Gracia, Pura y «Losya»

En la esquina de la plaza hay un pequeño local, en realidad era un local grande pero hace unos cuantos meses lo dividieron en dos, la entrada del lado derecho es la puerta a la peluquería Dubai, no hace falta adivinar la inspiración de los dueños y su origen principalmente, el día que mi marido puso un pie adentro intentando conseguir un corte de pelo de cien coronas (lo más barato que se pueda encontrar en toda la ciudad) los dos peluqueros en cuestión le hicieron aspavientos con las manos y le dijeron cuanta cosa en árabe, hasta que uno de ellos logró formularse en sueco para decirle que “blancos-no”.

La otra mitad del local tiene la entrada en diagonal en la mera esquina del edificio, siempre ha sido una sastrería, lo que se puede adivinar por las muñecas del aparador siempre con vestidos largos, muy elegantes como de boda, otras veces un poco más desviándose al belly-dance pero nunca vestidos comunes y corrientes que uno pueda encontrar en los aparadores del centro de HyM.

Hoy me dí a la aventura de entrar al local en busca del sastre, el local es bastante pequeño, había una máquina de coser muy avanzada y muy profesional encima de una mesa, y dos ventanales con las maniquíes mostrando los vestidos de fiesta. En el interior unos percheros con vestidos de boda que pasarían completamente normal en cualquier boda o celebración mexicana, pero que serían un exceso en cualquier celebración del medio verano sueco.

Todo estaba ahí, los vestidos, la máquina de coser, los hilos de carrete grande, abrigos de pieles a la venta, una mesa de planchado, pero no estaba el sastre, yo miraba alrededor buscando alguna puerta que lo llevara a uno a la trastienda, pero resultó que la trastienda es subterránea, de un hoyo del piso salió la cabeza del sastre y después el sastre en su totalidad.

Le dejé mi pantalón que pide a gritos unos cuantos centímetros más de cintura, porque mi cintura al paso de los años ha tomado más personalidad, dejando ese modelo delgaducho que uno solía creer normal para formarse en curvas maduras de las que los pantalones a veces se quejan pero que a mi no me molestan en lo absoluto, es la prueba fehaciente de que he pasado los años viviendo y no contemplándome en el espejo.

En mi sueco más explícito traté de dar instrucciones al sastre que hizo uso de su sueco más profesional, que no pasaba del básico y oxidado para quien está acostumbrado a tratar con clientela que habla nada más que su propio idioma.

Cuando me pidió mi nombre para escribirlo en su libro de registros fue una hazaña tremenda, a pesar de mi clarísima dicción y de que estamos en la tierra donde más celebraciones recibe Santa Lucía para él fué un enigma el tratar de comprender literalmente mi nombre tan cristiano y tratar de escribirlo de izquierda a derecha… el resultado un hermoso Losya que más que molestarme me gustó, ambos estuvimos de acuerdo de que el lunes pasaré a recoger mi pantalón y nos despedimos cortésmente, me deseó feliz año nuevo pero desafortunadamente lo tuvo que repetir cuatro veces porque simplemente me fue imposible entender. Tratar de adivinar o escuchar correctamente lo que me decía hasta que un hombre mayor, el otro cliente recién llegado y en espera de ser atendido me lo repitió con claridad en el mejor sueco-del-reino que se pudiera escuchar dentro de el local del sastre árabe.

El caballero sueco era alto, muy alto como árbol, grueso, de espaldas anchas, vestido de negro, un abrigo negro de esos que tienen-caída dirían las señoras que saben, seguramente alguna mezcla de lana con cashmere, pantalón negro, sombrero negro de ala corta y una mascada verde esmeralda y brillante, una seda fina que levantaba sus ojos que brillaban y se acentuaban con las pestañas perfectamente enrimeladas, las mejillas con un rouge de tonos rosas que realzaban los rasgos pálidos de su cara y los labios de rosa pálido con brillo discreto todo enmarcado con la mascada de seda verde esmeralda y el sombrero negro de ala corta. El hombre era alto como un árbol robusto, era un hombre entrado en años, sus buenos años y su buena pinta. Lo miré cuando me repitió el Felíz Año Nuevo que el sastre pronunciara en su peor sueco con su mejor acento árabe, lo miré porque era el único otro cliente de la sastrería de la esquina de la plaza, lo miré porque estaba parado justo al lado de la puerta donde yo tenía que salir, lo miré viendo frente a mí la combinación del hombre vestido de negro con abrigo de lana y cashmere enmarcado en el contexto de esos vestidos de noche con telas satinadas y multicolor, fucsias, rojos, azules celestes, verdes esmeraldas y amarillos gritones, pedrería de fantasía bordada en las telas que se reflejaban en los ojos claros del hombre del abrigo negro, grande como un árbol, que estaba parado junto a la puerta. Vi el conjunto frente a mí, el sastre discreto que apenas habla el idioma, el sastre que no se mueve en los mismos círculos que el hombre blanco maduro y sueco que entra sigilosamente a la sastrería de la esquina de la plaza a recoger los encargos especiales, vestidos de noche con telas brillantes, pedrería de fantasía y abrigos de pieles finas y falsas para cubrir sus propias carnes.

Y salí a la plaza y caminé a casa pensando en el hombre del abrigo negro y pensé en las chicas de los apartamentos Perseo en la zona de Tribunal en Madrid. Los apartamentos seguirán en pie, pero las chicas no seguirán siendo chicas y quizá ni siquiera sigan de pie.

En 1991 cuando recibí mi flamante beca como latinoamericana para ir a estudiar al Instituto Oficial de Radio y Televisión Española recibí el subsidio económico también pero muy poca información de vivienda así que un conocido le dijo al otro que a su vez me recomendó que alquilara un estudio en los apartamentos perseo en la calle de José Marañón, y ahí llegué yo con mi maleta de tela y de flores, entonces no tenía una samsonite de rueditas giratorias, mis pantalones rosas de bolas blancas, mi chamarra gap de mezclilla con un “hoodie” rojo y una gorra que me comprara en el corte inglés, más que gorra era una boina de piel con cinco diferentes colores alegres y gritones que me hacían sentir por demás bien. Los pantalones no combinaban con la chaqueta, ni la chaqueta con la boina ni los botines de niña bien-venida-a-menos con el resto del maniquí pero yo andaba a mis anchas y me sentía más que bien en Madrid.

En los apartamentos no estuve más de dos meses pero me divertí como pocas veces en la vida, regresando de los cursos y de comer algo por algún lado me acomodaba en la recepción y le hacía compañía a la recepcionista, que más que recepcionista era la hija de la dueña, orgullosa de su puesto, de su herencia y de su obligación.

La recepción era un espacio pequeño en la parte baja del edificio, un escritorio-mostrador, unos ficheros de papel y una libreta de notas. Ahí pasaba el día la hija de la dueña y pasábamos la tarde juntas recibiendo a los clientes y yo observando con ojos de escrutinio sociológico discreto y con la incredulidad y la sorpresa de abrir un libro completamente nuevo en la vida de una chica común de los suburbios clase media de la ciudad de México.

Los pisos superiores eran apartamentos para estudiantes o gente que llegaba a Madrid por trabajo y se rentaban por mes, los apartamentos de las plantas bajas se rentaban por día, por horas, por minutos y por entradas y salidas, lo que entraba y saliera no importaba siempre y cuando la recepcionista hija de la dueña recibiera peseta sobre peseta en la mesa de la recepción muchos años ante del euro y justo en los años en que España dejaría de ser tan solo España para formar parte de la Unión Europea.

Las tardes eran siempre apasionantes y divertidas, ahí estaba Macu, la recepcionista que veía con gusto un futuro como futura dueña de los apartamentos perseos sitiados en el centro de Madrid, le decíamos Macu pero ella se jactaba de ser Inmaculada con toda la extensión de la palabra IN-MA-CU-LA-DA y lo decía fuerte y a los cuatro vientos orgullosa y segura, más que segura de haber sido la única mujer-soltera-y-virgen a punto de cumplir 30 años en todo Madrid.

Esa era su muletilla, su frase preferida, su tarjeta de presentación hasta que me la aprendí y la entonábamos en conjunto cuando alguien le preguntaba su nombre y a coro respondíamos graciosamente IN-MA-CU-LA-DA la única mujer-soltera-y-virgen a punto de cumplir 30 años en todo Madrid.

Y por la noche bajaban las chicas, estaban las brasileñas que eran de esas guapas que duelen, de esas guapas con unos cuerpos brillantes que paraban el tráfico y claro que lo hacían, si lo único que llevaban encima eran tremendos abrigos largos y las botas de tacones de agujas. Los abrigos sabían abrirlos en la presencia precisa del cliente potencial y mostrar lo mejor de sí mismas. Cada semana recibían carta de casa, de Brasil, de los padres orgullosos que en su mundo, en su realidad, en su estrecha fantasía tenían dos hijas hermosas trabajando como secretarias en Madrid y ganando suficiente para poder mandar dinero a casa a Sao Paulo a alguna favela llena de hermanos menores y padres viejos y enfermos.

Las chicas llegaban más tarde, las chicas eran dos pares de piernas por demás largas, vestidos demasiados cortos, tetas sumamente planas y pelos postizos que caían sobre esos maquillajes desequilibrados de pestañas largas. Las chicas eran canarias y por vez primera escuché ese acento canario mas emparentado con el cubano que con el madrileño, por primera vez estuve en presencia, en cercanía, en proximidad con las chicas que llevaban por nombre Gracia y Pura pero que en los sobres que llegaban con facturas por pagar decían Manuel y Eugenio. Nunca supe quién era quién, ni quién Pura ni quien Eugenio ni quién Gracia ni cuál Manuel. Las madres les mandaban cartas desde Canarias y ellas las recogían discretamente y se las guardaban en los escotes planos donde no tenían nada que guardar y nada que esconder.

Las chicas se mudaron de los apartamentos perseo antes que yo, cuando no supe si fue Gracia quien le tiró los trastos por la ventana de la calle a Pura, o habrá sido al revés. De las brasileñas ya no supe más, se las veía poco, salían muy entrada la noche y regresaban muy entrada la madrugada. Yo me iba al instituto y me pasaba el día con los-latino-americanos-de-mierda como nos autodenominábamos pero que la pasábamos de puta-madre-juntos.

De Macu me despedí con un abrazo cuando conseguí un pisito un poco mas aburrido con vecinos demasiado silenciosos y corrientes. Ella se despidió con la pena de que nuestras tardes de diversión viendo en vivo y en directo la telenovela que la vida nos ofrecía encarnada en la fauna de los perseo llegaba a su fin. Ella se quedó ahí orgullosa de su posición, de su futura herencia, de su mercedes estacionado a la puerta y de su Inmaculada percepción.

Yo salí esta tarde de la sastrería de la esquina de la plaza y pensé en las chicas de canarias, en Gracia y en Pura y sus trastos en la banqueta y sus vestidos de lentejuelas y brillos, en sus pelucas y en sus piernas flacas y largas y pensé que quizás se han convertido en un señorón de abrigo negro de lana con cashmere y que ahora usan sombrero. Y pensé en el hombre blanco y alto, tan grande como un árbol que fué a recoger algún encargo especial con el sastre árabe que a falta de idioma se torna discreto y que le permite hacer pedidos especiales y quizá vestirse como en su tiempo lo hicieran Gracia y Pura quienes hoy me cruzaron por la cabeza y por la parte de los recuerdos únicos y entrañables del corazón de ésa época cuando éramos felices e ilegales. Me quedo con una sonrisa en los labios y una carcajada interior… pienso en Inmaculada, en Gracia y Pura y yo ahora “Losya”… y las otras chicas del montón.

 

      

La llegada no tiene palabras

En el librero de la salita familiar hay un libro en particular que me gusta verlo de frente, no veo su lomo, no está colocado como la mayoría de los libros, esta recargado en la pared sobre una pequeña repisa de madera acompañado por fotos familiares, una foto en blanco y negro que me tomara mi-amigo-miguel en el entonces flamantemente nuevo campus de la Ibero, con mi pelo nunca peinado y un chal enorme que solía tomarle de prestado a mamá. En la misma repisa está una réplica pequeñita del beso de Klimt que me llegara como regalo de bodas desde la tienda de regalos del Smithsonian. Pues ahí recargado, un poco desenfadado, contra la pared está el único libro de Shaun Tan que tengo en casa y que lo he hojeado un sinnúmero de veces y nunca leído porque simplemente no hay palabras.

La llegada es en sepia, la llegada se publicó por vez primera hace 9 años en Australia, el país de origen de Tan, La llegada está dedicado a sus padres, como Dios manda, porque es un libro sobre los padres, sobre las vidas, sobre los caminos y sobre las idas y venidas y por eso es que me gusta tanto verlo, y pasar de cerca y mirarlo de reojo y hojear un poco y dejarme llevar en sus páginas.

La llegada narra la historia de cualquiera, cualquiera que se ha dado a la tarea de salir al mundo a buscar una vida mejor para su familia, La llegada es ésta historia tuya y mía desde hace miles de años donde una persona se da al camino y se echa a andar. Una maleta, una muda de ropa, la fotografía familiar, acomodarse el sombrero y tirar las ilusiones por delante. Eso es todo lo que se requiere para empezar a andar. Dar tres pasos para delante y tratar de no mirar atrás. Dar tres pasos para adelante y cerrar puertas. Dar tres pasos para adelante, secarse los ojos, sorberse los mocos y seguir andando, cargar la pequeña maleta y seguir para adelante. Andar y andar hasta encontrar el camino y seguir de frente. Porque la historia, nuestra historia, ésta de los humanos que somos tu y yo juntos con el resto de otros tantos miles de millones más, está forjada a pasos de migrantes, todos somos migrantes. Todos hemos echado a andar, todos hemos dejado atrás, todos hemos cortado lazos y jalado las raíces desde el fondo de la tierra fértil del alma para avanzar lo más ligero posible.

Comercio, trabajo, poder, guerras, ambición o amor, la historia de la humanidad, ésta a la que tu y yo pertenecemos se ha llenado de excusas para no dejar de andar, algunas más dramáticas que otras, algunas más sangrientas que otras, algunas historias nos cortan el alma con botes de goma cruzando el mediterráneo o niños y jóvenes cruzando desfallecidos el desierto de chihuahua, mientras otras son más confortables en clase turista en una cabina de avión y unas muchas horas de vuelo para aterrizar en un país con pasaporte y visado.

Hace ya muchos años, estudiando mi nuevo idioma en la escuela para adultos de Sueco-para-inmigrantes nos hicieron énfasis en ciertos aspectos de la sociedad que deberíamos de tomar en consideración y que viniendo de la cultura mexicana nunca fueron actuales en mi vida cotidiana: integración, discriminación y segregación. La meta de éste gobierno civilizado y negociador es que nosotros, los “no-nacidos-en-suecia” nos integremos a la sociedad que a bien nos ha abierto los brazos, ésta sociedad que usa cada palabra como si fueran tenazas punzantes o piedras calientes y que las utilizan de la manera más cuidadosa para no molestar a nadie, así que no es politicamente correcto llamar a un inmigrante: Inmigrante se nos denomina “no-nacidos-en-el-reino” o “nuevos-suecos” o “de-origen-extranjero” o “recién-llegados”, pero lo cierto es que somos inmigrantes, es que no somos de aquí, algunos más leídos y “escribidos” que otros, algunos más jóvenes, algunos más viejos, los refugiados con una enorme lista de experiencias traumáticas en su mochila, los ex-pats con una cartera flamante y ocupando pisos de rentas inaccesibles para los locales, los habemos de dulce, chile y de manteca pero al final del día todos somos inmigrantes.

En éste país con una población menor a la del Estado de México, con tan solo 10 millones de habitantes, cualquier prieto se nota en el arroz, o serán macarrones, o serán mejor aún papas, claro cualquier prieto se nota en éste campo de papas. Con éste panorama el tema de la integración no es la asignatura más sencilla cuando los letrados toman como punto de partida su propia y muy angosta experiencia, sin entender que una persona que ha huído de su aldea arriesgando la vida por evadir una guerrilla desalmada donde mujeres y niñas desaparecen para ser esclavas sexuales y llegan por obra y gracia de Alá al país, que según las estadísticas del bienestar, ocupa uno de los primeros lugares en el top 5 en la escala mundial, uno de los cinco países en el mundo donde el individualismo y la secularización definen el altísimo grado de bienestar personal. Para su información los otros cuatro países que nos acompañan en la lista son Noruega, Finlandia, Dinamarca e Islandia, así que es el club-top-five de los escandinavos que nos posiciona como seres individualistas-no-religiosos en la raya del vikingo-moderno-sibarita de la manera más sofisticada que se pueda encontrar en las sociedades democráticas. Tan lejos de Dios y tan cerca de la aurora boreal.

Así las cosas en los extremos territoriales de la europa no continental, así las cosas donde la población no alcanza y se abren los brazos a la importación, a la migración, a los no-nacidos-en-el-reino.

Los que llegamos a otro país, los que entramos por la puerta de los inmigrantes estamos hechos de otra madera y el proceso de integración no es un documento donde se firme y se escriba y listo “Mañana está usted integrado a partir de las 7:46”

El proceso de integración es un estire y afloje, yo recibo, pero yo dejo, aquí me abro pero por acá cierro, yo te doy pero no me quites, no me quites mi identidad, mi idioma, mi cultura, mis tradiciones, mi idiosincrasia, pero yo me integro y me educo en tu idioma, en tu cultura, me como tu pescado curtido en el desayuno pero para la noche en casa me pongo a echar tortillas, enciendo una vela en la noche de Santa Lucía y heredo mi idioma a mis hijas. El día a día de la integración es un estire y afloje, un me das y te quito, un tomo y dejo, un jalo y estiro que ha formado las culturas y ha esculpido sociedades modernas. Es la historia de la humanidad, son los tallarines chinos en europa y las papas andinas en la gran bretaña, son los Àrabes desde Sevilla hasta Persia, es el imperio Romano desde Britania hasta Armenia, es el imperio Otomano, es la corona Española y la Británica y los Portugueses, y los Holandeses en Àfrica y los unos y los otros, y las coronas y los reinos y los imperios y los conquistadores, los colonizadores y los sedientos de poder y son los buenos y los malos, los piratas y los aventureros. Los que obtienen estatuas y las estatuas que se tiran cien años después.

Lo tenemos en la sangre, somos migrantes, nos dieron piernas para movernos, es nuestra historia, los que nos echamos a andar, los inmigrantes, los emigrantes, los migrantes los que no hacemos hoyo en el mismo lugar, y todo empieza con una pequeña maleta, acomodarse el sombrero y echar a andar.

Por eso me gusta el libro de Tan y lo tengo a la mano en la repisa, que no en el librero, porque a diario me dice suavecito en el oído como un susurro de abejas o quizá de hadas, me dice así “migrante”, porque eso es lo que soy, lo que somos, somo nietos de migrantes, así de fresco lo tenemos en la sangre y así día a día no me dejo caer en el comfort del estoy donde debo estar, sino en la línea delgada del somos migrantes, pasajeros en tránsito en una sociedad donde nos dice respetuosa y democráticamente que no somos los-nacidos-en-el-reino. Somos orgullosamente los que se echaron a andar y seguimos andando y paso por la salita familiar y veo el título “Ankomsten” “The Arrival” “La llegada” y me pregunto entre los murmullos de mis pensamientos si ésto acaso será La llegada, si ya habremos llegado o si seguiremos andando hasta sabernos llegar.

Me gusta éste libro, hojearlo, tenerlo, me gusta su compañía y pasar de vez en vez y mirarlo, porque éste libro no se lee. La llegada… no tiene palabras.