Me senté a escuchar y a observarlos, porque eso de sentarme a escuchar y a observar son especialidad de la casa, de mi casa, de ésta donde yo habito, de este par de piernas, par de ojos y par de orejas que me quedan muy bien y que las utilizo mucho más que la boca centradita en el rostro que utilizo siempre y cuando haya hecho uso primero del par de ojos y el par de orejas. Así que me senté a observar y a escuchar que es lo que mejor se me da.
Y los observé de arriba abajo, sus pantuflas de botín con borrega, sus calcetines de lana, su pantalón de pana café, su suéter verde te Ralph Laurent y de color por demás olivo y clásico, sus gafas con un soporte especial para evitar cualquier daño en el arco de la nariz. Sus manos tan blancas, su nariz tan grande, sus labios delgados, sus cejas anchas, su pelo ralo y sus arrugas en la piel, esa piel llena de manchas de edad y esa edad que daban un tono especial a la voz; esa voz con acento madrileño pero con el dejo, la coleta de un gallego de pueblo que patinaba en las fronteras del portugués.
Jaime se llama, es el padre de mi amiga, está de visita en Suecia con Elena su mujer, un par de octogenarios – como ellos mismos se describen – que se han montado al Iberia para visitar a su hija y a su yerno y ahora pasan breves temporadillas en la fría Escandinavia.
Jaime se sentó en el sofá y platicó, platicó mucho en un dialogo teatral cuando se dio cuenta que en mí había ganado un espectador gratuito sediento de escuchar, de escuchar las historias de un viajo con acento gallego y con las manos con manchas de la edad. Cada vez que el resto de la compañía salía a la cocina a traer más fiambres, a dejar los platos sucios o a preparar el chocolate yo me quedaba sentada escuchando a Jaime quien se acomodaba la espalda y se ponía en posición de narrador para seguirme hablando de su pueblo, de sus olivos y de sus once hermanos.
Jaime ha vivido los últimos años en Madrid pero aún recuerda el pueblo de sus días de niños y a su madre y a cada uno de sus diez hermanos como si los hubiera dejado de ver ayer, allá en el pueblo, que ahora está muriendo, porque simplemente los parientes y vecinos se han venido haciendo viejos y la muerte ha tocado de casa en casa recogiéndolos a cada uno de ellos, ahora nada más queda el sobrino que es el viejo solterón del pueblo a sus 78 años y que está parado en el marco de la puerta esperando a que llegue la muerte para terminar de pasar factura en el pueblo, y así se irá el último habitante y el pueblo quedará vacío de vivos y lleno de sus muertos.
Una de las hermanas mayores de Jaime sigue con vida, la única de los 11 que aún le sobrevive, pero ella no cuenta, ella lleva más de 65 años en el convento ella no cuenta, no cuenta entre los vivos y no cuenta entre los muertos, “ella está en el convento” un limbo de ausencias donde seguramente olerá a rancio y donde su comunicación con dios la mantendrá completamente alejada de los asuntos mundanos.
Jaime se mantiene en forma, pero espreso lo mismo que mi madre “por fuera porque por dentro no sabemos” y ahí sentadito en el sofá se veía tan entero y tan alineado, pero a la hora de pararse para tomar la medicina que Elena le dijo le acababan de preparar sus pasos delataron la edad, delataron los 45 años en Madrid, los cuatro hijos, los muchos años de trabajo y la vida en el pueblo con sus once hermanos, pero regresó a sentarse en su oratorio ante mi par de orejas fieles que le expresaron la voluntad de seguir escuchando.
Y lo escuché hasta que dio la hora de irse tras haber tomado el chocolate espeso a cucharadas, lo escuché porque yo ya no tengo viejos a quien escuchar, porque me quedé sin las historias de mi madre y de mi abuela, porque mi abuelo ya no está aquí desde hace tanto para contar, pero están sus voces, que las sigo escuchando y siempre por respeto a ellos escucho a todos los otros viejos que se me ponen al camino, así sean los abuelos o los padres de alguien otro, así sea un desconocido en el tren o en una sala de espera en algún aeropuerto, yo escucho porque traigo puestas este par de orejas y observo porque me gusta abrir este par de ojos y enfocarme en los detalles, como en las manchas de su piel, o en los pelos de sus largas cejas.
Escucho porque así se me impregnan las historias y pasado el tiempo son las historias las que me acompañan y me susurran narraciones al oído, son las voces de mis viejos, de mis muertos que me cuentan cuentos y así como ahora al oído, justo a la hora de irse a dormir.
Y aquí estarán mi buen par de ojos para leerte! Enhorabuena mi queridísima Lucia.
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