Tesoros de salvación.

Salvar la vida en un episodio de cáncer aderezado de metástasis requiere de toda la fortaleza interior que se pueda salvaguardar y de toda la energía, apoyo y fortaleza exterior que se pueda colectar. Los actores son tan solo dos: la familia y los amigos o los amigos y la familia o la muy extensa familia de amigos que nos mantienen en pie y que de un día para otro nos tendrán que llevar en brazos y en su momento ni ellos mismos lo sabrán. Cuando informé de mi nueva condición fueron muchas las reacciones, la empatía fue el común denominador pero se presentó con diversos matices, hay quien mostró enojo, otros una tristeza profunda y muchos más frustración, porque sí al final del día la compasión se tiñe de matices varios.

«De entre todas las fuerzas la de la intención he comprobado es la más poderosa».

La parte del alma fue cuidada de manera delicada, la mayoría de mi gente más amada son dueños de una fe y fortaleza espiritual que los eleva a lo mejor de sí mismos ya sea a través de su religión o de creencias espirituales extraordinarias. Cuidadosamente me postraron en los altares de credos diversos. Hay quien entre tejió mi nombre en cadenas de oraciones a Dios y a su cofradía de Santos, mientras otros me llevaban en introspección al centro de la meditación más profunda e individual, una colega en Shanghai me garantizo trato preferencial ante el Buda Chino que es por demás benevolente, mientras otros me bañaban en bendiciones, buenas vibras, mantras de belleza incalculable que van más allá de mi comprensión pero con una luz color esmeralda sanadora fácil de identificar. De entre todas las fuerzas la de la intención he comprobado es la más poderosa, el propósito de la sanación y la voluntad indoblegable de verme completa otra vez, esa intención individual de cada uno de mis familiares y amigos formó un escudo protector con la fortaleza delicada y transparente de la filigrana de una tela de araña que no se percibe al ojo desnudo pero que enfocando correctamente se logra ver a contraluz.  

«Lo que necesites» es la frase que he escuchado con más frecuencia en los últimos seis meses y «lo que necesites» se convirtió en platos de comida caliente, ensaladas para llevar sobre la mesa de la cocina en casa, dumplings del chino de la estación de trenes, flores, decenas de arreglos y ramos de colores que han llenado todos y cada uno de los floreros de mi casa, tulipanes y peonías, plantas en macetas de cerámica y orquídeas que llegaron de ultramar desde el corazón de La Nada; caminatas cortas y largas, llevadas y traídas al hospital y largas horas de compañía mientras la citostática entraba por mis venas.

Seis meses de confinamiento es un largo viaje que no hubiera sido posible sin la fuerza de las palabras, todas esas horas que han dado sentido a mi tiempo hablando y escribiendo mensajes a los amigos y familia queridos, horas de mensajes instantáneos, de llamadas telefónicas y de videoconferencias, minutos y horas de actualizar la información. Hay quien hizo de su interés una rutina llamando a diario o llamando de vez en vez, otros con mensajes de textos y muchos más con preguntas discretas con la frecuencia que define a la prudencia. Ver las caras, las miradas, escuchar la voz de nuestros seres queridos entra por los oídos, por los ojos y fluye directamente al sistema inmunológico haciéndonos sentir más fuertes y más sanos a medida que la charla se desenvuelve, a medida que leemos sus comentarios a medida que el cerebro nos hace entender que los sentimientos llevan la batuta y que una simple palabra, un cariño, un saludo nos hacen simplemente sentir bien cuando el mundo entero está cubierto de oscuridad y el cuerpo se atrinchera ante las puertas del infierno.

Los tesoros de salvación han sido tantos y tan variados que las formas y los tamaños dejaron de ser relevantes, desde un pequeño oso de peluche hecho a mano que descansa sobre mi mesa de noche hasta una lista de música en Spotify de uno de los melómanos más queridos de mi catálogo de amigos de vida más selecto, en su mensaje de entrega reza lo siguiente «En mi mente escuchar estas obras es como un resumen de la emociones y sentimientos de mi vida, por eso le llame Camino» y ese camino incluye desde Tchaikovsky, Vivaldi, Albinoni, Locatelli, Corrette y Mendelssohn hasta el muy mexicano Ponce sumando a Schumann y bueno la selección es larga hasta Bach, Mozart y Manuel de Sumaya que me han acompañado por largas, deliciosas y casi infinitas sesiones musicales.

Libros de lo más variados han llegado también a mi buzón, en mi bandeja electrónica recibí amorosas entregas de la poesía de Ana Isabel Conejo, uno a uno recibí esos poemas de “Todo lo abierto” con la experiencia en mano de un cáncer-mastectomía y cicatriz de por vida. Desde el pueblo de Duxford en una caja de cartón bien cargada de presentes prácticos como crema de labios y un mini taburete para la iPad, llegó «Tea and Chemo» de Jackie Buxton que fue mi manual “hands-on” para navegar en aguas profundas y desconocidas con muy poco instinto de flotación, «Take my hand» en formato digital es el libro basado en la experiencia propia de June amiga querida de mi amada amiga, «Pausa, el arte de hacer otra cosa» de Patrik Hadenius más que a la medida en las circunstancias actuales o «El Libro de la Paciencia» de A. Atala que llegó derechito de la ciudad de México a mi puerta. Un libro dedicado al estudio de los introvertidos fue depositado en el cubo de la escalera -por medio al contagio- así como «Klubben» de Matilda Gustavsson donde se desvela el escándalo del #metoo en las entrañas de la Academia Sueca. Los títulos no han faltado con portada dura, de bolsillo o en formato PDF enviados por correo electrónico o por mensajes, la música ha sido el perfecto continuo durante el tratamiento y la recuperación, las flores han sido el toque estético en la travesía, los medios sociales la capacidad de extender los brazos y tocar a los más queridos y que no quede duda que han habido galletas, pasteles, panes, rosca de reyes hecha en casa con agua de azahar y frutos secos, panettone navideño al más puro estilo inglés importado desde Manchester y tantas otras cosas ricas y sabrosas.

Las visitas se antojan ahora como un recuerdo de otros tiempos y agradezco el tiempo de todos y cada uno que tuvo la atención de tocar a mi puerta, desde mi hermano viajando  México- Estocolmo vía Madrid para aterrizar en Arlanda y tomar el tren a Eskilstuna, hasta quienes vinieron de otras ciudades para darme un abrazo o de aquí a la vuelta de la esquina pero siempre dispuestos a regalarme su tiempo para hacerme compañía. Parecieran otros tiempo, ahora que la cuarentena extraordinaria y el aislamiento obligatorio me impide abrir la puerta para abrazar a los más queridos.

Pero la balanza no estaría en equilibrio sin dos de los brazos que me han sostenido estable en el camino: mi enfermera especialista en el centro de oncología que sin importar mi pelo o mi pelona, mi peso o mi aspecto, siempre tiene una sonrisa de esas que brillan desde el corazón hasta las pupilas y claro mi doctor de cabecera, mi médico desde niños, mi amigo que nació médico y quien me ha cuidado desde siempre y  quien ha seguido mi tratamiento desde incluso antes de tener un diagnóstico preciso.

Para salvar la vida en un episodio de cáncer se requiere mucho más que drogas y visitas al hospital, se precisa de amor y eso es lo que yo más he recibido día a día, semana a semana, mes a mes desde el otoño pasado hasta la primavera que ahora se extiende a mis pies. Se precisa mucho amor y yo lo he recibido de lejos y de cerca, de a mucho y de a gotas, de golpe y en silencio. Ese amor incondicional de los amigos y de la familia, de la familia de amigos que me han acompañado en su mayoría desde la niñez, tantos otros en diversos trayectos de vida desde México hasta el fin del mundo. Todos y cada uno de ellos, de ustedes… Tú – has sido mi mayor y más preciado tesoro de salvación.

Y por eso elevo mi voz y doy «gracias«.

El viaje no ha terminado aún, apenas hemos pasado el umbral del dolor para sentarnos cómodamente en la butaca de la recuperación: radioterapia, terapia hormonal y de anticuerpos están en la línea de inicio pero sin importar el tiempo que falta a partir de ahora las expectativas se basan en la espera y la mejoría.

Podcast en voz de la autora

Querido Tío Luis, estas líneas son una carta de amor.

Querido Tío Luis, estas líneas son una carta de amor, a ti en tus ochenta años, a la familia y al patriarcado que representas. ¿Quién lo fuera a decir que desde hace ya muchos años eres la cabeza de ésta familia Carbó? cuando la memoria juega con mis recuerdos y aún veo a Don Luis, el otro, no el doctor como tú, sino el Don Luis padre, «el abuelo» andando por la calle de Lago Viedma en la antigua Colonia Argentina, en lo que fueran las propiedades de la familia y donde se levantaba la fábrica de inyección de plásticos al vacío «Dirgen». ¿Recuerdas esas comidas de navidades cuando los obreros y trabajadores de la fábrica se sentaban todos a la mesa que se ponía en el patio de la fábrica? largos tablones sobre «caballos de madera» que se vestían de manteles navideños y todos compartían la sopa de habas que hacía la abuela, ahí departíamos todos desde Don Luis, sus hijos -ustedes- con sus respectivas familias y los obreros de la fábrica y amigos, los más fieles amigos que nos acompañaron durante los buenos años y después se fueron desvaneciendo cuando la vida se empezó a diluir por una alcantarilla de desolación y oscuridad.

Don Luis fue el primer patriarca no cabe duda, lo veo con sus pantalones de vestir y chaleco a juego y sus manos siempre enlazadas a la espalda dando pasos-de-campana en la calle de Vasco Núñez de Balboa en Naucalpan cuando la vida iba en ascenso y toda la familia dejó el barrio de la Argentina entre los panteones Español y Sanctorum para irse a los suburbios-clase-media-en-flor con aires de cultura americana. Ahí pasamos los mejores domingos de la vida, al menos de la mía, los mejores domingos de familia, al menos de la mía, los mejores domingos entre la misa del medio día en la iglesia del Señor del Campo Florido y la comida familiar en casa de los abuelos. Los «primos-Carbó» como siempre nos hemos auto-definido sin remilgos, los primos Carbó jugábamos en la calle, andábamos en bicicleta y patines, a veces llegaban caballos ponis de renta con su caballerango paciente que nos llevaba a los niños a montar al río para dar la vuelta. Entrabamos y salíamos de la casa de los abuelos, de la casa de la Tía Lilí y de tu casa, la casa del Doctor, el pediatra de renombre que tenía que interrumpir las tardes de domingos porque sonaba mensaje en el «bipper» y te mandaban llamar de urgencia del Hospital Español, de las clínicas cercanas o los familiares ansiosos de algún niño enfermo.

«Ochenta años andando y llevando la tutela de una familia, donde nos has visto nacer de uno a uno y nos has llevado a enterrar de dos en dos».

El Tío Luis, el doctor, que estaba siempre dispuesto, siempre pendiente y siempre paciente, esa aura de paciencia es el sello que ha identificado tu personalidad a lo largo de los años, desde el joven Luis, hasta el Doctor, nuestro ahora patriarca. Y se dice fácil pero no es un papel ligero en éste enclave que se ha teñido de dolor, tragedias y muertes como una constante grotesca que no ha soltado la mano ni nos deja respirar. Tu paciencia ha sido la energía del atleta de alto rendimiento con fortaleza recia y el norte siempre bien localizado para aguantar la carrera de largo plazo. Ochenta años andando y llevando la tutela de una familia, donde nos has visto nacer de uno a uno y nos has llevado a enterrar de dos en dos. No es fácil dar sepultura a los hermanos y a los padres y tu lo has hecho con dignidad, con la frente en alto cada vez y con el rostro sereno. No he visto tu duelo pero sé que ha estado ahí, que vive en ti, que no te abandona desde la muerte de tu hermano Carlos, mi padre con apenas 39 años hasta la muerte del abuelo Don Luis, la muy querida Tía Lilí, tu amada madre y tu hermano Alfonso con ese corazón-Carbó de piedra y cal que tanto ha fallado en la familia para dejar a algunos tirados y a otros con el pecho abierto y latidos de metal. Pero has estado en cada nacimiento y has visto la luz en cada nuevo miembro de este clan.

«Los Carbó nacimos con nostalgia de Europa, a los nacidos en México nos faltó el mediterráneo, las calles de Burjassot y el sol valenciano».

Mi querido Tío Luis, ahora te veo en mis pensamientos y es ese mismo andar de tu padre, tu no traes el puro entre los labios, pero si esa gorra plana tan estilo español y es que es algo genético que los Carbó nacimos con nostalgia de Europa, a los nacidos en México nos faltó el mediterráneo, las calles de Burjassot y el sol valenciano, pero yo te miro y veo a ese patriarca de buena cepa, el hijo ejemplar de los Carbó-Pí y de los Ramírez-Riester que nos has llevado a todos a puerto seguro atravesando mil tormentas. Eres el guía de tus hijos y de todos-los-otros, todos-nosotros los que no somos tus hijos, los que nos quedamos huérfanos mas temprano que tarde y tu nos has cobijado con tu voz, con tu presencia y con tu mirada.

Ésta es una carta de amor en homenaje al patriarca de la familia, de mi familia, de estos Carbó que nos hemos hecho adultos, que hemos sentado cabeza, que hemos andado nuestros propios caminos y que ahora pasamos las enseñanzas a una generación de jóvenes creativos que han tenido el privilegio de nacer bajo el amparo de esta «tribu» donde el arte, los talentos y el sentido del humor no han pasado inadvertidos.

Hago una reverencia galante a tu mujer, la Tía Paz quien a más de 50 años te ha acompañado con todas las de la ley, en las buenas y en las malas, en la salud y en la enfermedad, en el amor y en el renacer, Paz de inteligencia, Paz de vida en la que han forjado familia. Pareciera tan fácil llegar a tu edad, andar ese camino, realizar lo soñado y conseguir lo nunca imaginado, pareciera tan fácil pero tan solo tú sabes lo que han andado tus zapatos, tan solo tú sabes de las esquinas rotas del corazón, de tu corazón por el cual brindo y me quito el sombrero para celebrar tu vida, una vida excepcional donde doy gracias por ser nuestro patriarca, mi padre-en-ausencia mi Querido Tío Luis y éstas líneas son una carta de amor por tu vida, para ti.

La más pícara de las nietas

Eskilstuna, Suecia 2020

El seno mutilado.

Ha pasado un mes desde la operación, el 26 de marzo del 2020 en plena crisis mundial por la pandemia del coronavirus el servicio médico de la región se las arregló para que mi operación entrara como prioridad máxima y no fuera desplazada a causa de la crisis. El mundo está cerrado, millones de personas están en casa, cientos de países han puesto el freno de mano, no hay salida, no hay escapatoria, el único camino es la cuarentena, el confinamiento, el encierro, la clausura total de la vida social como la conocíamos hasta el invierno pasado, es la primavera del virus, la primavera del mundo en cuarentena, de la economía en picada, del desempleo, de los contagios, de las muertes a nivel masivo a la fecha doscientas mil personas han muerto a consecuencia del codvid19 mientras tan solo en 2012 según la Organización Mundial de la Salud 8.2 millones de personas murieron a causa de algún tipo de cáncer y yo soy paciente de cáncer en el marco de la pandemia del siglo.

Mi cirujano se armó de coraje y metió mi caso como operación de urgencia, como si yo llegara al hospital en ambulancia y eso fue la maniobra maestra que permitió mi cirugía en un mundo totalmente movido por los hilos de la pandemia. Hoy día el 70% de las operaciones relacionadas con cáncer han sido pospuestas al menos con tres meses ya que los servicios de salud de Suecia -como en el resto del mundo- están trabajando a marchas forzadas, aún no se han sobrepasados pero sí enfrentan un ausentismo difícil de controlar debido al personal médico de baja por enfermedad y no es que todos estén infectados, pero el menor síntoma de resfriado, tos o fiebre los obliga a quedarse en casa, eso en un sistema de salud que ya enfrentaba escasez de talentos desde hace algunos años.

Hoy día el mundo sigue dando palos de ciego, estamos inmersos en un experimento masivo de resultados conseguidos a prueba y error, hoy se afirma una cosa y mañana será descalifica, las cifras no son fidedignas, cada país tiene estadísticas en base a modelos matemáticos y a procedimientos individuales, los misterios del virus son más grandes que su claridad. Un día hay quien asevera que los pacientes de cáncer que hayan concluido el tratamiento citostático al menos hacía un mes no siguen perteneciendo al grupo de alto riesgo, dos días después esa afirmación pierde fuerza cuando las autoridades de salud colocan a los enfermos de cáncer con o sin tratamiento en la segunda categoría del grupo de alto riesgo, tan sólo precedido por las personas mayores de 70 años.

Para bien o para mal sigo siendo grupo de riesgo, sigo siendo una definición y un porcentaje que está en la boca de los expertos, epidemiólogos y periodistas. Yo no tengo más alternativa que seguir religiosamente con mi cuarentena particular, guardando casa de sol a sol, desde que amanece hasta que el último rayo de luz cierra la noche. Salgo a caminar a diario con mi fiel Morris y sus cuatro patitas, camino todo lo que puedo cada día, empecé con apenas diez minutos y ahora podemos andar por horas, un día el parque de la ciudad, el otro los jardines botánicos, caminatas a la orilla del río y caminatas en el bosque y el lago. Las caminatas me mantienen «con lo pies en la tierra» me dicen a cada paso que la vida continúa, que el planeta no se ha frenado por mi propia enfermedad o por la enfermedad y riesgo de contagio de millones en el mundo, por las camas de hospitales llenas y por los respiradores que conectan a miles de personas al  elemento más accesible de la creación: el aire. Mi encuentro con algún conocido es siempre con dos metros de distancia de por medio y las relaciones familiares que eran siempre una fiesta de besos y abrazos ahora se miden por «un brazo» de separación, si las hijas no están conscientes de día y de noche yo sí que lo estoy y me mantengo alerta para no tocar – no abrazar – no besar – no dar la mano – no hacer contacto físico y no estar tan cerca que un virus forastero se atreva a entrar en mi área personal. Es la venganza de la cultura Sueca al mundo «distancia personal» no te me acerques, no me toques y no me hables en la cara, no me pongas la mano en el hombro, no me roces el brazo y no te me aproximes al extremo de sentir tu aliento en mi piel. Es la venganza vikinga a la cultura universal, de eso estoy segura y se llama «espacio personal».

Hoy por hoy yo respeto y resguardo mi bienestar de la manera más celosa posible y la cautela no está nunca de más. Me quedo en casa, no salgo más que en los contados casos que tengo citas en el hospital, no sin antes recibir la llamada obligatoria donde me hacen las cuatro preguntas básicas de control: 1.-¿tienes fiebre? – 2.- ¿has tosido durante el día? – 3.- ¿has estornudado durante el día? y 4.- ¿tienes dolor de garganta?. No – no – no y no son las respuestas correctas para poder ir al día siguiente al hospital para recibir las dosis restantes del tratamiento de anticuerpos. Una inyección cada tres semanas de un total de 17, vamos por siete y si los cálculos no me fallan por ahí de noviembre, cuando se cumpla el primer año del inicio de este viaje surrealista a los infiernos de la medicina moderna cuando el tratamiento de anticuerpos llegue a su fin. El tratamiento hormonal a base de pastillas de Tamoxifeno con aspecto inocente apenas empieza con una dosis de una tableta al día durante los próximos… diez años, lo cual me motivó a revisar mi plan de pensiones y los fondos bancarios comprados hasta la fecha, un poco de optimismo a largo plazo es siempre bienvenido como un rayo de sol en los palcos de sombra de la plaza.

Han pasado precisamente 30 días desde la mutilación oficial de mi seno izquierdo, un poco menos de grasa, tejido y un pezón menos en el cuerpo de una mujer que no ha definido la vida en base del tamaño de sus senos. ¿Cuál sería mi reacción al despertar de la anestesia y encontrarme sin un pecho?, ¿cuál sería mi reacción al meterme a la ducha y no tener que enjabonar un seno? – ¿cuál sería mi reacción al ponerme la ropa y andar con un pecho plano?. No lo sabía, simplemente difícil de predecir así como una depresión postparto no se puede anticipar durante el embarazo o una depresión post-divorcio no se puede ver a la distancia, el saber cuál sería mi sentir cuando la vida fuera tomando su curso era difícil de pronosticar.

Han pasado 30 días y mi cuerpo ha dejado la zona del dolor, se ha mudado por completo fuera de ese territorio oscuro de pena corporal que nos recuerda a cada minuto que estamos hechos de carne y huesos y que se puede agonizar hasta la muerte. Yo no morí en ese viaje de tormento profundo y oscuro sino que me fui moviendo como en una película de time-lapse para reiniciar la vida desde la base del dolor hacia el horizonte de la rutina.

«Mis días se llenan de palabras, las palabras han sido mi salvavidas, mi motivo, mi esperanza»

Las noches siguen siendo duras, pero cada noche es menos dura que la anterior, dicho eso hoy será la noche 31 lo que podría mostrarse en una clara curva de descenso del dolor en un espectro más azul que rojo, alejándose paulatinamente del dolor para encontrar la normalidad. Mis días empiezan con largas caminatas con mi «morris» y un desayuno austero siempre con un huevo tibio que me como directo del cascarón, mis días se llenan de palabras, las palabras han sido mi salvavidas, mi motivo, mi esperanza, palabras impresas, habladas o radiales, las escucho en los programas de la P1 sueca, las leo en los diarios electrónicos, las disfruto en los libros, las escribo y las escucho en mi cabeza, las hablo con mis amigas y las persigo durante el día para que caigan todas en su lugar. Palabras como las que rodean a Millas en «El orden alfabético» y así paso el día entre palabras, me envuelvo en ellas, me visto de ellas y me las unto, me las echo encima y me las espanto del hombro con el dorso de la mano. Ente frases y párrafos, entre líneas y pausas encuentro mi día y le doy sentido, pensando más que nunca y fluyendo como la balsa de troncos ligeros que he aprendido a ser durante estos meses flotando en tempestad.

«Mi seno no es una perdida, mi seno mutilado es un recuerdo y en su memoria he recibido un trofeo, una magnífica cicatriz que cruza mi pecho, una cicatriz hermosamente cosida a mano como un bordado de alta escuela con la delicadeza de los puntos perfectos que tan solo una monja de clausura, una modista haute couture de Chanel,  una abuela de pueblo o una cirujano experta pudiera proporcionar»

Cuando le informé a Tomm del diagnóstico oscuro y tenebroso de cáncer con metástasis nos tomamos de la mano, fue justo antes de la explosión del coronavirus y antes de que nosotros tuviéramos la menor sospecha de que el mundo estaba a punto de cambiar, en ese momento decidimos tomarnos de la mano y dejarnos fluir con lo que tuviera que venir, para fluir se requiere soltar las amarras, para fluir se requiere alejarse del puerto, para fluir se precisa adentrarse en aguas profundas y anular la resistencia. Fluir y resistir son antónimos y nosotros lo sabíamos desde el principio así que echamos por la borda todos los contrapesos y nos dedicamos a flotar sin resistencia para fluir de la manera más natural posible y gracias a eso no hemos tenido pérdidas en el camino. Mi seno no es una pérdida, mi seno mutilado es un recuerdo y en su memoria he recibido un trofeo, una magnífica cicatriz que cruza mi pecho, una cicatriz hermosamente cosida a mano como un bordado de alta escuela con la delicadeza de los puntos perfectos que tan solo una monja de clausura, una modista haute couture de Chanel,  una abuela de pueblo o una cirujano experta pudiera proporcionar. La cicatriz no me pesa, es ligera, vuela, es tenue, no me asusta; es liviana como el olvido, como el sombrero hongo de Sabina en la insoportable levedad –claro está- del ser.

Treinta días desde la cirugía, mi tejido, mis ganglios, mi pecho pasaron a ser material del laboratorio patológico para ser mirados al microscopio, treinta días y no siento luto en el pecho – ni vacío. No siento ausencia – ni duelo. No hay un espacio que llenar – ni pena que cobijar. Un seno mutilado no es una batalla perdida, es una esperanza – un espacio que se ha llenado con tiempo-comprado para colmarlo de vida.

 

 

Podcast en voz de la autora

En la casa de Polanco más bonita del mundo.

Me enamoré a primera vista, que nadie lo dude, fue un flechazo de esos que atraviesan desde los ojos, el intelecto y se clavan derechito en el corazón, entró por los oídos primero, estoy segura, lo sé de cierto, entró por los oídos porque lo primero que escuché fue su risa, una carcajada profunda que le brotaba como un manantial de agua a borbotones, una borbolla de risas un borbollón de felicidad, así excesiva como las definiciones y elocuente como la profundidad de la alegría que le salía del cuerpo. Me enamoré a primera vista y fue en Madrid. Cursábamos el mismo postgrado en producción de radio y televisión en el Instituto Oficial de Radio y Televisión Española, un postgrado dedicado exclusivamente para profesionales latinoamericanos -come-mierda como nos fuimos auto-definiendo a lo largo de los los días, las semanas y los meses de convivencia.

Fue un amor a primer oído, a primera vista y lleno de carcajadas, de la Borbolla, Asturias tan mexicana como yo – claro está y tan en busca de espacio como yo, porque aunque es una mujer de complexión normal, alta y guapa ocupa mucho más espacio del que uno se espera, en el momento en el que pone un pie en una habitación el aire se sale por las ventanas para que ella entre, lo llena todo, lo ocupa todo, con su voz, con sus risas, con su inteligencia, con su sentido del humor. Y es que únicamente las personas inteligentes tienen un sentido del humor aguzado, y el suyo es el sentido del humor más inteligente que conozco, podemos reír a carcajadas por horas y por días, hemos reído en los mejores momentos de nuestras vidas y en los peores, en la muerte y en la vida, en funerales y en días de bodas y partos. En su presencia no paro de reír y no paro de ser inteligente porque ella sube la vara cada día más y no se puede bajar la guardia.

Desde que la conocí es mi personaje favorito en una saga de ficción, en una vida de aventuras y de historias tan fascinantes que podrían ser contadas pero nunca creídas, en el marco de la casa de sus padres que era la casa de Polanco más bonita del mundo, aunque apenas si había yo entrado a alguna casa de Polanco y nunca más lo haría, de esas Residencias con R mayúscula de arcos de cantera para enmarcar la entrada principal en el más puro estilo Neo-colonial Californiano de canteras labradas y forja en la ventanería. Una casa señorial de las de verdad, de las de antes, de las guapas, con entrada para los señores y entrada para la servidumbre, con pasillos y escalinatas al más rancio estilo «upstairs – downstairs» donde los criados no se cruzaban con La familia, donde la cocinera, recamarera, el chofer y el jardinero no pasaban por los espacios donde los señores de la casa pasaban el día.

Fue ahí donde la madre preguntó y «por qué lo dejas» y la respuesta que salió del corazón de la joven de 26 años fue: «porque no soy feliz madre».

Una familia de rancio abolengo diría mi abuela, una familia de las de antes, con la platería en el salón comedor, donde la biblioteca en la que los secretos más oscuros se guardaban sin salir a la calle, fue ahí donde mi amiga les informó a sus padres que se iba a divorciar de ese primer matrimonio donde el hijo español de buen ver y de buen nombre no daba pie con bola y se gastó la dote en irse a ver el mundial de futbol a Europa en lugar de invertir el dinero en un negocio seguro para la recién formada familia. Fue ahí donde la madre preguntó y «por qué lo dejas» y la respuesta que salió del corazón de la joven de 26 años fue: «porque no soy feliz madre» y a la madre le salió con una mejor contestación como raquetazo de Björn Borg a 120 kilómetros por hora «y a ti quien te dijo que el matrimonio era para ser feliz».

Desde ese día entendimos que «en la salud y la enfermedad, en la pobreza y la riqueza» tenían un significado muy diferente en la casona de Polanco más bonita del mundo que todos los sueños que nosotras todavía perseguíamos como ridículas jóvenes cazando mariposas multicolor en redes de caña e hilo apenas si tenían valor.

Esa casa estaba llena de escaleras, de mantelería de bolillo, de servicios de plata, de candados en las cajoneras, en las puertas, en los pasillos y en la conversación. Esa casa hablaba mientras sus huéspedes guardaban silencio, en esa casa las maneras eran la prioridad y como en cualquier casa digna de llamarse mexicana se vivía bajo la norma del escrutinio social con la ácida frase de «que va a decir la gente», el-qué-dirán que era el compás y la balanza de la sociedad.

Yo nunca he entendido por cuál rendija me colé pero entré en esa casa y lo disfrutaba enormemente porque era un mundo de circo con hilos de vidas que se tendían como cables de luz de un lado al otro del salón, de los pisos y las escaleras monumentales, cables de vidas, hilos cruzados de personas que se balanceaban entre el qué-dirán y las pasiones más profundas y puras que las apariencias trataban de acallar. La vida en esa casa era un baile de máscaras, un baile de festival de Venecia, un baile de carnaval, dejando una careta a la entrada para mostrar a los padres la sonrisa y la madurez que deseaban ver y colocándose la mirada y la sonrisa real al salir a la calle a vivir la vida y a buscar los tonos precisos para vibrar.

Las maderas de la casa, los muebles eran todos oscuros y pesados como las tradiciones y las costumbres, fue ahí donde aprendí a usar el cortador de queso y a que la señora de la casa tocaba la campanilla de plata para que las mujer del servicio recogieran los platos y sirvieran el siguiente platillo caliente. Fue ahí donde aprendí las rutinas de la siesta con esa pareja que al medio día se subía cada cual a su respectiva cama y despertaban al cabo de 40 minutos para seguir la tarde él en su despacho o en los negocios y ella con las actividades de señora de la casa y madre de cuatro hijos.

Fue en esa casa, la casa de Polanco más bonita del mundo donde aprendí a poner los retratos familiares más significativos en marcos de platería y «pewter» sobre una consola en la sala de la casa. Aprendí que Las niñas bien y Las reinas de Polanco de Loaeza no eran ficción sino una realidad de carne y hueso pero lo que yo descubrí es que en ese fascinante mundo de las calles de filósofos clásicos y contemporáneos el mundo era mucho más que la ropa de marca y la comida en el centro Asturiano, yo aprendí que la amiga que me robó el alma de un flechazo a la primera frase y en la segunda carcajada era una vida de búsqueda y de camino, un largo andar por entre los brazos espinosos de una sociedad que exige pero no explica, que demanda pero no concede. La vida hubiese sido mucho más fácil sin el peso asfixiante de la sociedad pero esa olla de presión no se destapa a menos de que se corten los lazos y se dejen los afectos en otro lugar, en otro país, en otro continente.

Yo me quedo con el amor más puro de amistad más franca, la que me ha dado los momentos más sinceros y auténticos que una amistad pueda brindar, llenos de complicidad, secretos, lágrimas y vida plena de una mujer que se hizo mujer a la sombra de una familia de rancio abolengo, de dulce abolengo, de amargo abolengo, de áspero abolengo de abolengo caduco como el abolengo mismo en una sociedad donde ya no cabe el abolengo per se.

Fue en un aula de producción de radio en los laberintos de la Complutense donde la vi por primera vez y me enamoré de su inteligencia, de su agudeza y de sus carcajadas y desde entonces la llevo en mi cartera, en mi maleta y ella me lleva también, lo sé de cierto, me lleva a donde va y somos tan diferentes y tan almas gemelas y somos amigas y nos escogimos para andar, para callar, para compartir y para respetar. Cada cual su mundo pero uno solo cuando se trata de esa intersección donde hemos creado esto que llamamos amistad.

Su nombre es como la escarcha que amanece sobre el pétalo de una flor, creció en la casa de Polanco más bonita del mundo, es mi amiga a pesar de las diferencias y la distancia y sabe reír y pensar como nadie más.

 

Manual de limpieza.

Mi abuela siempre dijo que la diferencia entre «la criada» y «la señora de la casa» es que cuando «la señora de la casa» lava los platos no hace el menor ruido, en cambio «la criada» hace que los platos choquen entre sí, las cacerolas resuenen y los cubiertos generen un ruido metálico molesto. Mi abuela usaba esas palabra, «criada» y «señora de la casa» entre muchas otras palabras agudas y ácidas que pertenecieron a una época de clasismo social con mareas de racismo que espero a estas alturas la sociedad mexicana haya superado. Hace muchos años que no radico en México pero lo que escucho de mis amigos y conocidos es más en el tono modesto de «la muchacha» o la señora del servicio, incluso la asistenta con más entonación española.

Ahora en encierro de pandemia, en cuarentena -cuatro veces cuatro- porque los cuarenta días hace mucho que quedaron atrás, hombres y mujeres alrededor del mundo despiertan mirándose al espejo con el asombro del peso de la limpieza de la casa encima de los hombros. En el tema no me considero experta sino sobreviviente, he tenido que ir aprendiendo a la mala en diferentes etapas de la vida, desde la época en que «nos quedamos sin nada» y las muchachas de la limpieza también salieron de la casa junto con el ataúd de mi padre, los coches y los muebles de El Palacio de Hierro para pasar a una vida mucho más modesta y apretada. Fue entonces cuando los hermanos nos espabilamos en las labores del hogar para mantener la vida sobre ruedas. Aprendimos como pudimos mientras mi madre tomaba dos turnos de maestra trabajando de sol a sol para llegar a la casa exhausta, viuda, desolada y de mal humor, por lo general era el mal humor el que llenaba los rincones y nosotros hacíamos nuestro mayor esfuerzo en mantener la casa limpia y la vida en orden mientras intentábamos seguir con los estudios, mantener las becas y tratar de ser un poco felices en esos años de nubarrones emocionales y económicos con tormentas continuas que no dejaron de caer por encima de nosotros durante muchos años por venir. Pero aprendimos, a la buena y a la mala aprendimos a lavar en lavadora y a mano porque cuando la lavadora dio-de-no pues el lavadero pasó a ser nuestra piedra de compañía las largas horas de los sábados para tallar con jabón zote y Don-Máximo con forma de tabla de lavar para tener mejor contacto con la ropa, yo prefería el Don-Máximo porque rendía más, no cabe duda. Lavábamos a mano con nuestros 14 o 15 años, tendíamos en la azotea, terminábamos cansados pero no necesitábamos ir a ningún gimnasio ni salir a correr, lo brazos estaban fuertes y torneados y la cintura angosta, un día de tallar ropa a mano hace más que un entrenamiento doble de «aerobics» de mallas de «lycra» de colores llamativos y banda en el pelo como máxima expresión de moda de los años ochenta.

Los años pasaron y la limpieza de la casa era parte natural de la vida, sin muchacha, sin cha-cha, sin asistenta, aspirar, barrer con escoba de mijo, trapear con el “mechudo”, lavar los platos y cambiar las sábanas. Los baños, la ropa, planchar y sacudir. Todo se hacía en casa sin rechistar, y con disciplina pasaron los años y la vida fue tomando su curso. Las condiciones mejoraron cuando mis hermanos empezaron a trabajar, bastante jóvenes y a la par de los estudios de bachillerato, pero fue necesario y eso permitió regresar a las escuelas privadas para la universidad, con un gran apoyo de becas y una buena parte de pagarés de financiamiento firmados a largo plazo.

En los años del desierto, en Monclova, Monclovita la Bella a mediados de los años 90 la vida me premió con un apartamento pequeñito, huacales de mercado que cubrían las paredes como librero y un «futón» rojo que hacía las veces de sofá en la salita de ese piso que estaba siempre impecable gracias a las manos y la paciencia de María-Marcos a quien de cariño le llamaba yo Marcos y ella me decía «Lucy» a pesar de los rechistes de mi madre, quien recibía un beso en la mano por Marcos cada vez que llegaba a visitarme desde la capital del país hasta desierto.

Marcos lavaba, planchaba, limpiaba y me preparaba comida que dejaba en cajas de plástico en el refrigerador mientras yo trabajaba y trabajaba, largas horas en la planta de acero en el área de comunicación y largas y amorosas horas en la radio frente a los micrófonos durante el día y mejor aún en las horas de insomnio a la media noche.

Casarme fue cosa fácil con Marcos cuidándome las espaldas, en cuanto «el señor Tomm» llegó Marcos era aún más feliz cuidando de él y lo mejor de todo cocinado para él, éste vikingo de ojos azules y enamorado de la comida mexicana, entre más picante-mejor que Marcos disfrutaba preparándole. Marcos hacía cortadillo norteño, ponía los frijoles, echaba tortillas de harina con manteca y servía con agua fresca y de postre fruta picada. Ella nos servía la comida a la mesa del comedor, mientras comíamos ella esperaba en la cocina y ahí le gustaba estar a pesar de nuestra insistencia de que todos podíamos comer juntos en la cocina, pero ella tenía más voz de mando que la mía y las cosas se hacían a su modo, ella nos servía y lo disfrutaba haciéndolo en el comedor mientras la puerta de la cocina se abría y cerraba abatiendo cuando ella entraba y salía con los platos servidos con más tortillitas calientes y con el café negro. Ella en la cocina comía a sus anchas y en muchas ocasiones invitaba a su marido Don Natalio quien hacía las veces de jardinero y cuando trabajaba en nuestro jardín desde el amanecer para evitar el calor del mediodía Marcos le esperaba en la cocina con los platos puestos. Una vida de lujos muy lejana, una vida de clases sociales muy lejana a mis días de igualdad social en escandinavia.

Cuando Runa, nuestra primogénita nació, yo viví una lujosa cuarentena de post-parto a nivel de realeza europea, sin mover un dedo, con mi madre de dama de compañía en mi diminuta corte particular quien se sentaba a desayunar, comer y cenar a mi lado sin necesidad de preocuparse por la casa o la preparación de la comida, Marcos en cambio tenía la casa sobre ruedas, la comida caliente en el plato y a la recién nacida entre algodones con ropitas lavadas y planchadas a mano, con sábanas almidonadas y con la casa ventilada y fresca en los aires calientes del desierto. Cinco meses después estaba yo con mi bebé en brazos y mi güero a la orilla del lago Mälaren en el corazón de Suecia en un piso de no más de 60 metros cuadrados empezando una vida lejos del clasismo que mi abuela fomentó durante años y que Marcos, María-Marcos llevaba al pie de la letra besando la mano de mi madre y sirviendo la comida en la mesa del comedor mientras ella esperaba en la cocina.

En el otoño del 2002 estaba yo en un piso de no más de 60 metros cuadrados llorando ante las icónicas bolsas azules de plástico de IKEA llenas de ropa de la lavandería que nada más centrifugada y seca en las máquinas quedaban hechas una nudocidad de arrugas y dobleces. A las dos de la mañana me paraba yo en la cocina y miraba las pilas de platos sucios, el suelo pegajoso y la estufa con cochambre después de un día entero de jornada mamá-de-bebé de tiempo completo a lo que se sumó una barriga más de embarazo con bajísimos niveles de hierro en la sangre y después el parto complejo-complicado y peligroso de Mia. Una recién nacida y una niña de dos años y medio llenaban la vida, los meses, los días, las horas, los minutos y los segundos, las noches y las madrugadas, el tiempo era poco en una vida donde aprendimos que las rutinas eran los bastiones de la educación y que había que tener rutinas para que la vida corriera sobre rieles y evitar descarrilamientos posteriores. Desayuno- colación – almuerzo – merienda y cena eran el compás, siguiendo esas pautas todo lo demás caería en su sitio, la paciencia era la religión y una vida lúdica nuestra pasión, así aprendimos a ser familia y a vivir una vida sin asistentas ni muchachas en la casa, aprendimos a llevar las rutinas al extremo y a vivir en una casa limpia sin tener que llorar frente a un excusado poco-amigable o frente a una pila de platos sucios.

«Hubiera escrito mucho más y mejor si hubiera dedicado menos tiempo a fregar platos y más tiempo a la máquina de escribir»

 

Mi padre era un hombre brillante y divertido y una de sus mejores enseñanzas fue el «más vale maña que fuerza» y lo mismo aplica en cuanto a la limpieza de la casa se refiere donde la perfección no debe de ser la prioridad. En un suplemento dominical de cultura del Dagens Nyheter leí una entrevista a una autora norteamericana cuyo nombre no recuerdo porque mi memoria es corta y dura pero que la idea principal de su razonamiento me quedó tatuada, cuando el periodista la adula por la enorme producción de obra literaria ella responde que «hubiera escrito mucho más y mejor si hubiera dedicado menos tiempo a fregar platos y más tiempo a la máquina de escribir». Lucía Berlín limpiaba casas, era una mujer de la limpieza y entre trapo y trapo, entre hijo en hijo, entre cuento y cuento produjo una obra literaria magnífica para al fin ser publicada y reconocida post mortem. Por otro lado Agatha, sí nuestra querida Agatha Christie mencionó varias veces en sus entrevistas que «no hay mejor momento para pensar en el crimen perfecto que frente a la pila fregando platos».

Yo he hecho un balance de mi tiempo invertido con las manos en el agua lavando los platos. Cuando vivíamos en ese pequeño apartamento de recién-llegados-a-Suecia y empezaba a estudiar el idioma hice mis tablas de tiempos de los verbos en papel y las pegué en la pared del fregadero, ahí estaba yo enjabonando y enjuagando mientras repetía religiosamente las conjugaciones de los verbos regulares e irregulares de este idioma por demás antiguo y geográficamente limitado. Después hice mis listas de palabras «ett» y «en» a falta de pronombres y sustantivos a-lo-latino, pero decidí dedicar más tiempo a estudiar el idioma y a educar a mis hijas que a mantener la casa como espejo.

Durante los años en la casa de la finca en el campo me tomé la libertad de contratar una empresa de limpieza, porque en éste país de igualdad y de derechos y obligaciones ciudadanas cada hora de trabajo de servicio se paga y bien pagada, sé de casos de mexicanas y mujeres latinas en la capital que consiguen ayuda de limpieza por debajo de la mesa entre conocidas que entran al país sin trabajo o como turistas, pero yo me rehúso a las prácticas  por-debajo-de-la-mesa y alabo los pagos igualitarios y las facturas mensuales para que el personal de limpieza goce de los mismos beneficios que yo y que cualquiera en un país con vacaciones, seguro social y sistema de pensión para todos y cada uno de sus residentes. Así que pagaba por ocho horas de limpieza al mes, si OCHO horas al mes, en dos tandas, cada quince días un equipo de dos chicas en su camioneta de la empresa y uniforme llegaban a la casa y en el lapso de cuatro horas limpiaban los entonces 250 metros cuadrados que tenía la casa, una el piso de arriba la otra el piso de abajo: pisos, cocina, refrigerador, lámparas, baños, todo absolutamente todo quedaba radiante, limpio, oloroso, perfumado y listo para ser usado durante quince días. La consigna era que nosotros mismos teníamos que dejar todo perfectamente recogido para que ellas pudieran hacer su labor, ni un trapo o calcetín fuera de lugar. La factura por las ocho horas llegaba puntualmente y el descuento de impuestos por servicios de limpieza y mantenimiento del hogar pagaba la mitad de la suma.

Dejamos el campo y sus 29 manzanos por un piso central en la ciudad donde nos hemos hecho cargo de la limpieza personalmente los cuatro miembros de la familia con la vida amable como prioridad, con dos adolescentes cada quien sabe lo que debe de hacer y cada cosa tiene un lugar específico, el orden y la limpieza no se cuestionan, son cosas de todos los días, son partituras de una pianola alegre que toca su propia música, la lavaplatos se llena y se vacía, la cocina se mantiene limpia, los baños se limpian con frecuencia y con discreción temprano por la mañana, la aspiradora sale regularmente y las superficies se desempolvan cuando el ojo lo exige. La vida es amable y la limpieza no hace que nadie levante la voz. En mis meses de confinamiento-especial con dosis de quimioterapia hasta las neuronas más inocentes y las células menos enfermas la familia se hizo cargo por completo de la casa y su funcionamiento. Runa tomó la batuta de la lavandería, cuatro horas las tardes de sábado, la ropa queda limpia, doblada y en sus cajones sin necesidad de que nadie lo mencione, el orden rige, las áreas comunes se respetan y nadie hace aspavientos cuando una rata-de-polvo pasa corriendo para esconderse debajo de la cama.

La vida es sumamente amable con la casa limpia pero es más amable aún cuando la limpieza no es la prioridad absoluta. En la estación de radio P1 que es mi compañía casi de tiempo completo, escuchando el programa del club de libros de Lindström hablaron de dos libros sobre la limpieza del hogar y una de las escritoras saltó de la mesa cuando se le preguntó su opinión sobre Marie Kondo y si no me equivoco dijo algo así: «Kondo no sabe de limpieza, sabe trucos para ordenar pero nunca la hemos visto con un trapo en la mano». Cierto pero orden y limpieza son compinches y les gusta andar mano a mano, me gusta Marie Kondo pero no la pongo en un altar, me parece una chica lista que le ha sacado partido a las enseñanzas de su abuela, pero nunca, nunca haría yo una limpieza de libros y de recuerdos como ella lo sugiere. Yo conservo todos los libros leídos y por leer y tengo cajones de recuerdos por aquí y por allá que guardan polvo y años y que son míos y que la muerte se encargará de que pasen al olvido.

Mientras escribo veo el polvo en el mueble del televisor, mientras escribo la ventana está abierta dejando entrar el viento de primavera y el polen que llenará la casa de más polvo aún pero de acuerdo a un artículo leído esta mañana en la página del Foro Económico Mundial ese viento que dejamos correr por la casa se llevará los coronavirus y dejará el aire limpio para que nos contagiemos en menor escala. No lo sé y no lo veo, lo único que veo es el polvo, sé también que hay ratas-de-polvo debajo de mi cama y sé que hay que lavar las toallas de manos, pero no hay pánico por la limpieza, no hay terror de orden ni un modelo a seguir, ahora prefiero ser efectiva de manera ágil y graciosa dando prioridad a los largos paseos matutinos, a las horas de lectura y a las palabras que pueda escribir hasta que la cuarentena, la mundial y la mía muy particular me lo permitan.

Ahora sé que la vida es más amable con la lavaplatos haciendo su trabajo en silencio y un poco de polvo cubriendo los muebles, pero aún así pienso en mi abuela que lavaba los platos en absoluto sigilo como la señora de la casa que era y yo disfrutando más de los paseos, la familia, el teclado y las palabras que de la limpieza perfecta del hogar.

Podcast en voz de la autora

El palacio de cristal.

En el sofá de la salita familiar están sentados muy calladitos y apretujados Almudena, Amos, Lucía y Roberto, los veo desde aquí, los miro de reojo, paso y los acaricio un poco, los desempolvo, los observo, no les digo mucho nada más sabemos mutuamente que estamos en espera, Amos con «Una historia de amor y oscuridad» aguarda con su edición de bolsillo, con ese papel delgado que hay que frotar entre los dedos para pasar de página, a Amos lo leo en Sueco y me inunda de un lenguaje que altera mi entorno y acelera mis neuronas, me gusta entrar en su mundo, me transforma, me apasiona, pero lo tengo ahí sentado.

Almudena está como siempre desde hace más de 25 años silenciosa y paciente porque se sabe favorita y tiene la seguridad de que siempre regreso a ella aunque esté sentada rodilla con rodilla con Lucía Berlín y su «Manual de las mujeres de limpieza», que ahora siento una prisa enorme por leerla antes de que Almodóvar se me adelante y presente cinco de los cuentos como película, aunque de cierto no sé cuales son los cinco cuentos de Lucía que Pedro ha elegido para filmar. Y Roberto mira de un lado a otro, es recomendación de mi amigo políglota, si de ese suizo/alemán-italiano políglota en toda la extensión de la palabra con sus siete idiomas en la punta de la lengua que cuando trabajamos juntos tras bambalinas, entre ensayo y ensayo y entre revisión de textos y corrección de estilo hablamos siempre de literatura y qué más que del lenguaje y los idiomas por supuesto.

Los veo desde aquí, desde mi sillón negro junto a la ventana de la sala, la ventana de las orquídeas y de la pequeñísima urna de hierro forjado que compré en mi boutique favorita de segunda mano. Desde aquí los miró un poco a la distancia y les pido con la mirada que sean pacientes, que esperen por mí, porque no todos los días tienen el ánimo o la fuerza para sostener un libro y ahogarse en sus palabras. Mi cuarentena particular ha sido mucho más impredecible de lo que pudiera imaginar, no es esa cuarentena-de-sanos en la que se asfixian aquí y ahora cientos de millones de personas en el mundo, que de pronto por el virus del corona han tenido que «sufrir» de un encierro forzado y asintomático en las cuatro paredes de su casa, u ocho, o dieciséis, o 64 paredes que tendrán algunos. Mi cuarentena inició a finales de octubre del 2019 y se ha extendido hasta hoy día y muchos-muchos más días se sumarán a esta estancia en casa, sentada en mi sofá donde me he atrincherado observando mis orquídeas que me sorprenden con flores nuevas a pesar de la temporada y con mi perro echado a mis pies con su cuello postrado sobre mis piernas.

«Dolor» nada más, dolor físico, dolor morado, dolor localizado, dolor-del-bueno, de paliza, de fuerza física, de agresión directa al cuerpo, de viernes de semana santa.

No ha sido un tiempo de rutinas y de esparcimiento, no ha sido un tiempo de lecturas placenteras y de ocio, no ha habido cabida para arreglar un guardarropa o limpiar los cajones del fondo del armario. En una cuarentena-de-cinco-meses los espacios y el tiempo se han llenado de tratamiento citostático y sus respectivos efectos secundarios y hoy los días se han llenado del proceso de recuperación tras la mastectomía radical y la extirpación de los ganglios axilares, el aire, el tiempo, todos los ámbitos se han llenado de dolor, el más puro y crudo que se pueda describir.

Pero «dolor» nada más, dolor localizado en el cuerpo, dolor con sus respectivos moretones de tonos azules, lilas, verdes y gris-oscuro en el brazo, dolor con falta de movilidad, dolor con insensibilidad, dolor que se sazona con un ardor de piel en la zona de la herida, dolor al mover, al subir, al bajar, al tocar y al coger, dolor de ese que te abre los ojos de madrugada y te provoca gemidos profundos desde la garganta y desde lo más hondo del estómago, dolor que te mantiene con los ojos pelones al alba y dolor que espanta a los fármacos. Pero «dolor» nada más, perfectamente localizado en el lado izquierdo de mi pecho, en mi brazo que no para de sentir y no deja de gemir a diez días de la intervención.

Pero «dolor» nada más, dolor físico, dolor morado, dolor localizado, dolor-del-bueno, de paliza, de fuerza física, de agresión directa al cuerpo, de viernes de semana santa, de tortura, de ofrenda, de víctima, de violencia, de sangre coagulada y de músculos mutilados, pero dolor nada mas. Nada más que dolor, de esos que pasarán, de los que se rehabilitan, de los que se recuperan, de los que se quedarán callados, de los que pasarán al olvido, de los que nadie más mencionará, de los que nadie más verá. Dolor que quedará mudo detrás de su cicatriz, detrás de su prótesis, detrás de un corpiño, detrás de un suéter de cuello alto. Dolor al fin y al cabo de los que se olvidan y no se vuelven a mencionar. Nada más dolor y no efectos secundarios, esos… «esos» son las ligas mayores que ponen a prueba la capacidad humana para superar cualquier enfermedad.

«Estoy amordazada en un palacio de cristal. Todo se intensifica de manera exponencial. Pero ellos no lo saben»

– escribí un día desde mi trinchera.

Durante cuatro meses en ciclos de tres semanas recibí el llamado tratamiento citostático y durante días-semanas y meses los efectos secundarios me entregaban en mano el pase directo a los infiernos con garantía absoluta de pérdida de la razón. En la última cita con uno de los médicos oncólogos previa a la cirugía, la doctora con rango de «profesora» de especialidad me miró a los ojos y me dijo que estaba realmente satisfecha de que yo haya logrado terminar el tratamiento citostático ya que la fórmula química a la que me sometieron es la más arriesgada y agresiva que hay, lo cual no garantiza que los pacientes logren llegar al final del tratamiento muchos de ellos desisten y lo interrumpen , yo lo logré y llegué al final con 16 kilos menos, sin pelo, sin cejas, ni pestañas como era esperado, lo logré sin sentido del gusto, sin fuerza muscular y con pérdida de memoria. La quimioterapia lleva la salud física y mental del paciente al extremo máximo, al borde del precipicio y al abismo más profundo. Mi experiencia fue un vago andar por entre los infiernos y el purgatorio con mi mente claramente desconectada de mi consciente y de la realidad.

«Estoy amordazada en un palacio de cristal. Todo se intensifica de manera exponencial. Pero ellos no lo saben» escribí un día desde mi trinchera, aunque no lo recuerdo claramente, cuando los sentidos se agudizaban al punto de que la respiración del ser más amado era un estruendo apabullante, los sonidos más triviales, los sonidos más caseros, los sonidos más comunes eran ruidos agresivos y estrepitosos, el sacar las llaves del cajón en el pasillo de servicio, ese buscar de los dedos por el manojo de llaves, ese tomar el manojo de llaves en el puño, el quitarse los zapatos y dejarlos caer al piso, el abrir la pequeña puerta del guardarropa del pasillo donde se colocan los zapatos de calle, el abrir y cerrar la puerta de entrada al piso, los sonidos más caseros, comunes y rutinarios eran ruidos despiadados en mis oídos post-drogas y sensibles. Los olores que en condiciones normales me llevan al hogar, a los alimentos preparados con amor y a los espacios de calma eran un hedor de ajos, aceites y comida por demás repugnante. Los sabores que a lo largo de los años habían simbolizado la unión familiar y el gusto por los alimentos se convirtieron en gusto de metal sucio en la boca, cobre verdoso entre los dientes y el paladar. Gusto, olfato y oído en estado de descomposición absoluta. Gusto, olfato y oído que me llevaban a una imagen de mi misma en El Retiro tumbada en el piso frío del Palacio de Cristal, desnuda, cubierta apenas por una bata con mis pies blancos y mis manos adoloridas entre los ecos apabullantes del silencio habitando un cuerpo de escoria, oxidado y allagado por los efectos secundarios de las drogas. Ahí me veía yo a mí misma, tumbada en el piso del Palacio de Cristal en un día de invierno en mi soledad, tumbada en el piso frío hablando sin ser escuchada, gritando desde lo más profundo de mí misma sin poder pronunciar palabra, ahí estaba yo tumbada en el piso frío del Palacio de Cristal muda en silencio e invisible ante el paso de los paseantes que miraban a su alrededor, que seguían su curso, su marcha pero no reparaban en mi cuerpo, frío y blanco mármol cubierto por una bata mientras yacía tirado en el piso frío del Palacio de Cristal, sin gusto, sin olfato, ahogado de ruidos estridentes como el caer de una hoja seca en el pasto bañado de rocío al despertar.

Así transcurrieron los días de los efectos secundarios, con la mente desconectada del cuerpo, con el almacén de vocabulario secuestrado por los medicamentos que fluían por mi cerebro y se burlaban de mi búsqueda imprecisa por la palabra correcta para pedir un plato de comida, para describir mis acciones o para definir mis sentimientos, las palabras salieron de mi cuerpo, abandonaron mi lengua y se mudaron de mi mente, las palabras más comunes, las palabras en mi español nativo, en mi sueco adoptivo en mi inglés siempre tan masticado, todas empezaron a salirse de foco y a perder significado. Encontrar palabras, pescar verbos, sustantivos y adjetivos se volvió una actividad que ocupaba gran parte de mi tiempo en los-días-malos, poder pedir por algo o explicarlo simplemente tomaba demasiado tiempo.

Fueron mis días atrincherada a la puerta de los infiernos, mis días de-efectos-secundarios, mis días de cuerpo inerte, frío y desnudo tirado en el piso frío del Palacio de Cristal.

Ahora han quedado atrás, ahora el tratamiento citostático, las horas-minutos-días y semanas de secuelas de quimioterapia han quedado en la lejanía. El reto posterior fue fortalecer el cuerpo, alimentarme correctamente y principalmente mantenerme sana hasta el día de la cirugía. «Mantenerse-sana» fue un reto de gran magnitud considerando que el tsunami del virus corona acababa de hacer su entrada triunfal en Europa y se apoderaba sigilosamente de calles, ciudades y países cobrando salud y cobrando vidas tal como en su tiempo lo hiciera la Peste negra. Mantenerse sana cuatro semanas era la consigna, cuatro semanas en una cuarentena sellada, impermeable y a prueba de balas. Pero la salubridad pública tuvo que reprogramar sus planes originales y rehacer sus rutinas ante la pandemia lo que obligó a los médicos a priorizar y a levantar el teléfono no para posponer mi cirugía sino para adelantarla lo más posible a fin de agilizar la siguiente etapa de mi tratamiento.

El 26 de marzo sonó el teléfono al filo de las ocho de la mañana, Josefine, mi enfermera de contacto para la cirugía me saludó con una pregunta «has desayunado hoy» -pues tienes 15 minutos más para ingerir alimento, necesitamos seis horas de ayuno, entrarás a cirugía esta misma tarde a las 15.00 horas.

Huevo tibio y un café fue mi desayuno de esa mañana, pasé las siguientes horas preparándome para la cirugía de la mejor manera que sé, como siempre lo he hecho de acuerdo a mis rituales establecidos y que he perfeccionado por ejemplo antes de salir de viaje, me puse a recoger la casa, a limpiar, a aspirar, a trapear, a cepillar los excusados y a dejar los lavabos pulcros y radiantes. Mi hermana en la video-llamada preoperatoria me hablaba de rituales mucho más espirituales y de oraciones, para mí no había nada de mayor prioridad que los baños olieran a cloro y que mis manos estuvieran igual de ocupadas que mi mente y mis ojos fijos en los pisos, la cubeta y el ruido de la aspiradora que llenaba mi cabeza.

Pasadas las 16.00 hr. estaba yo acostada y desnuda en una cama de hospital en la antepuerta del área de cirugía, con mi batita blanca y unas calcetas que llegaban a media pierna desnuda, en soledad, en silencio e inmóvil puede entonces conversar con Dios, con ese Dios-mío, mi Dios-particular que habita en mi interior para decirle lo mismo que siempre porque en nuestras conversaciones nunca ha reinado la creatividad, yo simplemente le doy las gracias, nunca-pido, nunca-ofrezco, es en cambio un balance perfecto, yo tan solo doy gracias pero en esta ocasión al igual que en el funeral de mi madre le hice una ofrenda sencilla al ritmo, letra y con el acento rosarino característico de Fito, Fito Páez: “¿Quién dijo que todo está perdido? Yo vengo a ofrecer mi corazón”. Dos minutos después me pasaron al quirófano, me acostaron en esa plancha dura de acero frío que hiela los huesos, me pusieron una cobija eléctrica, el personal de uniforme azul, gorritos verdes, tapabocas, ojos azules brillantes y manos enguantadas se fue presentando uno a uno, un ejército de duendes azules pasaron revista y yo me dormí profundamente.

«Tzatziki» fue mi primera palabra al despertar, Tzatziki le dije a la enfermera del postoperatorio, lo debo haber repetido varias veces hasta que ella me contestó con paciencia y sus ojos azules-dulces y tolerantes con los efectos de la anestesia general -«¿disculpa qué idioma hablas?«, y fue cuando caí en cuenta que seguramente estaba diciendo alguna barbaridad. Como parte de mi ritual matutino además de la limpieza general de nuestro piso dejé una charola de horno lista para cocinarse a 220 grados durante 40 minutos, un arco-iris de verduras y tubérculos que al hornearse mezclan los sabores en un platillo muy sencillo y muy fácil de preparar: camotes, papas, zanahorias, betabel, cebollas, pimientos rojos, apio y ajos aderezados con aceite de olivo, salsa de soja y hojas de laurel. Pero faltó preparar el tzatziki a pesar de que tenía el yogur turco, los dientes de ajos pelados y el pepino a la mano. Olvidé también dejar las instrucciones y olvidé decírselo a Tomm para que lo preparara, así que mi palabra mágica en el postoperatorio fue tan profunda como una salsa mediterránea.

Hoy día, a diez días de mi mastectomía, – a punto estuve de escribir «de mi primera mastectomía» – pero no lo voy a escribir porque espero que sea la única de mi vida, pero fue un golpe natural en el teclado decir que es la primera, lo cierto es que hemos hecho todo lo que hemos podido en estos últimos cinco meses para erradicar el cáncer de mi cuerpo, en estos primero cinco meses para asegurarnos de que las células cancerígenas me hayan abandonado por completo. Cinco meses apenas, mi piel se ha renovado de esa deshidratación que produjo una resequedad de Sahara donde cualquier roce de la ropa, de las sábanas, de la toalla provocaba una irritación con su respectiva herida y de ahí a una llaga menor, mis dedos se han curado de esa cutícula frágil que provocaba sangrados constantes y dolorosos, mis dedos de los pies están en el proceso de recuperarse y de volver a tener uñas sanas que no agredan los cantos y que provoquen sangrados y pus. Mi cara se está recuperando después de esas marcas y cicatrices que me fueron dejando como infante con varicela, plagada de manchas oscuras y cicatrices cutáneas.

Todo se está recuperando ahora nada más tengo que sentarme a esperar a que el dolor, porque es nada más eso, dolor físico resultado comprensible y obvio de la operación, vaya desapareciendo, se vaya diluyendo poco a poco, día a día, que la terapia física haga lo propio y que yo vaya tomando fuerzas, «serán meses de recuperación» me dijo mi enfermera de contacto de la unidad de mamografía del hospital de zona, «meses» ahora la palabra ya no me asusta, en el otoño cuando recibí mi diagnóstico y el médico dijo «meses de quimioterapia» el mundo se paralizó y la vida cayó en un precipicio oscuro y sin fin hasta el centro de la tierra, ahora serán tan solo unos meses de recuperación para que mi brazo vuelva a la normalidad, mi pecho nunca será el mismo ahora que tengo una cicatriz al lado izquierdo, como una abertura simbólica, una ranura imaginaria de acceso directo al corazón. Ahora tan solo tengo que esperar al siguiente paso del tratamiento, vendrán las vacunas de anticuerpos, 15 días de radioterapia y después los años de terapia hormonal, nada de qué preocuparse si es que mi estómago decide cooperar, ahora que ha vuelto a la normalidad después de 16 semanas de haber estado contra-corriente y de haber dejado 16 kilos en el camino, ahora que mi cara ha cambiado, ahora que mi hija menor mi Mia mi Mia me miró y me dijo con su voz tan particular «mamá ya no tienes cáncer en tu cuerpo, se ha ido, lo puedo ver en tus ojos»

Ahora nada más tengo que esperar, no más efectos secundarios, no más estar hecha un ovillo atrincherada a las puertas del infierno, no más sensaciones exponenciales en el Palacio de Cristal, no más dolor, no más cáncer en mi cuerpo, ahora nada más tengo que esperar.

Veo desde aquí a Amos, a Almudena, a Roberto y a Lucía, quizá ahora tenga tiempo de tomarlos en mis manos para romper su silencio, para dejarme acompañar, para escucharles y perderme en sus palabras, ahora que tengo tiempo, como el resto del mundo, tiempo y vida – en mi cuarentena particular.

Podcast en voz de la autora