Los chiles en escabeche que preparaba mamá

Los chiles en escabeche de la receta de mi madre son facilísimos de preparar, se preparan “como siempre” – así me decía ella cada vez que yo le preguntaba una receta. – Mami ¿cómo preparas el arroz a la mexicana? – Pues como siempre, me decía.
Mami ¿cómo preparas el bacalao a la vizcaína?, “¿cómo que no te acuerdas?” – así contestaba mi madre, así que se trataba de andar a las vivas y de espiarla muy de cerca para aprender sus recetas o mejor dicho, para robarselas.
Las visitas que hizo a Suecia fueron una gran oportunidad de “robo intelectual” y el cambio de ambiente le hacía bien, porque por iniciativa propia se sentaba y escribía recetas para “dejarlas para cuando yo ya no esté” me decía, así apuntaba y escribía de puño y letra, cada año con la letra más temblorosa y menos legible pero las escribía, a veces se saltaba algún ingrediente y otras le ponía de más y de su propia cosecha, así me hice de las recetas más selectas de la cocina de mi madre, de esa cocina que me toca reproducir, guardar y resguardar para heredar muy bien empaquetada a mis hijas sin importar la zona horaria ni la latitud en la que vivimos o en las que ellas decidan arraigar.
Los chiles en escabeche, esos los recuerdo de los años de la infancia, de cuando niños, de cuando eramos cinco de familia, de cuando la casa grande, de cuando la cocina donde se podía bailar, y correr, andar en bicicleta y dar vueltas en patineta, de los años cuando mamá preparaba y siempre había una muchacha de pueblo que era su asistenta y que ágil y presta pelaba, picaba y meneaba según las ordenes de la patrona, de mi madre que nació como para ser patrona, para señalar con el dedo índice y para decir en voz alta y clara lo que cada quien tenía que hacer.
Cuando preparaba esos chiles en escabeche la casa olía diferente, seguramente serían los olores que mi madre heredó de la casa de su padre, porque a José el carpintero le gustaba cocinar, cocinaba y comía como cumpliendo el deber divino, cocinaba en esa estufa de peltre blanco, en tremenda olla que alimentaría a más de una decena, con cuchara de palo para llegar al fondo y remover lo pegado, esa costra de sabor que cuando se disuelve y brota a la superficie revienta los olores de la olla.
Así olía la casa, nuestra casa, la casa de mis padres antes de que pasara todo lo que tenía que pasar y que pondría la vida patas pa’rriba y corazones para abajo.
Por eso había venido yo amasando la idea de preparar los chiles en escabeche como los preparaba mamá en la cocina de la casa de cuando éramos niños y un día pensaba en el piloncillo, otro día me venía a la cabeza la imagen de los chiles, otro día al despertar me imaginaba esos frascos de vidrio decorados por dentro con los chiles y las hojas de laurel, hasta que el fin de semana barrí fuera de mi cocina a la procrastinación y me abrí de brazos para sacar la olla más grande, la tabla de picar, el cuchillo más filoso y manos a la obra a preparar lo que mi madre me iba diciendo al oído:
Primero rebané la cebolla morada, porque compré una red de cebollas moradas, porque estaban de promoción, porque me pensé que se verían más bonitas y decorativas que las cebollas amarillas, porque en éste país importador de verduras las cebollas blancas son un lujo así que la cebolla que se come a diario, porque yo a diario cocino con cebollas son las amarillas, pero para mis chiles en escabeche me dí el lujo de rebanar cebollas moradas, unas tres, pero mejor le puse cinco uno nunca sabe ya que había de todos los tamaños, las tres pequeñas eran muy pequeñas, las medianas muy medianas y las grandes brillaron por su ausencia, así que hice rodajas de cinco cebollas moradas y las empecé a sofreír en el aceite de girasol que ya estaba borboteando en mi olla, no es una olla de peltre como la de José el carpintero, mi abuelo, es una olla de IKEA que promete una larga vida y que fué diseñada con la idea de un calor parejo y constante especial para las estufas eléctricas de inducción, a falta de la lumbre del butano que calienta de verdad, que da calor de verdad, que se puede subir y bajar a gusto, que nos da flama azul, anaranjada, blanca y roja decorando la cocina, a falta de la lumbre y la olla yo sofreí las cebollas moradas en mi olla de IKEA, así suavecito, sin fuego que arrebate, moviéndolas de un lado al otro, bailando un danzón con la cuchara de madera, porque eso sí señoras y señores a mí me gusta cocinar con cuchara de madera, que le vamos a hacer.
Luego separé los dientes de ajos de la cabeza y presionandolos con la palma de la mano, bueno no con la palma sino con el gordito éste de donde sale el dedo gordo, esa parte rechoncha de la mano que sirve para nada, sino para aplastar ajos, pues con esa parte de la mano aplasté unos seis dientes de ajos que explotaron de susto y se sacudieron rápidamente de su cáscara para echarse a la olla a bailar danzón con las cebollas moradas, porque en éste país de tubérculos donde las verduras son de importación uno se da el lujo de pagar por cebollas que no son blancas y buscar siempre ajos que vengan de españa porque me rehuso a comprar ajo de china, el ajo que se come en mi casa ha de ser español, como el Poeta en Nueva York.
Luego siguieron las zanahorias, o las señoritas como les decía mi mamá, ha de ser eso de ser señoritas que las hace duras y por eso tardan tanto en coser, así que me puse a pelar zanahorias, unas cuantas, las que había en la bolsa, una bolsa pequeñita que no trae más de seis, pero eso sí estas verduras, estos tubérculos si son nacionales, la bolsita viene con la bandera azul y amarilla, producto orgullosamente sueco de producción local y sin uso de pesticidas.
Las zanahorias las corto en diagonal, se ven más guapas que en rodajas, a mi no me queda la menor duda.
Cebollas, ajos y zanahorias, todos sofriendo sabrosamente a fuego lento en la olla para llegar a la hora crucial agregar los chiles, verdes y rojos, la receta original dicta jalapeños pero en éste país de heladas de seis meses y verduras importadas los jalapeños son un exceso de caros, de precio obsceno de verdad, dos jalapeños importados de holanda por 50 pesos… dos chiles jalapeños por 50 pesos mexicanos… el amor a la patria tiene sus límites, así que los chiles que compramos fueron chiles flacuchos, larguiruchos pero verdes y un par de rojos a tan solo 150 el kilo. La cartera se respetó y todos felices y contentos, yo al menos, los lave con agua corriente, les corte la cabeza como en la santa inquisición, los abrí de arriba a abajo como para sacarles el alma, pero no se las saque, el alma de estos chiles importados de algún otro país del continente se las dejé para que se sofriera junto con las pocas venas que tenían y las muchas semillas que brincaban en el danzón de la olla con aceite de girasol.
En ése momento mi cocina era ya una nube de olores, una capa de ozonos de chiles, ajos y cebollas que se bañaban en el aceite caliente y cuando todo disfrutaba de movimientos envolventes eche el puñetazo de sal, un puño del tamaño de un puño bien bien cerrado, un puño tan pequeño que se cuenten los granos pero tan grande que se sepa a sal, sal gruesa, sal pesada y rocosa para seguir meneando, meneando, meneando hasta que uno se menea también, se menean las caderas, y los hombros y se balancean los pies, así meneando se va incorporando, el ajo con la cebolla, la cebolla se incorpora con el chile, el chile rojo se incorpora con la sal y la sal con la cebolla, las zanahorias que son duras y recatadas se toman su tiempo para soltar, para aflojar, para empezar el rito de la incorporación, para tomar cuerpo, el cuerpo de uno en el sabor del otro, yo te unto del mío y tu me embadurnas de otro, así danzan y se hablan los chiles con las cebollas los ajos y la sal, y cuando creen que están ya incorporados los sorprendemos con una taza de vinagre de manzana, así de golpe y porrazo se las echamos desde arriba, y lo movemos todo rápido con la cuchara de palo y los humores del vinagre se adueñan de las nubes de olor.
Para darle aún más carácter a mis chiles en escabeche agregé todo un paquete de champiñones de miniatura, una monada de pequeños champiñones importados claro, como todas las verduras que se jacten de buen sabor para compartir de la olla con mis cebollas moradas, mis ajos, mis chiles verdes y rojos y las zanahorias que a estas alturas empezaban a suavizar.
Mover, menear, fuego lento, olla grande, la sal se había ya disuelto, el vinagre de manzana en pleno proceso de evaporación todo listo para agregar las cuatro hojas de laurel y las cinco, o serían seis, bueno las ocho pimientas negras y gordas como deben de ser.
La joya de la corona la dejé para el final: media taza de azúcar morena, a falta de piloncillo eché mano del azúcar de caña morena llegada a Suecia como producto de lujo gracias a los tratados de comercio justo que promueven la producción local y ecológica en los países más allá del ecuador, azúcar de caña morena de primerísima calidad importada desde las latitudes de sol, de trópico y de manos morenas y sombrero de paja.
Esa azúcar morena es la joya de la corona, a falta del piloncillo de mi país, a falta y a falta uno se las ingenia y encuentra sustitutos para que los olores se equiparen a esos de la memoria y para que la cocina se impregne de los olores de la cocina en casa de mi madre cuando éramos pequeños, cuando la vida nos abrazaba.

Y yo muevo la olla, y me acerco y la huelo y la tapo, y preparo mis frascos y veo la hora y se me ha ido el tiempo, se me ha ido a un país que ya no existe, ese el de mi infancia el país de los años felices, el país de la familia de cinco, y abro mis frascos para conservas y los pongo en fila y cuando los olores me han transportado por completo sé que mis chiles en escabeche están listos, los ojos se me aguadan, mi cuerpo esta caliente, mis manos han estado sujetando la cuchara de madera, mis frascos de conservas están alineados, regalaremos unos, disfrutaremos otros, los dejo enfriar junto a la ventana, junto a mis pensamientos, junto a mis recuerdos, dejo que los olores se asienten, apago la luz y emparejo la puerta de la cocina para que pase la noche impregnada del olor de los chiles en escabeche como los que preparaba mamá.

La madre de mi abuela… y yo atando cabos

Alicia contaba poco de su niñez, que venía del norte de la República decía, donde hacía mucho calor en el verano y mucho frío en el invierno, que era de un pueblo donde las casas eran de adobe y las calles de tierra, un pueblo que había sido un Real de Plata, donde había casas elegantes pero por demás casas humildes y niños corriendo por las calles descalzos, Alicia, mi abuela, contaba poco de su niñez. Que tenía una amiga de su misma edad o casi, sería un año mayor que mi abuela, se llamaba María de los Ángeles y dejó el pueblo para irse a Guadalajara con su familia, después María de los Ángeles se mudaría a la capital para trabajar “disque de artista” decía mi abuela, porque era muy guapa, tan guapa que dolía, tan guapa que volvía locos a los hombres, pero mi abuela decía que ni-tanto, que María era flacucha de niña y nada de guapura que era una chamaca cualquiera, nomás la hija del militar Félix.
Mi abuela hablaba poco de su niñez, después de todo salieron de Sonora cuando Amalia, su madre murió, no recuerdo sus palabras si fué una muerte repentina o una muerte por enfermedad, de esas que lo tumban a uno en la cama y lo van chupando hasta la médula.
Amalia Riester murió y murió jóven, murió dejando cuatro huérfanos: los gemelos Arturo y Esperanza, la menor Lydia y Alicia, mi abuela, la mayor de los hijos de Amalia y Francisco Ramírez Vallejo, oriundo de San Francisco del Rincón, Guanajuato, que cuando se vió viudo y con cuatro bocas que alimentar en ese real minero venido a menos, empacó sus maletas y sus cajas de cartón con los vestidos de las hijas, la poca ropa del varón, se subieron al ferrocarril en la estación de Los Álamos para llegar a la capital, a la ciudad de México de los años 30’s y depositar a sus hijos en casa de su hermana para después salir a comprar cigarros y nunca más regresar.
Desde que su padre fué a por cigarros, mi abuela Alicia volvió a hablar poco o nada de él, le culpaba en silencio de la muerte de su madre Amalia Riester y pocos años después de la muerte de su hermana Lydia.
De Amalia me dió muy pocas palabras mi abuela, pero me dejó su fotografía, una fotografía en blanco y negro o quizá sepia, de esas que no se las come la luz porque se ven los contrastes de la plata de las placas del original, está enmarcada en óvalo y se ve a Amalia Riester Viñas vestida de largo, la tela de su vestido es a cuadrícula, el vestido se acintura al talle, tiene las mangas cortas, justo antes del codo donde se ajusta con una tela de encaje blanca, la misma que se usó para confeccionar el cuello del vestido que cae hacia los hombros en ondas de tela ligera y del centro del encaje del cuello sale un lazo donde amarra un corbatín. Amalia Riester Viñas está de pie recargada en una mesa circular de diámetro pequeño, una mesa de caoba de patas largas y delgadas que llega justo a su cintura, ahí Amalia posa el codo del brazo derecho sobre la mesa y pone los dedos en la barbilla, la mano izquierda se detiene suavemente en la mesa de caoba de patas largas y delgadas.
El vestido largo y cuadriculado de Amalia Riester Viñas con su corbatín de moño y sus mangas cortas se antoja el vestido de una maestra de la época, de una profesora de colegio pero no tengo la información, tan sólo la imaginación, mi abuela no mencionó nunca profesión alguna, únicamente lo mucho que la echaba de menos y como todos los huérfanos añoraba la vida que hubiera sido si su madre no hubiese muerto.

«Amalia se mencionó poco en casa de mi abuela, pero se le amo mucho, como solo los hijos huérfanos podemos amar a los padres que mueren jóvenes.»

Amalia Riester Viñas tiene el cabello negro recogido en chongo, de esos chongos bombachos, de esos chongos grandes que quedaban justo para sentar un sombrero, pero aquí ni sombrero ni profesión, lo único que me queda es una cara joven, guapa a su modo, con un rostro ovalado, sin sonrisa y de tan poca expresión que pareciera adusta, pero en 1911 no se esperaba que la fotografía perpetuara la sonrisa sino la personalidad. Amalia Riester Viñas tiene 19 años, sería soltera en esa época, la fotografía se la dedica a quien fuera su amistad y con una caligrafía armónica y muy trabajada se lee claramente:
“Junio 29 – 1911
Petra dígnese Ud. Conserbar este umilde Recuerdo de quien mucho La quiere su amiga Amalia Riester”
Así con sus altas y sus bajas, con sus “bes” y sin sus “haches”
¿Será acaso una despedida? Es posible, a los 19 años Amalia Riester Viñas, soltera, hija de familia y recatada viviría aún en casa de sus padres y es posible que la fotografía fuese la despedida hacia su amiga Petra antes de contraer matrimonio. La fecha en que Amalia Riester se casa con Francisco Ramírez no la tengo en papel, pero en la imaginación, sería entre 1911 y 1914, pariendo a Alicia, la mayor de los hijos Ramírez Riester el 15 de marzo de 1915.
Amalia se mencionó poco en casa de mi abuela, pero se le amo mucho, como solo los hijos huérfanos podemos amar a los padres que mueren jóvenes y que nos dejan colgando de un hilo el resto de la vida, con esa frase eterna de ¿que hubiese sido?
Mi abuela hablaba poco de su infancia pero mostraba orgullo por su madre y su origen, poco mencionó, al menos a mi, me dejó pocas palabras pero me llenó de imaginación. Para Alicia fué de suma importancia que mi padre y mi tío el Doctor estudiaran en el Liceo Francés y cómo no hacerlo si después de todo eran nietos de la Señora Riester, hija de militar Francés.
Fué entre 1861 y 1866 cuando la segunda invasión Francesa a México, la del imperio de Maximiliano y su fusilamiento en el cerro de las campanas ordenado por el presidente de la República Don Benito Juárez, cuando tropas Francesas desembarcaron en Veracruz y algunos que otros más despistados que los primeros en Los Álamos, Sonora. En esos desembarcos llegaron soldados franceses a territorio mexicano, algunos para morir en la guerra y otros para hacer patria en la que en sus primeros días pareciera suelo enemigo. Arribar a un real minero de plata de altísima calidad no fue un error por el cual arrepentirse y de eso no se arrepintió Jose Riester o sería Joseph. Soldado francés seguramente de la zona de la Provence donde el apellido tuvo su mayor esplendor, un apellido ilustre del siglo XIII originario de los Países Bajos y que llegara a tierra francesas gracias al intercambio artístico y comercial. Un apellido ahora casi desvanecido.

«Alicia, mi abuela hablaba poco de su niñez pero yo ahora con más de cien años de pormedio la recuerdo porque ella hablaba poco con palabras, hablaba con los ojos y me miraba.»

A mi me da por atar cabos y quizá fuera poca la información recibida, pero mi abuela me dejó mucha imaginación, yo ato cabos cuando camino, cuando lavo platos, cuando doblo ropa, voy atando cabos cuando leo, cuando paseo con mi perro y cuando me siento a ver por la ventana, atar cabos es mi pasatiempo o quizá aún mejor veo pasar el tiempo atando cabos, cuando leo, cuando investigo, cuando hago preguntas en silencio y me doy respuestas en voz baja.
Mi abuela hablaba poco de su niñez, de su madre, de Sonora, del tren que la llevó a la capital y del padre que salió a comprar cigarros; Marta Alicia Ramírez Riester, mi abuela nacida en Los Álamos el 15 de marzo de 1915, la primogénita de Amalia Riester Viñas y de Francisco Ramírez Vallejo hacía migas con el pan cuando se quedaba cavilando sus pensamientos y sus recuerdos, cuando vieja se le iba el alma a los recuerdos y pensaba en su madre y en su abuelo aquel con el apellido francés.
Alicia, mi abuela hablaba poco de su niñez pero yo ahora con más de cien años de pormedio la recuerdo porque ella hablaba poco con palabras, hablaba con los ojos y me miraba y yo a fuerza de verme en sus ojos y de ver sus dedos jugando con las migas y sus pensamientos cavilando en el tiempo, yo aprendí a atar cabos y así atando y desatando he hecho este encrucijado de sus recuerdos y mis palabras para que todos, en su honor, sigamos cavilando.