Un mes de octubre sin nostalgia

Hay algo en el mes de octubre que abraza, hay algo en el otoño que llena el aire y que me hace sentir bien, no es nostalgia, porque según los que saben la nostalgia es el deseo de estar, o tener, o amar lo que no se tiene, pero hace muchos años que yo no siento nostalgia, no quisiera estar en ningún otro lugar, ahora mismo, no quisiera estar en la compañía de nadie más que no esté presente aquí y ahora en mi vida, no añoro hacer lo que justo hoy no hago.

Hay algo en el mes de octubre que cubre con un manto protector el aire por el que ando y los suelos por donde respiro, hay algo con éste mes y sus colores, sus neblinas, sus guantes y sus gorras, hay algo en octubre que me sienta bien, es un abrigo de vida que me pasa a la medida como si un sastre maestro lo hubiera confeccionado para ajustarse a mi cuerpo, ni muy ancho, ni muy largo, ni muy corto, ni muy justo, las mangas me pasan perfecto cuando estiro los brazos y el cuello me cubre hasta las orejas. Este mes de octubre que me hace sentir bien, que me invita a encender velas, a quemar los primeros leños en la chimenea, que me acompaña a tomar café y llena cada rincón de la casa con mullidos recuerdos de la vida vivida pero sin nostalgia.

El no sufrir de nostalgia es un privilegio, la nostalgia es una enfermedad crónica, sin cura y sin salida, quien se enferma de nostalgia se la lleva hasta la muerte, creyendo que lo vivido en alguna otra época fueron «los buenos tiempos», dándole más valor a lo no conseguido que a lo que tenemos aquí y ahora, en éste preciso momento. La nostalgia nos secuestra la vida y el camino tortuoso lo acompaña de la ansiedad. Ansiedad de no estar parados en el lugar correcto. El mirar al futuro y saber que hemos estado en el carril equivocado y que no hay manera de llegar al ansiado destino.

A Joaquín Sabina le gusta cantar eso de «no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió» y yo me sumaba a las filas de la nostalgia hace 25 o 30 años y me sabía de memoria la canción y repetía el estribillo sin darme cuenta que la juventud es un territorio donde la nostalgia no tiene cabida porque simplemente no se ha vivido lo suficiente, el cantar a coro la letra de Sabina era más un acto prematuro de vida y de falta de visión panorámica.

Hoy día estoy parada en el aquí y ahora de la vida, no quisiera estar en ningún otro lugar, claro unos días de playa no me caerían mal, pero en este carril de vida donde me muevo no necesito hacerle cambios, no deseo estar cerca de nadie más que de los que aquí y ahora están a mi alrededor, no deseo pisar otro aire ni respirar en otro suelo, no tengo prisa por llegar a ningún destino porque hoy, en un mes de octubre que lo cubre todo y que me abraza con devoción no tengo más destino que el espacio donde hoy habito, con mi cuerpo, con mis amores, con mis pensamientos y mis cavilaciones.

Un monje de montaña, occidental, de tradición Tailandesa

Para sentirse un verdadero ciudadano Sueco, para mí ha sido primordial tener un cierto dominio del idioma que me permita incorporarme en la sociedad y participar de los actos que podrían parecer irrelevantes pero que para mí tienen un gran significado y sentido, uno de ellos es poder leer los periódicos nacionales, ver el cine Sueco y poder escuchar la radio pública en su idioma original. Y es en la radio pública, específicamente en el canal P1 donde las tradiciones de comunicación masiva sueca se han instalado durante décadas y le dan significado y pertenencia al concepto de «ser» sueco y de vivir en ésta sociedad.

Uno de los programas más significativos son «las charlas de verano» y «las charlas de invierno», mucho antes de Spotify y los Podcast la radio nacional sueca ha producido estas charlas donde personalidades de la vida pública, el arte, la cultura, la política o simplemente personas de a pie con vidas extraordinarias comparten en una hora sus experiencias de vida o una experiencia en particular.

Ha sido gracias a ésta serie de programas y a mi dedicación por escuchar la radio nacional que durante el verano disfruté de diversas charlas de lo más vario pinto y para mi deleite me encontré y tuve el placer de escuchar a Björn (que en sueco el nombre no significa nada más que Oso»).

Björn Lindeblad, un sueco promedio con una vida promedio de los años 80’s de familia promedio y cuando decimos «promedio»-sueco pues incluye educación universitaria, viajes al extranjero, dominio de idiomas y las llaves de las puertas del mundo y del futuro en el bolsillo del pantalón. Cuando Björn estaba rozando la cima del mundo y disfrutando, aunque quizá esta palabra es por demás polémica porque el joven Björn no encontraba el gozo en ser uno de los directores de empresa trasnacional más joven con base en Madrid y con un portafolio de sueldo, prestaciones y poder dentro de la vida empresarial europea y mundial, cuando su voz interior lo cuestiona y lo invita a vivir la vida de otra manera.

El joven y exitoso Björn da dos pasos a un lado, deja la experiencia empresarial y de las finanzas para empezar a trotar por el mundo a nivel de terreno y a buscar el lugar en donde su voz interior y su espíritu encontrarán crecimiento y paz.

La búsqueda se puede resumir en 17 años de vida como monje de montaña de acuerdo a la tradición tailandesa, un joven europeo de cabeza rapada y túnica color ocre que aprende a vivir en las selvas de Tailandia, a meditar de día y de noche, andando, de pie y en flor de loto, un joven escandinavo que renuncia a todo, que deja el mundo material, la familia, los amigos, las comodidades, el control sobre el futuro y los planes de pensión para vivir durante 17 años en monasterios diversos, primero en Tailandia, después en Inglaterra y los últimos años en Suiza, sin posesiones, sin control sobre el futuro, sin vida sexual, sin pareja, sin familia y con un plato para la limosna que la gente del pueblo les da y les facilita alimentarse una vez al día como la propia tradición lo indica.

Björn adquiere un nuevo nombre: «Natthiko» que es su nombre budista y que significa «aquel que crece en el saber» y después de 17 años, aún en sus 40s y lejos del derecho a la pensión regresa al mundo occidental, a su Suecia natal para iniciar la vida una vez más con las manos vacías pero con una maleta de vida cargada de sabiduría y mejor aún de auto conocimiento.

Björn ha participado en la radio pública sueca como «voz de las charlas de invierno» y ahora más recientemente en las charlas del verano, su historia, sus relatos, su simplicidad en compartir sabiduría y su experiencia de vida han cautivado a la sociedad sueca, me han cautivado a mí y a petición de muchos ahora su experiencia como monje de montaña y sus aprendizajes de vida se han transcrito y publicado en el libro «Jag kan ha fel» (Podría estar equivocado) que es una de las muchas enseñanzas de su crecimiento budista.

Son estas pequeñas llaves que nos entrega de forma amena y profunda en su libro, llaves sueltas que al final de la lectura nos deja con un manojo pesado y sonoro de llavecitas que si nos interesa podemos usarlas para abrir puertas, pero no son las puertas del éxito y de la vida profesional, sino pequeñas aberturas hacia nuestro interior las que podemos abrir con éstos conocimientos que no se adquieren por ósmosis ni por una lectura de un-jalón sino por la práctica de los mismos.

El estar consciente de que «Puedo estar equivocado» cuando los tiempos son ásperos y las discusiones álgidas, el practicar constantemente la máxima de «Esto también pasara» para lo bueno y para lo malo… éste cáncer pasará, pero también la época de vacas flacas y las vacas gordas también pasarán, todo, absolutamente todo es relativo y simplemente pasará. El confiar en la vida, CONFIAR con mayúsculas, confiar en el universo, en Dios, en el poder superior, es lo que se define como fe y es esa confianza la que nos da la oportunidad de aprender a dejar siempre un pequeño espacio para que los milagros sucedan.

El libro lo he subrayado, le he hecho anotaciones al canto, le he marcado con diversos colores y no satisfecha con eso he escrito notas en papeles separados y los he pegado en el muro de la cocina, donde dejo la mirada mientras como y mientras cavilo, a ver si por ósmosis o por repetición aprendo un poco más cada día y me recuerdo verdades tan simples que son universales y que no pertenecen en exclusiva al Budismo o a ninguna otra religión sino a los seres humanos que preguntan y que buscan respuestas.

«Tu vas a saber, lo que tengas que saber… en el momento que necesites saberlo» así de sencillo y así de pesado, una loza de veinte kilos de sabiduría o una pluma de amor que vuela ligero y se posa en nuestro hombro, es tan natural de nosotros los seres humanos el querer saberlo todo, aquí y ahora «cuándo acabará la pandemia», «quién ganará las elecciones», «cuándo me voy a curar», «cómo le ira a la empresa», «qué puesto de trabajo me van a dar», «cómo le va a ir a mis hijos», lo queremos saber todo y lo queremos saber ya y el echarse para atrás en el sillón y dejar pasar la vida en espera de que lleguen las respuestas correctas a su debido tiempo no es una fortaleza de la que al menos yo me pueda jactar, me gustaría aprenderla, no cabe la menor duda y para eso necesito hacer uso de mis artes malabares para jugar con el tiempo, la paciencia y los gramos de sabiduría que he logrado acumular en la vida.

Björn NATTHIKO no es en lo absoluto un hombre viejo, está por cumplir sesenta años, no ha llegado aún a la edad de pensionarse pero la vida no deja de sorprenderlo, ahora está sentado en una silla de ruedas y viviendo la cuarentena de la manera más restringida posible ya que hace un par de años recibió el diagnóstico de ALS (sus siglas en sueco) o en español Esclerosis Lateral Amiotrófica, su cuerpo simplemente está dejando de funcionar paulatinamente, los músculos ya no responden y eventualmente morirá por asfixia, a pesar de que su propio padre murió gracias a una muerte asistida en Suiza a los 83 años después de recibir un diagnóstico terminal, la formación budista de Björn no le permite seguir los pasos de su padre y ahora está en casa, viviendo la vida con sus más cercanos hasta que la muerte llegue, en tanto sigue compartiendo su conocimiento con los ávidos de saber, con estos analfabetas de conocimiento que queremos al menos dar un paso más en la dirección de nuestro auto conocimiento para ser un poco más amables con y en el mundo donde habitamos.

«Abre tu puño apretado y deja que la mano abierta se llene de vida» tan simple, tan profundo, mira tu mano de vez en vez, es seguramente un puño apretado, esa quijada es una quijada tensa, esa mirada es una mirada dura, ese estómago es un nudo en el centro del cuerpo… más fácil decir que hacer, no cabe la menor duda, pero cada día es un buen día para aprender un poco más y para poner en práctica lo que nos haga sentir bien, como el simple hecho de aprender a respirar para algún día incluso sorprenderse a sí mismo meditando. Inhalar y exhalar o mejor aún «inspirar» y «aspirar», las palabras toman otro significado, yo inspiro vida y aspiro vida, inspirar-y-aspirar, tan sencillo como estar vivos.

Es triste saber que Björn dejará de respirar en un futuro cercano, él que dedico casi veinte años de su vida en perfeccionar los métodos de meditación y por ende los de respiración y que ahora sea de lo mucho que no logra controlar, pero de alguna u otra manera es el recordatorio delicado de nuestro tiempo limitado. No todos podemos ser monjes de montaña, ni beatos, ni iluminados, pero sí podemos ser una migaja más amables día a día, con los que nos rodean y con nosotros mismos.

Yo me quedo mirando la pared los papelitos que pegué con algunas de las frases que más me hacen reflexionar, no sé si por ósmosis las aprenda, lo cierto es que veo mi puño y ahora en un acto consciente aligero la tensión y abro la mano y digo en un susurro «gracias Björn Natthiko» y sigo con mi día sin ser más sabio ni digno, pero en el intento de ser dos centímetros más humano.

No sé si el libro se traducirá al español en algún momento para quien guste de leerlo, pero no quería dejar pasar de largo que en ésta vida ha habido un monje de montaña occidental que al escuchar su voz en la radio nacional sueca me ha hecho sentir viva y humilde.

10. Delfina que no paraba de llorar

Las vecinas decían que a María se la habían llevado los mariguanos del camellón, se la había llevado un hombre y que era mucho mayor “un viejo”, pero para una chiquilla de quince años todos los hombres son mayores, “el hombre” que se llevó a María era una figura misteriosa en la casa de Delfina, un hombre sin rostro, un hombre sin nombre, un robachicos cualquiera, un mal-nacido que había roto el hogar del Delfina que no paraba de llorar, al principio con los ojos inundados y al paso de los meses y con el llanto seco, un llanto silencioso y penetrante, un llanto doloroso, llanto amargo y mudo que le corría por la cara formando surcos de arrugas prematuras, y le corría por los cabellos pintandole ríos de canas. Delfina se escondía la pena de la cara, se subía el mandil con las manos y se tallaba los ojos como una cría, como una niña abandonada y abandonada estaba, en el desamparo de su espera y el desabrigo de su José, José el carpintero, el padre de sus hijos, el padre de esa María que se robó un hombre, un José-padre que cayó en el mutismo cuando la rabia se apoderó de sus sentidos al saber que su hija se había ido.

Rabia, dolor, enfado, frustración, los sentimientos que efervecían en José el carpintero, una olla en ebullición permanente, sentimientos demasiado explosivos como para controlarlos y demasiado profundos como para comprenderlos, José el carpintero no sabía de palabras, no sabía de hablar, sabía de enojos y de gritos o de silencios tan largos que hacían llagas sangrientas en el tiempo. 

La familia asumió la ausencia de María en silencio, la enterraban en vida con una losa sólida de evasión, de negación, de mirar para otro lado, de mejor no-mirar-porque-duele, no hablar porque no hay palabras, no preguntar porque no hay respuestas. El llanto de Delfina se había dejado de escuchar por los cuartos del piso de Lauro Aguirre, la figura de Delfina era una silueta permanente en las ventanas que daban al camellón a la espera, a la-espera de ver regresar a su hija, su María, mientras en la casa se movían con ires y venires constantes el resto de las hijas, Carmela con sus libros que entraba y salía a la escuela nacional de maestros, Guadalupe con sus tacones bien pulidos para ir a trabajar a los almacenes de El Palacio de Hierro, Rafaela, Josefina y Consuelo que estudiaban en la secundaria cercana y hacían los deberes de la casa, que se ocupaban de los quehaceres y de las ollas mientras la madre miraba por la ventana y lloraba en silencio. Teresa y David se entretenían en sus juegos de niños, Teresa y David se hacían compañía jugando entre las patas de las sillas de la cocina y correteando cuando las hermanas no los reprimían.

La tristeza de Delfina teñía las paredes de ese segundo piso de la casona de Lauro Aguirre de profunda tristeza, a pesar de las ventanas abiertas el aire no corría, a pesar de las risas de los niños la alegría no tenía cabida, a pesar del esfuerzo de las hermanas por agradar a su madre, Delfina, la madre no miraba más que al camellón en espera del milagro del regreso de su hija. José el carpintero se ahogaba en esos cuartos, se ahogaba de desesperación y de impotencia, José no cabía ya en esas paredes que se habían llenado de desconsuelo y de pena, José decidió mover a la familia de ahí, mudarse a otra casa, una casa con patio, una casa con patio para Delfina donde habría espacio para las macetas, para la pila de agua, para los árboles de jacarandas, para las líneas del tendedero, para gallinas y para que entrara el sol. José mudó a la familia a la casa de Lago Valencia, la casa de José que se podía pagar ahora gracias al trabajo de Guadalupe, quien ahorrando sin descanso, ahorrando hasta el último centavo posible le entregaba a su padre sus quincenas mes a mes, tan solo guardaba lo mínimo para el pinta-labios y para una buena tela para cortar un vestido de vez en vez. Guadalupe trabajaba para la familia, para llevar el pan a la mesa y para juntar dinero, el dinero que les permitiría mover a la familia a la casa de la calle de Lago Valencia, Lago Valencia número doce, sería el domicilio familiar hasta el final de los días. Lago Valencia número doce donde Delfina se negaba a entrar, ella no quería abandonar su posición de guarda en las ventanas del piso de la calle de Lauro Aguirre desde donde esperaba el regreso de María, Delfina sentía que si se salían de esa casa María no sabría a donde volver, pero José el carpintero estaba determinado a que su mujer cambiara de aires, a que posara los ojos en otras vistas, en que saliera de ese aire asfixiado de angustia y espera nula.

19.- Teresa la menor

El portón de la casa de la calle de Lago Valencia número doce se abrió de par en par una vez más ahora para dar paso al primer auto que entraba a la propiedad, Teresa con sueldo de profesora de enseñanza secundaria llegó a la casa con un flamante Cadillac color pistacho con los bajos color crema, un modelo de principios de los años sesenta, el automóvil ganado a pulso, el coche deseado para llevar a su padre José el carpintero a pasear y para ir con su hermana por las calles de la colonia hasta la zona limítrofe para adentrarse en las calles lujosas de la Colonia Polanco donde ahora iban a misa los domingos, ya no andando al Panteón Español, sino en coche a la Parroquia de San Agustín en las calles de Horacio frente al parque Americano o mejor aún al recién inaugurado Templo de San Ignacio de Loyola estacionando el Cadillac sobre la calle Moliere. 

Soplaban tiempos de cambio y Guadalupe y Teresa paseaban del brazo de su padre ahora con peinados altos, chongos encaramados con postizos, pestañas largas y postizas también, faldas por arriba de las rodillas, cinturones anchos definiendo aún más la cintura, gafas de sol como la mismísima Jackie Kennedy. El país florecía, la ciudad florecía, las hijas de la difunta Delfina Muñóz florecían, la casa de Lago Valencia número doce prosperaba también y en el patio se barrían las flores de las buganvilias y las jacarandas y los domingos se llenaba la casa con la llegada de las hijas casadas y sus respectivas familias de niños pequeños que corrían por el patio y que llenaban de risas la vida del abuelo.

José el carpintero iba ganando peso, “el azúcar” estaba acabando con sus pies, con su vista y con su cuerpo, José era ya un hombre grueso de poca movilidad, sentado en su silla en el patio de la casa miraba en silencio a las hijas, a los nietos que se hacían mayores, a los nietos que apenas andaban, a los nietos por llegar. Casi tres decenas de nietos llenarían la casa de José Sánchez Sáenz, el viudo de Delfina, José conocería a todos y cada uno de ellos, José llevaría en brazos a todos y cada uno de sus nietos, los hijos de sus hijas y de David-con-ojos-en-velo, los nietos del carpintero.

Teresa había terminado sus estudios y empacó la maleta por primera vez para hacer sus prácticas en la sierra de Chihuahua, era el primer viaje que haría sola, el primero de muchos porque había decidido conocer el mundo o al menos empezar por su país. Estando en Chihuahua en una escuela rural de la sierra se le llenó la mirada de perspectiva, un nuevo ángulo para mirar la vida, llenando su autoestima hasta el borde con la seguridad de que lo que se proponía lo podría lograr, que la meta que trazara sería tangible con esfuerzo y una dedicación férrea que había aprendido de las hermanas y que la llevaría a lo largo de todos los caminos que tenía por andar.

Teresa que al caminar atraía miradas, comentarios, piropos y silbidos había roto ya más de un par de corazones, ese Nemecio tan atractivo que cada semana llegaba a estacionar en la banqueta de la casa de la calle de Lago Valencia número doce lujosos automóviles, cada semana un color diferente combinando la carrocería con la camisa del día, ese Nemecio que rentaba los autos en la sucursal de autos de Polanco para impresionar a la guapa y joven Teresa que por mucho no se dejaba impresionar.

Las cosas cambiaron cuando empezó a recibir lecciones de piano, José el carpintero sobrepasado por la abundancia que se vivía en la familia abrió el zaguán de par en par un 15 de octubre del año 1958 para que entrara un piano a la casa, sería el regalo del cumpleaños 21 de Teresa, un piano-pianola de estudio, con rollos de partituras, de esas con notas picadas para ser leídas por los rollos de acero y  para reproducir música en automático, un piano de madera color café oscuro que se colocaría en la sala de la casa, junto a los muebles tipo imperio que Guadalupe había ordenado de El Palacio de Hierro, un piano-pianola para Teresa, para que aprendiera a tocar el piano como lo hacían las señoritas bien de Polanco y la Condesa.

No pasó mucho tiempo cuando llamaron a la puerta y un joven alto y delgado, muy delgado y muy alto, con un cigarrillo entre los dedos largos y huesudos se presentara y pidiera hablar con José el carpintero, el viudo de Delfina Muñóz, el padre de Teresa la profesora de historia. José desconcertado, con un poco de recelo pero orgulloso de ser el padre de una de las muchachas más pretendida de la colonia, abrió la puerta de su casa e hizo pasar al joven estudiante del Conservatorio Nacional y prometedor pianista, hijo de la señora Alicia Ramírez Riester hija de Francesa que en las calles de la Colonia Argentina se hacía llamar la Señora Riester y del español Don Luis Carbó Pí, llegado de Burjasot, Valencia por barco a principios de los años 20’s.

El joven Carlos Arturo cargaba consigo las partituras más románticas que podía seleccionar para darle lecciones a la guapa Teres,.“Para Elisa” de su favorito Beethoven, un poco de Franz Liszt y otro poco de Clara Schumann, la casa de la calle de Lago Valencia vibraba al ritmo de compositores alemanes y polacos en manos del joven concertista que hacía gala de todos sus talentos para enamorar a Teresa, la menor de la ristra de hijos de Delfina Muñóz y de José Sánchez Saenz el carpintero. Teresa profesora graduada de educación primaria, Teresa estudiante de la Escuela Nacional Superior, Teresa profesora de historia Normalista, Teresa la menor, heredera de la guapura de sus hermanas, digna hija de la belleza de Delfina y representante de la inteligencia, la gracia y la hermosura de Antonia, María, Guadalupe, Carmela, Josefina, Rafaela y Consuelo. La amiga eterna y cómplice de David. Teresa planeaba salir al mundo, planeaba enmarcar el título, trabajar, hacer carrera y viajar.

Y las oportunidades no se hicieron esperar, el primer viaje al otro lado del mundo no se hizo esperar, Teresa fue seleccionada para representar a México en un concurso interescolar y ella como una promesa representando a una nueva generación de educadores se subió al vuelo que la llevaría no a Europa, sino a Buenos Aires. La Argentina fue su primer destino internacional, Teresa se dejó fascinar por la capital Argentina, se dejó abrazar por los aires de un país con aliento europeo y aprendió que un boleto de avión es uno de los mayores gustos que se podía proporcionar.

A su regreso a la ciudad de México, el jóven Carlos Arturo Carbó, pianista, joven empresario y enamorado hasta la médula la fue a recibir a la sala de vuelos internacionales del aeropuerto Benito Juárez de la Ciudad de México, del brazo de su madre y armado de tremendo ramo de rosas rojas y un anillo de compromiso. Teresa no se le volvería a ir. Las semanas que pasó en la Argentina Carlos se quedó sentado frente a su piano sin parar de tocar pero sin poder respirar, sin aire y sin consuelo. Su amor por Teresa era mayor que su paciencia y su espera. Teresa y Carlos se comprometieron y se casaron en santo matrimonio el mes de marzo de 1965 en la Parroquia de San Ignacio de Loyola, en la Colonia Polanco, con un vestido blanco de raso bordado en pedrería y perlas, con manga tres cuartos y escote tipo imperio y con el velo más largo del mundo a petición del mismo José Sánchez Sáenz que entregaría en matrimonio a la más pequeña de sus hijas, tras una vida de oscuridades y vicisitudes, tras los años de carencias y de muertes, tras los trece hijos paridos por su Delfina, los nueve vivos y los muertos enterrados en cajas de cartón, en ataúdes infantiles en abortos de dolor. El velo del vestido de novia de Teresa habría de ser tan largo como los años de sacrificios y de enfermedades de la madre, un velo blanco que limpiara a su paso la memoria de los años de angustia a la espera de noticias de la hija María -vivo retrato de su madre, un velo tan largo como el rosario de nietos que se vestían de pajes y damas para la ocasión. Un velo purificador, un velo que cubría el patio de la casa de José el carpintero, viudo de Delfina Muñoz, un velo que cubría, sanaba y rebosaba al paso de la novia tomada del brazo de su padre: Teresa la menor.

18. Guadalupe una diestra secretaria del Seguro Social

Por el zaguán de hierro de la casa de Lago Valencia número doce entró una consola para tocar música, una consola con radio de amplitud modulada, frecuencia modulada y tocadiscos. La casa de Lago Valencia número doce se llenó de música como nunca antes, se escuchaba la radio y se tocaban discos gruesos de vinyl negro, lujos extraordinarios nunca antes pensados para la familia de José el carpintero donde la música se entonaba siempre a capela con las voces armónicas de las hermanas Sánchez. El sueldo de Guadalupe se alargaba y ensanchaba sin reservas, sumado al sueldo del padre José el carpintero que entregaría sus últimos años de trabajo a los talleres de carpintería de El Palacio de Hierro para ser jefe sobre los aprendices y artesanos, ebanistas y pintores que producían esos muebles clásicos que llenarían las salas y los salones de las casonas de Polanco, La Anzures, La Condesa, La del Valle y Las Lomas.

Después de la consola llegó la televisión, las puertas del zaguán se abrieron de par en par nuevamente para dar paso a la televisión, el mueble de la televisión, largo, pesado y macizo. El mueble de la televisión en blanco y negro era la consolidación del lujo en esa casa donde se contaron los centavos durante décadas y que ahora gracias al trabajo digno y bien remunerado de Guadalupe como una diestra secretaria del Seguro Social, Teresa como profesora de secundaria y David como ayudante en los talleres del Politécnico Nacional ya no había que voltear los veintes y estirar los billetes cuando llegaban los gastos.

En la sala de la casa entraron los sillones tipo imperio, un juego de dos sillones individuales y un sillón de dos plazas con decorados en madera cubierta de color dorado, telas rosadas de terciopelo y las patas torneadas en un perfecto trabajo de ebanista maestro. La mesa del comedor llegó con pompa y platillos también, ocho sillas robustas que se colocaban alrededor de esa mesa de madera cubierta con vidrio para evitar los rasguños y el maltrato.

Lámparas, cortinas, tapetes y alfombras, mesas camilla y manteles largos, cuadros con réplicas que rememoraban óleos de castillos europeos, cuadros de paisajes y figurines de porcelana en las mesas de la sala. La casa de Lago Valencia número 12 había dado un cambio radical, Guadalupe inyectaba el capital abundante de su sueldo para hacer de esa casa un hogar para su padre José el carpintero, su hermano David con sus ojos a media-luz y Teresa la menor de la estirpe. Una casa grande para cuatro personas que transitaban armónicamente en ese corredor con puerta a cada habitación, con esa fuente en el patio central que sustituía a la pila de agua y las macetas decoradas con pedacería de azulejos y espejuelos que brillaban al sol. 

La casa de Lago Valencia número doce relucía con su portón negro brillante, con la herrería recién pintada y con las ventanas de la sala que daban a la calle. La casa de la calle de Lago Valencia número doce florecía, brillaba y cobraba nueva vida.

17. Teresa una chica inteligente e impaciente

Con los libros cargados en el brazo y apretando el pecho, la falda ceñida al cuerpo, calcetines cortos y un suéter abotonado al frente con un pequeño lazo se vestía Teresa, la menor de los trece hijos paridos por Delfina Muñóz. Teresa que era una sombra flacucha y malnutrida cuando en 1950 marchara en el cortejo fúnebre para llevar a enterrar a Delfina su madre al Panteón Español, había empezado a romper el cascarón y día a día se formaba en la promesa de mujer que se había hecho a sí misma.

Teresa no extrañaba la figura materna porque se había quedado en una casa llena de hermanas mayores que para su fortuna fueron desfilando al altar a un compás armónico que le dió aire suficiente para respirar, en casa se quedaba tan sólo Guadalupe afanada en su trabajo como secretaria en el Seguro Social y su hermano David. 

Teresa y David conformaban un dueto de alegría y buen humor que lo acompasaban de música, la música era su resguardo, su pase a la libertad, su pasaporte al mundo perfecto donde no había necesidad de ojos para mirar. David con sus tonos de tenor y Teresa con una voz de soprano natural llenaban todos los cuartos, salas y rincones de la casa de Lago Valencia número doce. David y Teresa – Teresa y David, un dúo amoroso de hermandad y cuidados, él alto y delgado, cabello castaño rizado, una nariz que alcanzaba el grado de perfección y un carisma que hacía olvidar las tinieblas de sus ojos para hacer reír a cualquiera que estuviera a su alrededor.

Teresa sería la más alta y espigada de las hermanas, delgada de porte altivo, cabello castaño a la cintura y un rostro ovalado con porte de artista del cine mexicano dirigida por el Indio Fernández. Una chica inteligente e impaciente, ambiciosa e insaciable, simplemente Teresa quería siempre más.

La escuela secundaria la hizo en la nocturna por falta de lugar en el turno de la mañana, así Teresa estudió la secundaria en un ambiente de varones que la cortejaban pero principalmente cuidaban de ella y siempre había más de un acomedido que la encaminaba a la puerta de su casa. Teresa siguió las instrucciones precisas de su padre y sus hermanas mayores matriculandose a la Escuela Normal para maestros y paso seguido empezar a trabajar mientras, acostumbrada ya a las exigencias de una escuela nocturna se enrolaba en la Escuela Nacional Superior. Teresa no se conformaba con ser profesora de primaria como sus hermanas, tenía que dar un paso más, una milla más, un reto más. Teresa recibió su título como profesora de educación secundaria con especialidad en Historia. “La maestra de Historia” sería a partir de entonces. Una maestra avispada y seria, una maestra que no saciaría nunca su deseo por estudiar y aprender siempre un poco más.

Con los libros bajo el brazo iba ahora Teresa a la escuela, como su lugar de trabajo, Teresa la profesora de historia, Teresa con una plaza de maestra en el sistema nacional de secundarias, Teresa con esas faldas a la rodilla, los suéteres ceñidos al cuerpo y la cabellera larga y castaña en un chongo a la nuca. Teresa la menor de Delfina, Delfina Muñóz que parió a su decimotercera hija en los cuartos del solar de Coyoacán el mismo día de Santa Teresa en el año de 1937. Delfina que daba a luz a la que sería la más joven de la estirpe, la decimotercera, la menor de los nueve que sobrevirían para hacer familia y contar la historia. Teresa que nacía a la par que la primogénita de su hermana mayor. Teresa que se criaba en compañía de los hijos de sus hermanas, los hijos de Antonia y María fueron sus compañeros de juegos y sus amigos más cercanos, Teresa huérfana a los trece años nunca estuvo sola, tenía a su hermano David y su voz, Teresa tenía a su padre José el carpintero que pasaba largas horas en la cocina frente a la estufa blanca de peltre con sus cocidos y sus ollas y cuando la comida estaba lista sentado en el patio entre las macetas dormitando al sol, Teresa tenía a Guadalupe, su compañera en casa, la única que no había desfilado al altar. Guadalupe “tan solo” juntaría más dinero para hacer más mejoras en la casa para después decidir con quién casarse, “tan solo” esperaría un año más a que le dieran el siguiente ascenso para después decidir con quién casarse, Guadalupe “tan solo” que pasaran las fiestas de la Virgen y la Navidad para después decidir con quién casarse. Y tomaba a Teresa del brazo y la hacía jurar ante el retrato de Delfina su madre difunta que no se casaría antes que ella. Si Teresa se casaba primero sería la sentencia perpetua de soltería para Guadalupe. Teresa no prometía nada, pero Guadalupe no le soltaba el brazo hasta que le jurara en el nombre de la madre difunta que no la abandonaría en la casa de la calle de Lago Valencia número doce, que juntas cuidarían del padre que envejecía a paso raudo y después saldrían las dos en matrimonio. Una promesa amarga e imposible de cumplir. Una sentencia de soledad para Guadalupe se escribía con promesas mudas, palabras a medias y miradas esquivas. Guadalupe a pesar de sus deseos nunca llegaría al altar.

16. Guadalupe estaba en la flor de sus años

Después de la muerte viene la calma y la casa de Delfina y sus hijas, la casa de José el carpintero y su hijo-tan-guapo–casi-ciego no fueron la excepción a la regla, la vida fue cayendo en calma tras la muerte de la madre, tras el duelo, tras los rosarios, las misas de domingo y los santos iluminados en el altar familiar que se había venido conformando de figuras religiosas colocadas arriba del ropero de madera de encino que ocupaba la habitación familiar. Ahí estaban las figuras de Santos y Vírgenes, ahí estaba ese Niño-Dios que vestían con sedas y encajes para la cita anual de La Candelaria, y lo llevaban a bendecir, cada año como si al paso de los días, las semanas y los meses fuera perdiendo su gracia, cada año había una nueva bendición y lo llevaban a la iglesia como una criatura viva que respirara, arropado y bien cargado, y pasaba el resto del año en compañía de todos los otros santos y vírgenes que se posaban con sus ojos de vidrio y su silencio eterno encima del armario grueso, oscuro, robusto y mudo. Las veladoras estaban encendidas de noche y de día, veladoras en vasos de vidrio rojo y veladoras en vasos con la imagen de la Virgen de Guadalupe impresa, veladoras que hacían un juego constante de sombras en la habitación y que no debían de apagarse momento alguno para ahuyentar el mal y para asegurarse de que la gracia de Dios y sus favores estaban siempre al día.

Entre los santos estaba San Antonio, el de Padua que con tantas mujeres en la casa había que cerciorarse del casamiento y fertilidad de todas las hijas de Delfina, ahora difunta y su José el carpintero.

San Antonio trabajó afanosamente y las hijas de José el carpintero, el viudo de Delfina Muñóz fueron desfilando al altar, una tras otra, una guapa y la otra aún más, las hijas de José el carpintero portaban trajes de novia blanco marfil, blanco-inmaculado, blanco-virginidad, velos largos, cinturas angostas, ramos de flores blancas y puras y el orgullo de haber-conseguido-un-buen-partido. Carmela la primera profesora graduada y practicante había ya formado familia con su Chucho, el Doctor Luis López Galván de Coatepec, Veracruz y empezaban una vida de hijos y trabajo en pareja, una familia moderna a mediados del siglo XX, con una madre que trabajaba medio tiempo y criaba a sus hijos, preparaba la comida y atendía puntualmente a su marido en una casa moderna con cuartos de baño, cocina moderna, coche a la puerta y más de uno o dos lujos que se irían acumulando con los años. Rafaela camino al altar con su Alejandro, el abogado Alejandro Quintanar; que le daría nombre, prestigio y familia pero la dejaría viuda apenas en la flor de la vida. Josefina uniría su vida por más de sesenta años a su Enrique Serrano, Ingeniero y marido ejemplar y Consuelo encontraría a su Adán, Adán Hernandez, Contador Público, contador de historias, contador de sueños.

La vida de José Sánchez Sáenz, el carpintero, el viudo de Delfina no podía estar más completa, cuatro hijas bien casadas, con jovenes profesionistas, el médico, el abogado, el ingeniero, el contador… la vida no podía ser más benévola, hijas con sus propios estudios, tres profesoras de escuela primaria trabajando en el turno diurno, mujeres modernas que se jactaban de tener ingresos propios y ahorros de pensión, maestras sindicalizadas con plazas a perpetuidad, madres, esposas, amas de casa y profesionistas, una nueva generación había roto los estereotipos, mujeres que decidían sobre sus cuerpos, cuatro, tres, dos hijos, no más, mujeres que aprenderían a viajar a comprar en los grandes almacenes, mujeres de abrigo y sombrero, mujeres de peinados de salón, de fiestas familiares de domingo y de salidas al teatro y al cine, una nueva generación había roto las cadenas, una nueva generación se había estado cocinando en la casa de José el carpintero y su ahora difunta Delfina, entre las ollas, las macetas, la pila de agua del patio, los nietos de las hermanas mayores, los cuartos de vecindad, los años de enfermedad de la madre, el caldo de cultivo se fue cuajando durante años y mujeres fuertes y erguidas salieron de esa casa para formar familia, formar trabajo y formar sociedad. Soplaban nuevos aires no cabe duda, las hijas de José abrían paso a un México a mediados del siglo XX, habían dado un giro al paradigma de la mujer-en-casa, la mujer-embarazo, mujer-parto, mujer-hijos, mujer-esposo, mujer-en-casa. Las hijas de Delfina no vivían en un solar alimentando a los pollos, a los gansos y a los hijos, las hijas de Delfina Muñóz ejercerían su derecho al voto en las urnas por vez primera en la década de los 50’s, las hijas de José el carpintero, el viudo de Delfina actuarían en consecuencia como mujeres modernas y harían efectivo su derecho de trabajar como profesoras y recibir un sueldo digno con derechos sindicales y sociales. Las hijas de Delfina y José no se llenarían de barrigas y de hijos, abortos, embarazos y partos, las hijas de Delfina planearían su vida y decidirían cuántos hijos tener, cuantos hijos parir y educar. 

La vida no podía ser más amable, el luto y el duelo se desvanecían y daban paso a la alegría y a los amores, al colorido y al gozo, San Antonio hacía de las suyas, las hijas de José Sánchez Saénz desfilaron al altar vestidas de blanco y con un marido profesionista a su lado, José las fue entregando de una en una y del atrio de la iglesia salían de par en par: Carmela y Luis, Rafaela y Alejandro, Josefina y “Rico” y Consuelo y Adán.

La casa se sentía grande, la casa de Lago Valencia número doce era ahora un enorme caserío para tan solo cuatro personas, José el carpintero que salía al mercado y se paraba frente a la estufa a cocinar, David que trabajaba en los talleres del Instituto Politécnico Nacional, Teresa con los libros desgastados de las hermanas bajo el brazo para ir a la Escuela Normal de Maestros andando los mismos pasos que sus hermanas mayores y maestras.

Guadalupe era ya una mujer, mujer guapa y con porte altivo, con su cabellera negra que enmarcaba esa cara triguena, esos ojos negros, esas cejas delgadas, esa naríz aguileña, esos labios gruesos, carnosos y rojos, esos pómulos afilados, ese cuello largo. Guadalupe estaba en la flor de sus años, una mujer que había tomado las riendas de su casa, de la vida y de su trabajo. En 1943 dejaría los almacenes de El Palacio de Hierro por las oficinas centrales del recién formado Instituto Mexicano del Seguro Social, un parteaguas en los servicios de salubridad social para el país, un parteaguas de beneficios para los trabajadores y sus familias como nunca antes se había visto. El México de progreso se abría paso mientras el mundo se recuperaba de la guerra en europa, mientras las inversiones llegaban a México por la puerta ancha, mientras la sociedad olvidaba sus años de sociedad agrícola para pasar a una sociedad industrial de altos vuelos.

Guadalupe vivía los beneficios de esos cambios, volaba al vuelo de los nuevos aires y era una mujer guapa, independiente, trabajadora e inteligente en un piso abierto de escritorios de metal con máquinas de escribir olivetti que marcaban el ritmo a fuerza de la música-moderna que emanaba de sus teclados. Teléfonos de conmutador, papel carbón, bandejas de metal para los papeles que entraban y que salían, archiveros de acero inoxidable, señoritas con tacones por aquí y por allá, faldas abajo de la rodilla para marcar el recato pero ceñidas al cuerpo para marcar los glúteos, las caderas, la cintura y las piernas. Flores en el pelo, abrigos de manga tres cuartos, un sombrerito discreto, suéteres entallados, sujetadores que exageraban la figura de la mujer, senos puntiagudos apuntando al cielo, porque el cielo, el cielo era el límite. 

En la casa de Lago Valencia número doce empezaron las reformas, salió la estufa de leña y carbón y entró la estufa de gas, un mueble de peltre blanco brillante con seis ornillas donde José el carpintero se daba vuelo haciendo los pucheros y los cocidos, los frijoles y las lentejas, que aunque seis de las hijas habían ya desfilado al altar eran muchas las visitas y la pipiolera del segundo patio, los hijos de Antonia y María en los cuartos de vecindad del patio del fondo sumaban ya diez niños y niñas nietos de Delfina Muñóz, difunta y de José el carpintero, el viudo que seguía alimentando bocas.

Junto a la estufa de peltre blanco-brillante colocaron los cargadores de la mudanza el primer refrigerador de la casa, un hermoso mueble blanco también, robusto, de acero inoxidable con compartimiento de hielera y un vasto espacio de refrigeración. Los días de alimentar la caja congeladora con hielos habían pasado a la historia. Guadalupe ordenó que las paredes de la cocina se pintaran de blanco, ya no más hollines y humaredas, la fisonomía de esa cocina había cambiado, con un fregadero haciendo juego con el blanco de la estufa y el refrigerador. Una cocina moderna en casa de José el carpintero, el viudo de Delfina Muñóz.

15. Delfina la madre de trece vástagos entre vivos y muertos

Fue un día de marzo de 1950 cuando José el carpintero salió de su casa, vestido de luto y en procesión acompañado de todas sus hijas y su hijo-casi-ciego, acompañado de las casadas y de las solteras, en procesión silente acompañado de sus yernos y de los nietos que por primera vez no corrían descarriados sino que guardaban filas de respeto y pena. La procesión partía de la casa de la calle de Lago Valencia número doce y a paso firme y amargo atravesaban la Calzada México-Tacuba para adentrarse a los terrenos del Panteón Español. 

El padre Aurelio, el sacerdote hermano de José el carpintero, el llamado Tío Lelo, encabezaba la procesión de silencio. Una carroza fúnebre llevaba el cuerpo de Delfina, Delfina la hija de Cástula Guerrero y de Domingo Muñoz, Delfina la mujer de José Sánchez Sáenz el carpintero, Delfina la madre de trece vástagos entre vivos y muertos, la madre que dejara nueve huérfanos y apenas diez nietos de los 28 que se acumularían al paso de los años. Tras la carroza caminaba con la cabeza gacha José el carpintero con su traje negro de luto, con los pies pesados de pena y el rostro hundido en un duelo profundo que le acompañaría por años, del brazo lo llevaba Guadalupe, con un velo negro cubriendo el cabello y el rostro y con el vestido de luto que habían cosido para la ocasión. Cástula Guerrero la madre de Delfina era parte del cortejo, una mujer rozando las siete décadas que se había hecho pequeña, casi diminuta con su joroba en la espalda, con sus hombros huesudos, su cara arrugada, su pelo cano amarrado en un chongo en la coronilla de la cabeza y un chal negro que le acompañaba ya sea de mañana o de noche, de duelo o de cotidiano. Cástula llevaba a enterrar a su hija Delfina, Cástula iba callada observando a esas hijas ahora huérfanas de su Delfina, Cástula iba en silencio observando a ese José ahora viudo cargando sus más de sesenta años y al frente de una casa llena de mujeres por casar, por educar, por entregar y ese varón con mirada velada que había que guiar y apoyar más que dejarle la responsabilidad de la casa en las manos. Cástula observaba en silencio a los nietos de Delfina y de José que caminaban con las cabezas gachas, los hijos de Antonia la mayor y su Florentino o Valentino como quiera que se llamara y de María que seguía bella aunque ausente andando del brazo de su Santo-Santiago que pastoreaba con la mirada a la prole. Guadalupe estoica llevaba del brazo a su padre, Carmela caminaba del brazo de su marido, el doctor Luis López Galván el médico de Coatepec, Veracruz, un joven de rancho, de campo que en la lectura y la ciencia encontrara el placer del conocimiento que lo llevaría a la capital con poco dinero y mucha apetencia para estudiar en el recién inaugurado Instituto Politécnico Nacional. Carmela la primera profesora graduada y practicante de la familia andaba del brazo de su marido el médico, su Chucho como siempre le diría. Las solteras iban detrás, en el cortejo, Josefina y Rafaela con los brazos enganchados la una a la otra, los menores Consuelo y David le hacían compañía a Teresa al andar. La Benjamina de la familia, Teresa con sus trece escuálidos años, con su cuerpo flaco, con sus trenzas ralas, con el rostro pálido de tristeza, de confusión y de orfandad. 

El cortejo fúnebre salió de la casa de la calle de Lago Valencia número doce cuando las calles aún eran de tierra, cuando no había banquetas, cuando el carretón de la lechería pasaba tirado por caballos para repartir la leche bronca, la crema y la nata en las calles de la colonia. El cortejo salió del portal de la casa número doce de la calle de Lago Valencia ensanchando filas con la presencia de los vecinos, Mariquita de la vecindad de junto con todos sus hijos y su hombre de poca alcurnia acompañaban a José Sánchez y a sus hijas al Panteón Español.

Incluso las vecinas de la casa de Lauro Aguirre vinieron a acompañar a Delfina en el último adiós. Las vecinas que habían montado guardia años atrás a la espera del regreso de María, a la espera de las cartas que enviara la rescatadora de María, a la espera de que María regresara algún santo día para que Delfina recuperara la vida.

La tumba de Delfina se convertiría en el punto de reunión de la familia, asistían religiosamente a una cita puntual de domingo después de la misa del mediodía en la parroquia del Panteón Español para limpiar el sepulcro, cambiarle las flores, tirar el agua sucia que olía a aguas de panteón, limpiar los jarrones y barrer la lápida de hojarasca y el polvo acumulado durante la semana. La tumba de Delfina era el sitio de reunión de la familia el domingo después de la misa de mediodía, era donde José dejaba cada semana sus arrepentimientos y temores bañados en lágrimas y donde las hijas con velos de encajes cubriéndoles la cabeza y el hijo con velos de ceguera en los ojos iban a pagar tributo a la madre que les diera vida, a la madre que de dar tanta vida se llenara el cuerpo de una temprana muerte.

14. Consuelo, la definición inmaculada de su nombre

Los años que Delfina pasó postrada en la cama fueron largos, oscuros y pesados, a pesar de que María ya había vuelto a la casa, de que María ya había encontrado a su Santo-Santiago y de que sus criaturas corrían por el patio descalzos, Delfina ya no dejó la cama que la llevaría hasta la tumba. 

Delfina se lo dijo fuerte y claro a José el carpintero cuando dejaron el piso de Lauro Aguirre, cuando llegaron a vivir a la casa de Lago Valencia número doce, Delfina cantó su sentencia, “de esta casa en calles de tierra me vas a sacar con los pies por delante José”, Delfina había dictado su sentencia, llegaba a esa casa con el alma enferma de dolor y angustias y con el cuerpo débil de tumores y males sin diagnósticos en esos tiempos.

Los años de Delfina en su lecho y en la oscuridad de su habitación fueron llevaderos tan solo gracias a los cuidados de Consuelo, Consuelo una de las más pequeñas de la ristra de hijos de Delfina, después de ella nacerían David y Teresa para rematar la descendencia. Consuelo era la definición absoluta de su nombre, Consuelo era el bálsamo que abrigaba a su madre enferma, Consuelo era esa muchachita de cuerpo espigado y cintura de arrebatar suspiros, con un rostro ovalado delicado y nariz aguileña enmarcados en los cabellos negros herencia de Delfina, negro azabache, negro destino, Consuelo era aliento y alivio.. 

Consuelo veía cada mañana cuando las hermanas se iban a la Escuela Normal para Maestros, desfilaban la una detrás de la otra, Carmela que ya había terminado sus estudios se iba a trabajar, a finales de los años 40’s Carmela era ya profesora de educación primaria y Josefina y Rafaela seguían sus pasos puntualmente, no era cuestión de gusto, José el carpintero trazó imperativamente el rumbo del destino de las hijas cuando se hizo el gravoso gasto de los libros que Carmela necesitaba para estudiar para maestra, en ese momento le dijo al resto de las hijas que si no querían trabajar en los almacenes de El Palacio de Hierro como dependientas y donde él era carpintero, entonces estudiarían para maestras, no porque fuera un grito intrínseco de vocación sino una decisión práctica, los libros se habían comprado y se utilizarían cuantas veces fuera necesario. Ese día Josefina y Rafaela vieron como cualquier argumento por otra carrera u oficio perdía todo valor. Carmela era profesora y Josefina y Rafaela seguían puntualmente sus pasos.

Cada mañana las hermanas se acicalaban para irse a la Escuela Normal de Maestros: cabello ondulado castaño oscuro, rostros redondos y perfectos, ojos pequeños, labios delgados, nariz recta la una y chata la otra, dos figurines de cinturas angostas y faldas rectas a la rodilla, dos figurines de cabellos largos y labios rojos, dos figurines de piernas torneadas y hombros estrechos, las hermanas Rafaela y Josefina andaban con sus libros bajo el brazo, Josefina y Rafaela serían profesoras también y se habían aprendido de memoria el camino hacia la escuela Normal de Maestros y a su paso acumulaban admiradores y arrancaban suspiros a los muchachos. Un par de castañuelas de gracia y juventud. Josefina y Rafaela – Rafaela y Josefina salían de la casa cada mañana y la casa de Lago Valencia número doce se quedaba en silencio. David y Teresa se iban a la primaria, las mayores Carmela y Guadalupe se iban a sus respectivos trabajos y María y Antonia se iban arreglando la vida en los cuartos de vecindad en el patio de atrás. La casa se quedaba en silencio, tan solo Consuelo la habitaba en las largas horas de la mañana, Consuelo que llevaba el café con leche a la cama de su madre, Delfina postrada de dolor, Delfina con las entrañas escaldadas y heridas. Consuelo lavaba los platos, quitaba el polvo de los muebles, sacudía a los santos, se aseguraba que las veladoras estuvieran encendidas arriba del ropero en el cuarto de su madre Delfina, para ahuyentar la soledad y salvaguardar las bendiciones. Consuelo que preparaba el caldo para el almuerzo y que iba a la plaza a comprar las cebollas, los ajos, los frijoles, las patas de cerdo, los hígados de res, los chamorros, el tuétano. Consuelo fue perfeccionando el arte de la cocina, una olla aquí y dos cazuelas allá. Consuelo mantenía la casa limpia, las ollas calientes y las plantas en flor.

Por las tardes cuando las hermanas regresaban de los estudios y los trabajos Consuelo se sentaba en el alféizar de la ventana donde mejor daba la luz para coser, zurcir, hilvanar, pespuntar y cortar. Las vecinas pasaban y por entre las rejas de la ventana que daba a la calle le entregaban sus medias de nylon para que Consuelo con sus manos expertas les remendara las corridas a cambio de un veinte. Consuelo tenía dedos largos y ágiles, lo que hacía lo hacía bien, dedos largos y delgados que dominaba con gracia y maestría en la cocina, entre las telas, en el bordado y en las macetas.

Consuelo pasaba el día cuidando de su madre, cuidando de la casa y moviendo las ollas para regresar a la habitación de Delfina su madre a tomarle la mano, a darle agua a sorbos, a acicalarle el cabello y a humedecerle los labios. Consuelo era la definición inmaculada de su nombre y lo portaba con gracia y orgullo como todas las hijas de Delfina y su José el carpintero.  

13. María sin pasado, sin pecado, sin falta

La casa de Lago Valencia número 12 florecía todo el año, las bugambilias rojas, naranjas, blancas, rosadas y hasta fucsias florecían en un sin-parar de invierno a invierno y de verano a verano, las bugambilias recorrían los muros y cubrían los arcos del corredor que daba al patio. Cuartos en hilera con acceso al corredor que dejaba entrar el aire y ventilar las habitaciones. Las hijas se acostumbraron a la oscuridad de la habitación de Delfina en ese cuarto central de la casa. Unas entraban y otras salían. Antonia había ya parido sus cuatro hijos y vivían todos en los cuartos prestados del traspatio, donde entre cuatro paredes y mucha destreza Antonia se las arreglaba para cuidar de sus cuatro hijos y hacerle lugar a un marido que día a día demandaba más espacio pero aportaba menos beneficios. Su sueldo íntegro lo entregaba a Antonia, aunque el sueldo íntegro apenas servía para la compra en el mercado de Tacuba y unas cuantas prendas para los niños y zapatos cuando la exigencia era mucha.

Los cuartos se hicieron menos cuando María llegó a vivir al traspatio también, tras el rescate y una efímera recuperación María conoció a Santiago, o mejor aún Santiago supo de María, de su belleza, de su candidez, de su pasado y así la quiso, así se enamoró de ella, porque Santiago nunca había visto una muchacha con labios más rojos y perfectos, con pelo más negro y ondulado, con cejas tan finas y con ojos tan negros. Santiago supo de María, oyó hablar de ella, de sus años lejos de la familia, de su olvido y de sus silencios y así se enamoró Santiago. Santiago más santo que Tiago había llegado a la ciudad de México como migrante desde El Salvador, con el sueño de los Estados Unidos bajo el brazo, sería un bracero más, un centroamericano en busca del sueño americano, pero no contaba con María, escuchó hablar de ella, de su belleza, de los años de extravío y de la tersura de sus manos. 

Santiago se presentó en casa de José el carpintero y pidió conocer a su hija, la más bella, la más reservada, la que estaba ausente. Santiago conoció a María y ese día la tomó del brazo y frente a la presencia de José el carpintero, su padre y de Delfina que apenas dejaba la oscuridad de su habitación, prometió a María cuidarla y protegerla hasta el fin de sus días, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza y fueron largos años de pobreza y aún más largos los años de enfermedad pero Santiago cumplió su palabra al pie de la letra, ni un día le faltó a su María, desde que el sol salía hasta entrada la noche Santiago estuvo al lado de su mujer durante más de cincuenta años, de su María hermosa, de su María sin pasado, sin pecado, sin falta. Santiago la tomó de la mano un buen día y la honró hasta que años, muchos años después se lo llevara la muerte.

Fue así como María y Santiago entraron a los cuartos del traspatio, robándole espacio a la familia de Antonia y su Valentino o Florentino como sea que se llamara, que era el hombre más guapo del mundo y que le dio cuatro hijos pero pocos aprecios. María y Santiago entraron a los cuartos del patio de atrás para llenarlos de hijos… uno, dos y tres y luego cuatro y luego cinco y al poco tiempo seis. María sabía parir igual que su madre y paría hijos hermosos, hombres y mujeres inteligentes y vivarachos que aprendieron a cuidar más que a ser cuidados, aprendieron a sobrevivir más que a ser llevados de la mano. En los cuartos de atrás no había espacio para la pipiolera así que los niños corrían por el patio, entre las macetas de Delfina y la pila de agua, corrían descalzos y daban voces el día entero. Los hijos de Antonia y María vivían del portón de casa de sus abuelos para adentro y del portón de casa de sus abuelos hacia afuera, iban y venían solos a la plaza, a la escuela, a jugar a la pelota y a correr por las calles de la colonia. La casa nunca estaba en silencio, la casa se había convertido en una vecindad donde las hermanas entraban y salían entaconadas Guadalupe a trabajar como dependienta de El Palacio de Hierro y Carmela, Josefina y Rafaela a estudiar en la Escuela Normal de Maestros, benemérita institución.

12. Teresa, la más huérfana de todas

Teresa nació un 15 de octubre en la casa de Coyoacán, en ese cuarto de cama de colchón de borra donde Delfina había parido a todas sus hijas y al hijo varón, guapo, inteligente y casi ciego. Teresa nació Teresa por onomástico, por definición y por herencia, sería la última hija de José el carpintero, hijo de Teresita Saenz la viuda de Benjamín Sánchez oriundos de Celaya, Guanajuato. Teresa nació nieta de Teresita pero en casa de José no se usaban los diminutivos, a las hijas se les llamaría por su nombre, nombre de pila, pila de piedra y agua corriente. Las hijas de José Sánchez portaban el nombre de la decepción, vástagos que no nacían hombres, así que José se fue curando las ansias de un varón al llamar a sus hijas: Antonia, Josefina, y Rafaela a ver si los nombres llenaban el vacío, mientras Guadalupe, Carmela y María llenaban la casa con sus quehaceres, con sus ires y venires, con sus voces y sus cuerpos de mujer.

Teresa nació después de David, sería el último embarazo de Delfina Muñóz, hija de Castula Guerrero y de Domingo Muñoz de San Francisco del Rincón. El último de 13 embarazos, el último parto de trece partos, ocho mujeres vivas, un hombre vivo, guapo y casi ciego, un Benjamín enterrado apenas de infante y arrebatado por el fuego de las fiebres y las meningitis, dos niños no nacidos enterrados en cajas de zapatos y una Teresita que también moriría, una Teresita que sí era bonita, diría José el padre carpintero, una Teresita que se parecía a su abuela, que era hermosa con cabellos rojos y cara de piel pálida y labios de cerrojo. Esa se les murió, murió hacía tanto que ya habían olvidado de prenderle veladoras en el nicho de los santos, murió hacía veinte años cuando la nueva Teresa llegó al mundo.

Una Teresa sin diminutivos, una Teresa a la cola de la ristra de los ocho hermanos vivos, una Teresa para honrar a la abuela, para rememorar a la hermana muerta, esa la que sí era bonita, una Teresa que crecía sola, observaba sola y aprendía sola de las siete hermanas maestras y en la complicidad de su hermano David, su hermano de voz gruesa y de gafas de vidrios reforzados, ella era su lazarillo, su mejor amigo. David y Teresa hicieron mancuernas, el resto de las hermanas estaban siempre demasiado ocupadas. En esa casa no había tiempo de ocio ni minutos vanos, once bocas que alimentar más las bocas que se iban sumando a la mesa y llegaba de visita el hermano de José el cura Aurelio de la parroquia de Tlaxcala, y llegaban las primas de José el carpintero, la prima Catalina y su hermana Luz y se sentaban a la mesa a comer con sus caderas anchas, con sus bocas grandes, con sus caras redondas y sus vestidos negros, las primas de José que llegaban con canastas de viandas, con rollos de telas para que las hijas de José cortaran y cocieran los modelos de las revistas, para que las hijas de José el carpintero y Delfina tuvieran un vestido de domingo.

Teresa llegó cuando Delfina, su madre estaba ya cansada, Delfina habitaba un cuerpo desgastado por dentro, una matriz marchita de embarazos y una cadera rajada de tanto parir, Delfina sintió su primer embarazo a los catorce años, entrados los quince, una niña en cuerpo de mujer, una madre en cuerpo de niña que se sumergiría en las aguas profundas de la maternidad durante dos décadas y pocos para cargar trece barrigas y alimentar nueve bocas. Delfina-mujer y madre, Delfina madre de mujeres, Delfina madre de un único varón casi ciego, Delfina la que enterró neonatos en cajas de zapatos y la que lloró a mares cuando las aguas de baños fríos no bajaron las fiebres de su Benjamín. Delfina, la hija de Cástula Guerrero que fue niña y fue mujer, nunca joven, nunca vieja, nunca se paró en sus propios pies, primero fueron los pasos de la madre, después los del marido, el carpintero José quien la llevaría al campo santo a enterrar sin llegar a los cincuenta años. Dejaría huérfanas a sus hijas y Teresa sería la más huérfana de todas, huérfana de madre y la hija no deseada de todas las hermanas mayores. Teresa que llegó para arrebatar a Delfina las pocas fuerzas, el poco aire. No pasaría mucho tiempo para que Delfina, la madre de Teresa, cayera en cama, cayera en cama para nunca más levantarse, un lecho que a Teresa le pareciera eterno, con la madre postrada en la oscuridad y los males comiéndole las entrañas.

11. María, la heredera de su belleza perfecta

El patio de la casa de Lago Valencia era largo y ancho, un patio para plantas y macetas, un patio para tender la ropa y dejarla al sol. La construcción original era una fila de cuartos en hilera todos con puerta al corredor, al fondo estaba el cuarto que hacía de cocina, cuando llegó la familia de Delfina y José el carpintero, en la cocina la estufa de leña tiznaba las paredes y el techo, las ollas y las manos del cocinero en turno, cuando llegó la familia de Delfina y José el carpintero el cuarto de baño estaba junto a la cocina y era un cuarto oscuro sin ventilación donde un inodoro de porcelana blanco y cacarizo ocupaba el lugar principal, la tina de zinc que habían usado desde la casa del solar de Coyoacán hasta el piso de Lauro Aguirre llegó también con la mudanza, la tina para sentar a los niños y bañarlos a jicarazos una vez a la semana, lavarse el pelo y lavarse el cuerpo cuando fuera necesario, el lavabo tenía una sola llave de agua, agua fría que estremecía el cuerpo cuando temprano por la mañana había que lavarse la cara y enjuagarse la boca para ir a la escuela o para salir a trabajar.

La familia no llegó sola a la casa de Lago Valencia, Antonia la mayor llegó a vivir de prestado en los cuartos del patio trasero, un par de cuartos que hacían de dormitorio y comedor para ella y sus hijos ahora una, ahora dos, ahora tres. Los cuartos se iban llenando con los hijos de Antonia y su marido, ese Florentino guapo y apuesto que había ido perdiendo el porte por kilos y la simpatía por el gusto a la comida y a las faenas de poco esfuerzo.

Delfina se levantaba cada mañana y respiraba, daba pasos y comía, hablaba y cocinaba pero no se sentía viva, su hija María, su María de belleza heredada y de inocencia infantil seguía desaparecida, una ausencia que le fue carcomiendo las entrañas, noches en vela, noches en llanto, angustia de madre al saberla sola, al saberla lejos, al pensar que María se sentía olvidada. Hasta que llegó el día en que Delfina dejó de pararse de la cama, Delfina dejó de ir a la cocina, Delfina había, hacía mucho tiempo, dejado de cantar y de hablar fuerte, había dejado de ir al coro de la iglesia de la Conchita y había dejado de ir a la plaza a hacer sus compras, Delfina se iba acostumbrando cada día más a la oscuridad de su habitación y al silencio de las arrugas de las sábanas de la cama que la cobijaban y la cubrían en su abandono y en su desolación. Delfina cayó enferma, los médicos no sabían dar un diagnóstico preciso, pero es que Delfina se enfermó de angustia, se enfermó de la ausencia de su hija, de su María robada, usurpada del seno familiar. 

Los entuertos y la inflamación no tenían cura, le dolía esa barriga que tanto había parido hijos y que ahora paría dolor, el dolor de la hija perdida, sin destino, sin fecha de regreso, días, meses y años de silencios hasta que un día llamaron a la puerta, una antigua vecina de la casa de Lauro Aguirre venía con una carta que recibieron en el domicilio, la vecina reclamó la carta a los nuevos inquilinos y se la fué a llevar a Delfina, una carta con remitente en Tijuana, al norte de México, allá cerca de los Estados Unidos, una carta dirigida a Delfina Muñóz. La carta la leyó Carmela, la maestra, la leyó casi en silencio y le fue dando a la madre algunos indicios de información y palabras de lectura a cuenta-sílabas, a gotero de precisión. El remitente era una mujer que vivía vecina de María, vecina de ese hombre que se la había robado años atrás en la Ciudad de México, ese hombre que salió de viaje y que regresara un día con una niña-mujer, con esa mujer casi niña de hermosa cabellera negra azabache, rizada y densa que le caía por toda la espalda, una mujer-niña de rostro pálido y labios carnosos, de cejas oscuras y de ojos profundos, una mujer-niña que al paso del tiempo fue perdiendo la candidez y la frescura a fuerza de los maltratos y los abusos constantes que el hombre le propinaba sin reparo. María fue el objeto del exceso y del placer de un hombre que robó su belleza y su espíritu, un hombre que la golpeaba tras abusar de ella y la embriagaba para que no se quejara constantemente. María vivía prisionera en un cuarto de vecindad, pasaba las horas tirada en un colchón impregnado de olores y pestes, pasaba los días en manos de su depredador que le daba alcohol y la obligaba a fumar marihuana para evadir la realidad. Una jaula de inmundicia, de excesos, de abusos, de dolor, María fue perdiendo la conciencia, María fue desconectandose de la realidad para no sentir más, para no extrañar a su madre de día y de noche, para no pensar.

Una mujer de la vecindad se había dado cuenta que esa niña-mujer hermosa no pertenecía a ese lugar, a esos cuartuchos, al barrio de miseria, a ese hombre, a ese lugar, la mujer testigo del deterioro plausible de María se empezó a acercar poco a poco, cuando el hombre salía de los cuartos, le hablaba por las rendijas de la puerta y le preguntaba su nombre, le preguntaba por sus padres y de su origen. María en algún lugar del corazón supo guardar la información precisa que le ayudaría a regresar a casa. La mujer empezó a escribir a la capital, le mandaba cartas a Delfina la madre de María Sánchez al domicilio de la casa de Lauro Aguirre. Un domicilio de beneficiario errado, un domicilio vano.

Las cartas las fue juntando la vecina que conoció a la familia de Delfina y José el carpintero, y las empezó a entregar en persona en el nuevo domicilio, Las cartas las llevaba hasta la casa de Lago Valencia número doce donde Delfina ya no abría a la puerta, estaba tumbada en la oscuridad de su cama, tumbada en su silencio y en su desesperanza. Las cartas se las leía Carmela, cartas de dolor y de usurpación. José ahogado en soberbia prefería no escuchar cuando se leían las misivas, cartas con letra de súplica, letras con gemidos de dolor, las cartas que venían desde el norte estaban escritas con la voz de todas las mujeres víctimas de secuestro y de vejación, era el puño y letra de una buena samaritana dando gritos de ayuda para el rescate de María. Y esos gritos hicieron eco y Delfina y sus hijas en llanto suplicante le pidieron a José, le rogaron, le imploraron salir en busca de su María, la hermosa María, la niña-mujer.

José salió de la casa con sombrero en mano y con un boleto de tren, salió en busca de su hija, regresó muchos días después, en la casa las mujeres se quedaron al vilo en la espera muda, en los rezos, con las veladoras prendidas y los santos iluminados. Pasaron días, muchos días antes de que José abriera de par en par las puertas del patio de la casa de Lago Valencia, José llegó con su hija María del brazo, habían pasado años desde el día que desapareció, desde que se la llevaron, desde que un hombre la robó y se robó su juventud y su inocencia y se robó la candidez pero no su belleza. María seguía guapa a pesar de venir vistiendo huesos, a pesar de los moretones y la mirada perdida, María no perdió su rostro, no perdió sus labios carnosos, no perdió sus ojos oscuros, pero no volvería a mirar igual, a hablar igual, a cantar como su madre y a reír como sus hermanas. María regresó para meterse en la cama junto a su madre quien la abrazaba de día y de noche, quien la besaba en la frente, en el pelo, en los párpados y en las mejillas, Delfina había recuperado a su María, la heredera de su belleza perfecta, pero no recuperaría la conciencia. Delfina no dejaría esa cama, los años de angustia y de dolor penetraron en sus entrañas y enfermaron el cuerpo en tiempos en que no había curas para esos tumores malditos que se propagaban sin piedad. 

9. María olía a campo fresco

Dejar la casona de Coyoacán en aquel solar en uno de los callejones de la Calle Real no fue fácil para ninguna de las mujeres, Delfina se rehusaba a dejar sus árboles frutales y sus plantas, a dejar las gallinas y los patos, a dejar los gansos y las palomas, a dejar sus macetas y sus hierbas que ocupaban gran parte del patio y del jardín. Delfina quería seguir saliendo al patio y a las hijas les hacía bien el sol y lavar con la pila de agua a la mano y tender en las líneas de mecate que se habían colgado desde las rejas del ventanal hasta la rama más alta de la jacaranda. Las hijas de Delfina eran flores de ese solar, de esa tierra fértil de ese pedazo de pueblo que habitaban en la capital. Pero la ciudad estaba cambiando, los aires del progreso se respiraban en la ciudad de México y los tiempos de la revolución se habían quedado atrás, ahora se hablaba de otras guerras, de la gran guerra en Europa y del fin de la guerra civil en España. 

En esos álgidos años 40’s el caudillo Franco llevaba ya varios años sentado en la silla del poder y en México el pueblo aplaudía las políticas nacionalistas de Lázaro Cárdenas, Lázaro y la expropiación petrolera, Lázaro y la expropiación de los ferrocarriles, Lázaro y los niños republicanos Españoles, Lázaro estaba en boca de todos, Lázaro y la educación, Lázaro que resucitaba al México de los pobres. Los aires se sentían cambiantes y la familia de Delfina cambiaría también, dejando atrás la vida de pueblo de la casona de adobes y ventanales de madera de Coyoacán, ese pueblo dentro de la capital, donde ir al mercado o al río mixcoac eran parte del paseo y las rutinas. Las calles de piedra, las casonas de familias de abolengo salpicadas entre solares de casas sencillas como  la de Delfina y José el carpintero, la vida entraba y salía en esa casa, del mercado a la iglesia de San Juan Bautista, de la escuela primaria al río y de regreso al solar en el que se llevaba la vida.

Delfina cantaba, cantaba en ese solar, cantaba cuando se sentaba al fresco y cantaba cuando cocinaba, cantaba cuando cortaba un poco de epazote de las macetas y cantaba cuando veía a su pipiolera de hijas con vestidos sencillos y trenzas largas que se iban haciendo mujeres y su hijo David con velos en los ojos, con bastón y anteojos de doble fondo para ver de a poco las siluetas y de a mucho sentir tan solo los rayos del sol. Dejar Coyoacán fue un peso para Delfina, en esa casa había parido a todos sus hijos, los vivos y los muertos, en esa casa de cuartos construidos en hilera había dejado sus años de juventud ahora con sus muchos cuarenta años hacía bultos con las sábanas, las ropas, los mandiles, para dejar para siempre ese barrio que se le antojaba el rancho de San Francisco del Rincón al que jamás regresó. Delfina nada más daba pasos para delante, no sabía de regresos, no sabía de añoranzas ni guardaba recuerdos, no tenía lugar para guardar recuerdos con nueve hijos vivos y un hombre que estiraba el día para trabajar y ganar unos pesos más que siempre eran pocos para comprar comida, para comprar telas, para comprar zapatos para las hijas que se iban haciendo mujeres entre mirada y mirada, entre descuido y descuido.

Los muebles, los pocos muebles los transportaron en un camión de redilas que le prestaron a José en la carpintería donde trabajaba para llevar las pertenencias de la familia a la que sería su nuevo domicilio, la nueva vivienda que José había buscado con esmero allá cerca del Casco de Santo Tomás, en la cercanía de la Escuela Nacional de Maestros donde Carmela hacía sus estudios de profesora de educación primaria. El recorrido desde Coyoacán hasta el Casco de Santo Tomás no era corto y Delfina prefirió abandonar el solar de casa de pueblo en Coyoacán para acercarse a la escuela donde estudiaba su hija Carmela, una decisión práctica para la familia, las chiquillas de primaria podrían cambiar de escuela sin inconveniente, Guadalupe iba y venía diestramente en tranvías desde Coyoacán hasta la calle de las Capuchinas para trabajar sus largas horas de mostrador en los almacenes de El Palacio de Hierro. Ahora el recorrido sería más sencillo desde la calle de Lauro Aguirre hasta el centro de la ciudad.

Lauro Aguirre se antojaba un barrio elegante por su camellón ancho que invitaba a los paseos entrada la tarde, el camellón sembrado de amapolas rojo brillante con su estigma negro que las niñas se presionaban en la frente y se marcaban a juego una cruz. El camellón prometía reemplazar de manera precaria las bondades del solar de Coyoacán, ahora la familia de Delfina y José el carpintero con ocho hijos, siete mujeres de cabellos largos y rizados, siete mujeres de faldas de vuelos y fondos, siete mujeres corriendo por la casa y dando voces mientras David el varón, que andaba a tientos y a oído, ahora vivirían en un piso, el segundo de una casa modesta de piedra con vistas al camellón y con habitaciones dispuestas al fondo del inmueble donde las hijas compartían espacio, compartían camas de borra y compartían el aire. La mayor Antonia se había independizado de la familia, ahora con su Florentino o Valentino como fuera que le llamaran que buscaba trabajo sin cesar y cesando más y con sus primeros hijos.

La estancia en Lauro Aguirre no sería permanente para la familia de José el carpintero, esa vivienda en los segundos de la casona sin patio no era para Delfina que echaba de menos su solar, Delfina quería sus macetas y sus plantas, Delfina añoraba su jacaranda y sus gallinas, lavar en la pila y tender al sol. Subir a una azotea no mitigaba la ausencia del patio de tierra que había tenido durante años en Coyoacán, no mitigaba la nostalgia del rancho de su madre, Cástula Guerrero en San Francisco del Rincón. Delfina sentía que le faltaba el aire en ese segundo piso sin patio ni agua de pila, en ese segundo piso que la obligaba a salir al camellón a andar, Delfina sentía que le faltaba el aire al respirar cuando una tarde antes de cerrar las puertas María no volvió. Había salido al camellón como cada tarde, salía a caminar, salía a pasear, su María, el vivo retrato de Delfina, una cara de virgen de capilla, pálido y de labios rojos carnosos perfectamente delineados, su María de ojos negros brillantes enmarcados en pestañas largas y onduladas, su María, el vivo retrato de su madre, con el cabello negro azabache, negro y largo, largo y rizado, rizado y oloroso, María con el cabello como manto que le cubría la espalda y llegaba a la cintura, una cintura angosta que provocaba suspiros, una cintura que para arriba llevaba a los senos hermosos de esa mujer-niña, de esa niña mujer que había heredado la belleza de su madre, los senos firmes, la cintura pequeña las caderas anchas y las piernas torneadas, María vestía aún como una niña grande, con vestidos sencillos, abotonados hasta el cuello y calcetines cortos con sus zapatos de taconcito negros, no se pintaba los labios y llevaba un moño discreto en el pelo, pero cuando alzaba la ceja el mundo giraba aceleradamente en la dirección opuesta, una mujer rompiendo el cascaron a fuerza de belleza, a fuerza de un porte extraordinario, la guapura de su madre se concentro en María y olía a campo fresco, olía a juventud, a inocencia, a renacer y a deseo.

María alzaba la ceja cuando los hombres le silbaban al pasar, María se cubría la boca cuando soltaba risillas nerviosas al saberse vista por los jóvenes, por los hombres que torcían el cuello al andar. María sonreía ampliamente cuando los piropos llegaban hasta sus oídos y apretaba las manos a las faldas cuando un caballero se acercaba de más para mirarla de cerca y comprobar esa belleza dramática que se desbordaba de la cara pálida enmarcada en el cabello negro de María, la cuarta hija viva de Delfina, hija de su madre, heredera absoluta de su belleza y de su porte. María la quinceañera que salía al camellón de Lauro Aguirre a cortar amapolas rojas y a comprar merengues. María que un buen día simplemente no regresaría a la casa a la hora en que las puertas iban a cerrar.

8. Carmela y la mirada puesta en el horizonte

El último día de la escuela secundaria regresó a casa para entregarle a su madre el diploma y el sobre con el certificado de sus estudios, había trabajado largas noches de desvelo para completar todas las materias y sacar las mejores calificaciones posibles, se había obsesionado con los promedios altos y con ser la alumna más brillante de la clase, una mujer entre tantos varones, la hija del carpintero entre tantos hombres jóvenes que se podían dar el lujo de sentarse en una banca escolar postprimaria en lugar de salir a trabajar para llevar dinero a su casa y alimentar a la familia. Carmela había trazado su meta, ella estudiaba mientras Antonia empezaba a echar barriga. Carmela estudiaba mientras su propia madre seguía criando hijas y los mareos y los dolores de estómago empezaban a colarse por entre las grietas de los años de su madre y de ese cuerpo tan usado y vuelto a usar. Carmela, después de lavar platos y de tender ropa en el solar se sentaba con la lámpara de aceite a estudiar y se quemaba las pestañas hasta muy entrada la noche leyendo y escribiendo en esos cuadernos de doble línea y sus lápices de grafito. Carmela estudiaba mientras Antonia pasaba las noches en vela con su primer embarazo y Guadalupe salía al alba a tomar el tranvía para irse a trabajar al centro de la ciudad. Carmela se metía en los libros, terminaría la secundaria y la terminaría con las mejores notas que podía sacar. 

Cuando llegó a la casa de Coyoacán, con sus techos altos y ventanas de madera abiertas de par en par, Carmela vió a su padre, José el carpintero que había llegado temprano del taller de carpintería. Ella pasó de largo y fue hasta la cocina en busca de Delfina, su madre que con las manos espantaba el humo de la leña que se acumulaba en el muy pequeño espacio donde las ollas hervían de caldos y de frijoles y se tiznaban de hollín. Carmela venía con el sobre en la mano, las calificaciones y el diploma de la secundaria los ondeaba al aire en un acto de júbilo y triunfo aunque lo que su madre vió fue a Carmela ahuyentando el humo de la leña y dando voces en el aire caliente de las estufas de la cocina de la casa de Coyoacán. 

Carmela había terminado la secundaria y había hecho los preparativos necesarios para ingresar a la escuela Normal. En contra de la voluntad de su padre, en contra de la tradición familiar de llenarse de hijos, de barrigas, de años de leches y de pañales sucios, Carmela había observado en silencio los pasos dados por su madre, los pasos en los que Antonia se iniciaba, enamorada de su Valentino o Florentino como quiera que se llamara, el hombre más guapo que jamás hubiera visto pero que después del primer hijo la guapura se le fuera escurriendo por el hartazgo, se le fue escurriendo por la antipatía y se le fue escurriendo por la desidia y el conformismo. Guapo sin oficio ni beneficio, diría Delfina del marido de su hija mayor. Antonia conservó el recuerdo del hombre más guapo que jamás había visto para seguir casada con su sombra, con esa silueta gorda y desfachatada, casada con el recuerdo del amor y en convivencia diaria con ese hombre de paga de raya de sábado y de trabajos donde saltaba de tres por dos.

Carmela lo sabía como se sabía inteligente, Carmela lo sentía entre el pecho y la garganta, Carmela lo pensaba a diario sin pensarlo conscientemente, pero ella no se casaría con el primero que le dijera mi alma, ella no sería la mujer de un carpintero como su padre o de un empleado de taller como el marido de Antonia. Carmela no se pintaría los labios para salir a trabajar de dependienta como lo hacía Guadalupe y más tarde de secretaria del Seguro Social, con tacones y las pantorrillas delineadas con tiza negra para hacer la ilusión de las medias de nylon a pesar de la postguerra. Carmela peinaba también una enorme cabellera negra, tenía los labios gruesos y carnosos, la mirada inteligente y ese cuerpo de figurín que había copiado por completo de su madre. Carmela era guapa como todas las hijas de Delfina, era guapa e inteligente, como todas las hijas de José el carpintero y se había trazado un plan. Al terminar la secundaria empezaría a estudiar en la escuela Normal. Carmela sería maestra, profesora de escuela primaria, Carmela decía un rotundo no al matrimonio de adolescente, Carmela decía un tajante no a los embarazos de quinceañeras, Carmela gritaba un no de garganta abierta al trabajo de sol a sol sin preparación, Carmela se cruzaba de brazos y decía que no al tener que mostrarse guapa para asegurar un puesto de taquimecanografa, Carmela rompía filas, cortaba de tajo, volteaba la vida de adentro para afuera y ponía una pila de libros sobre la mesa del comedor. Su profesora de tercero de secundaria le había hablado de la nueva escuela normal y se había asegurado de que Carmela hiciera los exámenes y la inscripción. Carmela sería maestra, la primera de la familia en estudiar una profesión, la primera de cuatro hermanas que andarían los mismos pasos, a pesar de la resistencia del padre, José el carpintero, a pesar de los ruegos de la madre que ya contaba con dos manos más que trabajarían para llevar dinero a esa casa donde ya había once bocas suyas más la primogénita de Antonia la mayor, el marido que trabajaba poco y ganaba menos y la primera hija de cuatro que pasarían hambres y fríos pero que encontrarían siempre refugio bajo el techo de los abuelos. Carmela no empezaría a trabajar terminando la secundaria, se sentaría en un banco de escuela tres años más a pesar de las carencias, de los vestidos de segunda mano y de los zapatos de suelas ajadas, Carmela tenía la mirada puesta en el horizonte y sabía que los libros serían su salvaguarda y su tabla de salvación.

7. Guadalupe tenía los ojos grandes y vivaces

Se puso un broche en el pelo con un racimo de flores, rosas rojas para ser preciso, rosas rojas de papel hechas a mano que compró en un puesto callejero cuando había ido al Zócalo de la ciudad a hacer algunos mandados, se había comprado las flores que enzartó en el broche de pelo para adornar su cabellera de rizos negros, Guadalupe tenía el pelo negro igual que su madre, negro azabache, negro oscuridad, negro cielo nocturno sin estrellas y rizado, pesado, grueso, caía en sus hombros y le enmarcaba el rostro como a una madona renacentista italiana, se pintaba los labios de rojo, rojo carmín dirían las novelas de corazón, pero este era un rojo sangre, rojo plaza de toros en domingo de faena, rojo gitano que surge del canto hondo, rojo violento en los labios de una niña que se disfrazaba a ser mujer.

Guadalupe presenció los gritos de los partos de su madre, los vómitos de náusea y sus gritos de dolor cuando daba a luz a sus hermanas, Guadalupe miraba con el rabo del ojo y observaba cuando a ella no la miraban y lo que veía era una vida de carencias, cazuelas de comida que no alcanzaba, los colchones apilados en los cuartos y vestidos descoloridos en cuerpos de niñas que pronto se convertirían en mujeres.

Guadalupe observaba las escenas de casa con discernimiento: una madre que no paraba de cargar barrigas y de parirle hermanas, un padre que iba ganando kilos y perdiendo sueños cuando la única exigencia de la vida era llevar comida a la mesa, comida a esa casa de la familia que era un pulpo de ocho brazos y que no paraba de crecer, comida-sobre-la-mesa era la única prioridad, el cobijo era un lujo y la ropa y los zapatos una excentricidad que llegaba muy de vez en vez. 

Con los brazos sobre la cabeza y los pasadores enfilados entre los labios, Guadalupe se acicalaba el pelo, se arreglaba esos rizos negros para que el ramo de rosas rojas de papel se prendieran y permanecieran ahí a lo largo del día, el día que se pintó los labios de rojo vida y se plantó el vestido de escote profundo, cintura de talle y crinolina de vuelo. Se pintó una línea negra en la pantorrilla que corría desde el talón hasta la corva, para aparentar que usaba medias de nylon, cuando el nylon era artículo de lujo para la mayoría de la población y aún más para ella. Gracias a una vecina se hizo de un par de zapatos de tacón que pulió hasta dejarlos brillantes como sus intenciones de salir a la calle a buscar trabajo, porque ella se había jurado a sí misma que no se casaría con el primer hombre que le silbara o que le echara un piropo, Guadalupe se había jurado a sí misma que no se metería a una cama a llenarse de hijos con el primero que le llevara serenata tras la ventana y que no daría su brazo a torcer para ser económicamente dependiente de un hombre que en cuestión de pocos años se dedicara a perder las ilusiones y a acumular peso para conformarse con cuartos de adobe en un solar o con los platos de frijoles y caldo de olla con retazo con hueso para pasar el hambre. 

Guadalupe se puso guapa, porque se sabía guapa, se colocó las rosas rojas de papel en la cabellera de rizos negros y se pintó los labios de rojo impetu para salir a las calles de la ciudad y colarse en los edificios del centro a buscar un trabajo. No sabía de ventas, pero tenía los ojos grandes y vivaces, no sabía de productos del hogar ni de moda pero sabía hablar fuerte y preciso, no sabía de facturas ni de empaques pero tenía muy claro que a los 15 años no necesitaba de un hombre para ser independiente y que lo que necesitaba de cierto era dinero para alimentar a las hermanas, a la madre que con cuarenta años estaba dejando entrar a la vejez prematura por la puerta ancha y al padre que al paso del tiempo se le fugaban las ilusiones y se le acumulaban las frustraciones. 

Guadalupe dejó esa mañana a su niñez colgada de una percha y se vistió de mujer dando pasos firmes en sus tacones que cimbraban independencia, se subió a un tranvía y se introdujo al pomposo edificio departamental de El Palacio de Hierro “la casa de todos” como rezaba el lema colgado de la entrada de la calle de las Capuchinas en pleno centro de la ciudad, “la casa de todos” repetía Guadalupe para sí misma, decidida a hacerla su propia casa, Guadalupe conseguiría su primer trabajo a los quince años cumplidos, justo a tiempo para las ventas de navidad y fin de año cuando más manos se necesitaban y cuando las manos de Guadalupe y sus quince años llenos de gracia estaban ávidas de trabajo y de ganar dinero. Esa navidad las cosas serían diferentes, esa navidad Guadalupe llegó con regalos a la cena, sorprendiendo a la familia después de la misa de gallo, Guadalupe había cobrado su primer sueldo como dependienta de El Palacio de Hierro.

6. Delfina en esos patio de la casa de Coyoacán

Patos y gansos, patos, gansos y gallinas, patos, gansos, gallinas y perros llenaban el solar de la casa de Coyoacán; patos, gansos, gallinas, perros y niñas corriendo por el solar de la casa de Coyoacán. Con poco más de cuarenta años Delfina era ya una mujer mayor y había llenado el solar de la casa de Coyoacán de hijas y de gallinas, de patos y de gansos, aventaba los granos para alimentarlos mientras en la estufa de leña preparaba la comida para las hijas, de la mayor a la menor y ninguna fea, no hubo excepción a todas las parió guapas e inteligentes, una ristra de hijas por demás agraciadas desde la mayor Antonia hasta la menor, Teresa, la benjamina, la decimotercera. Dos décadas, más de veinte años de barrigas, de partos, de romper aguas y de dar leche de pecho, Delfina era una mujer vivida a sus cuarenta y dos años, una madre de nunca acabar, una mujer que paría y comía, que cuidaba y velaba, que limpiaba y cantaba, eso también sabía hacer, Delfina cantaba y cantaba en misa como una soprano de capilla sixtina, cantaba en la cocina y cantaba en los patios y gritaba, también gritaba y daba de voces para llamar a las hijas, y al varón. Carmela -María- Consuelo – David… y seguía gritando, y les llamaba por sus nombre y mezclaba los nombres y los veía a los ojos y se preguntaba de qué manera había llenado la casa de tantas hijas y de su David, como el Rey. Josefina – Rafaela – Guadalupe – Teresa.

Para cuando Teresa nació Antonia la mayor era ya harina de otro costal, vivía en un cuarto prestado en el solar de Coyoacán con su marido y sus hijos, Antonia también aprendió a parir, primero de mano de su madre, al unísono, para después echarse al mundo a parir por propio pie los hijos de su Florentino que se llamaba Valentino o Valentino que le decían Florentino y que era el hombre más guapo que jamás había visto y que le dio cuatro hijos y una vida saciada de carencias.

Había frutales y había flores, había tierra para sembrar, había una nopalera y había una bugambilia, había macetas y había sombras, el solar de Delfina en Coyoacán era fértil igual que ella y bastaba con arrojar las semillas para que algo se diera, y bastaba con tender la mano para cosechar, flor de calabaza y chayotes, las ciruelas y los camotes, todo se daba bien, tierra fértil como Delfina, el solar de Coyoacán era su huerto, su gallinero, el patio de juego de sus hijas y del varón David, el solar de Coyoacán daba sustento, ponía comida sobre la mesa, nomás con una gallina ya salía el caldo, nomás con ir al gallinero ya había huevos para el día, porque Delfina era fértil y proveía, un caldo, un cocido, una capirotada o un dulce de membrillo. Delfina multiplicaba los panes, daba la vuelta a los centavos para que rindieran en el mercado, en la plaza, para llenar las canastas, para llenar las barrigas. Delfina sabía llevar esa casa y miraba a sus hijas y veía mujeres de buena casta. 

En esos patio de la casa de Coyoacán crecieron sus hijas, Antonia, Guadalupe, Carmela, María- niñas de labores y de tareas, niñas de quehaceres y de trabajos, niñas de costuras, de ollas, de gallinas y de escobas y trapos, niñas de lavar y de doblar, niñas de cortar y de picar, niñas de limpiar y de coser y zurcir. Niñas que aprendieron a leer y a escribir con lápices de grafito y cuadernos que se prestaban las unas a las otras, Delfina se había empeñado en que sus hijas irían a la escuela, en que sus hijas aprenderían a escribir sus nombres y a leer sus propias cartas, Delfina no sabía de grados académicos pero sabía de trece barrigas y de lo que no deseaba para su ristra de hijas.

5. Antonia estaba aprendiendo a parir

Las dos mujeres estaban destinadas a parir en sincronía, las contracciones empezaron a la media noche y pasada la madrugada los gritos de dolor llenaban las habitaciones de la casa y se salían hasta el patio colándose por entre las hiedras y sacudiendo las hojas de las plantas que llenaban las no pocas macetas esparcidas por todo el patio. Las mujeres gritaban y sudaban, las gotas de sudor corriendo por sus caras a pesar de que era octubre, a pesar de que el fresco ya había empezado a cubrir las noches de luna y a pesar que las mañanas amanecían con el rocío cubriendo la ciudad y el olor a tierra mojada. 

La una gritaba y la otra también, Antonia estaba aprendiendo a parir, a ser madre, sería el primero de cuatro partos, puja-respira-puja-respira le decía la partera que no era partera, apenas la vecina de la casa de junto que se había hecho partera por experiencia propia, pariendo sus propios hijos y cortando el cordón umbilical con el cuchillo de la cocina, con las tijeras del pollo o con los dientes cuando no había nadie a mano para acercar las tijeras, porque cuando se está por parir no hay tiempo para remilgos y la vecina de la casa de Coyoacán sabía lo que era parir, “Parir es como cagar, hay que hacerlo y ya” eso decía la muy santa que tuvo hijos de variopintos-padres, la muy sabia que nunca se casó con ninguno de ellos y la muy prolífica que a todos los parió de propia mano y de paso hacía caridad ayudando a parir a “sus mujeres” como ella misma las llamaba y entre “Sus mujeres” contaba a las vecinas de la casa de junto, ellas que tenían su propia casa o lo que pareciera una casa en el solar pegadito a su vecindad. Cuando Delfina llego de San Francisco del Rincón a la capital casada, arrejuntada, concubina y al amparo de José Sánchez el carpintero llegó con sus dos bultos de ropa, envueltas en las sábanas que harían de ajuar de bodas, los pocos vestidos que usaba del diario, el mandil, los zapatos que traía puestos y un abrigo ligero, llegaron a la capital en tren y de ahí se fueron a la que sería su casa en la zona de Coyoacán. Casa de adobe, cuartos de ventanas de madera altas y pisos de loza, iluminada por lámparas de petróleo y con una pila de agua en el patio para lavar, para cocinar, para regar, para asear, para vivir.

Antonia estaba aprendiendo a parir y se le escuchaba en los gritos desgarrados que le salían desde el cuello de la matriz hasta la garganta, en esos gritos ahogados y de principiante, mientras su madre, Delfina en el camastro de junto paría casi en silencio, casi graciosamente la que sería su decimotercera entrega. Trece hijos paridos, hombres y mujeres, sanos, vivos y muertos más los fetos que no llegaron a ser un parto completo. Delfina cerraba los ojos mientras paría y tomaba la mano de su propia hija, Antonia que se desaguaba por primera vez.


Era un día de octubre y Antonia paría su primera hija tras haber estirado las horas de la madrugada, le entregaría a su Florentino, el hombre más guapo que jamás había visto, le entregaría en brazos a su primera hija. Delfina había acortado las horas de la madrugada a minutos para parir calladamente a su décima tercer criatura con la esperanza de un varón que le salió hembra para el desconsuelo de su José, el carpintero que anhelaba varones no por el ansia de perpetuar la descendencia, el apellido o la herencia, porque todos sus hijos serían un Sánchez más, hijos de José el Carpintero que ni herencia ni abolengo, tan solo quería los brazos de hombres fuertes que trabajaran a su ritmo para llevar el sustento a la casa, una casa donde se le fueron acumulando las hijas paridas por Delfina, más los muertos, más los no formados, siete mujeres había ya en la casa moviendo ollas en la cocina, limpiando los cuartos, barriendo las hojas secas en el patio, siete mujeres y un varón y ahora una hembrita más se colaba a la familia, la benjamina, la décimo tercera que nacía en el silencio de su madre y en el eco profundo de los gritos desgarrados de su hermana mayor.

4. David, digno heredero del perfil de su padre

Al tercer mes de embarazo Delfina sabía que las cosas no serían iguales, esa barriga le hablaba de diferente manera, esa barriga le cantaba cuando dormía y la arrullaba cuando no podía dormir. Delfina lo sentía, lo empezó a sentir en sus entrañas desde a las pocas semanas, su barriga era sabia, tras once embarazos su barriga lo sabía mejor que nadie que esta barriga no era de hembra, que no había una niña en ese saco de líquido amniótico, que no habría una niña en el parto, que no habría un crío muerto y que no moriría al nacer, su barriga estaba en perfecta conexión con el corazón y el cerebro de madre y conocía su cuerpo mejor que la partera, mejor que el médico, mejor que su marido que era dueño absoluto de él, mejor que todos los hijos gestados y paridos, Delfina sabía que éste nacería varón, el décimo segundo de la ristra nacería vivo, nacería hombre y nacería para vivir, pero no para mirar.

Delfina parió un hermoso varón para el gozo de José el carpintero, un varón que sería apoyo y refuerzo en el áspero camino de llevar la comida a la mesa, de pagar las cuentas y de asegurar el techo. Delfina parió a un niño entero, completo, sano y casi ciego. Los ojos del recién nacido se abrieron al mundo cubiertos de velos de ceguera que lo irían dejando aislado, rezagado y olvidado de su destino de primer-varón-vivo de los hijos de Delfina y José el carpintero.

Delfina le llamó David, David con los ojos turbios que corría a tientas y cantaba a voz profunda desde niño, David que se guiaba con el calor del sol y con el frío de la noche, David que nació guapo, digno heredero del perfil del padre, David que nació carismático y parlanchín maniobrando las carencias y las virtudes para hacer una vida rodeado de hermanas, de sobrinos y del amor de su madre. David el hijo que naciera para ciego, el único hijo varón de José el carpintero con su ristra de hijas mujeres, hijas guapas, hijas hermosas, hijas de arrebatar suspiros y cortar la respiración, José observaba a su hijo David, el único varón vivo, el único varón en un mar de hijas hembras el más deseado y el más querido, pero casi ciego. David veía entre las sombras y andaba de la mano de la oscuridad, telas de arañas invisibles cubrían sus pasos, telas de arañas imperceptibles cubrían los espacios por donde se movía y chocaba con los muebles, derramaba el agua, escurría el café del pocillo, se tropezaba en las calles y se golpeaba con los marcos de las puertas. David aprendió a ver la luz del día a través de su calor y a cuidarse de la noche cuando caía el frío. David nació viendo la luz del ciego y sus ojos empeoraron dolorosamente y sin misericordia, ojos callados en una casa de voces eternas, voces de mujeres, de hermanas, de su madre Delfina, voces que cantaban al limpiar, al lavar, al tender y al irse a dormir, esas voces eran el compás de David, la brújula de su existencia, las coordenadas de vida que le daban la pauta para andar, para entrar, para salir, para bailar e incluso sonreír porque David nació felíz aunque la vida fuese oscura, aunque lo cubriera de velos. 

Gafas gruesas de vidrios reforzados y un bastón eran sus herramientas de vida, David no llevaría libros bajo el brazo, no brillaría en la escuela pública como la mayoría de sus hermanas, no llegaría a terminar la secundaria simplemente porque no veía, no había espacio para la ceguera en una casa de pobreza, comer, vestir y sobrevivir eran las consignas de la vida en la casa de José Sánchez Sáenz el carpintero y de su mujer Delfina Muñóz Guerrero, no había espacio para las delicadezas de una educación privilegiada ni para puntos de ciego.

3. Benjamín ni el último, ni el más pequeño

Las cubetas se llenaban en la pila del patio con agua fría y las acarreaban al que era el rudimentario cuarto de baño, un cuarto oscuro y húmedo en el extremo de la casa junto a la cocina,cocina con horno de leña y parrillas de carbón que llenaban de tizne las paredes y el techo, donde la ventilación era tan pobre que se hacían humaredas constantes cuando se cocinaba en esas ollas grandes de barro y de peltre que José el carpintero había comprado en el mercado de Coyoacán para cocinar los cocidos, los moles de olla y los frijoles que alimentaban a la familia que seguía creciendo.

El baño olía a humedad y guardaba moho en las paredes, habían implementado un inodoro y había una tina grande de aluminio para darse baños pero en la casa de José el carpintero y Delfina pasarían muchos años antes de que el calentador de leña se instalara en la cocina para poder calentar el agua para darse baños. En la casa de Coyoacán se bañaba a las hijas a jicarazos, mezclando agua fría de la pila del patio con el agua caliente que se calentaba en la estufa de leña en la cocina pintada de hollín y de tizne añejo. 

Era la madrugada y Delfina corría del patio al cuarto de baño con las cubetas del agua fría, de rodillas con los pantalones mojados y la camisa arremangada hasta los codos José abrazaba a su hijo Benjamín, metiéndolo y sacándolo de la tina con agua fría, había que bajarle la fiebre a como fuera lugar, más de tres días con fiebres altas, con alucinaciones y dolor de cuerpo, la criatura de apenas cuatro años temblaba en los brazos de su padre, cerraba los ojos preso de la debilidad. 

Benjamín había llegado como una bendición a la familia de José y Delfina, quien con poco más de 20 años ya había parido al menos cinco hijos, tres hembras vivas y uno que nació difunto, un parto de dolor y muerte de hijo varón que dejó a José tumbado en el piso al pie de la cama con el cuerpo de la criatura en brazos, de su primer varón. Un aborto y dos partos de hijos vivos eran apenas el inicio del largo recorrido que Delfina viviría como mujer, Delfina -y-su-matríz, Delfina-y-su-vagina, Delfina-y-sus-barrigas, Delfina-y-su-sexo, Delfina-y-sus-abortos, Delfina-y-sus-senos-cargados-de-leche, Delfina-y-sus-partos. La identidad de Delfina estaba centrada en su abdomen, en el cuerpo que le pertenecía por completo a José y a sus embriones, a sus fetos, a sus bebés, a sus hijos, a los vivos y a los muertos. Delfína había parido a un segundo niño, hijo-varón para el deleite de José el carpintero, un niño hermoso de pelo negro como su madre y ojos grandes a quien llamaron Benjamín, como su abuelo paterno a pesar de ir en contra de la definición, pues no sería ni el último, ni el más pequeño de los hijos de José, sería tan solo, tan solo la excepción, el niño deseado que naciera para romper el corazón de su padre.

A los cuatro años Benjamín enfermó, Antonia y Guadalupe, las hermanas mayores le cuidaban amorosamente mientras la madre amamantaba a Carmela y acariciaba la barriga que traía consigo a la que llevaría el nombre de María. Benjamín era el niño de su padre, el predilecto, el elegido. Cuando enfermó había pocos recursos para llevarlo a un hospital, tan sólo llamaron al Tío Aurelio, el cura de la parroquia de Tlaxcala para que viniera a ayudar, Benjamín fue empeorando rápidamente, las fiebres se fueron comiendo el cuerpo y el cerebro. Meningitis les dijo el médico que llevó el cura Aurelio a la casa la noche en que recomendó bajar las fiebres con baños de agua helada. El cuerpo lánguido de la criatura entraba y salía en la tina de agua fría, el cuerpo sin fuerzas de Benjamín era sumergido intermitentemente en la tina de metal, y chorreaba de agua y chorreaban los brazos de su padre al abrazar a su hijo, al meterlo y sacarlo del agua fría y chorreaban mares de angustia y desesperación  y la niña Antonia ayudaba a cambiar el agua y la madre Delfina lloraba al ver el cuerpo lacio de su criatura y el rostro roto de su marido que se escurría tumbado en el piso de dolor. 

Benjamín moriría esa misma noche, “meningitis” dijo el médico que trajo consigo el hermano de José, el cura Aurelio, para recibir el diagnóstico y la sentencia. La criatura no sobreviviría la noche y a pesar de los tortuosos remedios, de los ruegos de la madre, los rezos del cura, de los santos óleos ungidos en el cuerpecito desnudo y del llanto ahogado del padre, Benjamín, el primer varón de José el carpintero y Delfina no llegaría a ver la luz del día de la mañana siguiente.

2. Delfina se fue con lo puesto

A Delfina la entregaron a José, el que sería su hombre, la entregaron porque ya estaba en edad de merecer, pasando los trece años ya podía con todos los quehaceres de una casa, sabía lavar en el río, cortar y coser, preparar comida y hacer el mercado cargando sus propias canastas. Delfina ya tenía la edad necesaria para dar paso a un hombre, a su vida, a su cuerpo, a sus bragas. Pasados los trece años sería una boca menos que mantener y siendo que su padre se había largado hacía mucho sería lo mejor para Cástula Guerrero, su madre, darla en matrimonio a un hombre para que la mantuviera, para que se encargara de ella, para que la llenara de hijos propios. Pasados los trece años había llegado ya a la edad de merecer, con su pelo negro, tan negro como teñido de ambar, azabache puro, negro como sus ojos, como las penas que le depararía el futuro.

Delfina fue entregada a José, nunca hubo un matrimonio, nunca una celebración, José había regresado al pueblo a Guanajuato y se ofreció “llevarse” a Delfina, Cástula su madre simplemente aceptó con la ligereza de quien entrega un ramo de girasoles recién cortados de tajo, con el desenfado de quien se deshace de una  loza que se ha cargado a lomo durante muchos años, con la ignorancia de una mujer sola con una hija que ya tenía piernas de mujer, caderas de mujer, senos de mujer, cara de niña y pelo ambar, negro-azabache brillante y que sería buena presa de caza de ese hombre quince años mayor que ofrecía hacerse cargo de ella.

Delfina salió del rancho, que rancho era mucho decir, una casa de adobe con patio donde comían y cagaban las gallinas, donde crecían los huizaches que daban sombra por la tarde y donde tendía al sol la ropa lavada en el río. Delfina cocinaba, degollaba a las gallinas, las desplumaba, limpiaba los frijoles y desgranaba el maíz, Delfina sabía de caldos y de echar tortillas, Delfina sabía de hacer vestidos sencillos con telas de flores, sabía de guardar los recortes de telas para hacer trapos, para hacer compresas para los días de sangre, sabía de trenzarse el pelo y de prender velas a sus santos. Y un buen día su madre, Cástula Guerrero le dijo que ya estaba lista y que era momento de seguir a su hombre, el hijo de la viuda Teresa, José, el hermano del cura Aurelio, José al que se le había dado por perdido cuando se escapó del monasterio para subirse a un tren que lo llevaría al norte, al norte  del pueblo, al norte de Guanajuato, al norte del paí,s al norte hacia los Estados Unidos donde se haría hombre.

Delfina lo miraba, José el hijo de la viuda Teresa Saenz, José el hermano del cura que ya tenía parroquia en Tlaxcala, José el que viajó por trenes en los estados unidos trabajando de mozo en un circo, José que había aprendido a beber whisky y a masticar tabaco,José con los hombros anchos, el cabello castaño y el cuello rojo, ese sería su hombre, su marido, el padre de sus hijos, quien se metería a su cama cada noche para dejarla preñada ininterrumpidamente, el proveedor, la voz de mando, el semental, el hombre 15 años mayor que nunca la llevó al altar pero que la llevaría a enterrar para sobrevivirle por meses y años, muchos años más.

Cuando Delfina salió del pueblo fue para siempre,San Francisco del Rincón se quedó atrás, la casa de su madre y su madre misma, Cástula Guerrero parada en el umbral sin sonrisa, sin abrazos, sin palabras, mirando al horizonte casi sin mirar, cuando su hija Delfina de trece años entrados en catorce se alejaba en esas calles de tierra y polvo, cuando salió del pueblo se la llevaron a la capital, se la llevó su marido, sin velo, sin ceremonia, sin celebración y sin altar. Delfina miraba el piso y sentía el peso de la mano grande y pesada de José que la tomaba del hombro, que a partir de ese momento guiaba sus pasos y marcaba el rumbo, Delfina se fue con lo puesto, sus piernas torneadas, sus caderas, sus senos, su cintura, su cara de niña y su pelo azabache, se fue con las manos vacías y con los ojos fijos en las calles de tierra que no volvería a andar. Dejó el pueblo, para bien, para siempre, para mal y para nunca regresar.. 

Las Voces de mis Mujeres

Prólogo

Hace unos cuantos meses mi hija mayor, Runa de 18 años se sentó conmigo a la mesa de la cocina y me dijo unas palabras que me dejaron un poco muda, un poco ausente y un mucho inquieta, Runa me dijo “Bueno pues gracias por todo esto, por una vida de calidad en Suecia, por una educación diferente y por las oportunidades que ésta sociedad igualitaria nos brinda, pero lo cierto es que crecimos lejos de la familia, de tu familia y no sé quienes son las tías de las que tanto hablas ni quién fue mi abuela en su juventud”, a decir verdad yo les he venido contando las historias que mi madre me contaba pero después del dulce-reclamo me puse manos a la obra y ha escrito las historias y relatos que escuché de mi madre no una no dos veces, sino decenas de veces cada uno lo que me hace sentir una gran responsabilidad por escribirlos, compartirlos y pasarlos a la siguiente generación.

Aquí los relatos de la madre de mi madre, de sus hermanas y de la familia, aquí los relatos de éstas mujeres-roble que nos precedieron y que apisonaron el camino por el que ahora yo ando y por el que mis hijas en otro continente, en otra latitud empiezan a andar como mujeres de su propio tiempo. Es la misma sangre, son otros sueños, es la misma mirada y otros horizontes, somos las mujeres que ellas fueron, Cástula y Delfina, las tías todas y cada una tan queridas: Antonia, Guadalupe, Carmela, María, Josefina, Rafaela, Consuelo y mi madre Teresa.

Son los hombres de la estirpe el siempre recordado tío David y el abuelo José Sánchez Sáenz el carpintero. Somos nosotros mismos y somos todos ellos, su legado, sus historias, lo contado y lo callado, lo sufrido y lo más querido.

Estos relatos son herencia para mis hijas, para mis sobrinos, para mis primos y sus hijos y sus muchos nietos. Estos relatos son la voz de mi madre que me sigue susurrando al oído y que me platica historias cuando yo me siento a tomar el café de la mañana y miro la lluvia de otoño en las calles de mi adoptiva Suecia.

Estos relatos son para quien guste leer-me

1. Delfina, la niña-mujer

Polvo, aire caliente, polvo que se mete a los ojos, aire que se cuela por la nariz mezclado con el polvo que se levanta del suelo, suelos de polvo color arena triste, polvo de suelos color a abandono, tierras áridas y calientes, tierras calladas y con ese aire que se respira y la nariz se llena de polvo, los ojos se llenan del calor de la luz blanca que lo cubre todo, una luz blanquecina que baña las copas de los huizaches y que se mete por debajo de las puertas a las casa de adobe, paredes gruesas que refrescan al medio día y que envuelven en el calor de la madrugada. La casa de Delfina no era ni más ni menos que el resto de las casas del pueblo, una casa de pueblo-de-adobe cualquiera, en una calle cualquiera, de ese pueblo cualquiera que ni siquiera había crecido a rango de ciudad. Un caserío, en un México de indígenas, hacendados, tiendas de raya, y la mano pesada de la dictadura que importaba belleza de europa y enriquecía a unos cuantos mientras el resto vivía en un campo de sequías, de miserias, de abandono y desolación, una villa de campesinos con sus ranchos y sus casas de adobe. Casas con patios para las gallinas y patios para el huizache. Patios de suelos de tierra que refrescaban por las tardes bajo las sombras de los árboles.

Así era la casa de Delfina, esa Delfina de la que no sabemos más, ni mucho ni poco, Delfina hija de Castula Guerrero y de Domingo Muñóz, Delfina nació a finales del siglo XIX en una de esas casas de adobe en los caseríos de San Francisco Del Rincón, nació mujer y nació pobre. En un pueblo de aire de abandono y de huizaches que daban sombra por las tardes. 

Temprano por la mañana se iba a lavar al río, la ropa envuelta en un nudo de trapos que cargaba enganchada en la cadera, que para eso tienen caderas las mujeres para llevar las cargas pesadas, para cargar  a los hijos y para ensancharlas al parir. Las caderas de Delfina no eran la excepción, las caderas de Delfina tenían ya  las formas precisas igual que sus senos a los 13 años, un cuerpo de adolescente perfecto con piernas torneadas que hacían de columnas labradas con precisión para sostener esas caderas redondas y ese tronco que portaba un par de senos hermosos que la hacían pasar por mujer, así jovencita, una niña que se iba transformando día a día mientras iba al río a lavar y se ponía de rodillas para azotar en las piedras la ropa de la madre, la del hermano y la suya propia. Delfina lavaba, tallaba contra la piedra y apaleaba las sábanas pesadas para blanquear con el agua de río esas sábanas que empezaba a manchar con su sangre mientras dormía, esas sábanas que tenía que esconder a la mirada de las vecinas curiosas que cuchicheaban si Delfina ya tenía la regla, si Delfina ya se casaría y si Delfina ya tenía un buen hombre de pretendiente.

En esa villa, ese caserío, no había más ambición que la de seguir la ley de la vida, casarse, parir, lavar, cocinar, enfermarse y morir. Ese era el destino incuestionable, estaba trazado y no había una rendija, una zanja, una grieta que permitiera la entrada de cuestionamientos ni vientos que cambiaran el curso.Delfina la hija de Cástula había ya dejado de ser una niña, tenía un par de piernas torneadas, las caderas bien formadas, los senos grandes y redondos, la cintura angosta, el cabello negro, un rostro de mujer guapa que se perfilaba en esa cara de niña que se le iba descascarando mientras los rasgos de mujer iban robando espacio, con los ojos negros y profundos, la piel pálida y los labios carnosos y delicadamente dibujados. Delfina era la niña-mujer que más pronto que tarde borraría por completo los recuerdos de la infancia para darse paso a la vida, a los trece años el cuerpo la bañaba ya de sangre, a los catorce era ya una perfecta candidata para el matrimonio, la cama conyugal y las barrigas de embarazos. Preñada desde siempre hasta nunca acabar. Los días-meses-pocos-años de vida de Delfina estarían marcados para parir, para preñarse, para amamantar, para enterrar y para morir.