Calle de Jaime Nunó #28 – 1 de Enero de 1921

En el último cajón de la cajonera que se ha convertido en mi mesa de noche, esa cajonera de tesoros olvidados, prohibidos, abandonados y enterrados, tengo un delgado fajo de fotografías en blanco y negro que mi abuela me regalara.

Entre 1993 y 1995 cuando mi volkswagen gris me transportaba por la ciudad, me daba el lujo de escaparme de mi vida que explotaba de juventud y de pasiones para refugiarme de vez en vez en casa de mi abuela, nunca le avisaba de mi llegada con anticipación, me gustaba sorprenderla y aparecerme sin invitación, ella estaba siempre en casa, y abrir la puerta le daba un gusto enorme, ver mi «bocho» estacionándose y ahí venía yo a refugiarme en su sala de televisión. Nos preparábamos un Nescafé instantáneo igual que como lo tomaba Papá con leche y azúcar y nos sentábamos en esos sillones de terciopelo café obscuro, ella sacaba una cajas amarillentas llenas de fotografías en blanco y negro y las veíamos por horas, y me platicaba retazos de historia y a veces me platicaba con largos silencios. Siempre me decía «llévate las que gustes, después de todo cuando yo me muera a nadie le van a importar» y así lo hicimos, era uno de nuestros pactos, y me lleve conmigo un fajo delgado muy bien seleccionado de fotografías en blanco y negro, que nadie nunca más iba a reclamar.

«Dedicado a mis primos Andrés y Carmen» , Antonio Carbó, se lee claramente en la contra de una de las fotografías que más me gusta, la letra es una exquisita escritura con amplias «As» y estilizadas «Cs». En la parte baja de la dedicatoria un sello ovalado con la fecha » 1 Ene. 1921″ en la parte cóncava del sello dice con letra de molde «ANTONIO CARBÒ» y en la parte convexa «JAIME NUNÒ 28».

La calle Jaime Nunó está en la colonia Peralvillo, en el centro de la Ciudad de México, cerca de la Lagunilla; ahí estaba el taller de camisas de el bisabuelo Don Antonio Carbó, una nave alta y larga bien iluminada por ventanales de piso a techo que seguramente se abrirían durante los días de calor para refrescar a las 20 costureras sentadas en línea frente a sus máquinas de coser, esas máquinas que bien pudieran ser Husqvarna o Singer, diez máquinas montadas de cada lado de la mesa y las diez respectivas costureras dominando la tela, los hilos, las tijeras, el pedal y la volanta a pesar de su muy corta edad. Jovencitas de no más de 15 años con el pelo amarrado en la nuca en una trenza gruesa. En la fotografía en blanco y negro que ha perdido al cabo de 95 años los negros y se está tornando a blanco se ven a 19 jovencitas, seguramente todas ellas de clase humilde de colonias del centro de la ciudad de méxico o de pueblos cercanos, vestidas con camisas blancas, con mangas largas y cuello cerrado, una de ellas, tan solo una viste de negro, la más cercana al fotógrafo viste completamente de negro con la mirada al frente, perdida en sus pensamientos, quizá una viuda de 17 años con hijos en casa que están siendo criados por alguna comadre o vecina.

La veintena de mujeres miran su trabajo con dedicación y con responsabilidad y con un aire de miedo, ninguna de ellas sonríe a la cámara, ninguna presta atención al fotógrafo y a sus artefactos con flash de bombilla y con una franela negra cubriendo las muelles, ninguna de ellas respira más fuerte de lo necesario, cuchichea o sonríe, ninguna de ellas parpadea ni se rasca la cabeza ya que contra una de las paredes de amplias puertas y altos ventanales están literalmente recargados «los hombres». Hombres en manga de camisa, algunos con chalecos y otros con tirantes, todos ellos con sombrero, serían los trabajadores, los choferes, los compradores de las telas, los distribuidores, los lleva y trae, los capataces de las costureras y los manda-más. Contra la pared hay dos figuras blancas y delgadas, dos jovencitas que seguramente serían aprendices de costurera o peor aún costureras expertas a su corta edad que nada más están en espera de que alguna de las muchachas sentadas a las máquinas desocupen su puesto por cansancio o por enfermedad para jalar la silla a la brevedad y sentarse de inmediato para ganar unos cuantos pesos al día.

Una maquila hecha y derecha, una fábrica de camisas que Don Antonio Carbó Martínez se dió a la tarea de montar en el centro de la Ciudad de México cerca del mercado de la Lagunilla en los años de abundancia del Porfiriato seguidos de la revuelta revolucionaria.

Uno de los hombres parados cerca de la pared de puertas anchas y ventanales de piso a techo, no se recarga en la pared, está parado muy firme con las manos en los bolsillos, usa traje y chaleco, con camisa blanca, como una de las muchas que las costureras confeccionan en silencio y sin pestañear, chaleco, camisa de la camisería Carbó y corbata delgada, sombrero puesto y las manos en los bolsillos, Don Antonio está observando la escena, la escena que  setenta años después mi abuela me describiera sentadas en su salita de televisión en los sillones de terciopelo café oscuro con medio centenar de fotografías en blanco y negro esparcidas entre las cajas de cartón amarillentas.

Los dos jóvenes recargados contra la pared, perfectamente recargados y con aire un poco retador son los señoritos Carbó, ahí está mi abuelo, un adolescente que si la fotografía se hubiese tomado 95 años después seguramente ese Luis de no más de 15 años usaría jeans. El Don Luis, en ese momento el señorito Luis usa traje con chaleco, corbata y saco, el hombro derecho está recargado contra la pared y las manos en los bolsillos del pantalón, un pantalón de corte ancho y pinzas. El señorito tiene la cabeza un poco inclinada y mira como si lo hiciera por encima de las gafas, pero sin ellas, mira una escena que le apetece atrevida y retadora.

En ese silencio humano que se mueve al ritmo de las respiraciones de veinte costureras acompasadas por el pedal y la tijera se respira un aire inquietante que el fotógrafo capturó cuando su única consigna era documentar el taller de costura de Don Antonio Carbó, quien llegara de España a principios de siglo, no sabemos si Don Antonio fué oriundo del pueblo de Burjassot en la comunidad Valenciana donde naciera mi abuelo o sería un catalán como cualquiera otro pero que se vió obligado a mudarse a Valencia por matrimonio o por trabajo.

A la mujer, la madre de mi abuelo, Doña Amparo Pí Ortíz la mandaron en barco a parir a España al cuarto de los hijos, Antonio, José y Luis habían nacido en España, al menos el acta nacimiento de Luis consta que él nació en Burjassot y damos por hecho que los hermanos mayores también, y el menor no sería la excepción, sería Español por nacimiento, Español de padre y madre y Español del mismo pueblo, así que a la mujer, a Amparo Pí la subieron en un barco cuando ya se le notaba la barriga y tras unos cuantos meses de barco que seguramente reforzarían las náuseas del embarazo llegó a la madre patria a parirle un hijo más, el menor de los Carbó Pí, Rafael, que llegaría a México de niño ya andando y hablando, quien peinaría engominado por el resto de la vida y quien engalanaba su guapura con un ojo de vidrio que parpadeaba cuando el humo del puro se concentraba entre la gomina y las pestañas.

Los señoritos Carbó eran guapos, altos, delgados, de nariz grande, hombros anchos, buenas perchas y de buena pinta. Antonio aparece en la fotografía recargado en la pared del fondo, vestido igual que su hermano Luis de traje, con chaleco, corbata y el saco puesto, los trajes son claros, ninguno en la fotografía viste de negro, con excepción de la viuda joven que mira al infinito cuando el resto de las costureras miran su faena con esmero y los señoritos miran en una sola dirección.

El fotógrafo capturó la pose de Antonio Carbó Pí, el primogénito de Don Antonio Carbó Martínez, con las manos cruzadas y la suela del zapato derecho recargado sobre la pared al igual que su hombro derecho, relajado y enfocado, la mirada fija en la costurera sentada en la fila del lado derecho de la mesa de trabajo, la mesa cubierta de telas y de camisas blancas que corren por entre las agujas y los hilos de las máquinas de coser, con las manos hábiles de las jovencitas, que trabajan desde que sale el sol y hasta caer la tarde y se iluminan con esas bombillas pelonas que cuelgan con los cables eléctricos por encima de la mesa. Antonio la observa, es la primera de la fila, es la más cercana al fotógrafo, es la muchacha sentada frente a la viuda joven, una costurera humilde que trabaja para ayudar a la familia, jovencita de falda negra y camisa blanca, de mangas largas que se abombachan cuando se abotonan en las muñecas, el pelo largo recogido un poco flojo sobre la cabeza y que cae en una trenza gruesa sobre la espalda.

Costurera de la maquila de Don Antonio Carbó, llegado de España a finales del siglo XIX, principios del XX, llegado de España como el resto de los migrantes del mundo sin importar el siglo, en busca de una vida mejor, y subió a los hijos al barco, y subió a la mujer al barco y llegaron a la capital de México en el orden correcto, Antonio, José, Luis y Rafael. Con años de distancia entre ellos y con la estirpe bien plantada. Don Antonio tenía grandes sueños, grandes planes y grandes ambiciones para la familia, para los hijos, para los señoritos.

Es el fotógrafo contratado por el mismo Don Antonio quien captura la escena que viene a desatar el drama familiar de los años veinte. Antonio el primogénito con los brazos cruzados, vestido de traje con chaleco, camisa blanca de la camisería Carbó, chaleco y corbata, con el talón subido en la pared de los grandes ventanales y las puertas anchas, con los brazos cruzados y la mirada fija tiene el corazón puesto en la costurera más jóven de la hilera de la derecha, la que se sienta frente a la viuda joven, la costurera humilde con falda negra y camisa blanca con mangas que se abombachan cuando las abotona a la altura de las muñecas, la costurera no levanta la mirada, no parpadea, no respira, pero el corazón le late con rapidez, Isabel siente el peso de la escena.

Los ojos de Antonio el primogénito de los Carbó Pí no le quitan la mirada de encima, Isabel siente el calor de la mirada de Antonio. Luis el tercero de los hijos de Don Antonio, nacido en Burjassot observa a la costurera Isabel que no respira, que no parpadea pero que el corazón le late como para salirse del pecho y Luis lo sabe y la observa y entrecierra los ojos para leer entre líneas y se da cuenta de los latidos que le retumban a la joven costurera en el pecho y siente la densidad del aire cuando su hermano mayor, parado desenfadadamente en la hilera de los hombres frente a las costureras pierde la compostura y se para recargado en la pared con una pierna un poco doblada, porque no repara en la postura frente a la lente de la cámara, Antonio pierde de vista al camarógrafo, a la cámara, a la documentación de la maquila, Antonio pierde de vista a diecinueve costureras y al proceso de la confección, el joven Antonio, el señorito tiene ojos nada más para la humilde y bella Isabel, que manipula la tela graciosamente y en silencio, apenas con una respiración perceptible para quien la rodea y es que la mirada de Don Antonio Carbó ha pescado todos los hilos en el aire.

El ojo del fotógrafo através de la lente de su cámara cubierta con un fieltro negro sobre la muelle captura más allá de la documentación del taller de confección de Don Antonio Carbó la escena de amor entre el primogénito y la costurera.

El resto es historia, la fotografía fué tomada en la calle Jaime Nunó número 28 el 1 de Enero de 1921 en la colonia Peralvillo cerca del mercado de la Lagunilla en el centro de la Ciudad de México.

Antonio e Isabel murieron viejos, o al menos es lo que me parece, estoy segura de ser muy niña cuando los conocí, recuerdo mucho más claramente al Tío Pepe y a su mujer Trinidad y tengo muy claros recuerdos de Don Rafael fumando puro, vistiendo traje y engalanado siempre de la guapura de la Tía Julieta vestida de negro y con su chongo de bailarina de ballet coronando la cabeza.

Luis, Antonio e Isabel Carbó Vázquez fueron los hijos del primogénito de los hermanos Carbó Pí, llegados a América para tener una vida mejor.

Si hubo escándalo por la boda del señorito con la costurera no lo puedo asegurar, pero para los años veinte en una sociedad de clases, de estatus y de prejuicios la historia se cuenta sola, una historia de amor que se capturó en una fotografía con más de 30 testigos en un taller de costura y que ahora a 95 años de distancia pierde sus negros y se torna más a blancos y la guardo en el cajón de lo que se ha convertido en mi mesa de noche, donde guardo esa privilegiada colección de fotografías que mi abuela me heredara en vida y en complicidad para conservar las historias de la familia, ésta familia que llegó en barco y que a cien años se ha enraizado entre historias de amor y a blanco y negro que guardo en el último cajón de la cajonera que se ha convertido en mi mesa de noche, esa cajonera de tesoros olvidados, prohibidos, abandonados, polvorientos  y enterrados.

 

Nunca más sopa de habas

La sopa de habas no era una sopa, no era un caldo donde la cuchara se moviera graciosamente para llevársela a la boca con gusto; la sopa de habas era un potaje grueso, pastoso, espeso, amarillo oscuro con algunos brotes verdes de lo que habrá sido cilantro picado, lo servían en el plato hondo a que se desbordara, y las mamás  se pasaban detrás de las sillas de uno en fila, la una rociandolo el queso fresco y la que sería una de las tías se daba gusto vertiendo con puntería y gracia el aceite de olivo. el resultado era ese potaje obscenamente denso y caliente que teníamos que llevarnos a la boca cada 25 de diciembre en la comida familiar de Navidad.

Yo recuerdo esas comidas de Navidades en casa de los abuelos, cuando la casa se sentía aún nueva, aunque siempre tuvo el aire de estar por demás bien cuidada, esas comidas de Navidad donde las tres familias de los hermanos Carbó se reunían a la mesa de los abuelos, el tío Alfonso era un muchacho, más que muchacho su definición precisa era un junior resultado del boom económico de el éxito petrolero de los años setenta, donde a todos les fué bien, donde la clase media de la ciudad de México fermenta y crece y los suburbios como Ciudad Satélite toman fuerza, y permite que familias como la nuestra dejen las colonias tradicionales de la ciudad para sacudirse las calles de tierra de los años treintas y mudarse a donde las señoras se mueven en coches de lujo propios, donde los niños van a los colegios privados y donde las compras se hacen en un supermercado.

El día de Navidad llegábamos en coche a casa de los abuelos, el Valiant color mostaza que era el auto que papá le comprara a mamá, porque la señora de la casa debía de tener el auto grande, nuestra familia llegaba en auto, las otras dos familias vivían vecinas de los abuelos, la de  mi Tío el Doctor y la de la Tía Lily, 25 metros de distancia los unos de los otros, unos cuantos pasos, los portones colindaban, la casa del doctor estaba apenas frente a la casa de los abuelos, un ramillete de complicidad familiar, nosotros éramos los únicos que vivíamos lejos, a tan solo 8 minutos de distancia en auto, sin trafico, sin embotellamientos, sin horas sentados al volante para moverse de una colonia a la otra.

Vivíamos en los suburbios donde la clase media florecía, íbamos al colegio de esos mismos suburbios, la iglesia nos quedaba cercana y normalmente atendíamos a misa los domingos junto con los abuelos, otro momento de reunión familiar.

Eran los buenos tiempos, la casa de mis abuelos estaba adornada con Lladrós originales y con cristal cortado, con juegos de té de porcelana china y con muebles de madera gruesa y oscura, la mesa de centro era de mármol. El día de Navidad llegábamos con los vestidos de domingo y mi madre y mis tías con abrigos con cuellos de piel, con vestidos de gala y con zapatos de tacón. Pasaban el día en el peluquero y les arreglaban el tinte, el peinado y las uñas. Mientras en casa cocinaba la muchacha siguiendo instrucciones precisas de la patrona.

Yo no tendría más de cinco o seis años, Tía Lily estaba embarazada de su cuarto hijo, todos eramos pequeños, las niñas íbamos con moños en el pelo que combinaban con el color de los vestidos, los zapatos de charol, las medias blancas, los abrigos de invierno con solapas de terciopelo, mi hermano con un corbatín azul y peinado con goma de esa verde pegajosa para que el peinado durara en su lugar todo el convivio.

Papá llevaba el pelo largo, como siempre lo llevo, el pelo largo, los dedos de las manos largos, el cigarro en la comisura de los labios, la barba larga, las canas peinadas hacia atrás a pesar de no haber llegado nunca a cumplir cuarenta años, el tío Alfonso usaba el pelo largo también, el Doctor y el Tío David eran hombres de pelo corto y de patillas gruesas, todos de saco y corbata, papá agregaba chaleco, siempre chaleco a pesar del clima de la ciudad de México, aunque para ser sinceros las pocas veces que fuimos a la playa usaba siempre camisa de manga larga, un traje de baño que databa de los años 50 y calcetines oscuros con zapatos, cigarro en la comisura de los labios y el pelo largo, los dedos de las manos largos y la barba canosa y larga a pesar de nunca haber llegado a los cuarenta años.

Las comidas de navidad eran una fiesta de regalos, fruto del éxito económico de la época, donde todos le daban regalos a todos, donde se intercambiaban cuadros de oleo  con motivos de naturalezas y bosques, bodegones y motivos de caza engalanados con marcos de madera y acabado de hoja de oro. Era la época donde se regalaban los unos a los otros, cajitas pequeñas con aretes de perlas de Mallorca o con esclavas de oro y aretes a juego.

Eran los buenos años de las familias, los hijos pequeños, las mujeres guapas y radiantes, los hombres exitosos, los autos nuevos en las cocheras, las casas en constante ampliación para estar siempre a la altura de las circunstancias con salas que tenían capacidad para pianos e invitados, para cenas y tertulias.

Las comidas de Navidad eran una fiesta de la familia, éramos niños y recibíamos regalos por demás, había siempre muchos juguetes y no faltaban las bicicletas y las muñecas y las rigurosas cajas de El Palacio de Hierro con las pijamas de franela que llegaban puntualmente cada año por parte de la abuela y en el sobre amarillo los Bonos del Ahorro Nacional.

Vivíamos un mundo de tradiciones familiares, de comidas de domingos, de pasteles de cumpleaños preparados siempre en casa por la abuela, una vida de tradiciones sencillas de seguir, con los primos al alcance de la mano, con los domingos siempre juntos, con los abuelos siempre presentes y con las familias siempre reunidas. Vivíamos una vida privilegiada, una vida única que seguramente compartíamos con el resto de las miles de familias que en los años setentas se mudaron a los suburbios a colonizar la vida de la emergente clase media mexicana. Fué nuestra época de oro, fueron los años que nos dieron raíces y nos enseñaron a reír.

Después todo daría la vuelta, no llegaríamos a los años ochentas intactos y libres, la vida se pondría de cabeza y se acabarían los lujos, la estabilidad, las tradiciones y los lazos se verían seriamente afectados, porque la muerte puede poner fin a la más sólida de las vidas, pero en el corazón se quedaron los recuerdos de los primeros años, de los buenos años, de los años setenta donde la navidad era un árbol grande y lleno de regalos, donde la comida de familia era en casa de los abuelos, donde había primos bebés y primos que salían a andar en bicicleta con nosotros, donde mi madre y mis tías eran señoras guapas y jóvenes con peinados de salón, cons postizos que abultaban, con rimel grueso en los ojos, pestañas que se pegaban de una en una y zapatos de plataforma y tacón, eran señoras que combinaban la bolsa y los zapatos, que tenían siempre el accesorio correcto para cada ocasión, que competían cada una con su guapura y su personalidad, que vestían a las hijas para brillar en sociedad, que nos peinaban con rayas perfectas en medio de la cabeza y con caireles que sobrevivían toda una tarde de juegos y de portarse bien sentados a la mesa y en los sillones de la sala de casa de los abuelos.

La vida nos regaló esos buenos años de infancia para que se tornaran en nuestras raíces, raíces que han aguantado huracanes y tormentas y nos siguen manteniendo al suelo de nuestro origen.

La vida nos dió las comidas del domingo y la comida del día de Navidad en casa de los abuelos, donde olía a pan recién horneado comprado en la panadería La Abeja y se empapaba del caldillo aceitoso del tomate del Bacalao a la Vizcaína. Y se servía el pavo y comíamos con gusto y se llenaba la mesa del comedor y mi abuela era la anfitriona perfecta sirviendonos siempre un rompopito a los niños y un pedazo de turrón para el postre.

La comida de Navidad en casa de los abuelos, en los suburbios de la Ciudad de México en la década de los años setenta huele a sopa de habas, a bacalao y a pavo, sabe a bolillos calientes, tintinea con las luces del árbol y los colores de los paquetes de regalos que a todos nos tocaba más de uno y que todos eran más que brillantes y perfectos.

Las comidas de Navidad en casa de los abuelos quedan muy lejos, muy lejos en los años y en el tiempo, pero es tan fácil llegar a ellos, es tan fácil recordar al abuelo parado con las manos a la espalda, y el puro en los labios con un palillo de dientes incrustado en el centro, es tan fácil escuchar la voz de Don Luis, es tan fácil escuchar sus risas y sus carcajadas, es tan fácil escucharlo dando voces y llamándole a mi abuela «Joven»  porque siempre le dijo «Joven», nunca Alicia, nunca amor, nunca corazón de vez en vez le llamó «mujer» pero a por demás mi abuela Alicia fue siempre «joven»!

Poco más de cuarenta años han pasado, cierro los ojos y me paro frente a la puerta de la casa para tocar, para esperar ver a mi abuela abrir la puerta y recibirnos con el amor que tan solo ella nos profesó.

Las comidas de Navidad se engalanaban con la repartición de regalos y la tradición dictaba que cada nieto recibiría un regalo de la abuela con su respectiva dedicatoria «Para Carlitos el consentido de mis nietos», «Para Teresita la más dulce de mis nietas» «Para Lucy la más pícara de mis nietas»… nuestras dedicatorias de amor, nuestras etiquetas de vida, nuestras raíces plantadas en tierra fértil por las manos de la abuela.

Las comidas de Navidad tienen el sabor de la infancia y el gusto de la sopa de habas, el trago difícil de pasar, ese potaje grueso, pastoso, espeso, amarillo oscuro con algunos brotes verdes de lo que habrá sido cilantro picado y que lo servían en el plato hondo a que se desbordara a rebasar los cantos. La sopa de haba sabe a Navidad, a casa de los abuelos en los suburbios de la clase media en la década de los setentas, donde florecíamos como familia, donde echamos raíces como hijos de familia, en esa época donde nuestros padres y tíos y abuelos se movían graciosamente en una economía desenfadada y donde creían que estaban en la cúspide de sus vidas, y lo estaban, y fué la cúspide y vino la caída libre, pero eso pasaría después, ahora eran los años setentas, eran jóvenes, exitosos y guapos, las familias éramos jóvenes y el futuro parecía prometedor.

Más de cuarenta años han pasado, la vida ha girado sin cesar, he cambiado de ciudad, de país, de continente y de latitud, he cambiado de costumbres, hemos enterrado a los viejos y a los jóvenes y a los jóvenes que nunca llegaron a viejos, hay muchos paquetes debajo de mi árbol de navidad y hay dos hijas ansiosas por que llegue la Nochebuena, habrá cena y habrá armonía, y lo que siempre habrá a pesar de que la infancia ha quedado tan lejos, tan rancia, pero nunca opaca, siempre habrá el recuerdo de la comida de navidad en casa de los abuelos, mi abrigo con solapas de terciopelo, mis caireles en el pelo, haber sido la Más pícara de las nietas y el sabor pastoso y denso de la sopa de habas que tragaba a empujones y que se deslizaba por la garganta en un baño de aceite de olivo que causaba náuseas.

Nunca más sopa de habas, nunca más abuelos…nunca más infancia.