En la casa de Polanco más bonita del mundo.

Me enamoré a primera vista, que nadie lo dude, fue un flechazo de esos que atraviesan desde los ojos, el intelecto y se clavan derechito en el corazón, entró por los oídos primero, estoy segura, lo sé de cierto, entró por los oídos porque lo primero que escuché fue su risa, una carcajada profunda que le brotaba como un manantial de agua a borbotones, una borbolla de risas un borbollón de felicidad, así excesiva como las definiciones y elocuente como la profundidad de la alegría que le salía del cuerpo. Me enamoré a primera vista y fue en Madrid. Cursábamos el mismo postgrado en producción de radio y televisión en el Instituto Oficial de Radio y Televisión Española, un postgrado dedicado exclusivamente para profesionales latinoamericanos -come-mierda como nos fuimos auto-definiendo a lo largo de los los días, las semanas y los meses de convivencia.

Fue un amor a primer oído, a primera vista y lleno de carcajadas, de la Borbolla, Asturias tan mexicana como yo – claro está y tan en busca de espacio como yo, porque aunque es una mujer de complexión normal, alta y guapa ocupa mucho más espacio del que uno se espera, en el momento en el que pone un pie en una habitación el aire se sale por las ventanas para que ella entre, lo llena todo, lo ocupa todo, con su voz, con sus risas, con su inteligencia, con su sentido del humor. Y es que únicamente las personas inteligentes tienen un sentido del humor aguzado, y el suyo es el sentido del humor más inteligente que conozco, podemos reír a carcajadas por horas y por días, hemos reído en los mejores momentos de nuestras vidas y en los peores, en la muerte y en la vida, en funerales y en días de bodas y partos. En su presencia no paro de reír y no paro de ser inteligente porque ella sube la vara cada día más y no se puede bajar la guardia.

Desde que la conocí es mi personaje favorito en una saga de ficción, en una vida de aventuras y de historias tan fascinantes que podrían ser contadas pero nunca creídas, en el marco de la casa de sus padres que era la casa de Polanco más bonita del mundo, aunque apenas si había yo entrado a alguna casa de Polanco y nunca más lo haría, de esas Residencias con R mayúscula de arcos de cantera para enmarcar la entrada principal en el más puro estilo Neo-colonial Californiano de canteras labradas y forja en la ventanería. Una casa señorial de las de verdad, de las de antes, de las guapas, con entrada para los señores y entrada para la servidumbre, con pasillos y escalinatas al más rancio estilo «upstairs – downstairs» donde los criados no se cruzaban con La familia, donde la cocinera, recamarera, el chofer y el jardinero no pasaban por los espacios donde los señores de la casa pasaban el día.

Fue ahí donde la madre preguntó y «por qué lo dejas» y la respuesta que salió del corazón de la joven de 26 años fue: «porque no soy feliz madre».

Una familia de rancio abolengo diría mi abuela, una familia de las de antes, con la platería en el salón comedor, donde la biblioteca en la que los secretos más oscuros se guardaban sin salir a la calle, fue ahí donde mi amiga les informó a sus padres que se iba a divorciar de ese primer matrimonio donde el hijo español de buen ver y de buen nombre no daba pie con bola y se gastó la dote en irse a ver el mundial de futbol a Europa en lugar de invertir el dinero en un negocio seguro para la recién formada familia. Fue ahí donde la madre preguntó y «por qué lo dejas» y la respuesta que salió del corazón de la joven de 26 años fue: «porque no soy feliz madre» y a la madre le salió con una mejor contestación como raquetazo de Björn Borg a 120 kilómetros por hora «y a ti quien te dijo que el matrimonio era para ser feliz».

Desde ese día entendimos que «en la salud y la enfermedad, en la pobreza y la riqueza» tenían un significado muy diferente en la casona de Polanco más bonita del mundo que todos los sueños que nosotras todavía perseguíamos como ridículas jóvenes cazando mariposas multicolor en redes de caña e hilo apenas si tenían valor.

Esa casa estaba llena de escaleras, de mantelería de bolillo, de servicios de plata, de candados en las cajoneras, en las puertas, en los pasillos y en la conversación. Esa casa hablaba mientras sus huéspedes guardaban silencio, en esa casa las maneras eran la prioridad y como en cualquier casa digna de llamarse mexicana se vivía bajo la norma del escrutinio social con la ácida frase de «que va a decir la gente», el-qué-dirán que era el compás y la balanza de la sociedad.

Yo nunca he entendido por cuál rendija me colé pero entré en esa casa y lo disfrutaba enormemente porque era un mundo de circo con hilos de vidas que se tendían como cables de luz de un lado al otro del salón, de los pisos y las escaleras monumentales, cables de vidas, hilos cruzados de personas que se balanceaban entre el qué-dirán y las pasiones más profundas y puras que las apariencias trataban de acallar. La vida en esa casa era un baile de máscaras, un baile de festival de Venecia, un baile de carnaval, dejando una careta a la entrada para mostrar a los padres la sonrisa y la madurez que deseaban ver y colocándose la mirada y la sonrisa real al salir a la calle a vivir la vida y a buscar los tonos precisos para vibrar.

Las maderas de la casa, los muebles eran todos oscuros y pesados como las tradiciones y las costumbres, fue ahí donde aprendí a usar el cortador de queso y a que la señora de la casa tocaba la campanilla de plata para que las mujer del servicio recogieran los platos y sirvieran el siguiente platillo caliente. Fue ahí donde aprendí las rutinas de la siesta con esa pareja que al medio día se subía cada cual a su respectiva cama y despertaban al cabo de 40 minutos para seguir la tarde él en su despacho o en los negocios y ella con las actividades de señora de la casa y madre de cuatro hijos.

Fue en esa casa, la casa de Polanco más bonita del mundo donde aprendí a poner los retratos familiares más significativos en marcos de platería y «pewter» sobre una consola en la sala de la casa. Aprendí que Las niñas bien y Las reinas de Polanco de Loaeza no eran ficción sino una realidad de carne y hueso pero lo que yo descubrí es que en ese fascinante mundo de las calles de filósofos clásicos y contemporáneos el mundo era mucho más que la ropa de marca y la comida en el centro Asturiano, yo aprendí que la amiga que me robó el alma de un flechazo a la primera frase y en la segunda carcajada era una vida de búsqueda y de camino, un largo andar por entre los brazos espinosos de una sociedad que exige pero no explica, que demanda pero no concede. La vida hubiese sido mucho más fácil sin el peso asfixiante de la sociedad pero esa olla de presión no se destapa a menos de que se corten los lazos y se dejen los afectos en otro lugar, en otro país, en otro continente.

Yo me quedo con el amor más puro de amistad más franca, la que me ha dado los momentos más sinceros y auténticos que una amistad pueda brindar, llenos de complicidad, secretos, lágrimas y vida plena de una mujer que se hizo mujer a la sombra de una familia de rancio abolengo, de dulce abolengo, de amargo abolengo, de áspero abolengo de abolengo caduco como el abolengo mismo en una sociedad donde ya no cabe el abolengo per se.

Fue en un aula de producción de radio en los laberintos de la Complutense donde la vi por primera vez y me enamoré de su inteligencia, de su agudeza y de sus carcajadas y desde entonces la llevo en mi cartera, en mi maleta y ella me lleva también, lo sé de cierto, me lleva a donde va y somos tan diferentes y tan almas gemelas y somos amigas y nos escogimos para andar, para callar, para compartir y para respetar. Cada cual su mundo pero uno solo cuando se trata de esa intersección donde hemos creado esto que llamamos amistad.

Su nombre es como la escarcha que amanece sobre el pétalo de una flor, creció en la casa de Polanco más bonita del mundo, es mi amiga a pesar de las diferencias y la distancia y sabe reír y pensar como nadie más.

 

Un comentario

  1. Avatar de Carmen Praget
    Carmen Praget · abril 26, 2020

    Que hermosa historia de una amistad. Aquí no tuvimos 40 años de dictadura franquista, y que bueno, pero tampoco tuvimos un fin de la dictadura y con ello un destape maravilloso de la sociedad. Aquí, el-que-dirán y todas esas rancias costumbres se siguieron de largo y muchas familias las siguen practicando como sinónimo de “valores” y “buenas costumbres”.

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