La Güera de la casa de Lago Valencia

Le decían «La Güera», la güera de la colonia Argentina, la güera de Lago Valencia, y tenía el cabello castaño, castaño claro y la piel clara y le decían LaGüera, de la calle Lago Valencia, la casa número doce, la del portón de metal y las ventanas de la sala que daban a la orilla de la banqueta.

Cuando llegaron a la Colonia Argentina aquello eran baldíos y calles de tierra, los caballos transitaban por enfrente de la casa, la carreta de la basura y el carretón de la leche, aunque por la leche iban directo a la lechería que estaba a unas cuantas calles, calles de tierra en el verano y calles de lodo  en los días de lluvia y las tardes de aguaceros. Cuando llegaron a la Colonia Argentina después de dejar la casa-apartamento de Lauro Aguirre, ésa cerca del casco de Santo Tomás, la de el camellón ancho, donde se plantaban amapolas y los niños jugaban a marcarse el estigma en la frente, cuando la amapola era un símbolo de belleza y el gobierno de la ciudad adornaba calles y las plazas con las flores de pétalos rojos. Dejaron Lauro Aguirre cuando Teresa, apenas era una niña, sería la segunda mudanza, la primera fué de la casona de Coyoacán donde la perseguían los gansos que andaban libres por los patios de la casa, para  luego irse al enorme apartamento de Lauro Aguirre cerca de la fábrica de chocolates.

Ahora se movían a una casa, el padre-carpintero, la madre-mucha-madre que empezó a parir a los 15 años los hijos de su carpintero quince años mayor y siguió pariendo hasta que se le acabaron las fuerzas y un buen día cayó en cama, y otro mal día, bastante malo se le acabó la vida. Delfina y su marido entraron a la casa de Lago Valencia y ella dió su sentencia de muerte «De aquí José, me sacarás con los pies por delante José», y así mismo fué, Delfina salió de su casa de Lago Valencia apenas unos años más adelante, todavía no era la década de los cincuenta, la posguerra mundial  se respiraba en el mundo entero y las rachas de la miseria Europea y los ecos de la Civil Española llegaron hasta la casa de Lago Valencia, la del portón de metal, la de las ocho hijas y el varón que apenas podía ver, pero no le faltaba carisma para mirar el mundo.

Las hijas se sentaban en las ventanas que daban a la calle, y el portón se abría cuando los pretendientes pasaban a saludar a la familia. Consuelo se sentaba a la orilla de la ventana y cobraba a las vecinas para zurcirles las medias, una puntada tan delicada y fina que pasaba imperceptible y las clientas se hacían cada vez más, el nylon había llegado para quedarse y no había demasiado surtido de medias y no mucha posibilidad de cambiarlas a una simple corrida, así que Consuelo las zurcía y cobraba por centavos. Quien no tenía dinero para las medias se pintaba con mucha paciencia y mano de hierro una raya oscura de tiza naciendo del talón subiendo por la pantorrilla hasta la corva, donde se escondía justo debajo de la falda, así se creaba la ilusión óptica de que las señoritas usaban medias, las señoritas de la casa de Lago Valencia número doce, las señoritas de Lago Valencia, las señoritas de la colonia Argentina, las señoritas del barrio de Tacuba, las señoritas de la ciudad de México, cuando el aire olía aún a postguerra.

Y en esas calles de tierra creció Teresa, la menor de la familia, «la Güera» la ahijada de Mariquita la vecina que vivía en la vecindad de junto con todos sus hijos, muchos hijos porque eso era lo que mejor se sabía hacer en los años de las guerras. Teresa creció a la sombra de sus siete hermanas, Antonia – Carmela – María – Guadalupe – Rafaela – Josefina y Consuelo y bajo la mirada cariñosa sin importar lo nublado de la visión de el hermano David.

Creció con demasiadas hermanas y con muy poca madre, la madre que le tocó se había cansado de parir, se le había desgastado el cuerpo y el alma a Delfina, nueve hijos vivos y los muertos, que sumaban entre todos trece. Trece embarazos que empezaron a sus quince años y de ahí en adelante no vió en sí misma nada más que barrigas, placentas, fetos no formados, féretros de bebés y senos hinchados, a Delfina se la llevó la vida saltando de embarazo a embarazo, de parto a parto y de hija a hija afanados en conseguir un varón desde el día en que  Benjamín murió de meningitis.Y las fiebres lo consumieron, y lo metían y sacaban de una bandeja de aluminio rebosante de agua helada, con la esperanza que eso le bajaria la fiebre, pero la fiebre nunca cedió, la fiebre se lo llevó, se llevó al primogénito varón y de ahí en adelante Delfina nada más le parió hijas mujeres a José, hijas hermosas, hijas que cantaban como coro de iglesia cuando entonaban al unísono, Delfina pasó casi veinte años pariendo mujeres-gritonas de carácter fuerte, mujeres dominantes, mujeres hermosas para la pena de José hasta que llegó David, llegó fuerte, llegó guapo, llegó robusto pero llegó con la mirada nublada, llegó con la voz de tenor pero con los ojos opacos, llegó a llenar todos los rincones del alma de José pero llegó para ver el mundo con los ojos de sus hermanas y para ir de gafas gruesas por el resto de sus días. La felicidad del varón tras siete hembras de pura raza motivó un embarazo más, pero salió vano, diría el abuelo… «una mujer más» para la colección, para el colmo de males.

Nació Teresa y recibió el nombre de la primera hija que tuviera José, no con Delfina, sino la hija bastarda de esa india americana que dejó al otro lado de la frontera, en los años de juventud cuando andaba recorriendo Los Estados Unidos en tren y José masticaba tabaco y tomaba whisky. Y dejó a esa Teresita, «que ésa sí era bonita» era pelirroja  de piel de sol. Pero José no olvidó y retomó el nombre y se lo plantó a la menor de su ristra de hijas con Delfina, y después de todo honraba a su propia madre que había sido casi una santa Teresa Sáenz, viuda-madre de José y madre del cura Eulalio que se quedó en el monasterio allá cerca de Tula, Hidalgo.

Y Teresa creció con demasiadas hermanas y con la madre tumbada en la cama del cansancio que los años de embarazos le cargó, y siguió tumbada en la cama cuando la pena de que una de sus hijas más hermosas «se la había llevado un hombre» y pasó años sin saber de su bella hija que «se la robaron», que no sabían de ella, que apenas si recibían noticias hasta que José fué a por ella y se la regresó, regresó al lecho de muerte de su madre a la cama de la profecía, porque bien se lo dijo Delfina a José «de ésta casa me vas a sacar con los pies por delante» y así salió Delfina en una procesión que la llevó de la casa de Lago Valencia número doce hasta la tumba del panteón Español, y sus bellas hijas lloraron, y su marido enterró media vida en ésa tumba y Teresa vió caer la tierra en el cajón de madera de Delfina Muñóz cuando apenas era tan solo una niña, de once años, flaca, escuálida y con dos trencillas maltrechas que parecían colas de ratón.

Teresa creció a las voces de sus hermanas, en la cocina  de tiznes, en el baño de humedades, en la azotea donde se apaleában los colchones de borra, Teresa creció a las voces de sus hermanas que cocinaban, cantaban, echaban novio, se vestían de crinolinas y estudiaban para maestras. Teresa creció tomada del brazo de Guadalupe que se hizo secretária, a los quince años cumplidos se hizo secretária del Seguro Social no porque supiera escribir en máquina sino porque era guapa, guapa e inteligente, guapa que dolía e inteligente como para cuidar de su trabajo por más de cuarenta años y salir libre de rasguños en las batallas del amor. Guadalupe puso el pan sobre la mesa y se quedó sola ante la mesa vacía tantos años después, Guadalupe se quedó a cuidar de las hermanas – que se fueron, del padre – que murió, de la menor Teresa que «se le casó» y ella se quedó contemplando en soledades el pan sobre la mesa. José siguió siendo carpintero en jefe de la carpintería de El Palacio de Hierro, Antonia ya había parido y se dedicó a cuidar a los hijos de su por demás guapo Florentino que en verdad se llamaba Valentino, o sería Valentino y se cambió el nombre por Florentino y ya que estaba casado y que empezaron a tener hijos José le consiguió trabajo en la carpintería y les dieron además los cuartos que se apilaban en el patio de atrás y luego siguieron María y Santiago con sus cinco criaturas para amasar la estirpe.

Así la casa de Lago Valencia se fué llenando de los hijos de las hijas y de los maridos de las hijas y chamacos corrían por aquí y gritaban por allá. Teresa apenas se dió cuenta de la ausencia de su madre, tenía hermanas y tenía a su hermano David, tenía sobrinos de su propia edad, tenía el patio de la casa de Lago Valencia y la azotea de la casa de Lago Valencia, tenía a su papá que se iba poniendo mayor, que se iba poniendo gordo, que se iba poniendo grueso, que se iba poniendo diabético, que se iba poniendo viejo, tenía los domingos para sentarse con el vestido de salir en el tranvía que recorría la Calzada México – Tacuba hasta llegar al panteón Español para ir a la misa del medio día tomada del brazo de su papá y de sus hermanas y caminar y saltar y corretear por entre las tumbas y los mausoleos hasta llegar a la tumba de su madre Delfina Muñóz «Amada esposa y madre vivirás eternamente entre nosotros»

Y Teresa no pensaba qué hubiera sido de su vida con su madre, tenía madres de más con tanta hermana, y padre de más en la figura de José. Teresa fué creciendo con toda la buena casta de las hijas de el señor Sánchez y se fué poniendo guapa, y el pelo le llegaba a la cintura y la cintura se hacía pequeña mientras las piernas se hacían largas y los labios carnosos, y la mirada determinada con ese aire de cine-de-época-de-oro con la ceja izquierda arqueada y el ojo derecho a medio cerrar.

Teresa se fué haciendo mujer y se fué poniendo guapa en una casa de guapuras, se fue haciendo inteligente en una casa de mujeres suspicaces, Teresa aprendía las lecciones en cabeza ajena y se fue trazando su propia brecha, Teresa salía a las calles de la colonia Argentina  y los muchachos silbaban, los cuellos se torcían y las  miradas de las muchachas se hacían rivales.

Teresa lavaba la melena castaña los sábados y la soltaba al caminar, a Teresa le decían «La Güera» de la casa de Lago Valencia número doce, y muchos años después, siendo yo niña seguíamos con la tradición de mi abuela paterna de hacer «la plaza» en el mercado de Tacuba, y La Güera llegaba ahora en auto desde ciudad Satélite, bien vestida, con su pelo corto y más rubio que nunca y con sus propias hijas de la mano, y entrábamos al mercado escoltadas de los niños de Tacuba que cargaban nuestras canastas y llevaban las redes de mercado con las gruesas de naranjas y los hígados recién cortados y los puesteros nos saludaban, y todos llamaban a mamá por su nombre y la saludaban y cuando se daba la media vuelta cuchicheaban entre ellos «es la Güera» de Lago Valencia, la Güera de la Colonia Argentina, donde mis abuelos, donde la casa que se cimentó en calles de tierra, donde la infancia de mis padres, donde el panteón de mis muertos.

Los recuerdos del futuro

Hace apenas un mes pasamos la tarde empacando libros, pequeños libros de papel escritos e ilustrados por nuestra Runa de apenas catorce años pero con seis títulos al hombro y seis otros títulos de niños que no mayores de doce años ya han creado una obra digna de publicación. Publicar los libros nos ha tomado cuatro años y no porque las imprentas modernas sean demasiado lentas en sus procesos digitales, eso es lo de menos, lo de más ha sido crear un proyecto de la nada, de la nada más profunda en un territorio donde seguramente muchos se han asomado con las narices, con la punta de las pestañas o con el interés de un curioso poco apasionado y después se han seguido de largo; nosotros sin embargo nos hemos venido adentrando más y más a la jungla de la publicación de libros, desde ISBN, derechos de autor, perseguir -lastimosamente- presupuestos y financiamientos, corretear a posibles filántropos y autoridades gubernamentales en la materia, hemos invertido el tiempo, ese tiempo que nos dan de apenas 24 horas al día y de siete días a la semana para crear algo que no existe en el ámbito literario, en el ámbito comercial, en el ámbito de iniciativa privada o en el ámbito de proyecto cultural. Estos cuatro años que nos ha llevado comprender el cómo y el por qué, estos años de arrodillarnos abajo de la mesa para mirar todo lo que se puede esconder en una empresa donde nos declaramos neófitos de la materia pero amantes de la literatura y aún más amorosos padres de la creación hecha por las manos, el intelecto y la pasión de los niños. Estos cuatro años invirtiendo nuestros ahorros y nuestras deudas, nuestro patrimonio y nuestro no-patrimonio en un proyecto en el que creemos, y son los locos los que creen en sus locuras, y son los cuerdos los que nos miran de reojo para decirnos claro, claro, dale pa’lante… pero voltean los ojos al cielo sin comprender esta pasión desenfrenada que se ha convertido en la empresa familiar, empresa no en el sentido de ganancias y de ingresos mensuales que nos dan de comer y de vestir, sino empresa en el sentido más puro de la palabra, en el sentido de ser emprendedores, emprender de un punto de partida virgen para echarnos a andar hacia una vereda nunca andada, y a veces vemos que el terreno esta llano, pero lo cierto es que a cuatro años de distancia volteamos para atrás y vemos que el terreno ha sido una pedrera de subidas y bajadas, ha sido una encrucijada constante donde nos preguntamos en dónde hemos de pisar, y no existe un solo tramo plano y mucho menos asfaltado, ni siquiera con pastos suaves, cuando creemos que hemos llegado a la planicie con topamos con más piedras, más grandes, más difíciles de mover, pero no nos queda de otra que o empujarla, o rodearla o saltarla a todo lo ato. Así hemos pasado cuatro años, a penas los primeros cuatro años de nuestro proyecto editorial publicando libros para niños escritos por niños, y como los mejores proyectos de la vida éste proyecto se dió a luz alrededor de la mesa dela cocina, la lo he mencionado tantas veces que se ha vuelto mi cliché de vida, pero es en ésta mesa comprada en Ikea hace apenas catorce años que hemos venido formando hijas y proyecto, familia-y-proyecto, hijas-y-proyecto- familia-hijas-proyecto… así se cocina nuestra vida, desde hace catorce años que aterrizamos en Suecia un buen 8 de octubre a las cinco de la tarde pero con la obscuridad de la media noche. Entonces llegamos con dos maletas, una backpack, una bebé de cinco meses recién de haber sido parida en Monclova y unas 20 cajas, principalmente libros y escritos, libros y muestras de trabajo, libros y cintas de cassette de los programas de radio producidos, libros y dibujos hechos por nosotros, libros y cuadros pintados por los amigos, libros y fotografías hechas por los amigos, libros y una poca de ropa, con la seguridad de que el abrigo de invierno de México perdería todo su valor en el invierno escandinavo. Y así fué y desde entonces nos sentamos en torno a ésta mesa de cocina donde se nos han venidos cocinando los mejore proyectos de nuestra vida, de esta familia-hijas-proyectos.

Hace apenas un mes estábamos empacando cajas y cajas de libros para llenar el pequeño auto y manejar las cinco horas y media que me tomó llegar de Eskilstuna a Gotemburgo, seguramente en compañía y sin el coche completamente cargado me hubiera tardado el tiempo reglamentario, pero es que sentada al volante, con mis soledades y mis cajas de libros se me llenó la cabeza de palabras y de pensamientos y después peor aún se me llenó de imágenes, y de recuerdos… de esos recuerdos del pasado pero de esos recuerdos de futuro que yo no sé si existen pero a mí se me dan en la cabeza cuando paso demasiadas horas conviviendo conmigo misma, y ésto de convivir conmigo desde hace 40-y-pico de años de manera ininterrumpida pues me ha facilitado la tarea de crear y procrear mis recuerdos del futuro coin cierta facilidad y gracia.

Y ahí iba yo muy montada al volante y escuchando mi música y viendo pasar mis recuerdos del futuro por entre los campos y los bosques que seguían verdes y que se rehusaban a ver el otoño por llegar, hasta el grado de mirar por el espejo retrovisor y empezar a ver las cabezas de Sabina y Serrat asomándose por entre las muchas cajas de libros que atiborramos en el asiento de atrás, y luego se empeñaron en asomarse también los Enanos Verdes y no contento con eso Saenz con esa voz que no soporto pero que en su momento me hacía gracia y después un poco de El Cigala, bendita bomba molotov que me eché encima, bendita mescolanza musical, benditos noventas que se me aparecieron como si fuera la vuelta de la esquina tomándome por sorpresa mientras yo me saboreaba mis recuerdos del futuro, pero logré salvar la marcha y llegué sana y salva hasta mi destino, hasta la Feria del Libro de Gotemburgo y cargue mis no-se-cuantos-libros, y di vueltas y vueltas de mi puesto de 2×2 hasta el estacionamiento y jalé mi carretilla, y puse mi puesto de libros, como alguna vez hace como cien años entre 1990 y 1992 montaba yo mi puesto con mis óleos y mis acuarelas en el Jardín del Arte de San Angel en el lado más hermoso del corazón de mi insufrible ciudad de México, y me regresaba yo al cuarto de la casa de mi amiga Marcela, quien me dió asilo por tres meses… y tres años y mis cuadros y mis trenzas de colores colgando del pelo más largo del mundo, con mis faldas las largas del mundo y con los botines más feos del mundo de niña burguesa-venida-a-menos como decía mi amigo Pancho, pero hermosamente satisfecha de haber vendido y arte.

Y ahora cientos de años después, a mis cuarenta y pico estoy montando mi puesto en la Feria del Libro más importante de Escandinavia vendiendo «nuestro proyecto» y entre sus hojas los seis libros escritos por mi hija, ella, la mayorcita, la que apenas tiene catorce y que usa playeras de Star Wars, la que escribe y publica, la que quiere trabajar con cine y la que entre otros tantos niños, casi 60 pertenece a nuestro catálogo de niños escritores.

Y corrieron los cuatro días de feria del Libro, y Tomm llegó en tren a casi la media noche y lo recogí de la central, y pasamos cuatro días viviendo en un apartamento de alquiler, a unos cuantos kilómetros de la Feria, comiendo sushi de día y cenando en la mejor pizzeria de Gotemburgo cada noche, o será a caso que est la única pizzeria que conocemos en Gotemburgo y que por su cercanía al apartamento y por el sabor del balsámico y el mozzarela nos pareció la mejor de Gotemburgo.

Hablamos con mucha gente, con los que pasaban por nuestro puesto y mostraban interés y con los que pasaban y miraban para otro lado, con los que andaban con tapones en los oídos para no ser molestados y con los que andaban de la mano de niños que se sentían atraídos de manera natural hacia libros ilustrados por otros niños, precisamente como ellos!

Hablamos mucho, repitiendo nuestras mejores frases del repertorio de argumentos de venta, hablamos con periodistas en un seminario que nos costó una fortuna pero que atendieron cinco personas de la prensa, y hablamos con maestros, bibliotecarios, padres de familia, jóvenes estudiantes de literatura, pensionados con las manos llenas de ocio y abuelos buscando algo especial para los nietos, algo que se alejara del best-seller-PokemonGo!

Tomm tomó la batuta de las relaciones públicas y pasó de hablar con la gente de a pie a ser en unas cuantas horas un lobbista profesional, detectando y ubicando personalidades del mundo literario e influyentes del mundo editorial, un trabajo por demás extenuante, que requiere de una sonrisa de tiempo completo, manos frías y mente clara para hacer lo mejor de los primeros 30 segundos y lograr al menos un diálogo de cinco.

Dormíamos como troncos, nos sobábamos los pies, tomábamos café y seguíamos al día siguiente, las caras de asombro al comprender que todos y cada uno de los libros sobre la mesa había sido creado en su totalidad por niños es inolvidable, las expresiones, los rostros, los ojos abiertos, las bocas redondas, las manos al aire! …

y es cuando nos mirábamos mutuamente y nos decíamos sin palabras, Vale-la-pena! Vale los cuatro años de trabajo, las veinticuatro horas al día y los siete días de la semana, Vale-la-pena, vale los 365 días de cada año de los últimos cuatro años y de los que faltan por venir, porque estamos picando piedra y el camino no está llano, porque seguimos brincando en una pedrera sin mapa y sin señales pero con la brújula de la intuición y de la pasión, la brújula que se alimenta del proyecto familiar, de ésta empresa familiar que rebasa nuestra pequeña familia, de éste proyecto que hizo que mi hermana se subiera a un avión para poder acompañar a nuestras hijas mientras nosotros pasábamos largos días en la feria de Gotemburgo.

Así salpicamos al resto de la familia y a los amigos queridos, y mi hermana después de años de prometer que viajaría se sube a un Aeroméxico para aterrizar en Suecia por segunda vez en los últimos seis años, y llegó para pasar un mes de risas, de palabras y de compañía, por demás está decir que ella es quien más se ríe y que ella es quien más palabras tiene y ella es quien más alegría irradia, y ella es … una mujer maravillosa que disfruta sin reparo cada minuto de ésta nueva vida que tuvo los cojones de seguir viviendo. Ella es quien llena el aire de vida y ella es una vida única que es imposible que pase desapercibida.

Y vino a llenarnos la casa y a darnos compañía y a llenar cada esquina de amor y de armonía, vino por un mes pero su espíritu se ha quedado en las paredes y en los rincones y en los cojines de la sala y en su taza del café con leche.

Hace apenas un mes estaba yo yo llenando el coche de cajas de libros, hace apenas un mes estaba Tomm tomando el tren de las seis, hace apenas un mes estaba mi hermana cocinando toda la noche en su desvelo mexicano, hace apenas un mes presentamos nuestro proyecto en un escaparate internacional, hace apenas un mes que la vida conjunto demasiados sueños, logros, retos y momentos que se quedan guardados y que pasan al cajón de los recuerdos del pasado. Ha pasado todo un mes y seguimos picando piedra y promoviendo libros, seguimos con los empleos de 40-horas a la semana de-los-que-dan-de-comer, seguimos escuchando las risas de la tía Teté por los rincones de la casa y seguimos sentandonos en nuestros lugares de siempre a la mesa de la cocina, donde nos hemos dedicado a hacer la vida.

Hace apenas un mes.