Matar a la vaca

Alguna vez escuché un cuento, un cuento budista de un maestro que se va camino al monte con sus discípulos y cayendo la tarde piden posada en un pequeño rancho donde una familia numerosa vive en condiciones de pobreza, su única manutención se basa en los pocos productos que logran vender de la leche de una vaca escuálida que está rumiando afuera de la casucha miserable. La familia a pesar de la pobreza y del exceso de hijos abre sus pobres puertas al monje y a sus discípulos y les ofrecen alimento y un techo para pasar la noche. Cuando la familia se ha dormido el maestro despierta al más joven de sus discípulos y le pide que salga al campo a cumplir con una misión por demás importante “vas a matar a la vaca” dijo el maestro en voz clara y determinante.

El aprendiz obedeció las instrucciones de su maestro con gran confusión y con un sentimiento de culpa que lo acompañó por el resto de la vida. Una culpa que le creó las contradicciones más grandes entre su fe, su vida, el bien y el mal. Creyó siempre que había causado un daño muy grande a esa pobre familia y que por su culpa seguramente todos habrían muerto de hambre en el abandono de su ranchería.

El aprendiz desertó del monasterio a falta de respuestas para el difícil proceso de preguntas al que se enfrentó a causa de la culpa.

Mucho años después, ya adulto, casi viejo el-nunca-monje paseó por los mismos montes donde vivió la familia que alguna noche hacía años les abrió las puertas de su pobre casa, el hombre se topó con un paisaje completamente nuevo, un rancho próspero de enormes dimensiones, tractores, caballos, animales y sembradíos. La culpa se apoderó nuevamente de él y lo único que su cabeza pensó es que la familia habría muerto de inanición y que algún rico ranchero habría apoderado de las tierras.

En su asombro el nunca-monje le pregunto a un hombre maduro y fuerte que si de casualidad sabría que habría sido de la familia pobre y numerosa que había vivido en esas tierras hacía ya muchos años, le preguntó con voz temblorosa que si habrían muerto. El ranchero de piel curtida, voz alegre y lleno de vida contestó con una carcajada “No nadie ha muerto” esa es mi familia!

“Cómo su familia?” “Pero cómo pasaron de la miseria a la prosperidad?” – bueno pues nosotros vivíamos del muy poco queso y la escasa leche que nos daba una vaca flacucha que teníamos cuando éramos todos pequeños, pero una noche curiosamente, una noche en que recibimos la visita de unos monjes la vaca murió, amaneció muerta la pobre y gracias a que la vaca murió nos vimos obligados a aprender a sembrar, a cosechar, empezamos a darnos cuentas de nuestras habilidades y de nuestra capacidad de trabajar la tierra y de cuidar otros animales, gracias a que murió la vaca todos encontramos nuestras fortalezas y ahora vivimos una vida de prosperidad.

El nunca-monje entendió entonces la enseñanza del maestro.

Yo me aprendí la lección rapidito hace muchos, pero muchos años cuando escuché este cuento budista por primera vez y desde entonces me he dedicado a matar-a-la-vaca, y lo he hecho no una sino dos y tres y cuatro veces. Matar-a-la-vaca es lo mejor que he hecho en la vida para dar el siguiente paso, para avanzar al siguiente nivel, para tomar el siguiente reto, para probar el nuevo camino y para salirme de mi zona de confort.

Yo no creo haber llegado nunca a empollar una zona de confort porque siempre me he estado moviendo, apenas me siento tranquila y cómoda en una situación de vida me empiezan a picar los pies mato-la-vaca y doy paso a la siguiente oportunidad.

Dejar un trabajo, cambiar de empresa aunque tenga un contrato por demás jugoso, renunciar aunque la pensión parezca prometedora, dejar una ciudad aunque sea la más grande, la más caliente, la más popular o la más bonita del mundo; vender un negocio aunque esté dando ganancias o mudarse aunque la vista desde la ventana sea la más acogedora.

Matar-a-la-vaca ha sido mi motor para nunca plantarme en una zona de confort, zonas de confort es lo que menos he tenido en la vida, en buena parte porque la vida misma ha sido una colección de tsunamis y terremotos particulares, pero por el lado del balance porque el arrancar nuevos proyectos es un golpe de adrenalina que no puedo resistir.

Conozco a mucha gente que nunca ha matado-la-vaca pero si no lo hacemos por nosotros mismos la vida nos hace el favor de poner en nuestro camino a un aprendiz de monje que tenga la dura tarea de matar-a-nuestra-vaca-particular. Conozco otros que han salido bien librados y que nunca han tenido que enterrar a su vaca, simplemente siguen viviendo de la poca leche y queso que su vaca les da y a esa condición le llaman vida.

En mi caso y en mi casa hemos desarrollado el arte de matar-a-la-vaca, sin temor y sin resentimientos, el descubrir nuevas capacidades y tomar caminos nunca andados nos da una perspectiva diferente de la vida, el hacer lo que otros no han hecho, arrancar el proyecto innovador… el desafiar lo establecido.

Observo a la gente y me es fácil categorizar quienes han matado-a-la-vaca y quienes la tienen rumiando en el patio trasero, por gusto o por indecisión, quizá por temor o porque siemplemente nunca se han sentado a mirar todo lo que está más allá de la vaca y de sus pastos.

En los primeros días de enero desperté con la intuición de que el tiempo parece prometedor, de que éste año se antoja como un buen año para una vez más darse el lujo de matar-a-la-vaca y de seguir apostando a ganar.