El umbral de los 39

«Puedes hacer una llamada, escoge a una de tus amiguitas y haces una llamada para avisar que estaremos en Sullivan y Rosas Moreno», una llamada, a los once años me autorizaron hacer una sola llamada entre las voces y los gritos de dolor que se escuchaban en casa de mis abuelos y que salían por las puertas, las ventanas y retumbaban en las paredes de las casas vecinas que en ese entonces eran aún los tío los que colindaban en la casa de junto y el otro en la casa de enfrente.

Una llamada me dijo el abuelo muy claro y dictatorial como siempre en su tono y en su voz, que después a los años me imaginé que así sonaría Franco en sus tiempos.

No me vino a la mente más que un número de teléfono, y llamé a una de las amigas, su madre al teléfono me dijo que no era hora de llamar que estaban a la mesa comiendo, pero yo en voz calmada repetí al pie de la letra la información que me habían dado sin menor comentario y sin agregar emoción alguna, porque a partir de ese momento las emociones se bloquearon hasta la médula y permaneciron así durante los siguientes ocho, quizá diez años. Señora es tan amable de decirle a mi amiga que esta tarde estaremos en la sucursal de Gayoso de Sullivan y Rosas Moreno. La voz de la madre se rompió en trozos tan pequeñitos que pude escuchar como caían al piso, tapó la bocina del teléfono y le dijo a su hija que contestara. La pregunta fué obvia y mi respuesta completamente desorbitada: Papá está muerto.

Había sido mi primer día de paseo en la secundaria, esa mañana ví a Papá en el descanso de la escalera, tenía una mano deteniéndose el pecho y me dijo que me pusiera un sueter, que estaría un poco frío. Mamá dijo que llevaría a Papá al médico porque no se sentía bien y que yo llamara a alguien que pasara a recogernos a mi y a mi hermana porque no nos podrían llevar al colegio.

Yo pasé el día en el campo con mis nuevos amigos de secundaria, nos mojamos hasta la cadera, chapoteamos en el agua fría, comimos tortas, los maestros se sentaban en circulos y se daban el lujo de fumar al aire libre. Regresamos en el autobús y esperé a mi hermana a que saliera al patio.

En el altavoz nos llamaron a la dirección «Las niñas Carbó tomen sus cosas y vayan a la dirección» – «Pápá está muerto» dije en voz alta y sin pensarlo, de mi hermana recibí una mirada de reprobación y una mueca de «ahora sí ya se volvió loca». En la dirección nos esperaba la hermana de Papá, nunca antes había ido la Tía Lilí a recogernos al colegio, cuando la ví con sus llaves en la mano pensé «Papá está muerto», nos dijo que iríamos a su casa y que comeríamos con nuestros primos. Entresemana nunca antes habíamos ido a casa de la tía a comer, nos sentamos a la mesa y ví pasar a su esposo vestido de negro abotonándose su abrigo negro con cuello de terciopelo, «Papá está muerto» pensé clavando la mirada en la sopa de fideos.

La tía nos tomó de la mano y nos llevó caminando a casa de los abuelos, que sencillamente eran los vecinos de junto, de los pocos pasos de puerta a puerta y tomándonos por los hombros nos dijo que teníamos que ser muy fuertes y valientes porque mamá nos iba a necesitar mucho «ahora más que nunca», «Papá está muerto» me dije a mi misa en tono tranquilo y busqué los ojos de mi hermana.

Voces, gritos, llanto, palabras nunca antes dichas, corazones estrujados, una viuda de 41 años y una madre de 65 años confrontando la muerte, arrebatadas de la vida con el alma desangrándose en una tarde de otoño de 1980.

Contemplé la escena desde el umbral, mi hermana corrió a los brazos de mamá, yo me salí con el abuelo al patio, ahí estaba con las manos a la espalda, mirando al cielo, sin decir una palabra, estaría buscando almas. Cuando entramos a la casa me dijo que podía hacer una sola llamada, que ya pronto nos iríamos.

Los tíos, vecinos de los abuelos empezaron a desfilar vestidos de negro, una camioneta nos recogió para irnos todos a Sullivan y Rosas Moreno, me subieron, me sentaron, me llevaron y me bajaron, me dijeron que esperara porque el cuerpo aún no había llegado.

Esperé en la puerta, llegaron los primos platicaban conmigo y me miraban, me miraban mucho y yo platicaba de que había nadado en el río y que habíamos comido tortas en el paseo, ellos me miraban y me abrazaban.

Llegó el cuerpo… «llegó el cuerpo» me dijeron… «el cuerpo» el cuerpo!… tienes que entrar a la sala, ya llegó el cuerpo, pero yo seguía ahí sin entender nada, y la gente me fué empujando al interior de la sala, el-cuerpo-la-caja-los-cirios… y una de las hermanas de mi madre me dijo «acércate a verlo parece que está dormido», el-cuerpo-la-caja-los-cirios era la nueva forma de Papá… me fuí al baño y esperé y empecé a lavarme la cara, a sacudirme los pantalones, me había mojado en el río y seguía con la misma ropa, ahora todo seco pero enlodado, seco de tierra, duro y apestoso, pero nadie se habría fijado, pocos me habían visto, quien me veía no miraba mi ropa, me veían a los ojos y veían mi futuro.

Mi madre estaba parada a un lado de el-cuerpo-la-caja-los-cirios y mi abuela en el otro extremo, cada una recibía abrazos y condolencias de cada uno de los presentes que hacían una larga fila para llegar a ellas, y así pasaron la tarde y la noche, y siguieron los rezos, y las guardias y los rosarios y el protocolo funerario se imprimió en mi memoria en una nube de llantos y frases sin sentido tratban de llenar el vacío.

Llegaron mis amigas con vestidos de domingo y llegaban los familiares, y luego los parientes, y luego los amigos y luego los conocidos y al poco se lleno de desconocidos y todos abrazaban a mi madre y ella lloraba con cada uno de ellos y abrazaban a mi abuela y seguían los rezos, y los rosarios, y las guardias, y las palabras para llenar el vacío y yo volvía a ir al baño y me encerraba y escuchaba lo que la gente decía y escuché muchos «pobrecitos niños» y muchos «que va a ser de ellos» y me tapaba los oídos y la gente me apachurraba y me tocaban los cachetes y me decían que estaría bien que llorara.

Un alma piadosa se dió cuenta de lo que yo realmente necesitaba, un baño de agua caliente, una cena, ropa limpia y una cama.

Hace 35 años un 20 de noviembre, cuando la mayoría de la gente estaría haceindo puente yo estaba vestida de blanco, calcetines blancos – prestados, vestido blanco – prestado, sueter blanco – prestado y calzones y camiseta blancos – prestados porque esa noche no dormimos en casa, porque ese día era día de panteón.

Regresamos a casa, y yo le dije al perro que Papá no vendría porque estaba muerto lo habíamos dejado en el panteón, recogimos la mesa de la cocina que se había quedado con los vasos del desayuno del día anterior, y subí a mi cuarto a ponerme la pijama, y le dije a mi ratón de peluche que Papá no vendría porque lo habíamos dejado en el panteón y me dí cuenta que era hora de dormir y que las primas y las tías estaban en casa ayudando a poner en orden y consolando a mamá y no se iban y que yo ya quería meterme a la cama, porque había sido un día largo con todos estos altibajos de andar caminando detrás de una carroza fúnebre -otra de mis palabras nuevas aunádas a las de Sullivan, Rosas Moreno, Cirios, Guadias y Rosarios –  llegando a la fosa y viendo como los trabajadores del panteón abrían la caja platino de Papá para ponerle a sus pies una bolsa de basura negra y yo pregunto a quien quiera que haya estado parado a mi lado que qué era eso y la respuesta fue tan clara y corta como la fosa de tierra recién apaleada «tus bisabuelos». Y así entró la caja-en-la-fosa, la-tierra-en-la-fosa, los-ladrillos-sobre-la-tierra, la placa-sobre-los-ladrillos, la-vida-de-mi-madre-en-un-grito y mi-abuela-en-pedazos-nunca-más-ensamblados-en-la-fosa-de-su-hijo.

Y yo quería nada más meterme a la cama, después de todo me había portado bien, hice lo que me dijeron aunque nunca obedecí la lloradera, no lloré de más ni de menos, nada más cuando la tierra cayó en la caja-de-papá. Y alguien, quien quiera que haya sido parado a mi lado que me dió instrucciones de echar tierra sobre la caja, lloré y me dí la vuelta porque creí que mi madre y mi abuela serían tragadas por la fosa y que nunca más regresarían, me dí la vuelta porque quería salir del Panteón Español lo más pronto posible, me dí la vuelta porque quería cambiarme de ropa, eran calcetines, calzones, camiseta, vestido y suéter prestados y yo tenía frío en noviembre.

Quería meterme a la cama porque no fué un día como cualquiera, mi madre se vistió de negro y se vestiría de negro los próximos 24 meses, la abuela se vistió de negro y se vestiría de negro los próximos muchos años de su vida sin dejar jamás su duelo, y yo quería meterme a la cama pero no podían apagar las luces ni cerrar la puerta porque Papá no estaba en casa.

Así que fuí a decir a los primos que seguían acomodando y poniendo orden que ya era tarde y que necesitabamos ir a recoger a Papá, para traerlo a casa y poder cerrar, o cómo pensaban dejarlo a la intemperie en medio del Panteón Español?

A los once años regresé a la escuela el siguiente lunes, a los once años las miradas me evadían de cerca y me miraban fijamente de lejos, a los once años no tenía ropa negra, a los once años fuí a la novenaria- a los rosarios- al panteón cada domingo, a los once años yo quería mi fiesta de cumpleaños en diciembre y quería ir al cine con mis amigos, a los once años yo estaba viva mientras el mundo se había caído a pedazos en-la-caja, en-la-funeraria, en-la-fosa.

A los once años me permitieron hacer una llamada «avisas que tu Papá se ha muerto y que estaremos en Gayoso de Sullivan y Rosas Moreno» a los once años se amplió mi lenguaje con palabras incomprensibles y pasaron muchos años para entender que Sullivan y Rosas Moreno son un cruce de calles y no un cruce de vida. A los once años hubiera preferido no echar tierra a una caja ni haber visto los ladrillos que se ponen antes de la placa de marmol, a los once años hubiera preferido no tener ropa prestada y no haber tenido que tener que sacar tantas conslusiones abstractas por mi misma, porque a los once años la muerte no puede ser más que un cruce que se llame Sullivan y Rosas Moreno y una llamada a una amiga.

Pasaron diez años para que mamá me preguntara «y tu qué hiciste el día que murió Papá?» y le conté todo esto desde la llamada, los calcetines mojados y el puño de tierra, hasta mi impulso enorme de salir corriendo a recogerlo del panteón, y me miró largo rato para preguntarme después «y luego qué hiciste?», buena pregunta, los siguientes años fueron de muchos silencios, y de mucha sobrevivencia, de muchos vacíos y de muchas palabras sin pronunciar. Los años que siguieron fueron de cambios y de pasos fuertes, los años que siguieron fueron los-que-siguieron: a una llamada, a un día de funeraria y a una tarde de panteón, los años que siguieron se fueron convirtiendo en vida y se fueron haciendo de a pocos.

Hoy hace 35 años tuve el impulso de ir a recoger a papá al Panteón Español «o cómo lo vamos a dejar ahí solo en medio de tantas tumbas?»

Hoy hace 35 años cada quien vivió una historia diferente, mi madre, mi hermana, mi abuela, mi hermano, mi abuelo, los tíos, mis primos, los amigos, mis amigos, mi historia, todos en torno a la muerte de Papá a sus 39 años.

Ahora escucho a mis primos que comentan «cuando pasé el umbral de los 39 me sentí agradecido» el umbral de los 39 es una marca de muerte pero al escucharlos hoy me doy cuenta que en ésta familia es una meta de vida, los primos hemos pasado el umbral de los 39 y eso nos da impulso para llegar al siguiente.

Hoy hace 35 años me dijo el abuelo que podía hacer una llamada y empezó mi larga relación con la muerte.

 

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