Entre las sábanas despeinadas de una cama matrimonial
Narvarte era una zona entre avenidas de muchos carros y calles, y calles de edificios y casonas que no pertenecían a ésta época. En Narvarte vivía otra clase de gente, de esas más antiguas, de esas más rancias, de esas que no andaban por los centros comerciales y que no tomaban desayuno en el Toks los domingos, como lo hacíamos nosotros.
Narvarte era una esquina en específico, una esquina con el Viaducto Miguel Alemán, cuando el viaducto era de dos carriles para esos coches anchos y de metal robusto de los años setentas.
Narvarte era un edificio en una esquina de una colonia rancia que daba esquina con el Viducto Miguel Alemán, porque los adultos se referían al viaducto como Miguel Alemán o a Gustavo Baz, como si esos señores estuvieran ahí parados a diario dirigiendo el tráfico y por eso les agregaban no tan solo el nombre sino el apellido a esas calles donde tantos coches de metal robusto transitaban a diario.
Para llegar a esa esquina mítica de la colonia Narvarte que hacía esquina con Viaducto-Miguel-Alemán pasábamos un buen rato de coche, de esos viajes de coche cuando uno no usaba cinturón de seguridad, esos estaban aún metidos debajo de los asientos y nadie se había dado la molestia de sacarlos, incluso cuando alguien los sacaba «por error» las tías o las amistades de mamá que se subían al coche decían «me haces el favor de esconder esos cinturones porque molestan mucho cuando uno se sienta».
Esos paseos de coche cuando uno iba con la nariz pegada a la ventanilla, cuando las ventanillas se bajaban con la manivela, cuando los seguros se ponían con los dedos y para sacarlos había que utilizar ambas manos para poder jalarlos desde las entrañas de las puerta del coche de metal robusto, de tres velocidades con palanca al volante que al paso de los años aprendió a trabar velocidad tras velocidad y a provocar tremendos sustos cuando mamá iba por el periférico manejando y pasaba de segunda a tercera para que la palanca se trabara y quedáramos a la deriva en medio del tráfico y de los pitidos de claxon neuróticos de la ciudad de México.
Pero los sábados por la mañana el trayecto ciudad Satélite-suburbios-clase-media-en abundancia al edificio de la colonia Narvarte-esquina con Viaducto-Miguel-Alemán (como si ése pobre hombre estuviera ahí desde que el sol sale hasta que se pone dirigiendo el tráfico como si el viaducto fuera de su propiedad) esa mañanas el turno de manejo era de papá, porque la visita era a la casa del profesor Leopoldo. Su profesor particular de piano, quien en su época dorada fuera uno de sus maestros tutores en el Conservatorio Nacional.
La casa del profesor estaba en uno de los pisos del edificio de la colonia Narvarte, un edificio que hacía esquina con Viaducto Miguel Alemán y por ser esquina era una construcción triangular, una construcción extraña porque tenía tres costados, tres costados y una escalera que subía de forma triangular. Un edificio Dakota como cualquier otro edificio Dakota de Manhattan o del mundo con sus tres costados, con su entrada de puerta gruesa y pesada que se abría con un pitido de timbre después de que papá llamaba a ese interfon que estaba en las alturas.
A ese edificio entrábamos después de haber estacionado el coche en esas calles donde había parquímetros con una banderita que indicaba si había dinero suficiente para dejar el coche por dos horas o no, un parquímetro era un símbolo de la ciudad vieja, en nuestros suburbios-clase-media-en-abundancia no había parquímetros, las señoras de coches grandes se estacionaban en donde mejor le apetecía sin pagar por ello.
Cuando la puerta pesada se había abierto y papá la sostenía para entrar empezaba el turbulento baño de olores que me cubrían por completo, el edificio Dakota venido a menos de forma triangular donde pasariamos al menos dos horas de la mañana de sábados era una cosecha de olores que se me untaban en el cuerpo y se me impregnaban en el pelo, las uñas el vestido y los calcetines blancos, porque nunca usamos calcetines de color.
Rancio era el olor, rancio metido en las paredes de piedra gruesa, en el corredor oscuro que recorríamos, al menos yo bien agarrada de la mano de papá, para llegar a las escaleras “las escaleras por favor” porque el elevador era un ataúd de metal con puertas de caja fuerte de banco del siglo diecinueve con barrotes que apostillados arriba-abajo-a-través y que no permitía que el aire fluyera y donde mis hermanos y yo teníamos que compartir el aire que se exhalaba de nuestros pulmones y que inhalábamos comunitariamente, compartiendo el aroma de nicotina de los Raleigh que le darían muerte a papá.
El trayecto por las escaleras era mejor, era oscuro, era angosto, era frío, había corrientes de aire que nos tocaban en la espalda como ráfagas de respiros de los que cien años antes habían andado esas escaleras de arriba abajo, de las criadas que seguramente tenían prohibido subir por el ascensor y de los mandaderos que entregaban los recados. No sé cuántos pisos subíamos pero para mis alturas de siete años la sensación era más bien que bajábamos a las catacumbas frías y vacías.
Cuando nos parábamos frente a la puerta del apartamento del profesor Leopoldo le pedíamos a papá que fuera una estancia lo más breve posible, y sí que lo era, nada más repetiría un par de veces sus muy selectas sonatas de Chopin un poco de Franz Liszt y después de cerrar con broche de oro con la Polonesa empezaba nuestro desfile en la banqueta del piano, primero mi hermano mayor que daba gala de su repertorio infantil, después mi hermana con su gracia infinita en sus dedos delgado que fueron nacidos para estar sobre el teclado para cerrar después de más de dos horas con mis manos anchas y gruesas sobre las teclas que no lograban moverse ni con la rapidez, ni con la gracia y menos aún con la armonía que la sesión de piano encabezada por un afamado profesor del conservatorio nacional requería. Mi prestación daba pie para que se dijera “vamos vamos esta niña lo que necesita es ensayar, a casa a ensayar a ver si la próxima semana viene ya más trabajadita”
Dos horas, dos horas escuchando las interpretaciones de papá en silencio sentaditos en una sala de un piso donde no cabía más que una vida de soltero pedante donde la luz nunca chocó con una partícula de polvo, donde la simetría nunca abandonó cuadro alguno, donde el desorden no fue bienvenido en un pisito donde apenas cabían las manías de un reconocido profesor de piano del conservatorio nacional, su música que llenaba los no más de cincuenta-metros-cuadrados y la perfección de un hombre que se acompañó de su soltería y de su piano en un pisito de olor rancio. El sillón de terciopelo de dos plazas color oro, la alfombra, el librero donde los discos de vinil clásicos llenaban cada estante y cada repisa. El piano negro de media cola sentado junto a la ventana de cortina eternamente corrida para que la luz del sol no quemara el negro del mueble del piano que era la joya de la sala, la joya de la casa, la joya de la vida de ese hombre-solterón de casi cincuenta años que no permitía nada que no se llamara perfección. A veces nos daba permiso de levantarnos del sillón de terciopelo donde debíamos de permanecer sentados callados y atentos a cada movimiento de las manos y de los dedos de papá mientras entregaba sus interpretaciones de los clásicos en el mayor de los respetos.
Cuando lográbamos ponernos de pie nos dabamos a la tarea de fisgonear de manera profesional, en silencio y sin dejar rastros, nada más que no había mucho espacio para fisgonear, más que una cocina de muebles blancos empotrados en las paredes con una mesa con dos sillas metidas a cada lado y el piso de mosaicos verdes con manchas como de lluvia recién caída que daban un efecto de frescor, pero que a mi me parecía viejo, no viejo sino anticuado, no anticuado sino pasado de moda, no pasado de moda sino eternamente viejo. Se me apetecía de otro tiempo, de otra decada, de otro siglo, de otro país o de otro continente. De una vida que no era la mía. No al menos en ese momento.
En el piso de la cocina había dos platitos blancos de porcelana con croquetas para gato y con agua para gato. Porque en la vida del profesor de piano del conservatorio nacional no hubo espacio para esposa, para hijos, para familia, nada más hubo espacio para un piano negro de media cola y un par de gatos que se movían muy en silencio, muy panzones y muy pedantes sin acercarse a los niños que estaban ahí los sábados por la mañana para hacer interpretaciones de lo más exquisitas al grotesco de mis manos que lo único que querían era tamborilear lo más absurdo posible para salir del edificio-dakota de la colonia narvarte a la vida donde había aire para respirar y gente que se movía con soltura.
A mi altura de siete años yo no sabía lo que era un homosexual, esa palabra no se usaba, la palabra gay entró a mi diccionario pasados los quince años pero algo en mi me decía que el profesor de piano que no conocía la presencia del polvo y que se peinaba con gomina muy corriente y en abundancia era un hombre diferente a esos señores que eran parte de la vida normal de una niña de suburbios-de-clase-media-en-abundancia.
Mi enorme sorpresa fué cuando uno de esos sábados, que sentada en ese sillón de terciopelo nunca fueron normales, sino sábados de piano, se abrió la puerta que estaba enmarcada en los libreros de la sala del profesor de piano, y la puerta se entre-abrió y lo que yo ví dentro fué una mujer de pelo negro, una mujer de pelo negro enredada entre sábanas de una despeinada cama matrimonial y carente de ropa. Era una cara joven, una cara que recién despertaba al día en la cama del que seguramente también era su profesor de piano y que después de una serenata nocturna y un par de vasos de vino que había en la cocina la alumna que seguramente habría sido dotada en el arte de la música terminó en esa cama. Amaneció en esa cama una mañana de sábado cuando el alumno Carlos llegaba en punto de las nueve y con tres hijos de la mano a presentar sus avances de la semana.
Yo, a la altura de mis siete años me quedé con los ojos de plato al ver a la mujer desnuda enredada en las sábanas despeinadas de la cama, me quedé con la boca abierta, con los ojos abiertos, con las manos abiertas, con los sentidos abiertos.
El profesor pedante cerró la puerta de la habitación a la brevedad, pero a mí se me quedó grabada la chica desnuda entre las sábanas despeinadas al ritmo de Franz Liszt como un grabado de tinta que al paso de los años enmarqué entre esos recuerdos de infancia que se guardan en el ático de vida. De esos recuerdos que desempolvamos cuando creemos que hemos superado las sensaciones que nos hacen rascarnos la cabeza sin notarlo cuando creemos que los olores se han salido por completo de la memoria de las narices.
Pero el olor del edificio que se encontraba en esa esquina de la colonia Narvarte, de una calle que nunca supe el nombre pero que hacía esquina con el Viaducto Miguel Alemán, de ese edificio que olía a rancio y que era oscuro como la desolación de las vidas que ahí se escondían, que era denso y pesado como la luz que entraba por las ventanas sucias de las escaleras que subíamos para evitar el elevador y que era un mundo de ecos del piano del profesor del conservatorio nacional que se las había arreglado para meter en el pisito de no más de cincuenta metros cuadrados un medio piano de cola negro, un rayo de luz, dos gatos y una mujer desnuda que se tapaba con las sábanas despeinadas de su cama de soltero.
El edificio seguramente se habrá convertido en ruinas, si no en el terremoto del 85 en el del 17… 2017 cuando al ver las imágenes de las colonias antiguas y señoriales de la ciudad de México me topé con tantos derrumbes y escombros. Seguramente en una montaña de esos escombros respiran las piedras de ese edificio-copia-de-dakota con su forma triangular y su aire denso, ahí respiran esa piedras que al paso de los años se impregnaron de la vida del profesor de piano del conservatorio nacional que nos tomaba la lección privada a mediados de los años setentas y donde sus piedras impregnadas de notas, de acordes, de música, de la pedantería de un hombre solo, que posaba homosexual y que tenía una mujer joven y de pelo negro entre las sábanas despeinadas de su cama matrimonial, en el edificio ahora sin nombre, en la colonia que no significaba ni zapato, ni plato, ni árbol… significaba vida, de esa, de la que ya no está.