador… la vida no podía ser más benévola, hijas con sus propios estudios, tres profesoras de escuela primaria trabajando en el turno diurno, mujeres modernas que se jactaban de tener ingresos propios y ahorros de pensión, maestras sindicalizadas con plazas a perpetuidad, madres, esposas, amas de casa y profesionistas, una nueva generación había roto los estereotipos, mujeres que decidían sobre sus cuerpos, cuatro, tres, dos hijos, no más, mujeres que aprenderían a viajar a comprar en los grandes almacenes, mujeres de abrigo y sombrero, mujeres de peinados de salón, de fiestas familiares de domingo y de salidas al teatro y al cine, una nueva generación había roto las cadenas, una nueva generación se había estado cocinando en la casa de José el carpintero y su ahora difunta Delfina, entre las ollas, las macetas, la pila de agua del patio, los nietos de las hermanas mayores, los cuartos de vecindad, los años de enfermedad de la madre, el caldo de cultivo se fue cuajando durante años y mujeres fuertes y erguidas salieron de esa casa para formar familia, formar trabajo y formar sociedad. Soplaban nuevos aires no cabe duda, las hijas de José abrían paso a un México a mediados del siglo XX, habían dado un giro al paradigma de la mujer-en-casa, la mujer-embarazo, mujer-parto, mujer-hijos, mujer-esposo, mujer-en-casa. Las hijas de Delfina no vivían en un solar alimentando a los pollos, a los gansos y a los hijos, las hijas de Delfina Muñóz ejercerían su derecho al voto en las urnas por vez primera en la década de los 50’s, las hijas de José el carpintero, el viudo de Delfina actuarían en consecuencia como mujeres modernas y harían efectivo su derecho de trabajar como profesoras y recibir un sueldo digno con derechos sindicales y sociales. Las hijas de Delfina y José no se llenarían de barrigas y de hijos, abortos, embarazos y partos, las hijas de Delfina planearían su vida y decidirían cuántos hijos tener, cuantos hijos parir y educar.
La vida no podía ser más amable, el luto y el duelo se desvanecían y daban paso a la alegría y a los amores, al colorido y al gozo, San Antonio hacía de las suyas, las hijas de José Sánchez Saénz desfilaron al altar vestidas de blanco y con un marido profesionista a su lado, José las fue entregando de una en una y del atrio de la iglesia salían de par en par: Carmela y Luis, Rafaela y Alejandro, Josefina y “Rico” y Consuelo y Adán.
La casa se sentía grande, la casa de Lago Valencia número doce era ahora un enorme caserío para tan solo cuatro personas, José el carpintero que salía al mercado y se paraba frente a la estufa a cocinar, David que trabajaba en los talleres del Instituto Politécnico Nacional, Teresa con los libros desgastados de las hermanas bajo el brazo para ir a la Escuela Normal de Maestros andando los mismos pasos que sus hermanas mayores y maestras.
Guadalupe era ya una mujer, mujer guapa y con porte altivo, con su cabellera negra que enmarcaba esa cara triguena, esos ojos negros, esas cejas delgadas, esa naríz aguileña, esos labios gruesos, carnosos y rojos, esos pómulos afilados, ese cuello largo. Guadalupe estaba en la flor de sus años, una mujer que había tomado las riendas de su casa, de la vida y de su trabajo. En 1943 dejaría los almacenes de El Palacio de Hierro por las oficinas centrales del recién formado Instituto Mexicano del Seguro Social, un parteaguas en los servicios de salubridad social para el país, un parteaguas de beneficios para los trabajadores y sus familias como nunca antes se había visto. El México de progreso se abría paso mientras el mundo se recuperaba de la guerra en europa, mientras las inversiones llegaban a México por la puerta ancha, mientras la sociedad olvidaba sus años de sociedad agrícola para pasar a una sociedad industrial de altos vuelos.
Guadalupe vivía los beneficios de esos cambios, volaba al vuelo de los nuevos aires y era una mujer guapa, independiente, trabajadora e inteligente en un piso abierto de escritorios de metal con máquinas de escribir olivetti que marcaban el ritmo a fuerza de la música-moderna que emanaba de sus teclados. Teléfonos de conmutador, papel carbón, bandejas de metal para los papeles que entraban y que salían, archiveros de acero inoxidable, señoritas con tacones por aquí y por allá, faldas abajo de la rodilla para marcar el recato pero ceñidas al cuerpo para marcar los glúteos, las caderas, la cintura y las piernas. Flores en el pelo, abrigos de manga tres cuartos, un sombrerito discreto, suéteres entallados, sujetadores que exageraban la figura de la mujer, senos puntiagudos apuntando al cielo, porque el cielo, el cielo era el límite.
En la casa de Lago Valencia número doce empezaron las reformas, salió la estufa de leña y carbón y entró la estufa de gas, un mueble de peltre blanco brillante con seis ornillas donde José el carpintero se daba vuelo haciendo los pucheros y los cocidos, los frijoles y las lentejas, que aunque seis de las hijas habían ya desfilado al altar eran muchas las visitas y la pipiolera del segundo patio, los hijos de Antonia y María en los cuartos de vecindad del patio del fondo sumaban ya diez niños y niñas nietos de Delfina Muñóz, difunta y de José el carpintero, el viudo que seguía alimentando bocas.
Junto a la estufa de peltre blanco-brillante colocaron los cargadores de la mudanza el primer refrigerador de la casa, un hermoso mueble blanco también, robusto, de acero inoxidable con compartimiento de hielera y un vasto espacio de refrigeración. Los días de alimentar la caja congeladora con hielos habían pasado a la historia. Guadalupe ordenó que las paredes de la cocina se pintaran de blanco, ya no más hollines y humaredas, la fisonomía de esa cocina había cambiado, con un fregadero haciendo juego con el blanco de la estufa y el refrigerador. Una cocina moderna en casa de José el carpintero, el viudo de Delfina Muñóz.